Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXXCAPÍTULO XXXIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE 1847
ENTRE ESTADOS UNIDOS Y MÉXICO

William Jay

CAPÍTULO XXXI

Males políticos de la guerra


Toda guerra es forzosamente desfavorable, por sus tendencias mismas, a las libertades y la prosperidad del Estado, aun en el caso en que tenga por objeto la defensa de la libertad o su recuperación. Las cargas que impone; la autoridad arbitraria que confiere y las disposiciones a que da lugar, todo es contrario a los derechos populares. Claro está que estas tendencias se denominan y modifican según las circunstancias. La guerra reciente, como se le hizo totalmente fuera de los limites de nuestro propio país, no infligió a nuestros ciudadanos esas violaciones de sus dehechos y exacciones opresivas que se experimentan en el teatro de la hostilidades. Sin embargo de ello, ha demostrado esta guerra ser un enemigo peligroso de la libertad constitucional.

Hemos visto en las páginas anteriores, que se hicieron preparativos amplios y providentes para el comienzo de la guerra en el Río Grande y para la toma de California, no sólo sin la aprobación del Congreso, sino aun sin consultarlo. Es del todo imposible que el Congreso hubiera expedido o el pueblo hubiera tolerado, una declaración de guerra contra México, ni para obligar a ese país a pagar supuestas reclamaciones, ni para hacer que retirara sus tropas y sus autoridades de las poblaciones situadas en el Río Grande. Así que se consideró necesario en primer lugar provocar un choque y después apelar al Congreso para defender el país de una invasión. Por lo tanto, la guerra, aunque fue reconocida y sostenida por el Congreso una vez que dio principio, de hecho se inició a consecuencia de órdenes dictadas por el Presidente bajo su propia responsabilidad y no en acatamiento a una autoridad constitucional o legal. Es verdad que el Presidente, como comandante en jefe del ejército nacional, tenía el derecho de dirigir los movimientos de las tropas, pero no en forma tal que forzosamente y de intento condujese al país a una guerra. Así que con toda verdad la Cámara de Diputados declaró que la guerra había sido iniciada por el Presidente con violación de la ley constitucional.

A pesar de todo, esta usurpación de facultades que condujo al sacrificio de miles de vidas y a la dilapidación de millones de dólares del Tesoro nacional, ha quedado sin castigo. Tan grave falta encontró excusa en los triunfos militares a que condujo; y de este modo se ha dado sanción a un precedente que inviste al Presidente de la República con la prerrogativa real de arrojar sobre el país las calamidades de la guerra.

Y no es este el único caso en que el Presidente asume en su propia persona las facultades que pertenecen sólo al Poder legislativo del gobierno. Aunque no está permitido por la Constitución que el Presidente nombre a su albedrío y placer a un solo funcionario, ni que tome del Tesoro un solo centavo, el Presidente estableció un sistema de tarifas e impuestos interiores en México; nombró a una horda de recaudadores y acumuló, a su disposición, todos los ingresos que pudieran arrebatarse a punta de bayoneta a los mexicanos infelices y empobrecidos; y todo esto lo hizo el Presidente sin la más ligera autorización del Congreso (1).

También ha establecido, por su voluntad y su gusto soberanos, gobiernos civiles en Nuevo México y en California, y ha nombrado gobernadores, ha organizado tribunales de justicia y ha designado magistrados, etc., sin consultar siquiera al Congreso y sin que ninguna ley en lo absoluto autorice el ejercicio de esas altas prerrogativas, y aun ha señalado los emolumentos que deben percibir los funcionarios civiles que ha creído conveniente nombrar.

En el informe rendido por el Secretario de la Guerra el 4 de diciembre de 1847, se ve que los derechos recaudados en California se han aplicado al sostenimiento del Gobierno civil. De este modo el Presidente, según su propia voluntad y como le ha venido en gana, no sólo nombró funcionarios sino que les señaló emolumentos a su arbitrio. De este modo un pueblo celoso de sus libertades, ha permitido, en el delirio de la victoria y la conquista, que su Primer Magistrado asuma sobre vastas regiones una autoridad sin límites y completamente despótica, con dominio absoluto sobre la espada y sobre la hacienda. De aquí en adelante será parte de nuestra teoría de gobierno, que durante una guerra el Presidente de los Estados Unidos queda relevado de toda restricción constitucional cuando actúe fuera de los límites del país, y que está completamente sustraído al dominio del Congreso. El inmenso poder y autoridad que se confieren así al Presidente cuando se presenta un estado de guerra, puede resultar en lo futuro un aliciente irresistible para que ese funcionario hunda al país en la guerra y posponga el retorno de la paz.

