Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXXICAPÍTULO XXXIIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE 1847
ENTRE ESTADOS UNIDOS Y MÉXICO

William Jay

CAPÍTULO XXXII

Degradantes consecuencias de la guerra


Las malas y las buenas inclinaciones del hombre se acentúan cuando se les cultiva. Un voluntario del ejército, al describir en una carta sus impresiones de la primera vez que entró en combate, menciona el hecho de que al disparar se sintió agobiado por el temor de que pudiera matar a alguien; pero después de un rato le entró tanto afán como a los demás de matar enemigos.

Desde el principio de las hostilidades se suministraron al público casi diariamente en los periódicos relatos minuciosos de las batallas y los bombardeos, de los cuerpos mutilados y todas esas formas y manifestaciones del sufrimiento humano causado por la guerra:

Niños y niñas y mujeres, que llorarían de dolor al ver a un pequeño arrancarle la patita a un insecto, leen las noticias de la guerra y esto parece constituir la diversión mayor en la mesa del desayuno. Todos son sabios, conocedores, bien enterados, con dominio técnico, en materia de triunfos y derrotas y en todos los términos elegantes que expresan lo mismo: fratricidio; términos que dejamos deslizarse tersamente por nuestras lenguas como si fuesen sólo abstracciones, sonidos vacuos, sin relación con sentimiento alguno, cosas carentes de forma. Como si el soldado muriese sin una sola herida; como si las fibras de ese cuerpo hecho a semejanza de Dios, pudieran sangrar sin dolor; como si el infeliz que cayó en la batalla cuando realizaba crímenes sangrientos, subiese al cielo, transportado, no muerto; como si no tuviese esposa que llorara por él ni Dios que lo juzgase .

Este comercio constante con el sufrimiento humano, en vez de inspirar compasión ha despertado las pasiones más viles de nuestra naturaleza. Se nos ha enseñado a repicar las campanas, a iluminar los balcones y echar cohetes en señal de júbilo al enterarnos de la gran ruina y devastación, la desdicha y la muerte que han sembrado nuestras tropas en un país que jamás nos ofendió, que nunca disparó un balazo en el suelo nuestro y que estaba completamente incapacitado para defenderse de nosotros (1).

Ni siquiera la consideración de que al correr sangre mexicana corría también la sangre de los nuestros en el campo de batalla, fue parte a contener nuestra exaltación por el hecho de que México sangraba. Nuestros vecinos, amigos y compatriotas, a millares, cayeron en la lucha o hubieron de yacer en los tediosos hospitales; pero sus padecimientos nos produjeron tan escasa compasión y cuidado como las penas de los mexicanos. La nación había ganado gloria y ganaría también tierras; y los políticos se mostraban ansiosos de ganar popularidad, rivalizando entre ellos para ver quién lanzaba los gritos de gozo más ensordecedores. ¡Ay, en muchos casos esos gritos procedían de los mismos labios que habían atacado antes la guerra como inconstitucional, como injusta y aun criminal!

La lucha entre las convicciones de la conciencia y el ansia de ganar el favor popular, indujo a otros políticos, no nada más a los whigs, a incurrir en una contradicción extraña y casi risible.

En los últimos años hemos oído hablar bastante a unos filántropos de cierto tipo, respecto a la inviolabilidad de la vida humana, y vemos que se han organizado sociedades para propugnar la abolición de la pena capital. La vida es un don concedido por la Divinidad, que sólo puede ser arrebatado debidamente por su Dador. Todo esto está muy bien si se aplica a los felones americanos; pero hacerla extensiva a hombres, mujeres y niños mexicanos, inocentes de todo crimen, resultaba, claro está, dar protección y ayuda al enemigo. Por esta razón, hemos visto, en una de nuestras ciudades mayores, el espectáculo singular de que un presidente de cierta sociedad constituída para combatir la pena de muerte, presidiese una junta numerosa y feroz reunida para apoyar la guerra.

El presidente de otra sociedad parecida, político prominente, aceptó y desempeñó el encargo nada consecuente con sus opiniones de hacer entrega a un general que goza de alguna popularidad, de una espada que se le ofrecía como homenaje.

Esa parte de la prensa pública que apoyó la guerra, en muchos casos ha sido instrumento para la difusión entre la masa popular, de los sentimientos más despiadados y feroces. Por supuesto que la política del partido dominante consistió en excitar las pasiones del pueblo contra México; fomentar la admiración por la fuerza militar y reprimir todo sentimiento compasivo que pudieran inspirar aquellos a quienes estábamos asesinando y saqueando. Por esta razón muchos de los periódicos belicosos se esforzaban a todas luces por pervertir el sentido moral de la comunidad y hacían mofa y ludibrio de los sentimientos religiosos naturalmente ofendidos por el carácter y los sucesos de la guerra.

