Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXVIIICAPÍTULO XXXBiblioteca Virtual Antorcha

CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE 1847
ENTRE ESTADOS UNIDOS Y MÉXICO

William Jay

CAPÍTULO XXIX

Sufrimientos causados a México por la guerra


La extrema debilidad de México, resultado de la ignorancia y la superstición de sus habitantes, se hacía más notoria por lo dilatado de sus territorios. Su gran extensión hacía difícil que reuniera el Gobierno una fuerza militar considerable en cualquier punto lejano y por esta razón toda su frontera quedó abierta a los invasores. En unos cuatro meses a partir del comienzo de las hostilidades en el Norte, todo el territorio comprendido desde Tampico en el Atlántico hasta San Diego en el Pacífico quedó conquistado.

Lo pequeño de las fuerzas que sirvieron para realizar esas conquistas demuestra que los mexicanos son un pueblo indefenso y a la vez testifican el empuje de sus enemigos. En poco más de doce meses, el pabellón americano flotaba ya sobre el famoso Castillo de Veracruz y la capital de la República estaba en poder de las tropas americanas.

Desde esa capital un cuerpo de mil hombres hubiera probablemente partido hacia todos los rumbos y recorrido la República entera en medio a un pueblo hostil pero que casi ni oponía resistencia. Después de la captura del grupo de soldados de Thornton, que el general Taylor anunció como el principio de las hostilidades, no hubo una sola batalla, una sola escaramuza, en que los mexicanos no fuesen derrotados, así tuvieran una gran superioridad numérica. La antigua promesa que dice que diez harán correr a mil, pareció confirmarse en el maravilloso éxito de las armas americanas (1). En casos ordinarios, un ejército invasor tiene que limitarse forzosamente a ocupar sólo la estrecha zona por donde avanza, y necesita proceder con cautela para que el enemigo no lo divida en pequeños destacamentos. Pero los desdichados mexicanos vieron a los invasores extenderse por todo el país hacia todos los rumbos, y cuerpos reducidos se apoderaron de sus ciudades más populosas. Podemos imaginarnos fácilmente los insultos y los atropellos innumerables y horribles de que fueron objeto los mexicanos y que tuvieron que soportar de un enemigo victorioso y soberbio, consciente a la vez de su fuerza y su impunidad, y que se hallaba muy lejos de sentir sobre sí, aunque fuese débilmente, la influencia moderadora de la opinión pública.

Sin darse cuenta de la vasta superioridad de sus enemigos con toda la tremenda maquinaria de guerra que poseían, los mexicanos se expusieron por su desgracia al bombardeo de Veracruz. Se dice que se lanzaron sobre la ciudad devota unas tres mil bombas, cada una con peso de noventa libras, además de un número igual de granadas. Durante más de tres días cayó sobre el puerto esta horrible tempestad de proyectiles.

La obscuridad de la noche se iluminaba con el resplandor de las granadas que cruzaban el aire. Los cañonazos de la artillería y el estrépito de las bombas al caer, escuchábanse resonantes en toda la ciudad asediada. Ardían los techos de los edificios y las naves de los templos reverberaban con las explosiones espantosas.

Este espectáculo espléndido y sus consecuencias naturales, deben de haber sido presenciados con gran satisfacción por los enemigos de toda felicidad humana. Cierto oficial de la marina, en un relato que escribió pocos días después, decía:

El bombardeo duró tres días y medio. La ciudad sufrió graves daños, porque la metralla y las bombas hicieron estragos por todas partes. Había un hogar cercano a una pequeña batería, que quedó totalmente destruido; y a juzgar por el hedor que se percibe en torno, es de temerse que los cuerpos de muchas mujeres y niños pobres estén todavía sepultados bajo las ruinas. Estuve en el palacio del Gobernador, que es un buen edificio situado en uno de los costados de la plaza, y vi un cuarto muy bonito donde seguramente cayó una de nuestras granadas. Estaba yo contemplando ese recinto cuando un caballero mexicano se me acercó y se ofreció para enseñarme todo el edificio. Lo seguí y fuimos a dar a otro aposento que seguramente había sido un cuarto espléndido, pero estaba convertido en escombros. Me señaló aquel señor un sitio junto a la puerta, que había sido volada, y me dijo: Allí estaban sentados una señora y sus dos hijos; resultaron muertos cuando la bomba cayó aquí produciendo el estrago que usted ve.

