Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXVICAPÍTULO XVIIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE 1847
ENTRE ESTADOS UNIDOS Y MÉXICO

William Jay

CAPÍTULO XXVII

Conducta de los oficiales americanos en México


Como la guerra tiene siempre por fin inmediato sembrar por todas partes desolación y muerte, necesariamente pone en acción las pasiones malignas de nuestra naturaleza. Es imposible que quienes se están esforzando por causar la mayor desgracia a sus enemigos, ejerzan bacia ellos ese amor, esa bondad y ese perdón que aconseja el Cristianismo. De aquí que la profesión de las armas tenga una tendencia muy señalada a embotar la sensibilidad del soldado, a encallecer su corazón ante los sufrimientos de sus víctimas. La gloria militar, que es el premio cuya conquista estimula la ambición del soldado, como se funda en la bravura y la habilidad y el éxito en la destrucción del enemigo, sin tomar en cuenta para nada la justicia de la causa en que se obtenga la victoria, tiene por necesidad que ejercer una influencia lamentable sobre la perversión del sentido moral.

En esos falsos méritos que ciñen de laurel la frente del guerrero, no hay un solo elemento de bondad moral; nada que no haya sido prenda característica de los individuos más depravados de la especie humana. Con razón se ha dicho que cuando el soldado se lanza vigorosamente al ataque del enemigo y aunque sea rechazado vuelve a la carga; cuando al sentirse herido continúa sin embargo blandiendo la espada hasta que la muerte lo hace aflojar el puño, y cae en el campo de batalla cubierto de gloria, se ha colocado a la altura moral de un perro bull-dog.

Así que la sed de gloria militar, al apartar la mente de la contemplación y el anhelo de objetivos realmente elevados y nobles, acaba por hacer al soldado peculiarmente dócil a las solicitaciones del vicio. Su vida ordinaria, además, le es por varias razones poco propicia al cultivo de los afectos dulces y virtuosos que son gala y bendición de la vida en sociedad. Alejado de las influencias delicadas del hogar, que dan al hombre mayor ternura humana; separado de la esposa y de los hijos; sin otras ocupaciones que la rutina monótona del campo militar y del cuartel y sin más compañeros que otros individuos sometidos a privaciones sentimentales idénticas, tanto su mente como su corazón quedan privados de alimento que los nutra. Es verdad que el ejército ha tenido sus santos; algunos hombres buenos han pasado a través de ese fuego sin que persistiera después en sus uniformes el olor del incendio; pero el cuidado que inspira su salvación maravillosa, es el mejor testimonio de la magnitud del peligro de que se libraron.

Los oficiales de un ejército son, con pocas excepciones, muy superiores en educación y refinamiento a los soldados rasos, y por lo tanto no siempre incurren en la ferocidad vulgar e infundada que con demasiada frecuencia caracteriza la conducta del soldado común. Pero a pesar de ello, no sería razonable esperar que su educación y refinamiento protegieran siempre sus corazones contra la endurecedora influencia de su profesión.

Las anteriores observaciones, a juicio nuestro, se fundan en los principios reconocidos de la naturaleza humana; se confirman de modo abundante en toda la historia militar del mundo; y la conducta hacia la cual queremos ahora llamar la atención del lector, prueba que tales observaciones pueden aplicarse al ejército americano lo mismo que a cualquier otro.

Durante el terrible bombardeo de Veracruz y después de un día en que se sembró la muerte sin distinción alguna entre hombres, mujeres y niños, los cónsules de Francia, España e Inglaterra en esa ciudad dirigieron la noche del 24 de marzo de 1847 una nota conjunta al general Scott pidiéndole que suspendiera las hostilidades por tiempo suficiente para que sus respectivos compatriotas pudieran salir de ese lugar con sus mujeres y sus hijos, así como las mujeres y los niños mexicanos. Hasta qué punto los terribles sucesos de aquel día justificaban tal solicitud, cosa es que puede deducirse claramente del informe rendido por el jefe de la artillería esa misma noche al general: Nos hemos limitado -decía- por falta de bombas, a disparar nada más una cada cinco minutos durante el día; y agregaba el artillero que se iba a mandar a las baterías esa noche para su empleo al día siguiente una carga completa.