Unas cuantas citas servirán para ilustrar lo expuesto. Mr. Polk, como hemos visto, en tanto devastaba a México, a toda hora estaba suspirando por la paz. Sus periódicos se ponían a la altura de los planes más brutales para conquistar la paz.

Uno de esos periódicos dijo:

Ahora debemos destruir la ciudad de México, arrasarla por completo; tratar a Puebla, Perote, Jalapa, Saltillo y Monterrey del mismo modo, y aumentar entonces nuestras demandas hasta insistir en que se nos dé posesión perpetua del Castillo de San Juan de Ulúa, como clave del comercio en el Golfo de México. De este modo salvaremos centenares de vidas. Ocupemos todos los puertos del Golfo y del Pacífico para recaudar ingresos con que se paguen las erogaciones de la guerra. Esto obligará a los mexicanos a pedir la paz.

Otro periódico decía:

A menos que agobiemos a golpes a los mexicanos, que hagamos llegar la destrucción y la pérdida de vidas a todos sus hogares y les hagamos sentir el peso de nuestras armas, no nos respetarán jamás.

El propio órgano periodístico de Mr. Polk, el periódico oficial Union, declaró:

Nuestra labor de subyugación y conquista debe seguir adelante con toda rapidez y con creciente fuerza, y, hasta donde sea posible, a costa de México mismo. En lo sucesivo debemos busar la paz e imponerla mediante la tarea de arrojar sobre nuestros enemigos todas las calamidades de la guerra.

Estos bárbaros sentimientos, que eran muy comunes en todo el país, agravaban su atrocidad por los calumniosos pretextos a que se echaba mano para promoverlós.

Nosotros, un enemigo invasor, habíamos de hacer matanzas en grande escala y arrasar ciudades, para procurar una paz que hubiera sido nuestra en cualquier momento, con sólo que cesáramos de agredir a los mexicanos. Si hubiéramos resuelto retirar a nuestros ejércitos, muy bien sabíamos que el enemigo no tenía medios para vengar los enormes daños que ya le habíamos causado. México estaba peleando nada más en defensa propia, y la única paz que deseábamos nosotros, la única paz que estábamos dispuestos a conquistar, era la cesión del territorio por el cual iniciamos la guerra.

No solamente se había lanzado un reto a los preceptos generales de justicia y de humanidad en esa forma, sino que hasta se habían hecho esfuerzos notorios para ganar la admiración pública hacia actos de ferocidad y de impiedad cuyo propósito deliberado era dar pábulo al espíritu guerrero.

Se dijo que un tonto chiquillo de once años había escrito una carta a cierto general pidiéndole que aceptara sus servicios contra los mexicanos, y ufanándose de que tenía dinero bastante para comprar un par de pistolas y un puñal. La carta de ese chiquillo apareció en los periódicos con este encabezado: The right kind of spirit (2).

Muchas anécdotas de oficiales americanos, relatos que si fuesen verdad no podrían menos de ofender a quienes reverencian las verdades del Cristianismo, se han narrado en voz alta como ejemplos de patriotismo y heroicidad americanos. Así tenemos por ejemplo el cuento de un capitán que fue herido mortalmente y estaba agonizante.

Todo su maxilar inferior, con parte de la lengua y el paladar, desapareció por obra de un balazo; sólo podía expresar sus pensamientos escribiendo en una pizarra. Ya no quería vivir. Al final de una respuesta que dio por escrito a ciertas preguntas que le hicieron respecto a la batalla del día 9, escribió esta frase: We gave the Mexicans hell! (3).

Esta frase tan peculiarmente horrible, especialmente cuando la profiere un hombre que está al borde de la tumba, llegó a hacerse popular y casi distinguida, y mandar a los mexicanos al infierno parecía ser el glorioso privilegio y al mismo tiempo el supremo deber de los cristianos estadounidenses. Hubo un periódico en Misisipí que hizo suya esa frase agregándole esta blasfemia:

Por un error aparece en nuestra primera plana el fragmento de un poema titulado Canción de la Espada (4). Según parece, en ausencia nuestra, quizá porque los muchachos impresores carecían de otros artículos para llenar el periódico, escogieron esa canción para cubrir un hueco y la insertaron. No vimos nosotros ese poema sino cuando ya era demasiado tarde para hacer correcciones. No expresa nuestros sentimientos esa composición. Es propia de los whigs, y de mala calidad literaria, hasta eso más. Nosotros nos declaramos en favor de que se mande a los mexicanos al infierno, sea Cristo nuestro guía o no lo sea.