Otro oficial dice que durante el bombardeo muchos de nuestros oficiales se acercaban por la noche a rastras hasta las paredes de los edificios próximos para escuchar lo que ocurriese, y relataban los gritos lastimeros, la quejumbre, las voces angustiosas de las mujeres, los niños y los heridos.

Poco después de la rendición, una persona que visitó el cuartel refería lo siguiente:

Una bomba cayó en el Hospital de Caridad donde yacían muchos enfermos, mató a veintitrés.

Dice Mr. Kendall, testigo presencial:

La ciudad, o por lo menos la parte norte de ella, ha quedado totalmente destruida; la devastación es espantosa. Es imposible calcular las pérdidas de los mexicanos por el bombardeo; pero de seguro las mujeres, los niños y los no combatientes son los que han sufrido más. El palacio nacional ubicado en la plaza recibió cinco cañonazos, uno de los cuales mató a una mujer y a dos niños que dormían en la cocina.

Me dirigí hacia la ciudad -dice otro escritor-, para ver el efecto que habían causado en ella nuestros proyectiles. Iba yo seguro de encontrar gran destrucción, pero a pesar de ello nunca me imaginé que fuese tanta, y quedé asombrado. Está casi destruida la ciudad en su parte suroeste. Dicen los ciudadanos de Veracruz que las bombas causaron los mayores daños. Caían sobre sus casas y por su peso, atravesaban desde los techos hasta los zótanos y allí hacían explosión, de modo que partían las casas de arriba abajo y mataban a cuantos estaban dentro.

Mr. Hine describe así su visita el día de la rendición:

Casi no pasé por una sola casa que no mostrara alguna grieta enorme producida por la explosión de las bombas. Durante mi recorrido llegue a una mansión elevada y señorial en la que había estallado una terrible bomba derribando todo el frente de la casa. Mientras examinaba yo los espantosos daños producidos, salió a la puerta una hermosa niña como de dieciesiete años de edad y me invitó a que pasara a su casa. Me mostró el mobiliario de la mansión hecho añicos y los montones de escombros que yacían por todas partes, y me informó, en tanto sus bellos ojos se llenaban de lágrimas, que la bomba había matado a su padre, a su madre, a su hermano y a sus dos hermanitas menores, y que se había quedado ella sola en el mundo.

Durante la tarde visité el hospital. Yacían en camas improvisadas las criaturas mutiladas que habían sido heridas durante el bombardeo. En un rincón vi a una pobre mujer decrépita, agotada, con la cabeza blanca por las tristezas acumuladas durante setenta años. Uno de sus brazos marchitos había sido volado en pedazos por un fragmento de metralla. En otro lugar podía verse a varias personas mutiladas, hombres y mujeres, heridos y desfigurados por las casas que les cayeron encima o por el estallido de las bombas. En el piso de piedra estaba acostado un niño muy pequeño en completa desnudez, con una de sus pobres piernecitas cortada más arriba de la rodilla. ¡Ni siquiera este lugar destinado al alivio de la desgracia, un hospital de caridad, se había salvado del maldito azote de la guerra! Una bomba había caído a través del techo y, al dar en tierra, hizo explosión entre aquellos veinte heridos, sumiéndolos en "el sueño del cual no se despierta nunca.

He aquí un fragmento del relato hecho por un mexicano en medio a las ruinas de su ciudad:

El enemigo, como es propio de su carácter, escogió un modo bárbaro de asesinar a los ciudadanos inofensivos e indefensos: el bombardeo de la ciudad en la forma más terrible. Arrojó sobre ella cuatro mil cien granadas y un gran número de bombas de tamaño más grande. Apuntaba sus tiros de preferencia a la casamata, al barrio de los hospitales de caridad, a los hospitales de sangre y a los sitios que el enemigo mismo había incendiado, donde era natural que las autoridades se reuniesen para apagar el fuego; a las panaderías señaladas por sus chimineas, y durante la noche llovían sobre toda la ciudad unas bombas cuya trayectoria estaba perfectamente calculada, de modo que hacían explosión al caer y se incendiaban y producían el mayor estrago posible. Sus primeras víctimas fueron mujeres y niños, y después familias enteras que perecieron por obra de las explosiones o bajo las ruinas de sus viviendas.

En el segundo día del bombardeo nos quedamos sin pan ni carne, atenidos a una ración de frijoles que teníamos que comer a media noche, bajo una lluvia de fuego. Ya para entonces todos los edificios de La Merced y La Parroquia habían quedado reducidos a escombros, y las calles estaban intransitables, llenas de ruinas y proyectiles. El tercer día el enemigo derramaba sus tiros por todas partes y la vida de uno peligraba en cualquier lugar. Habían desaparecido ya las principales panaderías: no quedaban provisiones de boca.