El 25 el general Scott envió a los cónsules una negativa terminante a su petición, basándola en que los neutrales habían podido abandonar el puerto antes de que se le bombardeara; y por cuanto a las mujeres y los niños mexicanos, las advertencias que Scott hizo a la ciudad antes del ataque no se tomaron en cuenta, por lo cual ahora no Se concedería una tregua, a menos que se rindiera el puerto.

Habría podido encontrarse alguna excusa para tan dura negativa de piedad a los extranjeros y a las mujeres y los niños inocentes, si se hubiese puesto en peligro la toma de la ciudad al suspender por unas cuantas horas el diluvio de fuego que la estaba abrumando. Pero Scott sabía muy bien que tenía en sus manos la fuerza necesaria para convertir toda la ciudad en un montón de ruinas. Si hubiese habido la posibilidad de que llegasen tropas de refuerzo a la ciudad, habría sido explicable que el general Scott exigiera la rendición inmediata; pero el bombardeado puerto no tenía esperanza alguna de socorro y la posición y la fuerza del ejército americano excluían toda posibilidad de ayuda. Más aún, el ejército de Scott estaba tan seguramente protegido en sus trincheras, que no había razón para que temiera los resultados de la tregua que se le pedía. No podría perjudicar en nada a los atacantes del puerto. ¡En sus operaciones militares contra el castillo y la ciudad, las pérdidas totales de su ejército de diez mil hombres, apenas si habían llegado a sesenta y cinco muertos y heridos!

Antes de contestar a los cónsules, el general Scott había escrito ese mismo día al Secretario de Guerra en Wáshington:

Todas las baterias están en terrible actividad esta mañana. El efecto es sin duda muy grande, y creo que la ciudad no podrá sostenerse más allá del día de hoy.

De modo que, según su propia confesión y a juzgar por el hecho de que la ciudad se rindió en efecto el día 26, la matanza de mujeres y niños ocasionada por la actividad espantosa de sus baterías durante todo el día 25, cuando se contó con toda una carga de bombas, era completamente innecesaria. Ya tendremos ocasión de hacer referencia más tarde a los horrores de ese bombardeo; pero por ahora damos al lector nada más una carta que constituye elocuente comentario a la negativa del general Scott:

Oí muchos relatos conmovedores que hacían los supervivientes con el corazón destrozado, pero no tengo ni tiempo ni deseo de repetirlos. Empero, me referiré a uno solo de ellos. Una familia francesa se hallaba sentada quietamente en la sala de su casa al empezar la noche del día 25, antes de que el puerto izara la bandera blanca, cuando de pronto una bomba lanzada por uno de nuestros morteros penetró en el edificio e hizo explosión en el cuarto y mató a la madre y sus cuatro hijos e hirió a los demás (1).

Con toda verdad sin duda, dijo Sir Harry Smith en un discurso que pronunció posteriormente en un banquete de militares en Londres: Debe confesarse, caballeros, que la nuestra es una profesión maldita.

Hemos mencionado ya el hecho de que el general Taylor se rehusó a acceder a la petición de armisticio de un general mexicano, aun antes de que Taylor supiera que cualquiera de los dos gobiernos reconociese que la guerra había comenzado. Durante el ataque a Monterrey, el Gobernador pidió parlamento al general en vista de que miles de víctimas que, por indigencia y necesidad, se encuentran ahora en el teatro de la guerra y resultarían sacrificadas inútilmente, piden se les reconozcan los derechos que por humanidad se otorgan en todos los tiempos y en todos los países. Pedía el Gobernador que se dieran órdenes a las fuerzas americanas de respetar a la población civil o que de otra suerte se le diera el tiempo razonable para abandonar la ciudad. Pero el general Taylor se rehusó a permitir que saliera persona alguna de esa plaza; y aunque lamentemos mucho la decisión de ese general americano, debemos reconocer que por las circunstancias en que se hallaba colocado, su negativa no merece la misma condenación que la del general Scott en Veracruz.

