Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXVIICAPÍTULO XXIXBiblioteca Virtual Antorcha

CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE 1847
ENTRE ESTADOS UNIDOS Y MÉXICO

William Jay

CAPÍTULO XXVIII

El ejército americano en México


Cuanto queda dicho acerca de las tendencias inmorales comunes a la casta militar, es de aplicarse por supuesto de modo más certero a los soldados rasos de cualquier ejército. Un recluta que sea prudente, inteligente, industrioso y lleno de virtudes, será un prodigio. La gran masa de todos los ejércitos, como es bien sabido, se integra con los ignorantes, los viciosos, la gente sin freno alguno en su conducta. Cuando personas de esa laya se juntan y al mismo tiempo, unidas entre ellas, se alejan de las influencias morigeradoras que dimanan de la vida del hogar y los respetos humanos, sus propensiones delictivas se acentúan como es natural, por el ejemplo mutuo y el estímulo que se dan unos a otros en sus malas pasiones. Puede la disciplina impedir que se cometan algunos grandes crímenes, pero jamás podrá mejorar en grado efectivo el carácter moral del hombre ni protegerlo siquiera contra las acechanzas del mal.

Siendo, pues, la profesión del soldado especialmente peligrosa para su ventura personal, ya que lo expone a él y a cuantos están bajo su influencia, al pecado en este mundo y a la mayor desdicha en el venidero, descubrimos otra nueva fuente de responsabilidades espantosas para quienes lanzan a su país a una guerra.

En nuestra lucha con México, unos ochenta mil americanos o más y probablemente un número tres veces mayor de mexicanos, se han expuesto a los graves perjuicios de orden moral y físico del servicio militar. Si pudiéramos seguir a los soldados que sobreviven a la lucha cuando retornan a sus hogares ¡cuánta desdicha, cuánta lacra descubriríamos, causada a esos hombres por los hábitos que adquirieron durante su vida de soldados y la contaminación moral de su ejemplo! Toda la experiencia humana ofrece testimonios irrecusables de la fidelidad de este retrato que se hizo hace años de un combatiente que sale del ejército y vuelve a la vida civil:

Terminaron sus tres años de heroísmo y ahora vuelve descontento a labrar el campo, tarea que desdeña. Odia la campiña donde no oye ni el clamor de las trompetas ni el redoble de los tambores. Lleva a pacer su ganado, pero lo hace suspirando por los camaradas astutos que hubo de abandonar. Menos mal si sólo hubiese sufrido cambios exteriores; pero al abandonar su porte rústico, el infeliz ha perdido también su ignorancia y sus maneras inofensivas. Jurar, jugar de apuesta, beber, mostrar, ya entre los suyos, con la indecencia, la afición al ocio y a violar toda sagrada ley, cuanto aprendió cuando estuvo ausente; asombrar y afligir a sus amigos que lo contemplan; destrozar el corazón de alguna doncella y de su propia madre ... Ser una plaga ahora, cuando antes fue un ser útil: todo esto es hoy su único afán y su gloria única.

Poca razón hay para creer que los soldados americanos sean más o menos aficionados que otros al vicio y al libertinaje. La conducta del soldado se rige más bien por la discilina militar que por el carácter de la nación a que pertenezca. Una multitud de los soldados que formaban la fuerza americana enviada a México, pertenecía a esa clase impropiamente llamada voluntarios, puesto que, no habiendo servicio forzozo, todo aquel que se enlista en nuestro ejército es un voluntario. Pues bien, como los tales voluntarios, por enlistarse para un período corto y porque se les permite escoger a sus oficiales, tienen una disciplina probablemente menos estricta que la del ejército regular, fácil es comprender que los periódicos del día abunden en noticias de atrocidades cometidas por ellos.