Los detalles que hemos mencionado de este bombardeo nos dan una idea de los sufrimientos originados por los ataques hechos a las ciuades de Monterrey y de México (2). No entraremos en detalles de los combates ocurridos en el territorio mexicano. Cada campo de batalla es forzosamente un campo de horrores; pero como quienes padecen tales calamidades son los que han ido a ese lugar a infligir a otros hombres la misma suerte de que ellos son las víctimas, ni reclaman ni excitan nuestra condolencia tanto como las madres y los niños mutilados de Veracruz, cuyos gritos de agonía acallaron los clamores triunfales con que fue recibido el general americano.

En todos nuestros combates en México la matanza del enemigo se ha agravado en forma tremenda por su imbecilidad ingénita y su ineptitud militar. Mr. Thompson, que fue Ministro en México, dice en un libro sobre ese país:

No creo yo que los varones mexicanos tengan una fuerza muy superior a la que es común entre nuestras mujeres. Son por lo general de estatura muy baja y en su mayoría no están acostumbrados a hacer ningún trabajo ni ejercicio de ninguna clase. ¡Cuán ventajosa y asesina tenía que resultar esa desigualdad entre un cuerpo de caballería americana y un número igual de mexicanos!

Ese autor considera que la superioridad de los americanos sobre los mexicanos establece una equivalencia de cinco de éstos por uno de aquellos, cuando menos, en combates individuales, y de más del doble en una batalla. De manera que las bajas sufridas por los mexicanos en la guerra han sido sorprendentemente elevadas. Es imposible conocer sus pérdidas con alguna precisión, pero no es mucho aventurar si afirmamos que el decreto expedido por el Congreso de los Estados Unidos en mayo de 1846, condenó a cincuenta mil mexicanos a una muerte anticipada, y a diez veces ese número, a la desgracia y a la miseria.

Entre el vasto número de las falsedades en que ha sido esta guerra tan pródiga, puede incluirse el elogio general, completamente injustificado, hecho por los partidarios de la invasión al humanitarismo de los soldados americanos. No nos hemos dado cuenta de ningún rasgo peculiar del carácter nacional que hiciera a nuestros soldados notables por su generosidad y su mansedumbre, o que contrarrestara en verdad la arrogancia y el egoísmo que son frutos naturales del comercio con la sangre humana y de la superioridad militar. Pero la vanidad nacional está siempre lista para creer una mentira lisonjera, y los demagogos también están siempre dispuestos a quemar incienso ante el ara de cualquier mito popular. Nuestro propósito es decir la verdad, y al hacerlo así exhibir el carácter odioso y execrable de la guerra. Los soldados americanos son como cualesquiera otros, lo que la guerra y la disciplina o la falta de ésta los haga. La naturaleza humana es la misma en todos los países y su propensión al mal se desarrolla exactamente del mismo modo cuando las circunstancias son iguales. Hubiera sido una verdadera anomalía en la historia de la humanidad, si los soldados nuestros, ensoberbecidos por la victoria y diseminados en un país conquistado, teniendo por los vencidos gran desprecio, no hubiesen sido capaces de perpetrar contra ellos grandes atrocidades. Sería tedioso acumular en estas páginas todos los detalles de los múltiples actos de crueldad y de opresión cometidos por nuestras tropas y que llegaron a publicarse en letras de molde.

Unos cuantos casos tomados al azar de entre las noticias que aparecieron en periódicos partidarios de la guerra y por lo tanto nada dispuestos a concitar el odio de la gente para el ejército americano, bastarán para demostrar que nuestras afirmaciones sobre el particular no carecen de base:

Buena Vista, 20 de agosto. Ha desaparecido un soldado y sus compañeros de armas se lanzan en su busca. Quizá se encuentre su cuerpo; tal vez no. Los mexicanos que viven más cerca del sitio en que desapareció, reciben órdenes de dar cuenta de ese soldado. O no pueden o no quieren decir nada. Entonces se recurre al cuchillo de monte y se da muerte a todos los mexicanos de la ranchería, sin detenerse a investigar si son responsables de la desaparición del soldado americano. Pero esto no basta para dar por pagada la vida de un texano. Otra ranchería mexicana recibe la temible visita y corre otra vez mucha sangre.

Camargo, a 8 de enero de 1847. Los asesinatos, los motines, los robos, etc., son tan frecuentes, que ya ni llaman mucho la atención. Las nueve décimas partes de la población americana de este lugar tienen por meritorio matar o robar a un mexicano.