Es un impulso espontáneo de nuestra naturaleza ver con aversión las escenas de sufrimiento y de crueldad; pero la guerra, por la importanCia que da a la victoria, convierte tales escenas en motivos de placer cuando las víctimas son el enemigo. El general Lane, en un despacho oficial del 22 de octubre de 1847, describe así su ataque nocturno a la población de Atlixco:

Ordené que la artillería se colocara en una loma cercana al pueblo, dominándolo, y que abriera el fuego. Entonces se presentó una de las más bellas escenas concebibles. Cada cañón era manejado con la mayor rapidez posible, y el derrumbe de los muros y los techos de las casas al impacto de nuestras bombas y granadas, se mezclaba con el estruendo de nuestra artillería. La brillante luz de la luna nos permitía dirigir los disparos contra la parte más densamente poblada de aquel lugar.

Esta hermosa escena, tan halagadora para el gusto del general Lane, era de lo más horrible para los habitantes de aquella pequeña población. El sol de la mañana siguiente contempló entre las casas derruidas y las calles llenas de escombros, doscientos diecinueve cuerpos despedazados, en tanto que trescientos hombres, mujeres y niños sufrían el dolor de sus heridas.

Después de emprender a la mañana siguiente una requisición de armas y pertrechos y disponer de lo que encontramos, inicié mi regreso.

Como no hace ninguna otra alusión al resultado de su requisición, deducimos gue no tuvo razón ninguna para enorgullecerse de los trofeos adquiridos mediante esa hermosa matanza perpetrada a la bella luz de la luna.

Muchas de las órdenes generales expedidas por los oficiales del ejército americano en México, son palpablemente injustas y exhiben un desprecio doloroso por la vida humana. A esta clase pertenece la orden que copiamos a continuación, dada por el coronel Gates en Tampico el 29 de noviembre de 1847:

Como los guerrilleros o enemigos armados han recibido órdenes de robar a todas las personas que se dediquen a la actividad legal de comerciar con los habitantes de este pueblo, se han dado instrucciones a todos los oficiales del ejército y la marina de los Estados Unidos en esta región, de que capturen o maten a toda persona que encuentren dedicada a trastornar en esa forma la paz de la comunidad.

Tampico estaba ocupado por un destacamento del ejército invasor. El que los mexicanos abastecieran esa plaza ocupada por el enemigo con provisiones y artículos necesarios para la vida, tendría que considerarse realmente tan censurable como la conducta de que Mr. Polk acusó a los whigs y que definió técnicamente así: Dar ayuda y protección al enemigo. Las guerrillas o milicia armada tenían, por lo tanto, el perfecto derecho, según las leyes de la guerra, de apoderarse de todos los abastecimientos destinados al enemigo y confiscarlos. Proceder así era obrar exactamente como lo hicieron siempre los americanos en la Revolución, cuando sus ciudades estaban ocupadas por el invasor. Estos enemigos armados podrían ciertamente ser muertos en batalla; pero la orden del coronel Gates no hace referencia alguna a matarlos en combate. En la plenitud de su poder, ese jefe militar da a todos los oficiales navales y militares la alternativa de capturar o matar a cualquier mexicano armado a quien encontrasen tratando de interceptar los abastecimientos destinados a Tampico.

Por desgracia, la conducta del coronel Gates fue aprobada por las autoridades superiores. El Comandante en jefe, sentado en la capital vencida de la República, expidió una orden el 12 de diciembre de 1847, que está lejos de dar lustre a su fama de hombre y de soldado. La impedimenta del ejército había sido atacada frecuentemente por las guerrillas mexicanas en el largo trayecto de Veracruz a la ciudad de México. El general estaba tratando de mantener abiertas sus comunicaciones con el puerto, pues era el único lugar de donde podría recibir pertrechos, etc., y apelaba para ello a un sistema de extremo rigor hacia quienes no tenían casi ninguna otra manera ya de hostilizar a los invasores. El preámbulo que puso a su orden, denuncia no sólo el fin que perseguía, sino también el hecho de que su conciencia le exigía algo así como una excusa por su sanguinaria disposición.