La conducta seguida por el Congreso se ha guiado aparentemente por el principio de que una vez que el país ha entrado en una guerra, no importa cuáles hayan sido sus causas ni cuáles sus fines, es un deber de los representantes del pueblo dar al Presidente todas la facilidades que pida para llevada adelante sin reparar en lo inicua o perjudicial que pueda ser.

No sólo se ha acostumbrado la mente del público a estas usurpaciones del ejecutivo, sino que en su admiración por las victorias, aun ha dejado de sentirse celosa del poder militar, lo que es la más poderosa salvaguardia de la libertad republicana. Nos hemos desentendido en lo absoluto del ejemplo doloroso que nos ofrece México mismo, en cuanto a la influencia desastrosa del afán de gloria de los caudillos.

La facilidad asombrosa con que ese país fue arrollado y vencido por nuestras tropas, no puede explicarse nada más por la influencia de la Iglesia mexicana, que ha impedido el progreso de la ciencia y la civilización .

Siempre, desde su independencia, México fomentó su espíritu militar, pero fue esa condición suya lo que agotó su vitalidad misma. Los recursos del Estado los dilapidó el ejército, y este cuerpo gobernó al Estado por medio de sus generales. Se despreciaron las bendiciones de la paz, y los ciudadanos en vez de reunir y combinar sus esfuerzos para el bienestar común, se dividieron en grupos de partidarios de los caudillos que se disputaban entre sí la falsa gloria y el poder. Una revolución sucedió a otra en rápida secuela, y un general arrebataba el cetro a su antecesor. Rara vez se colocó a un civil a la cabeza del Gobierno, y las riendas de éste casi invariablemente quedaban en manos de quien sabía empuñar la espada.

La historia de la República de México ha sido una serie de insurrecciones y usurpaciones militares. Aun en el momento en que se vio invadida por un ejército extranjero, las facciones militares y los caudillos paralizaron la fuerza de la nación y la convirtieron en fácil presa del enemigo.

Todos los antecedentes del pasado testimonian el hecho de que los generales populares han sido los principales destructores de las Repúblicas. Y sin embargo de ello, el pueblo americano, sordo a las admoniciones de la historia, al parecer se ha infatuado con la gloria militar y últimamente ha dado señales diversas de que prefiere los hombres que han servido a su país en el campo de batalla, a los que únicamente han querido aumentar su prosperidad y su dicha cultivando las artes de la paz.

El espíritu arbitrario engendrado por la guerra y la idea a que da pábulo de que todos los derechos y los intereses deben someterse a la seguridad pública, son forzosamente adversos en sus tendencias a la libre expresión de ideas contrarias a la guerra. No es de sorprender que los autores de la guerra mexicana -una contienda tan digna de animadversión y que fue hecha para fines tan odiosos y de interés meramente regional- hayan deseado evitar toda investigación de su verdadero carácter y cualquier esfuerzo tendiente a impedir que se lograran los fines de la propia guerra. Ninguna ley podría acallar a la prensa ni poner fin a los debates en el Congreso o entre el público.

Pero al parecer hubo la esperanza absurda de que la opinión pública se orientara de tal modo, que acabase por producir lo que la ley no podía efectuar. De la popularidad de la guerra podría depender no nada más su terminación victoriosa y la consiguiente adquisición de los territorios codiciados, sino también el predominio del partido demócrata y la continuada posesión del poder y las ventajas correspondientes por los actuales funcionarios. De aquí que Mr. Polk, en su primer mensaje al Congreso después de iniciadas las hostilidades, tratara de intimidar a sus oponentes insinuando que eran traidores a la causa de su país.

La guerra -dijo el Presidente- ha sido calificada de injusta y de innecesaria; se ha dicho que es una guerra de agresión por nuestra parte a un enemigo débil y ofendido. Semejantes opiniones tan erróneas, aunque sólo las profesan unos cuantos, han circulado amplia y extensamente, no sólo en nuestro propio país, sino que se han extendido a México y al mundo entero. No hubiera podido concebirse un medio más eficaz de alentar al enemigo, de prolongar la guerra, que abogar por la causa de ese país y adherirse a ella, dando así al enemigo protección y ayuda. Es motivo de orgullo y alegría nacionales que la gran masa del pueblo no ha puesto semejantes obstáculos a la actividad del gobierno en su prosecución de la guerra victoriosa, sino que ha demostrado ser eminentemente patriota y estar siempre lista para reivindicar el honor y los intereses de su país a costa de cualquier sacrificio.