En el campo militar, Walnut Springs (cerca de Monterrey), a 25 de abril de 1847. Han publicado ustedes alguna información acerca de los repugnantes atropellos cometidos antes de la batalla de Buena Vista, y de seguro los conmoverá otro tanto conocer una escena igualmente asquerosa, de positiva barbarie, que tuvo lugar en esta comarca y de la que fueron protagonistas algunas personas que se dan a sí mismas el nombre de americanos. Cerca de una pequeña población llamada Guadalupe, un americano fue asesinado hace dos o tres semanas, y sus compañeros y amigos resolvieron vengar su muerte. A este fin se organizó una partida de doce a veinte hombres que visitaron el lugar y a sangre fría mataron a veinticuatro mexicanos.

El corresponsal de periódico Louisville Republican, escribe de Agua Nueva, y después de mencionar el hecho de que había sido encontrado el cadáver de un voluntario de Arkansas que fue asesinado, dice:

Los hombres de Arkansas juraron vengarse sin piedad alguna. Ayer en la mañana muchos de ellos, unos treinta, fueron al pie de la montaña que está a unas dos millas de distancia, a un lugar medio escondido en las laderas de la montaña, hacia la cual habían huido para refugiarse los paisanos de Agua Nueva al saber que nos aproximábamos. Los hombres de Arkansas se pusieron inmediatamente a realizar una matanza general entre aquellas pobres gentes que habían huido a las montañas para salvar su vida. Como algunos de los miembros de nuestro regimiento no se hallaban en el campo militar, propuse al coronel Bissell que montáramos en nuestros caballos y fuéramos al lugar donde yo sabía muy bien, por las amenazas pavorosas que había oído la noche anterior, que se estaba derramando sangre en abundancia. Salimos del campamento con toda la rapidez posible, pero debido a los espesos chaparrales, ya había acabado aquel asesinato en masa antes de que llegáramos al lugar de los hechos, y los asesinos regresaban al campamento muy felices de su venganza. Sólo Dios sabe cuántos de aquellos campesinos inermes habían sido sacrificados para pagar la sangre del pobre Colquit. Los hombres del regimiento de Arkansas dicen que no menos de treinta mexicanos fueron asesinados.

Esta noticia anónima de la matanza se corroroba con la orden siguiente expedida por el general Taylor:

El comandante general lamenta profundamente que las circunstancias una vez más le impongan el deber de expedir órdenes relacionadas con el atropello y el maltrato de mexicanos. Hechos tales como los que recientemente han sido perpetrados por grupos de la caballería de Arkansas arrojan indelebles manchas sobre nuestras armas y sobre el buen nombre de nuestro país. El general había esperado capacitarse en breve plazo para reanudar las operaciones contra el enemigo, pero si la tropa no respeta las órdenes, la disciplina y aun los dictados más imperiosos de humanidad, es vano esperar otra cosa que no sea el desastre y la derrota. Los hombres que cobardemente dieron muerte a mexicanos que no les hacían daño alguno, son incapaces de sostener el honor de nuestras armas el día que se vean sometidos a prueba.

Si el general quiso decir que la crueldad y la valentía son incompatibles, lo contradice el testimonio unánime de toda la historia militar.

El corresponsal del periódico Charleston Mercury, escribió desde Monterrey después de la captura de esa plaza lo siguiente:

En Matamoros, el asesinato, el robo y el estupro se cometían a la luz del día; y como si tuviesen el deseo de señalarse en Monterrey con algún acto nuevo de atrocidad, los soldados prendieron fuego a muchas chozas de los pobres campesinos. Se calcula que más de cien de los habitantes fueron asesinados a sangre fría.

No es de suponerse que cuando la vida humana es así sacrificada tan atrozmente con toda impunidad, los principios de decencia de la sociedad y los derechos esenciales del hombre sean respetados.

Un corresponsal del periódico New Orleans Picayune escribe desde Cerralvo:

Al llegar a Mier, nos enteramos de que e1 segundo regimiento de tropas de Indiana había cometido el día anterior muchos atropellos a los ciudadanos del lugar, de la naturaleza más repugnante, como robar, ultrajar a las mujeres, allanar las moradas y otras fechorías de esa clase. En los últimos tiempos los soldados americanos estacionados en el lugar, han venido cometiendo con la gente de aquí actos de barbarie que ni los negros en días de insurección serían capaces de cometer. Muchas mujeres han sido violadas (hazaña que se repite casi todos los días), los soldados se han metido en las casas ajenas, y a la gente a quien debíamos proteger, se le ha hecho objeto de toda clase de atentados.