Bajo el epígrafe Noble hazaña, se nos cuenta en otro periódico de un soldado mortalmente herido que protesta porque se lo llevan del campo de batalla y exclama que él es ya un hombre muerto, pero maldito sea si no desea matar a otros enemigos.

Se hicieron algunos comentarios desfavorables a propósito de ciertas expresiones procaces que se dice escaparon de los labios del general Taylor en el calor de la batalla. Nosotros confiamos en que esto no sea verdad. Pero un periódico de Nueva Orleans replicó a los críticos:

Resulta una afectación despreciable y mezquina que cualquiera que conozca al general simule escandalizarse por lo que de él se cuenta como ocurrido en Buena Vista. Es una vil simulación para halagar a las almas puritanas que usan exclamaciones tomadas de un vocabulario más económico que el suele usarse en los campos de batalla. Las palabras salieron de la boca del general Taylor y sin duda fueron tan aceptables para el cielo como el estruendo del cañón que sembró muerte en las filas enemigas y cubrió el campo de cadáveres.

Los pocos ejemplos que hemos citado (y que podrían multiplicarse indefinidamente) indican las influencias perniciosas a que ha estado expuesta la opinión pública por obra de los esfuerzos realizados para crear y sostener el espíritu bélico de la comunidad.

En algunos cuantos casos hasta la Iglesia ha tomado parte en esta labor non santa de corromper la opinión pública. Desde el púlpito se han lanzado bendiciones ocasionalmente a los invasores de México, y algunos ministros de Cristo han dado la sanción de la fe religiosa que ellos profesan, a la causa en que murieron los individuos en cuyo honor se hacían ceremonias militares fúnebres. En algunos casos se han predicado sermones que contienen muy poco del espíritu del Príncipe de la Paz. A los hombres que han perdido la vida en el acto de llevar voluntariamente la espada y la tea incendiaria a un país extranjero, se les ha presentado a veces a la admiración de sus compatriotas señalándolos como caídos en el cumplimiento de su deber. Pero los patriotas reverendos que así obraron, omitieron informar a su auditorio de que los mexicanos que cayeron en defensa de sus mujeres y sus hijos obedecían el mandato del deber tanto o más que el voluntario americano. No dejaron tampoco esos ministros que pasara sin provecho la oportunidad que se les ofrecia para sacar la obvia conclusión de que, así los americanos como los mexicanos, no hicieron otra cosa sino cumplir con el deber de matarse entre ellos; que la matanza mutua es un sacrificio aceptable al Padre común de todos, y que está de acuerdo con los preceptos del Divino Redentor.

Varios miembros del Clero norteamericano fueron consecuentes con las doctrinas que enseñaban y ajustaron a ellas su conducta. Así vemos en un periódico de St. Louis la noticia de que un pastor bautista fue muerto en combate, y un elogio de su patriótismo. El periódico New Orleans Picayune mencionó así a otro ministro militante de la Iglesia:

Una compañía de cerca de noventa hombres llegó ayer aquí de las parroquias foráneas bajo el mando del reverendo Richard A. Stewart. El capitán Stewart es un digno sacerdote de la Iglesia Metodista, que no permite que cosa alguna le impida el desempeño de ese deber que todo ciudadano tiene contraído para con su país en la hora de peligro.

Al parecer, el reverendo capitán se esmeró tanto en la hora de peligro de su país, que adquirió cuando menos el honor de la conspicuidad que los hombres confieren, porque al retornar de la guerra, vemos que otra vez lo menciona el Picayune cierto día de febrero de 1848. En una noticia referente a una junta política en favor de Taylor habida en la ciudad de Nueva Orleans, decía el periódico:

Mr. Stewart, de Iberville, propuso a la asamblea que se designara como candidato a la presidencia de la República al general Zacarías Taylor. Un miembro de la Convención se levantó para secundar la moción y dijo que como el proponente quizá no era conocido de todos los convencionistas, él quería presentarlo; que se trataba del reverendo coronel Stewart, de Iberville, el clérigo combatiente. (Atronadores aplausos).