Los caminos recorridos o que recorrerán las tropas americanas -decía la orden-, están todavía infestados en muchas partes por esas bandas llamadas guerrillas y por grupos de rancheros que, obedeciendo instrucciones de las autoridades mexicanas anteriores, siguen violando todas las leyes de la guerra respetadas por las naciones civilizadas, y por tanto se hace necesario dar a conocer públicamente las ideas y las órdenes del cuartel general sobre este particular.

En seguida se nos informa que no se dará cuartel a los ladrones y asesinos conocidos, sean miembros de guerrilas o sean rancheros, así desempeñen comisiones del ejército mexicano o no. Los autores de faltas de esta clase, que caigan en manos de las tropas americanas, serán momentáneamente conservados como prisioneros, es decir, no serán ejecutados sin las formalidades de rigor.

Estas formalidades a que alude la orden, no eran otra cosa que el juicio sumario efectuado por tres o más oficiales que condenaban a los capturados a muerte o azotes, una vez probado que pertenecían a una banda de asesinos o ladrones, o que habían asesinado o robado a cualquier persona perteneciente al ejército americano o relacionada con él. Por asesinar debe entenderse en este documento, sin duda alguna, el haber dado muerte a cualquiera de los hombres que acompañaban un tren de bagaje militar, y por robo ha de entederse el tomar bienes pertenecientes a los enemigos de México.

El rigor desplegado en estas órdenes por el cuartel general, fue superado grandemente por uno de sus subalternos. El coronel Hughes, Gobernador civil y militar de Jalapa, expidió el 10 de diciembre de 1847 una orden que decía:

Toda persona que trate en cualquier forma de impedir que lleguen abastecimientos a esta plaza, será consignada a un tribunal militar para que la juzgue, y si queda convicta, será pasada por las armas.

Aquí encontramos que se aplica la pena de muerte por faltas que no se dice que sean robo o asesinato. Cualquier mexicano, sacerdote o seglar, que por la persuación o por la fuerza o de cualquiera otra manera, trate de impedir que sus paisanos cometan el crimen de suministrar abastecimientos al enemigo, será fusilado, será condenado a muerte a sangre fría por soldados americanos al mando de un oficial americano!

Dudamos grandemente de que la historia de la guerra moderna registre una orden tan opuesta a los dictados más elementales del patriotismo, la justicia y la humanidad.

Volvamos ahora la vista hacia otro caso triste pero impresionante que ilustra las observaciones que hicimos al principio de este capítulo.

Un gran número de emigrantes irlandeses que vinieron a los Estados Unidos, tomó las armas y se alistó en el ejército invasor. Claro está que estos hombres eran simples mercenarios. Se dedicaron éstos a combatir, tal como otros compatriotas suyos se dedican a trabajar en nuestros canales y ferrocarriles, por la paga. Ellos no entendían ni se preocupaban por las reclamaciones de nuestros muy agraviados ciudadanos, ni se tomaron la molestia de pensar en nuestra frontera occidental. Al llegar a México, se dieron cuenta de que estaban al servicio de herejes para matar a hermanos de su propia iglesia. Además, los mexicanos publicaron llamamientos dirigidos a la conciencia de aquellos irlandeses en los que se calificaba con términos muy duros el pecado que estaban cometiendo al pelear contra hombres que jamás los habían ofendido a ellos y a los que estaban unidos por una fe religiosa común; y se les hacían ofertas muy liberales de tierra y de dinero si abandonaban la bandera americana.