Aquí tenemos la inculpación más arrogante, hecha por el Primer Magistrado de la Unión a sus conciudadanos, negándoles patriotismo, en un cargo que incluye a una parte no pequeña del mismo Congreso al que dirigía sus palabras, porque ciertos legisladores, en ejercicio de derechos garantizados por la Constitución de su país, se aventuraban a expresar la opinión de que la guerra en que el Presidente había metido a la nación era injusta, innecesaria y agresiva. No creyó prudente Mr. Polk denunciar en términos claros a los opositores de sus medidas de gobierno como traidores al país y dignos de una muerte ignominiosa, sino que prefirió hacerlo así implícitamente; y por esta razón aplicó a todos los que declararon que su guerra era injusta, innecesana. y agresiva, la expresión constitucional que define la traición a la patria: dar ayuda y protección al enemigo (artículo 3°, Sec. I). Si ese caballero realmente cree que la oposición concienzuda a la guerra existente es incompatible con el patriotismo y equivale al crimen de dar ayuda y protección al enemigo, no sólo ignora los principios fundamentales de la ética, sino también la conducta seguida por algunos de los más ilustres patriotas y estadistas cuyos nombres adornan las páginas de la historia moderna.

¿Qué dijo Lord Chatham, el famoso Primer Ministro de Inglaterra que había llevado a su nación a la victoria y al poder y cuya memoria permanece embalsamada en el recuerdo agradecido de sus compatriotas? Este grande hombre, durante la guerra de su país con los Estados Unidos, declaró ante el Parlamento:

Si yo fuera americano, tal como soy inglés, no depondría las armas mientras permaneciese en mi país tropa extranjera, nunca, nunca nunca ...

Fox hasta se rehusó a suscribir un voto de gracias a los oficiales del ejército de Inglaterra por las victorias que habían alcanzado en la que él creía ser una guerra injusta. Numerosos miembros distinguidos del parlamento británico se mostraron activos y perseverantes en su oposición a esa contienda. Así también la guerra hecha por la Gran Bretaña a la República Francesa se impugnó libremente llamándola injusta e innecesaria, y esto hicieron estadistas que gozaban de toda la confianza de la nación. La guerra reciente contra. China, llamada a menudo la Guerra del Opio, fue severamente censurada por una gran parte del público inglés que la juzgaba muy inicua. En una reunión pública efectuada en Londres y presidida por un par inglés, el Duque de Stanhope, se aprobó la siguiente resolución:

Esta junta lamenta profundamente que los sentimientos morales y religiosos del país sean ultrajados y el buen nombre de la cristiandad quede difamado a los ojos del mundo, y este reino se vea envuelto en una guerra contra un pueblo de trescientos cincuenta millones de seres humanos. sólo porque algunos súbditos británicos introducen opio en China, violando con ello de modo directo y reconocido las leyes de ese Imperio.

La junta estuvo de acuerdo en dirigir una petición al Parlamento en el sentido de que se hiciera una paz inmediata, y ordenó que se tradujesen al idioma chino las actas de sus juntas y se remitiesen al Emperador de China. Y a pesar de ello, ningún Ministro de la Corona, ningún miembro del Parlamento, se atrevió a calificar esta expresión constitucional de las ideas propias como un acto de traición a la patria.

En nuestro mismo país hemos visto a hombres de la más limpia reputación, del patriotismo más preclaro, que se oponían a la guerra de 1812 con la Gran Bretaña, por innecesaria, impolítica e injusta. Ningún monarca constitucional europeo se aventuraría a negar el patriotismo y la lealtad de quienes se opusieran, dentro de las formas sancionadas por las leyes fundamentales del Imperio, a las medidas dictadas por su gobierno.