Sin embargo de ello, es de estricta justicia reconocer, y hacerlo así con profundo agradecimiento, que el sagrado ministerio rara vez ha sido profanado porque uno de sus miembros vindicara la guerra contra México; y en cambio son numerosos los casos en que cuerpos eclesiásticos y algunos pastores individualmente, con valor y fidelidad cristianos, expusieron y denunciaron toda la iniquidad de esta guerra. Ni siquiera se puede decir que solamente los clérigos se opusieran a tan inicua lucha. Toda la comunidad religiosa, especialmente en el Norte, con muy contadas excepciones, se mostró unánime en la reprobación de la guerra. De hecho, si no hubiera sido por los actos y los esfuerzos de los políticos, de hombres que estaban luchando por conservar los puestos que desempeñaban en el Gobierno y de otros que trataban de alcanzar elevadas posiciones que mucho codiciaban, la gran masa del pueblo hubiera considerado la guerra como un positivo horror.

El sentido moral de la nación quedó embotado por el sentimiento que artificialmente cultivaron los políticos de los dos partidos con aquel grito de guerra: Nuestro país, justo o injusto. Claro está que el propósito era disculpar a los dos partidos por el apoyo que dieron a la guerra, afirmando que el amor a la patria es más imperativo que la obligación moral.

La guerra ha ejercido también una influencia en extremo desastrosa al familiarizar el oído del público con las falsedades de la propaganda que tendían a quitar al pecado toda su vileza. Se elevó la mentira a muy alto rango, tanto por su magnitud y la importancia de los fines que perseguía, como por la elevada posición de aquellos que descendían a la bajeza de usar la falacia como instrumento de sus designios.

Justa fue la lamentación del Profeta cuando dijo: La verdad rueda en las calles por el arroyo. En nuestros días, la guerra mexicana ha hecho a la verdad morder el polvo, no sólo en las calles de Wáshington, sino en todas las vías públicas del país.

El mensaje de Mr. Polk expedido en diciembre de 1846 en defensa de la guerra, ha sido llamado una pirámide de mendacidad. Ocuparía demasiado espacio el examen minucioso de los diversos materiales que integran esa vasta estructura, por lo cual nos limitaremos a dar sólo unos cuántos ejemplos que el lector atento de las páginas anteriores estará perfectamente capacitado para analizar por sí mismo.

La guerra actual con México -decía el mensaje de Mr. Polk, no fue ni deseada ni provocada por los Estados Unidos; por el contrario, se recurrió a todos los medios honorables para impedirla. Tras años de soportar las ofensas crecientes que nos hacía México, ese país, violando las estipulaciones de un tratado solemne, rompió las hostilidades y de este modo, con su conducta nos obligó a entrar en la guerra. Mucho antes de que avanzara nuestro ejército por la orilla izquierda del Río Grande, ya teníamos nosotros bastantes causas justas para hacer la guerra a ese país; y si desde entonces los Estados Unidos hubieran recurrido a tal extremo, habríamos podido apelar a todo el mundo civilizado pidiéndole que reconociera la justicia de nuestra causa.

He aquí otro párrafo del mensaje:

Los ultrajes que hemos sufrido de México casi desde que se convirtió en país independiente y la paciente indulgencia con que los toleramos, no tienen paralelo en la historia de las naciones civilizadas modernas.

Y este otro:

La anexión de Texas a los Estados Unidos no constituiría una justa causa para que México se diese por ofendido.

Ocupaba sus posiciones el general Taylor en la orilla oriental del Río Grande, dentro de los limites de Texas, que acababa de ser admitido como Estado de nuestra Unión, cuando el comandante general de las fuerzas mexicanas, obedeciendo órdenes de su Gobierno, reunió un gran ejército en la orilla opuesta del Río Grande, lo cruzó e invadió nuestro territorio y rompió las hostilidades atacando a nuestras fuerzas.

Todo esfuerzo honorable lo he hecho para evitar la guerra que siguió a esos acontecimientos, pero en vano. Nuestro empeño en conservar la paz fue recibido con insultos y resistencia por parte de México.

Esta guerra no se ha hecho con fines de conquista ..., etc., etc.

Con una tenacidad rara vez igualada, Polk anunció al Congreso el 6 de julio de 1848 que la guerra en que nuestro país se vio envuelto contra su voluntad para la necesaria vindicación de los derechos y el honor nacionales, ha terminado.

Las ficciones de Mr. Polk eran repetidas por su partido con toda la gravedad de una creencia sincera. Los whigs en el Congreso, con contadas excepciones honorables, siguieron una política diferente. Confesaban sin temor alguno que la guerra en cuyo favor habían votado, era innecesaria e injusta, una guerra de agresión y no de defensa; y decían que la afirmación en cuyo favor ellos habían puesto sus nombres en un documento perdurable, en el sentido de que la guerra había sido resultado de la conducta de México, era falsa. Se disculparon cuanto pudieron. También ellos tenían razones ficticias que aducir en su defensa. Aseguraban que votaron en favor de que se reclutaran cincuenta mil hombres, únicamente porque lo creyeron necesario para rescatar al general Taylor y su pequeño ejército, ¡a punto de que los capturaran los mexicanos!

