Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXICAPÍTULO XXIIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE 1847
ENTRE ESTADOS UNIDOS Y MÉXICO

William Jay

CAPÍTULO XXII

Declaración de guerra contra México


El recibo de la carta de Taylor fechada el 26 de abril, en que relataba la captura de la partida de Thornton que, como hemos visto, había tenido un encuentro con los mexicanos cuando en realidad los había atacado, dió a la Administración norteamericana la primera señal de que la marcha hacia el Río Grande había dado por fin los resultados que se perseguían. Llegó la carta a Wáshington el sábado 9 de mayo y su contenido se hizo público rápidamente. El domingo por la noche hubo una junta de los miembros del Congreso partidarios del Presidente, en la que se decidió que se declarara la guerra (1).

El lunes por la mañana el Presidente envió un mensaje de guerra al Congreso, que dada su extensión (2), o fue escrito el día dedicado por el Creador al reposo o se preparó algún tiempo antes en previsión del éxito que alcanzaría la misión de Taylor. En ese mensaje, después de referirse en el estilo usual a los agravios inicuos perpetrados por México a nuestros ciudadanos durante un período de muchos años, el Presidente terminó su lacrimosa enumeración con el anuncio a los representantes de la nación de que:

México ha traspasado la línea divisoria de los Estados Unidos, ha invadido nuestro territorio; ha derramado sangre americana en suelo americano y ha proclamado que las hostilidades se han roto y que las dos naciones se halan en guerra. Yo pido -dijo Mr. Polk- la acción pronta del Congreso reconociendo la existencia del estado de guerra y poniendo a la disposición del Ejecutivo los medios necesarios para proseguir la lucha con todo vigor, lo que apresurará el restablecimiento de la paz (!)

Veamos ahora cómo fue recibida por el Congreso de los Estados Unidos esa exhortación para hacer la paz mediante una vigorosa y pujante matanza de seres humanos.

Este cuerpo era el gran jurado representativo de la nación. El Presidente comparecía ante el Congreso como un fiscal encargado de acusar al Gobierno de México de grandes crímenes y atropellos y de pedir de sus oyentes un fallo que sería equivalente a una sentencia de muerte contra miles y miles de seres humanos, incluso una multitud de sus propios compatriotas.

Podríamos suponer que el Congreso, impresionado por la tremenda responsabilidad que se le hacía pasar sobre él, se dedicaría con toda calma y paciencia y en actitud unciosa y reverente a desempeñar el deber que la ocasión le imponía; que sus miembros se pondrían al instante a efectuar un rígido escrutinio de las pruebas sometidas a su consideración y a buscar con todo empeño la manera de salvar a sus propios paisanos y a los hijos del país vecino de las tremendas calamidades que pendían sobre su cabeza.

Los legisladores fueron informados por el Presidente de que una partida de americanos y otra de mexicanos habían sostenido un encuentro y que dieciséis de los primeros habían sido muertos y heridos. Había ocurrido, pues, un choque armado. Pero un choque de esa naturaleza no equivale a una guerra. Una fragata inglesa hacía algunos años había atacado a un buque nacional americano, había dado muerte a una parte de su tripulación y había reducido a prisión con lujo de fuerza a los demás tripulantes, y sin embargo, esos hechos no habían conducido a una guerra, sino que se habían obtenido explicaciones satisfactorias y se había indemnizado a las víctimas. Tiempo después, otra ocasión, un barco americano de vapor había sido capturado en nuestras propias aguas por una fuerza británica, y se había destruido esa embarcación, y aún había perdido la vida uno de sus tripulantes. A pesar de ello, no hubo guerra.

Quizá el examen detenido de los testimonios presentados por Mr.Polk hubiera revelado que el choque de fuerzas había sido accidental, o provocado por nuestros hombres, o no autorizado por México. Las explicaciones, si se daba lugar a ellas, podrían conducir a resultados pacíficos y se impediría el derramamiento de sangre. De todos los crímenes conocidos, el más atroz es el que consiste en hacer que estalle una guerra innecesaria; este crimen merece como ninguno la ira de Dios y la execración de la humanidad.