El corresponsal del periódico St. Louis Republican, escribe desde Santa Fe el 12 de agosto de 1846 y dice:

Lamento decirlo, pero casi todo el territorio ha sido sometido a la violencia, al ultraje y la opresión por los soldados voluntarios, sin hacer distinciones entre sus vÍctimas.

Si reflexionamos acerca de las muchas veces que nuestras tropas han recorrido en todos sentidos el territorio de México, no podremos abrigar dudas de ninguna especie de que es enorme la destrucción de bienes que se ha consumado en todo el país. En una de las cartas en que se describe una derrota de los mexicanos, se nos cuenta lo siguiente:

El capitán Morier se aprovechó de la ventaja que había obtenido, con toda decisión, y persiguió al enemigo y destruyó el Valle del Moro, incendiando cuanto encontraba a su paso. El pueblo, aterrorizado, huyó hacia las montañas, donde le esperaba la muerte por hambre.

He aqui otro fragmento:

Entre Matamoros y Monterrey han sido destruidos casi todos los ranchos y las poblaciones.

El general Scott, cuando iba a emprender la marcha de Jalapa a la ciudad de México, expidió una orden que es una ilustración singular de lo que significa la moralidad de los ejércitos. Dice a sus tropas que ya no podrán recibir provisiones de Veracruz, sino que deben confiar en obtenerlas del país que recorreran; pero que será preciso pagar al pueblo por los abastecimientos que suministre, pues de lo contrario, los mexicanos esconderán o destruirán los alimentos que tengan. Más aún, deben las fuerzas americanas conciliar al pueblo de México, calmarlo, tratarlo bien, y esto debe hacerlo todo oficial y todo soldado y cuantas personas sigan al ejército.

Este preámbulo va seguido de una declaración casi justificada por el hecho de que ya no se recibirían abastecimientos de Veracruz:

Quien maltrate a mexicanos inofensivos, o les quite sin darles paga lo que les pertenece, o destruya sin razón ninguna sus bienes, de cualquier clase que sean, prolongará esta guerra; agotará los medios presentes y futuros que necesitan para subsistir nuestros soldados y nuestros animales al ir avanzando hacia el interior del país o retroceder hacia nuestro cuartel en la costa (Veracruz). Ningún ejército podría llevar consigo a gran distancia, en ninguna estación del año, toda la pesada impedimenta de pan, carne y forrajes que se requiere. Por lo tanto, quienes roben, saqueen o destruyan casas, corrales, ganado, gallinas, granos, campos de cultivo, jardines u otros bienes de cualquier clase en el derrotero que seguiremos en nuestras operaciones, se convertirán por obra de tal conducta en enemigos del ejército. El general en jefe preferiría mil veces que los pocos hombres que se atrevieran a cometér estos delitos, desertaran de una vez y se pusieran a combatir en contra nuestra. Así nos sería fácil matarlos a todos o capturarlos y condenarlos a la horca.

La disciplina militar confiere únicamente al Jefe del ejército la prerrogativa de despojar al enemigo de sus propiedades, y el jefe sin duda deseará proteger ese derecho suyo contra quienes pretendan invadírselo. En la ocasión a que nos referimos, el general juzgó conveniente disuadir al ejército de entregarse a su propensión al robo, no por motivos de justicia y de humanidad, sino porque sería difícil después conseguir abastecimientos.

Pero este mismo jefe militar, en una orden expedida en Veracruz el 1° de abril de 1847, declaró que muchas atrocidades indudablemente se han cometido contra esta población por algunos soldados indignos, tanto regulares como voluntarios. Cuando el ejército se disponía a emprender la marcha hacia el interior del país, el general quiso reconciliarse con los habitantes del puerto y borrar ]a impresión desfavorable que habían dejado aquellas atrocidades. Por lo tanto expedió una proclama en que prometía protección a los mexicanos y los informaba de que en castigo a los ultrajes que se les habían cometido, muchos americanos habían sido sancionados ya con multas y cárcel, y a uno de ellos lo había ahorcado.

¿No es esto -decía el general- una prueba de la buena fe y de la enérgica disciplina del ejército americano?