De los cincuenta mil voluntarios que tomaron las armas, ningún grupo quizá dé ocasión a un comentario más revelador de lo que son el patriotismo y la moralidad militares, que el regimiento de Massachusetts. Sus hombres pertenecían a un Estado nunca superado por ningún otro en punto a la inteligencia, la industriosidad y la ordenada conducta de sus ciudadanos. Más aún, habían respondido a un llamamiento oficial del Gobernador de ese Estado, en que se les decía que era un principio de patriotismo y de humanidad ahorrar sangre y dinero mediante el acto de alistarse voluntariamente para ir a matar mexicanos (1). Haciendo a un lado por esa razón la conducta observada por los voluntarios de otras regiones del país, nos limitaremos a observar la de estos individuos de Massachusetts a quienes se supone descendientes de los puritanos (2). Aunque nada hemos oído decir de sus triunfos militares, unos cuantos extractos de lo que apareció en los periódicos demostrarán que esos soldados lograron atraer grandemente la atención pública.

Durante varios días ha habido un estado de lucha entre un grupo de oficiales del regimiento de Massachusetts por una parte y casi todos los soldados por la otra. El licor, ese eterno trastornador del orden, provocó la riña. Los oficiales alegaban que los soldados bebían hasta embriagarse, se entregaban al desorden y quedaban incapacitados para cumplir sus deberes; y para poner fin a este mal, sugerían que se cerrasen los cafés. Por su parte los soldados aseguran que no bebían con mayor exceso que sus oficiales. La lucha que se entabló entre unos y otros se desarrolló con gran fiereza y con varias alternativas. Hubo un momento en que creímos que la tropa había sido derrotada, a juzgar por el número de prisioneros que veíamos pasar; pero esos hombres lograron escapar y a su vez colgaron al caudillo de sus enemigos en efigie. Se puso fuera de combate a los soldados que se hallaban de guardia en la entrada y se derribaron las defensas que se dispusieron para impedir que se metieran los mexicanos. Todo era desorden y confusión.

Tomado del periódico Matamoros Flag.

El comandante Abbott se ha hecho odioso entre los americanos de este lugar por su conducta. Se arma una verdadera gritería cada vez que aparece entre la gente, y anoche llevaron los soldados su odio hasta el punto de colgarlo en efigie. Precisamente anoche ordenó que se azotara a tres soldados.

Carta de Matamoros, inserta en el periódico New Orleans Bee.

ESCAPADO.- El voluntario de Massachussetts que hace una o dos semanas mató con su bayoneta al socio de Mr. Sinclair, de esta ciudad, porque se rehusó a darle lo que no tenía -un vaso de licor-, escapó unas cuantas noches después, del sitio en que lo tenían encarcelado. Se cree que los centinelas de guardia lo dejaron escapar.

Tomado del periódico Matamoros Flag.

Otra publicación menciona el hecho de que tres voluntarios de Massachusetts habían desertado, y a un cuarto voluntario del mismo origen lo habían hecho desfilar por las calles de Matamoros metido en un barril de whisky, con la palabra borracho escrita en el barril.

El periódico New Orleans Delta anunció el arribo a esa ciudad de un grupo selecto de asesinos, ladrones y villanos de toda catadura, a quienes el general Taylor devolvía de México, entre ellos tres voluntarios de Massachusetts.

OTRO ACTO VARONIL.- El miércoles por la noche, varios voluntarios de Massachusetts se metieron en la habitación de un mexicano cerca de la plaza mayor y le exigían que les diera whisky. Una mujer que los atendió les dijo que no tenía más que cerveza. Después de un breve altercado, uno de los caballeros sacó la bayoneta que llevaba al cinto y la hundió en el corazón de la mujer.

Tomado del periódico Matamoros Flag.

Según el informe rendido por el Secretario de la Guerra (3), los desertores de ese regimiento hasta el 31 de diciembre de 1847 llegaban a ciento cinco.

Cuartel General
Veracruz, 15 de octubre de 1846.

Los hombres que en seguida se mencionan (que son sesenta y cinco), pertenecientes al primer regimiento de infantería de Massachusetts, por ser incorregibles como motineros e insubordinados, revelarán por supuesto ser cobardes en la hora del peligro y por lo tanto no se les permitirá marchar con la columna del ejército. Están desarmados y se separan del regimiento para presentarse al comandante graduado Bachus. Se les destina al Castillo de San Juan de Ulúa, donde desempeñarán tareas que pueden encomendarse a soldados que son indignos de portar armas y constituyen una deshonra y un estorbo para el ejército.