El sistema de reproches iniciados en el mensaje se prosiguió con todo ardimiento y rudeza en el periódico oficial. El siguiente artículo apareció en el Wáshington Union pocos días después del mensaje:

Un registro de guerra. Proposición oportuna. Se ha sugerido que sería muy favorable a la causa del país abrir un registro de guerra en cada ciudad, población y ranchería, con el fin de conservar noticia auténtica del toryismo (2) que exhiban las gentes durante la continuación de la guerra actual. En ese registro se propone que aparezcan los nombres de las personas que revelen demasiado celo por la causa del enemigo y se opongan a la guerra que el pueblo y el gobierno de los Estados Unidos se han visto obligados a sostener por la agresión, el insulto y el latrocinio mexicanos. Además de los nombres de los individuos que se declaren contra la justicia de nuestra causa, deberán anotarse en el registro los sentimientos de ellos que sean particularmente odiosos. Siempre que un individuo exprese simpatía por el enemigo o diga desear la muerte del Presidente o la caída de la Administración nacional como castigo por haberse lanzado a la guerra, los sentimientos de ese tory deberán registrarse en su propio lenguaje, tan literalmente como sea posible. Todas las declaraciones que se trate de inscribir en el registro deberán testimoniarse con el nombre de quien las oyó o quien las haya proporcionado.

La villanía de este artículo no logra esconderse tras el absurdo de la proposición simulada que contiene. Su propósito evidente fue intimidar a los opositores de la guerra mediante el ardid de excitar en su contra manifestaciones de violencia popular. Es un llamamiento del órgano gubernamental a los demagogos de esa época para que acallaran por medio de la fuerza bruta cualquier ataque franco que se hiciese a la guerra. El editor de ese periódico confiaba en el apoyo y el patrocinio del Presidente y sus partidarios y asumía una actitud dictatorial sobre los actos de los legisladores, atacando a cualquiera de las Cámaras con insolencia vulgar cuando se negaba a cumplir inmediatamente los deseos del Ejecutivo. Los miembros del Congreso que votaban en contra de la solicitud de nuevos abastecimientos para el ejército, quedaban estigmatizados con el nombre de Mexican whigs.

Finalmente, un voto del Senado que disgustó a la Administración se anunció como otra víctoria mexicana. Por fortuna el propósito que se perseguía no se alcanzó. El resultado de esa conducta fue sembrar la indignación, sin intimidar a nadie, y el editor del periódico del Presidente, por decreto formal, no volvió a ser admitido en el recinto del Senado, pues por cortesía hasta entonces se le había otorgado ese privilegio. La causa que se invocó para excluido fue por haber proferido ataques públicos al Senado.

La conducta que observó ese periódico merece atención únicamente porque era órgano reconocido del Ejecutivo y por su acuerdo patente con el espíritu y los designios de Mr. Polk en su ataque oficial a los opositores de la guerra. Muchos de los jefes del ejército, movidos por las insinuaciones hechas por el Presidente y su órgano peridístico, declaraban hallarse excesivamente escandalizados por las objeciones que se hacían a la guerra. Particularmente el general Twiggs, se mostró tan irritado, que hizo a un lado la decencia y en una comida pública que se le dió en México brindó en esta forma:

Honor al soldado, ciudadano que marcha a la guerra por su patria. Vergüenza a los necios que allá en nuestro país dan protección y ayuda a nuestros enemigos.

Un coronel Wynkoop escribió desde México:

Nosotros los que estamos aquí no vemos diferencia alguna entre los hombres que en 1776 socorrían a los ingleses, y aquellos que en 1847 ofrecen argumentos en favor de los mexicanos y muestran compadecerse de ellos.

Otro coronel de apellido Morgan, declaró en un discurso público:

Todos aquellos que abogan por que se suspenda el envío de provisiones o por el retiro de nuestros ejércitos, disfrazarán sus sentimientos como les sea posible, con las artimañas que prefieran, pero no son sino traidores de corazón (3).

Estos varios intentos de suprimir la libertad de discutir y de expresar las ideas propias, sólo sirven para repetir una lección universal que nos enseña la historia: que la guerra, por su espíritu mismo, es adversa a la libertad civil.

Si la guerra hubiese sido de veras popular; si las masas hubieran estado enloquecidas por algunas derrotas; si hubiesen de veras estado sedientas de la sangre de sus enemigos, los esfuerzos del Presidente y de sus partidarios por enderezar su furia contra la débil minoría a la que se les enseñaba a considerar traidores, no hubieran sido infructuosos, y la República americana, tal como la República francesa, hubiera manchado sus anales con un reinado del Terror. Pero por fortuna, la afirmación del Presidente de que sólo unos cuantos ciudadanos consideraban la guerra injusta e innecesaria, y guerra de agresión además, no tenía mayor veracidad que muchas otras de sus declaraciones. Esta aserción la hizo en su mensaje de diciembre de 1846, época en que su partido tenía una gran mayoría en la Cámara de Diputados. Un año más tarde, en diciembre de 1847, se formó una nueva Cámara elegida dentro de ese lapso; y, apenas surgida del pueblo, expidió un decreto que decía:

La guerra fue iniciada por el Presidente de los Estados Unidos sin necesidad ninguna y contra los preceptos de la Constitución.