Pero el general no dijo a los mexicanos el escasísimo valor del sacrificio que les ofrecía para ganarse su voluntad. El hombre a quien había ahorcado era un negro, y por lo tanto al ejecutar a ese soldado no puso en peligro su popularidad militar, y como se trataba de un negro libre, nada se perdió al darle muerte: no se destruyó ningún bien. No tenemos prueba alguna de que durante la guerra se haya castigado a un solo soldado con la pena de muerte por atropellos cometidos a los mexicanos, cualquiera que fuese su naturaleza.

El general Taylor, en un despacho que dirigió a la Secretaría de Guerra el 16 de junio de 1847, decía:

Lamento infinito tener que informar que muchos de los voluntarios enlistados por doce meses, en su camino de aquí al bajo Río Grande, han cometido muchas depredaciones y ultrajes contra los habitantes pacíficos. Difícil será encontrar un solo crimen que no hayan cometido esos Iwmbres, según se me informa.

Un gran número de poblaciones mexicanas fueron tomadas por nuestras fuerzas y permanecieron en su poder. Por un solo ejemplo podremos juzgar del tipo único de gobierno municipal que organizaron nuestros oficiales según toda probabilidad. Doce meses después de la captura de Monterrey, la situación social en que se hallaba esa plaza fue descrita así por el coronel Tibbats en una proclama oficial:

El suscrito, por orden del general comandante, ha asumido el cargo de gobernador militar y civil de Monterrey. Hallando la plaza que se le ha asignado desprovista virtualmente de toda ley y de todo orden e infestada de ladrones, asesinos, tahures, vagos y otras gentes de igual disposición, los peores criminales vagando libremente, sin que la justicia los moleste, y la rapiña y aun el asesinato exhibiéndose a plena luz del día sin temor al castigo, en vista de que los habitantes pacíficos no tienen protección ninguna ni en sus personas ni en sus bienes, etc.

La declaración oficial que copiamos a continuación es de tal naturaleza, que nos impide dudar en lo absoluto de que la opresión sufrida por los mexicanos ha sido de lo más espantoso. El general Kearney rindió parte a la Secretaría de Guerra, el 15 de marzo de 1847, acerca de algunos movimientos de insurrección y decía:

Los californios están ahora quietos y me esforzaré por mantenerlos así mediante un trato suave y benigno. Si se les hubiese tratado de este modo desde el día en que se enarboló nuestra bandera en el mes de julio último, yo creo que hubiera habido muy poca resistencia de su parte o quizá ninguna. Se les ha tratado de la manera más cruel y desvergonzada por nuestros hombres, por los voluntarios (emigrantes americanos) que vivían desde antes en esta parte del territorio y en el lado de Sacramento. Si los californios no hubieran opuesto alguna resistencia a semejantes abusos, serían indignos de que se les llamara hombres (3).

A los sufrimientos individuales derivados de la violencia bélica, se ha agregado la serie de males de carácter general de que ha participado toda la población mexicana. como resultado forzoso del estancamiento del comercio. Todos los puertos de la República, tanto en el Atlántico como en el Pacífico, han sido ocupados por las fuerzas americanas. De manera que a los mexicanos se les ha negado el privilegio de sostener un intercambio comercial de sus productos excedentes por los artículos necesarios o que les conveía adquirir y que les llegaban habitualmente de países extranjeros. No hay un solo barco mexicano en el océano. Claro está que todas las importaciones y las exportaciones han estado en manos de extranjeros y sujetas al pago de los derechos que los invasores juzgaban propio establecer. Las recaudaciones, además, en lugar de ser destinadas como antes al bien común, han pasado a manos del conquistador para su propio beneficio. Y ni siquiera se saciaba con esto su rapacidad. Los impuestos municipales ordinarios se convirtieron en botín. Así por ejemplo, un capitán que mandaba fuerzas en la ciudad de Matamoros, expidió una ordenanza en que requería de todos los dueños de tiendas, almacenes, billares públicos, hoteles, cafés y fondas, fábricas de ladrillos, casas de juego, plazas de gallos y fábricas de licores, que pagaran en su oficina cada mes los impuestos sobre sus respectivos establecimientos. El comandante en jefe juzgó propio dirigir y controlar personalmente el cobro de estas exacciones. El 15 de diciembre de 1847, el general Scott expidió una orden que empezaba con este anuncio portentoso:

Este ejército se dispone a extenderse y ocupar toda la República de México hasta. que este país pida la paz en términos aceptables para el Gobierno de los Estados Unidos.