Una porción de emigrantes irlandeses aceptaron la invitación; y es razonable suponer que procedieron así influidos por razones religiosas y de interés pecuniario. Unos 50 de estos hombres cayeron prisioneros en un combate. Es indudable que habían cometido un crimen al violar la fe jurada, y de acuerdo con las reglas ordinarias de la guerra, merecían castigo con toda justicia. Unos cuantos de estos hombres escaparon a la muerte por obra de algunas consideraciones técnicas, y otros cuantos por ciertas circunstancias atenuantes no especificadas; pero una orden general expedida el 22 de septiembre de 1847, contenía el siguiente anuncio verdaderamente pasmoso:

Después de que el general en jefe hizo todo esfuerzo posible por salvar, mediante una selección juiciosa, a tantos desdichados convictos como fuera posible, cincuenta de ellos han pagado su traición con una muerte ignominiosa en la horca.

Tenemos aquí la confesión más extraordinaria que pueda imaginarse. El Comandante de un ejército victorioso proclama su inhabilidad para salvar de la muerte a cualquiera de estos cincuenta hombres. Ha habido casos en que regimientos enteros se han pasado al enemigo en el campo de batalla. Ante una situación semejante, ¿se habría sentido el general Scott obligado a colgar a mil hombres si hubiera logrado tenerlos de nuevo en su poder? ¿Acaso no sabía que cuando un gran número de individuos ha incurrido en falta grave merecedora de severo castigo, en ocasiones en que era preciso un procedimiento ejemplar y sin embargo los sentimientos humanitarios se oponían a una matanza general, otros jefes militares recurrieron a la táctica de diezmar a los responsables o de castigarlos mediante un sorteo? La muerte de cinco o diez de esos hombres y el castigo corporal de los demás, habría respondido ampliamente a las más severas demandas de la disciplina militar.

Según parece, la ejecución de treinta de los cincuenta irlandeses a quienes se condenó, fue encomendada a un coronel Harney. Dicen los periódicos que ese jefe hizo salir a los desleales cuya ejecución le fue encomendada, atados del cuello con una soga y los puso en fila a la vista de la fortaleza mexicana de Chapultepec, que las tropas americanas se disponían en ese momento a tomar por asalto. Después, el propio coronel los arengó y les dijo que no vivirían sino hasta el momento en que se izara la bandera americana en lo alto del castillo. Las fuerzas americanas tomaron la fortaleza y se izó la bandera finalmente, y en ese momento los condenados a muerte fueron ajusticiados. Este acto del coronel Harney fue calificado por un escritor extranjero como un refinamiento de crueldad, una prolongación diabólica al mismo tiempo, del éxtasis de la venganza y de las agonías de la desesperación.

Desertar es un crimen que, según la moral de los militares, es legítimo que cada bando en pugna fomente y hasta premie en las fuerzas del enemigo; pero denunciar como atroz y castigar con la muerte ese mismo acto, es natural cuando se comete contra uno. El general Scott, en sus órdenes, hablaba de los desertores irlandeses como miserables engañados, desdichados convictos.

Decía el corresponsal del periódico New Orleans Picayune:

El clero de San Angel abogó mucho en favor de las vidas de esos hombres, pero en vano. El general Twigss contestó a los sacerdotes que Ampudia, Arista y el general Santa Anna eran responsables de la muerte de aquellos soldados a quienes se iba a ejecutar, porque los generales mexicanos habían descendido a la baja intriga de inducirlos a desertar de nuestras filas, y lo habían logrado seduciéndolos para que se apartaran del deber y de la lealtad, delito que esos pobres desgraciados tendrían que pagar con su propia vida.

Esto ocurría en septiembre. El día 13 del mes siguiente vemos un despacho oficial dirigido al general Scott por el coronel Childs, fechado en Puebla, en el que le dice:

Sería yo injusto conmigo mismo y con la compañía de espionaje que comanda el capitán Pedro Aria, si no llamara la atención del general en jefe hacia los servicios tan valiosos de estos hombres. He recibido de ellos la información más exacta respecto a los movimientos del enemigo y los intentos de los ciudadanos; gracias a Pedro Aria y su gente, he podido capturar a varios oficiales mexicanos y a civiles que se reunían en juntas nocturnas para fraguar planes y levantar al populacho. La compañía de espionaje se ha batido con toda bravura, y están sus hombres de tal manera comprometidos ahora, que tendrán que salir del país cuando nuestro ejército se retire.