Pero si bien hemos logrado mantener la libertad de palabra y de prensa, la sanción que la guerra ha hecho se otorgue a las usurpaciones del Ejecutivo y la sed de conquista y de gloria que la guerra misma ha estimulado, están llamadas a ejercer una influencia duradera y desastrosa sobre la República. Hay otros males políticos derivados de la contienda que merecen analizarse, La nación, que al comenzar las hostilidades estaba libre de toda deuda, se ve ahora agobiada por una multitud de obligaciones precuniarias. Para librarnos de esta carga será necesario durante muchos años imponer fuertes derechos a las importaciones; y tales derechos son en realidad contribuciones que gravan artículos necesarios o que dan comodidad a la vida, no menos reales por el hecho de que sean una contribución indirecta de la que no se dan cuenta los consumidores. Halaga nuestra vanidad nacional el hecho de que se están vendiendo ahora en Europa los bonos de nuestra deuda. Se olvida que de este modo nuestra deuda pasa a manos de extranjeros, quienes recibirán en lo futuro, en vez de nuestros conciudadanos, el pago que de la deuda y sus intereses tendrá que hacer el Tesoro nacional. La Gran Bretaña no pudo sostener un solo año de servicio de su deuda, como no fuese a dar ese dinero a los bolsillos de sus propios súbditos, de donde volvería al Gobierno en forma de impuestos. Nuestra deuda será más onerosa para nosotros mientras mayor sea su monto pagable en el extranjero.

Cuando reflexionamos sobre la vasta extensión que han dado a nuestro imperio las conquistas recientes; el carácter peculiar de la gente que hemos conquistado y que va a ser investida con los privilegios de la ciudadanía americana; los odios regionales engendrados ya por la disputa referente a la extensión de la esclavitud sobre esos territorios; la diversidad de los intereses que existirán entre los Estados del Atlántico y los del Pacífico, y la lucha perpetua por el predominio que deberá entablarse entre un poderoso artesanado que depende de su propia industria y una aristocracia terrateniente apoyada por algunos millones de esclavos, seguramente se justificará nuestro temor de que sobrevengan muchos motivos de irritación, disensiones civiles y finalmente el desmembramiento de la Unión.

No pretendemos descorrer el velo que oculta lo futuro; pero si el adagio de que en el pecado está la penitencia, ha de aplicarse a las naciones lo mismo que a los individuos, no podemos dudar entonces de que las conquistas que ahora exaltan el orgullo nacional, se convertirán un día en calamidades que lo humillen.



Notas

(1) Tengo la profunda convicción de que el Presidente no tiene ningún derecho a imponer contribuciones interiores ni exteriores al pueblo de México. Es un acto no autorizado ni por la Constitución ni por las leyes y sumamente peligroso para el país. Si el Presidente puede ejercer en México una facultad que sólo se concede expresamente al Congreso y que aquel no puede ejercer en los Estados Unidos, yo pregunto entonces cuál es el límite del poder del Presidente de los Estados Unidos en México. ¿Tiene acaso también la facultad de hacer gastos con dinero recaudado en México, sin la aprobación del Congreso? Esto es lo que ha hecho ya el Presidente. ¿Tiene acaso también la facultad de aplicar ese dinero a los fines que crea convenientes, y, entre otras cosa3, a levantar una fuerza militar en México sin la sanción del Congreso? También esto lo ha hecho ya el Presidente.

Discurso de Mr. Calhoun en el Senado, en marzo de 1848.

¿Es el establecimiento de un código aduanal en México, un acto de guerra o derivado de la guerra, o un acto legislativo? Indudablemente que es esto último. Yo quiero saber cómo puede el Presidente de los Estados Unidos derogar las leyes de Hacienda de México y establecer en su lugar una nueva, y si podría modificar la ley que rige el derecho de propiedad, la ley de sucesión, el código penal o cualquiera otra parte del derecho mexicano.

Discurso de Mr. Webs en el Senado, en marzo de 1848.

(2) La palabra tory se aplicaba en Inglaterra al Partido Conservador, y su derivado Toryism era el credo político del Partido Tory o la adhesión a ese credo. En este caso se llama tories a quienes combaten al Gobierno del Presidente Polk por razones semejantes a las doctrinas de los tories.

(3) Tomamos estas efusiones militares de la prensa del dia.

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