En seguida decreta que al ocuparse la plaza o las plazas principales de cualquier Estado, el pago al Gobierno federal de esta República, de todas las contribucionese impuestos de cualquier clase y nombre que recaudaba anteriormente, digamos en el año 1844, ese Gobierno, quedan absolutamente prohibidos, porque tales contribuciones o impuestos se exigirán de las propiedades civiles para el sostenimiento del ejército de ocupación.

De este modo los derechos sobre importaciones y exportaciones, los impuestos municipales y todas las demás contribuciones autorizadas por México en tiempo de paz y prosperidad, fueron arrebatados por un ejército extranjero al pueblo infeliz y empobrecido. Podría pensarse que esas exacciones dejaran satisfechos a los americanos. Pero no fue así. Desde el momento en que empezó la guerra, Mr. Polk había estado suspirando por la paz. Es verdad que el general Scott había conquistado a México, pero no había logrado aún imponer la paz. Por esto pensó que un saqueo organizado podría efectuar lo que sus tropas y las bombas de sus cañones no habían conseguido. y a este fin se dio una segunda orden el 31 de diciembre de 1847, desde el cuartel general, imponiendo a varios de los Estados de México un tributo que montaba a un millón de dólares. He aquí un fragmento de esa orden:

En caso de que cualquier Estado deje de pagar el tributo que se le señala, sus funcionarios serán capturados y encarcelados, y se les quitarán sus bienes, de los que se llevará un registro, para dedicarlos al uso del ejército de ocupación, de acuerdo estrictamente con el reglamento general de este ejército. La renuncia que hagan de sus puestos oficiales no excusará a ningún funcionario mexicano de sufrir las penas señaladas antes. Si estas medidas no bastan a obtener el pago regular que se señala a cada Estado, el jefe de las fuerzas de los Estados Unidos en dicho Estado procederá inmediatamente a recaudar en dinero o en especie, de los habitantes más ricos que no sean amigos neutrales y que estén a su alcance, el monto del tributo señalado a ese Estado (4).

Este es el mismo general que en su proclama dirigida a la Nación Mexicana en Jalapa el 11 de mayo de 1847, había asegurado que el ejército de los Estados Unidos respetará hoy y siempre la propiedad privada. Quien da instruciones a los jefes de las fuerzas de los Estados Unidos en el sentido de que cuando los Estados mexicanos no paguen sus tributos, procedan a recaudarlos de los habitantes más ricos de la región, es el mismo comandante en jefe cuya orden expedida en abril anterior manifestaba el deseo de que sus soldados que robaran gallinas y granos y otras cosas de la gente del país, desertaran mejor de una vez, para que con toda facilidad pudiera batírseles hasta su exterminio o capturarlos y mandarlos a la horca.

Entre otros medios para sacar dinero en relación con la prometida regeneración de los mexicanos, figura un permiso oficial concedido a tres casas de juego en la capital de la República, a cambio de un pago anual de dieclocho mil dólares, que el concesionario debía hacer en abonos mensuales (5).

Fácil nos es comprender por qué Mr. Polk y sus partidarios del Sur consideraron conveniente adquirir territorio mexicano pagando por él cualquier cantidad de sangre, de dinero y de felicidad; pero seguramente podríamos preguntar a los demócratas y los whigs del Norte: ¿Por qué arrojasteis sobre el pueblo de México el pillaje, la desolación y la muerte? ¿Qué falta habían cometido los mexicanos a los ojos de Dios que justificara una retribución tan terrible a manos de los whigs y los demócratas del Norte? ¿Por qué vosotros, que no teníais interés alguno en extender la servidumbre húmana, os pusisteis a sostener batallas que no eran en favor de la libertad, sino en favor de la esclavitud? Cuando se os llame, como ocurrirá pronto sin duda, a comparecer ante el temido tribunal que en el otro mundo lleva cuenta de todos los actos que se cometen en éste, ¿con qué excusa querréis vindicar esta masa estupenda de desdicha y de maldad humanas que se ha acumulado con intervención vuestra?

Mr. Root, de Ohio, uno de los catorce inmortales (6), en un discurso que pronunció después del triunfo de nuestras armas, cuando ya se había adquirido la indemnización exigida por Mr. Polk, se expresó así en la tribuna del Congreso:

¿Pero dónde encontrará la viuda la compensación por su dolor? ¿Adónde la madre, que quedó sin hijo en esta guerra, acudirá en busca de una indemnización7 ¿En qué parte los niños huérfanos, cuyos padres cayeron en el campo de batalla, o sucumbieron a las enfermedades en tierras lejanas, buscarán alguna compensación? ¿Puede acaso cualquiera de las adquisiciones que hemos obtenido según este tratado, indemnizar a todas esas personas?