Por orden del Brigadier general Cushing.

Las noticias siguientes acerca de esos hombres, después de su regreso, se toman de los periódicos de la época. Una publicación de Boston dice:

Más de un tercio de éstos, aunque jamás estuvieron en una batalla, murieron o se perdieron antes de su regreso.

El editor del periódico Commercial Advertiser de Buffalo, ciudad por la que pasaron los hombres de Massachusetts, dice:

Tuvimos una conversación de varias horas con esos pobres muchachos y nos esforzábamos por conocer la causa de su desdicha, de su miseria, de su suciedad; porque no exageramos al decir que jamás vimos cosa semejante, excepto en el Canadá el verano último, en los lugares donde se albergaban los emigrantes irlandeses. El aspecto de esas pobres criaturas resultaba un positivo agravio para todo sentido de humanidad, así por su estado físico como por su condición moral.

Otro editor, cuando llegaron aquellos soldados de Boston, expresó lo siguiente:

Difícil será que hayamos visto alguna vez un grupo de seres humanos más digno de compasión que éste: con las barbas sin rasurar, el cabello largo, las ropas de todas clases, formas, estilos, colores y condiciones, sucias y hechas pedazos, y ellos, pálidos y demacrados y con un aire de indolencia y de abatimiento. Verdaderamente eran dignos de lástima.

Un periodista de Boston, después de visitar el lugar en que se albergaban, exclamó:

Debemos confesar que la situación de estos hombres nos llenó de sorpresa; es difícil concebir un estado más infeliz. Todos ellos vestían andrajos llenos, de mugre. Raro era el que llevaba un par completo de pantalones y ninguno tenía camiseta. Sin que esto constituya ofensa para los soldados, debemos decir que no están como para exhibirse en las calles de Boston.

Para formar un juicio que abarque todos los males de la guerra y la abrumadora responsabilidad de quienes la inician, debemos considerar las formas tan diversas y complicadas en que la guerra acaba con la felicidad y la virtud humanas. Las desdichas que hemos infligido a México serán tema de un capítulo próximo. Por lo pronto queremos referimos a la justicia retributiva que ha tocado a los agentes inmediatos que sirvieron para inferir a México esos agravios.

Los lamentos de los conquistadores mismos son por lo general acallados por los gritos de la victoria, y las iluminaciones esplendorosas del triunfo no revelan los horrores del campo de batalla ni las agonías que se prolongan en los hospitales. Ochenta mil soldados americanos, abandonando las comodidades de su hogar y los quehaceres de su vida ordinaria, se han visto condenados a todas las privaciones, los sufrimientos y las influencias nocivas del servicio militar en tierra extranjera. Cuando recordamos sus largas caminatas, algunas de ellas de miles de millas, bajo un sol quemante, y expuestos con frecuencia al vómito mortal, nos inclinamos a creer desde luego que muchas vidas se habrán perdido por las enfermedades y por accidentes, así como por las batallas. Por obra de la torpeza y la ignorancia de los mexicanos, la pérdida de vidas americanas en el campo de batalla ha sido asombrosamente reducida, pues no llegan a cinco mil los muertos y los heridos en veintiocho combates, según se ve en los partes oficiales. ¿Pero quién puede contar el número de los que han muerto en los hospitales militares y aquellos que, agotados por la enfermedad y por el vicio, han encontrado prematura muerte de regreso en su propio país?

Según informes fragmentarios de varios de nuestros hospitales militares establecidos en México, parece que las víctimas de enfermedades y otros males superan en número a las que han sucumbido en el campo de batalla.

Un periódico de Nueva Orleans, impresionado por el regreso del regimiento de Tennessee a esa ciudad decía:

Hace apenas un año pasó por aquí, por nuestras calles, un cuerpo de hombres de aspecto noble y espléndido, como el mejor que jamás hay participado en una guerra. Eran unos novecientos. El viernes último volvieron a nuestra ciudad los hombres de ese regimiento valeroso, los que quedaban de él no llegaba su número sino a trescientos cincuenta, poco más o menos un tercio de la fuerza que partió de aquí; ¡y qué enorme pérdida sufrió en los doce meses de campaña! Puede computarse a razón de cincuenta hombres por mes.