Las falsedades referentes a la guerra mexicana acuñadas en Wáshington, se convirtieron en moneda circulante en todo el territorio de los Estados Unidos. Se les hallaba en casi todos los despachos oficiales; se insertaban en la prensa; los gobernadores en sus mensajes las hacían pasar como expresiones verídicas y otro tanto hacían las legislaturas en sus resoluciones o decretos. ¿Quién puede calcular el daño hecho a la moral de la nación por ese desprecio tan común para la verdad?

El ejemplo que ofrecen hombres conspicuos por su talento, su influencia y su posición, tiene que influir forzosamente para el bien o para el mal.

Cuando el justo ejerce autoridad el pueblo se regocija; pero cuando el malvado es el que manda, todo el pueblo padece.

Con toda razón se ha dicho que la verdad y la confianza que ella inspira, son la base de la sociedad humana, y que el error es la fuente de toda iniquidad. ¡Cuán deplorable es por lo tanto que el amor a la verdad y el aborrecimiento de la mentira se debiliten por obra de la autoridad que ejercen y el ejemplo que dan los que ocupan altos puestos! Pero este asunto se relaciona con algunas consideraciones de mayor cuantía que aquellas que pertenecen sólo a hechos transitorios.

Pronto entraremos cuantos ahora existimos, en una existencia sin fin, en que la tristeza y la falsedad se desconocen, o en otro lugar en el que la alegría y la verdad están para siempre excluidas. Es seguro que entre las más tremendas responsabildades que pesan sobre los autores y partidarios de la guerra mexicana, se incluirá la corrupción de la opiriión pública y la depravación moral que ellos originaron en el país.



Notas

(1) Dice un hábil escritor: Unos caballeros americanos que son esposos y padres de familia, enviaron un ejército a cobrar a varios caudillos mexicanos una deuda, bombardeando para ello Veracruz. De día y de noche ha llovido horrenda tempestad de granadas sobre la ciudad devota. Caballeros cristianos eran los que manejaban los cañones y encendían ese fuego infernal. Madres e hijas huían dando alaridos por las calles y con frecuencia sus cuerpos hechos pedazos quedaban sepultados bajo las ruinas de sus hogares. Las granadas hicieron explosión en hospitales de niños, junto a las camas de los enfermos imposibilitados de moverse, en salas en que se albergaban gentes delicadas y piadosas. Muchas mujeres quedaron con los miembros desprendidos, mutilados por las bombas disparadas por esos caballeros americanos. Un gran número de damas, en el terror de aquel espantoso bombardeo, huyeron a refugiarse en el sótano de una de las más ricas mansiones de la ciudad, construida de piedra, con la esperanza de hallar en ese recinto protección contra las máquinas destructivas que habían demolido tantas casas, y que en forma sangrienta las había enlutado al dar muerte a muchos de sus más caros amigos. El tronar de los cañones en el bombardeo; el estallido de las granadas; los lamentos de los moribundos, traspasaban la obscuridad de aquel sótano e infundían locura y pavor en las temblorosas mujeres allí reunidas. De pronto cae una bomba en el techo de la casa y atraviesa techo y piso hasta llegar al sótano, donde hace explosión; y los cuerpos de esas madres y doncellas, sangrientos y hechos pedazos, vuelan en torno y azotan las paredes. Y esta es la manera honorable de hacer una guerra; esta es la manera cristiana de combatir ... ¡El resultado de tales escenas es celebrado con fiestas cívicas, fuegos artificiales e iluminaciones! Hombres respetables, hombres humanitarios, hombres que se sientan a la mesa de Jesucristo como sus discípulos, que publican periódicos destinados a guiar el mundo hacia los sentimientos y las prácticas cristianas, consideran que ese procedimiento es conveniente para exigir el pago de una deuda.

(2) Esta frase dice que la actitud del muchacho revela el espíritu que realmente corresponde a un patriota, un espíritu justo, debido, adecuado.

(3) Un equivalente aproximado de esta cruda frase, sería en español con suma suavidad, la frase siguiente: Mandamos a los mexicanos al infierno. La palabra hell (infierno) se considera de una procacidad villana en el idioma inglés.

(4) Un poema inglés sobre la guerra que no contiene alusión ninguna a los Estados Unidos.

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