Me parece a mí, señor, que en todo este sangriento lance, los hombres que han tomado parte más activa en él, consideraron esta guerra sólo en relación con el efecto que pudiera tener sobre las elecciones futuras, y jamás se les ocurrió pensar cómo consideraría esta guerra el Juez supremo de la conducta humana. Y cuando pienso yo en estas cosas, le doy gracias a mi Dios, con toda humildad, porque me dio la fortaleza, el valor de levantarme aquí mismo, en este lugar, y decir no primero, y no al fin, y siempre no, cada vez que se proponía la aprobación del Congreso para medidas tendientes a proseguir esta maldita guerra. Y yo, señor, me regocijo de que al aproximarse la última hora del mundo, aunque otras culpas me atormenten, ninguna de las víctimas de esta nefanda guerra podrá acercárseme y decirme: Que mi suerte pese mañana sobre tu alma.



Notas

(1) En la batalla de Brazito, la fuerza americana al mando del coronel Doniphan tenia menos de quinientos hombres y los mexicanos eran mil doscientos. Los americanos no perdieron un solo soldado y nada más siete de ellos resultaron con heridas ligeras; la derrota de los mexicanos fue completa y sus pérdidas se elevaron a ciento noventa y tres muertos y heridos.

La batalla de Sacramento se describió así en un parte oficial:

Las primeras sombras producidas por la luna encontraron al ejército americano dueño del campo después de haber aniquilado en un combate de cuatro horas a una fuerza seis veves superior y de haber arrojado al enemigo de cuatro posicione3 que eran verdaderas fortalezas naturales, con treinta y seis fuertes y reductos. Nuestros hombres capturaron una artillería cuatro veces superior a la que ellos llevaban; toda la impedimenta, los alimentos y los pertrechos de los mexicanos; y realizaron una marcha de veinte millas sin tener agua. El coronel Doniphan nos dice: El campo estaba literalmente cubierto de muertos y heridos por el fuego de nuestra artillería y el buen tino de nuestros rifleros. La noche puso fin a esa carnicería. Los mexicanos tenían diecinueve piezas de artillería y estaban protegidos por fuertes y reductos, en tanto que los americanos avanzaban al ataque en campo abierto. La lucha duró cuatro horas y los vencedores sólo tuvieron un hombre muerto y ocho heridos. Triunfar sobre tales enemÍgos no proporciona ocasión alguna ciertamente para henchírse de orgullo militar.

(2) En los periódicos apareció la carta escrita par un mexicano con estas frases: Manzanas enteras quedaron destruidas y un gran número de hambres, mujeres y niños fueron muertos o heridos. El cuadro era espantoso. Un estruendo ensordecedor llenaba nuestros oídos; una nube de humo de cuando en cuando acompañada de llamas empañaba nuestra visión, y en medio de todo ello, se escuchaban los lamentos de los heridos y los moribundos. No podríamos contar nuestros muertos y heridos y desaparecidos. Pero fueron cuando menos cuatro mil, y entre ellos muchas mujeres y niños.

(3) No conocemos los detalles a que se hace referencia en este despacho oficial; pero el fragmento que sigue de una noticia del día nos proporciona una idea muy aproximada del espíritu que manifestaban los victoriosos americanos: Los Subtenientes Beal, Talbot y otros salieron de San Diego el 25 de febrero llevando consigo informaciones secretas importantes. En Taos el tribunal había condenado a un gran número de insurgentes mexicanos. Once de ellos habían sido colgados y muchos otros condenados a azotes. Seis fueron colgados el día en que el subteniente Talbot pasó por Taos. Estas ejecuciones crearon gran excitación entre los mexicanos, y se hicieron muchos esfuerzos por fomentar la insurrección y conseguir voluntarios para una revuelta.

(4) Es de estricta justicia para el general Scott mencionar el hecho de que obraba de acuerdo con instrucciones recibidas de Mr. Polk, quien sin tener autorización para ello del Congreso, asumió la facultad de imponer contribuciones y cobrar derechos en México.

(5) De un informe rendido por la Secretaría de Hacienda de los Estados Unidos en diciembre de 1848, se desprende que la suma de 3.844,000 dólares, fue arrebatada a los mexicanos en varias formas como las aquí descritas. El valor de la propiedad destruida en la ciudad de México se ha calculado en cuatro millones de dólares. No es posible calcular el importe total de la devastación realizada en México por la invasión militar.

(6) Aquellos legisladores que votaron contra la invasión de México.

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