El periódico New Orleans Picayune comenta:

La compañía de espías mexicanos es, según se le describe, un grupo de hombres de tipo rudo. Realizan su misión verdaderamente con la soga al cuello, como dice el refrán, y por lo tanto luchan por su propia vida con todo denuedo. Entendemos que haya nuestro servicio unos cuatrocientos cincuenta hombres en ese pelotón de espías del tipo ya descrito.

De manera que, según parece, nuestro ejército contaba con un cuerpo de rufianes mexicanos, y, como el periódico lo afirma, estaban organizados y remunerados por órdenes del mismo general Scott. Estos hombres se aliaron a los invasores de su propia país; traicionaron a sus conciudadanos entregándolos al enemigo extranjero; acompañaron a los invasores en las batallas, y, valientemente, los ayudaron a realizar la matanza de sus vecinos y compatriotas, y todo esto lo hicieron por la paga.

Pelean con la soga al cuello. Si alguno de esos hombres fuese ahorcado después con esa soga, ¿no podría decírsele que debía su muerte al general que descendió a la baja intriga de seducirlo apartándolo de su deber y de la lealtad? Se ahorca a cincuenta desertores irlandeses como convictos miserables; pero una partida de cuatrocientos cincuenta espías mexicanos traidores y asesinos, recibe la recomendación de un coronel americano al general en jefe, por sus servicios tan valiosos. ¡Tales son el honor y la moralidad en la guerra!

En mayo de 1848, durante el armisticio y mientras se efectuaban algunas negociaciones de paz, un grupo de oficiales y soldados norteamericanos, que eran diez, fue aprehendido y acusado de robo y asesinato cometidos en la ciudad de México. Probable es que el carácter espantoso de aquel crimen y el hecho de que se le perpetrara durante una suspensión de hostilidades, haya sido lo que indujo a los jefes estadounidenses a incoar el proceso. Cuatro subtenientes, dos cabos y un soldado raso fueron juzgados y quedaron convictos ante una corte marcial que los sentenció a la horca. Un quinto oficial que pertenecía a uno de los viejos regimientos de infantería, se dice que estaba complicado en aquel crimen, pero no fue aprehendido. Al firmarse la paz, se perdonó a todos los culpables por orden del jefe militar y se les puso en libertad. No es nada raro que un cuerpo de hombres tan grande y numeroso como lo es un ejército, incluya a varios ladrones y asesinos. El caso que he referido tiene importancia únicamente porque, unido a otros muchos semejantes, disipa la ilusión popular de que hay una misteriosa relación indefinida entre el valor y el honor, y que un soldado valiente debe de ser honrado y misericordioso. Uno de los cuatro oficiales procesados era, según parece, graduado de la Academia Militar de West Point; y de otro de ellos decía un periódico:

Es un hecho digno de notarse que el subteniente Hare fue uno de los espías más valientes del ejército durante las batallas en el Valle, y por su valor indómito se le escogió para que comandara un pelotón encargado de realizar cierta acción de guerra sumamente peligrosa en el asalto del Castillo de Chapultepec. Se le permitió que escogiera a quince hombres que habían de acompañarlo, y de esos quince nada más escaparon cinco al fuego mortal del enemigo. El subteniente a que me refiero se condujo en aquella acción con suma serenidad y asombroso coraje.

Y sin embargo, los oficiales compañeros suyos que integraron la corte marcial, lo condenaron por ladrón y por asesino.



Notas

(1) Carta que apareció en el periódico Telegraph de Alton.

Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXVICAPÍTULO XVIIIBiblioteca Virtual Antorcha