Del segundo regimiento de rifleros de Misisipí, ciento sesenta y siete murieron de enfermedades. Dijo Mr. Hudson ante el Congreso:

El coronel Bakert nuestro desaparecido compañero, declaró en su discurso en esta tribuna, que cerca de cien hombres de su regimiento dejaron sus huesos en el Valle del Río Grande, y que unos doscientos más, agotados por las penalidades y enervados por la enfermedad habían sido dados de baja para que perecieran a la vera del camino o recibieran sepultura al lado de sus amigos en su tierra; que toda esa mortandad se había registrado en unos seis meses y que el regimiento de que se trata ni siquiera había tenido ocasión de ver una sola vez al enemigo. También nos informó que lo que decía de su regimiento podía decirse de otros cuerpos de voluntarios. En una contestación dada por el general ayudante a un acuerdo de esta Cámara, se nos hizo saber que en un período de sesenta a noventa días posteriores a la fecha en que los voluntarios se unieron al ejército en campaña, las enfermedades redujeron su número en seiscientos treinta y siete, y hubo que dar de baja, por enfermedades e incapacidad física, a unos dos o tres mil hombres más. Este cálculo no incluye el número de los enfermos que pudieron permanecer en el ejército (4).

Deseo llamar la atención de este cuerpo y de todo el país hacia el inmenso sacrificio de vidas humanas que se está haciendo ahora con motivo de la guerra. Algunos documentos oficiales que tenemos delante muestran que veintitrés mil novecientos noventa y ocho oficiales y soldados entraron en servicio durante los primeros ocho meses de esta guerra; que quince mil cuatrocientos ochenta y seis seguían en servicio al terminar ese período; que trescientos treinta y uno habían desertado; que dos mil doscientos dos hombres habían sido dados de baja, y que había cinco mil novecientos diecinueve cuyo paradero se desconocía (5).

El reverendo Mr. McCarty, capellán del ejército, escribió de la ciudad de México lo siguiente:

Tengo que visitar ahora once hospitales del ejército regular, uno de ellos en el departamento del intendente, lo que toma una gran parte de mi tiempo. El número de los soldados enfermos en esta ciudad pasa de tres mil.

Todos sabemos -dijo Mr. R. Johnson ante el Senado-, que al comenzar el último período de sesiones del Congreso, se había enterrado en las orillas del Río Grande a dos mil quinientos soldados que murieron de diversas enfermedades (6).

El coronel Childs, en su parte oficial del 13 de octubre de 1847, dice que al tomar el mando en Puebla llenaban los hospitales unos mil ochocientos soldados enfermos. Un periódico de Nueva Orleáns, al dar la noticia del regreso de los regimientos tercero y cuarto de Tennessee, afirma que perdieron trescientos sesenta muertos por enfermedad, aunque ninguno de los regimientos entró en acción. El mismo periódico declara que de cuatrocientos diecinueve hombres que formaban el batallón de Georgia, doscientos veinte murieron en México.

Podríamos llenar páginas y más páginas con extractos tomados de los periódicos en que se daban detalles luctuosos de los estragos hechos por las enfermedades en nuestro ejército enviado a México. Baste citar lo que sigue tomado de un periódico suriano que abogó siempre por la guerra:

En Perote había dos mil seiscientas tumbas de soldados americanos que fueron víctimas de enfermedades, y en la ciudad de México las defunciones que se registraban eran como de mil por mes. El primer regimiento que salió de Misisipí, enterró a ciento cincuenta y cinco hombres en las orillas del Río Grande. cuando todavía no se había registrado un solo combate, y finalmente regresó con la mitad apenas de sus soldados. Dos regimientos de Pennsylvania llevaron a México mil ochocientos hombres y volvieron sólo con unos seiscientos. Dos regimientos de Tennesseee que jamás estuvieron en una batalla. perdieron trescientos hombres. El capitán Naylor, de Pennsylvania, llevó consigo una compañía de ciento cuatro soldados y sólo regresó con diecisiete. Tomó parte en la batalla de Contreras con treinta y tres y sólo le quedaron diecinueve. Pero el caso más espantoso de mortandad se registró en el batallón de Georgia. Fueron a México cuatrocientos diecinueve hombres; murieron doscientos treinta; muchos fueron dados de baja con sus organismos hechos una ruina; no pocos de ellos deben de haber muerto de entonces acá, y el caso es que el batallón quedó reducido a treinta y cuatro hombres capaces de seguir en el servicio.

En una revista, cuando le tocó su turno a una compañía que anteriormente contaba con cien plazas, se vió que solamente un soldado raso contestó presente y era el único superviviente de aquel cuerpo. Los oficiales de otros muchos regimientos nos han dado a conocer detalles parecidos a los anteriores, por los que podemos formarnos una idea muy aproximada de las pérdidas que han sufrido los regimientos de voluntarios. Los miembros del ejército regular no sufrieron bajas en igual proporción.

En un discurso que pronunció Mr. Clay, dijo que calculaba que las pérdidas sufridas por nuestros compatriotas en los primeros dieciocho meses de la guerra, montan a ¡la mitad de todas las pérdidas que se registraron en nuestros siete años de la revolución de independencia!

Mr. Calhoun declaró en la tribuna del Congreso que la mortalidad de nuestras tropas no puede haber sido menor de un veinte por ciento.

Si calculamos entonces la mortalidad total de nuestras tropas incluyendo a los soldados que fueron muertos en combate y los que murieron después a consecuencia de sus heridas, así como los que perecieron en México y a su regreso por enfermedades contraídas en la campaña, haciéndola ascender a veinte mil hombres, hay poco peligro de que resulte exagerada esa cifra. Y si luego volvemos los ojos hacia las esposas y los hijos y los parientes de esos veinte mil conciudadanos, descubriremos que son muchos más aquellos a quienes la guerra ha traído luto y desolación.

Una vez más sigamos con la imaginación a los supervivientes que han regresado a la patria. Observemos las simientes de un padecimiento moral y físico que la guerra sembró en sus seres y que están llamadas a dar pronto frutos amargos y fatales.

Cuando llegue ese día que se va aproximando en que el Juez de los vivos y de los muertos vendrá a juzgar la conducta de los hombres, quienes encendieron la tea de la guerra tendrán que justificar los males numerosos e inmensos que tanto en lo temporal como en lo espiritual, infligieron a sus semejantes, así a los enemigos como a sus propios conciudadanos.



Notas

(1) La proclama que se lanzó convocando a los voluntarios, decía así:

Cualquiera que pueda ser la diferencia de opinión respecto al origen o la necesidad de la guerra, las autoridades constitucionales del país han declarado que esta lucha contra un país extranjero es ya un hecho. Es igualmente indudable el dictado del patriotismo y de la humanidad en el sentido de que debe emplearse todo medio honorable para nosotros y justo para nuestro enemigo que ponga a esta guerra término pronto y victorioso. con lo que se abreviarán las calamidades de la contienda y se ahorrará el sacrificio de vidas humanas y el derroche del Tesoro público.

El mejor comentario que podemos hacer a este dictum gubernamental y su lógica y su moralidad, es exhibir el carácter de aquellos hombres que obedecieron los dictados del patriotismo y de humanidad que se invocaban en el documento oficial.

(2) Juzga el autor de estricta justicia reconocer que muchos de esos voluntarios eran extranjeros.

(3) Documentos de la 1a. Sesión del XXX Congreso, N° 62, p. 72.

(4) Discurso pronunciado el 13 de febrero de 1847. Apéndice al periódico del Congreso llamado Globe, p. 369.

(5) Discurso de Mr. Giddings. de febrero de 1847. Cong. Globe, p. 405.

(6) Cong. Globe, 30 de diciembre de 1847.

Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXVIICAPÍTULO XXIXBiblioteca Virtual Antorcha