Es triste y humillante el hecho de que el Congreso americano se limitó a aprobar un decreto que bien supo que ocasionaría muchas quejas y lamentaciones, dolor y muerte, con una indiferencia, cón Una precipitación, con un desdén tal pará las pruebas que debieron presentársele, como ningún tribunal de justicia de nuestro país se atrevería a manifestar al condenar a simple arresto a un hombre acusado de una pequeña ratería.

Decir esto es muy desagrádable, pero la verdad que contiene lo es más todavía. El Mensaje del Presidénte se envió al Congreso con copias manuscritas de la correspondencia sostenida por el Gobierno con Mr. Slidell y el general Taylor; y esta correspondencia contenía las pruebas en que se apoyaban los tremendos cargos que se hacían a México; testimonio único en que el Congreso podría basarse para definir la verdad o la falsedad de los cargos.

Dejemos que uno de los miembros del Congreso relate la sesión de la Cámara de Representantes efectuada el lunes 11 de mayo de 1846, cuando se recibió el Mensaje.

Un miembro whig propuso (Mr. Winthrop) que se leyeran los documentos remitidos con el Mensaje. Por votación estricta del partido se rechazó esta moción. Entonces la Cámara inmediatamente se constituyó en sesión plenaria, y en unos cuantos minutos resolvió aprobar una ley sujeta sólo a los deseos del Presidente. La cuestión anterior (sin que se permitiera debate alguno) fue enunciada, llevada a través de los trámites usuales y sometida a votación sin que mediase una sola palabra explicativa, ni una prueba, ni argumento alguno respecto a la modificación hecha en el sentido de que la guerra existía a virtud de actos realizados por México. La votación obtenida fue: 123 votos afirmativos y 67 negativos. Discutidas las reformas y pasado en limpio el proyecto de ley, surgieron objeciones a su pasaje final. Surgió una vez más la cuestión anterior y algunos legisladores la propusieron y otros la secundaron, y, después de algunos esfuerzos frustrados de parte de varios miembros del Congreso de introducir su protesta contra esos preliminares de tan grave materia, se forzó el voto poniendo mordaza a los legisladores y el proyecto de ley se aprobó por 174 votos contra 14. Todo este acto legislativo, desde el principio hasta el fin, ocupó apenas una mínima parte de un solo día. El sistema de declarar toda objeción como asunto ya liquidado, se aplicó a cada paso en el proceso de las deliberaciones, y todo intento de obtener datos o explicaciones, de sostener una discusión formal, se frustró con los votos partidistas del grupo dominante (3).

En el Senado, el Mensaje del Presidente se turnó a una comisión que al día siguiente, en vez de rendir un dictamen con datos concretos, se limitó a dar cuenta del recibo de un proyecto de ley enviado por la Cámara baja, el cual se aprobó por 50 votos contra 2.

Refiriéndose a esta acción tan precipitada, dijo Mr. Calhoun: No teníamos ni un ápice de seguridad de que la República de México hubiese declarado la guerra a los Estados Unidos (4).

El proyecto de ley en que el Congreso de los Estados Unidos declaraba el estado de guerra como resultado de actos realizados por México, colocaba al ejército y la marina a la disposición del Presidente; ordenaba el reclutamiento de 50,000 voluntarios y ponía en manos del Ejecutivo 10 millones de dólares para la prosecución de la guerra.

Así se inició un sistema de matanzas de seres humanos sin ninguna previa deliberación, sin examinar los hechos, sin escuchar una sola palabra de prueba en apoyo de esa decisión y sin que se simulara siquiera el deseo de evitar o demorar tan espantosa calamidad.

Cualquiera que sea la opinión que se sustente respecto a la licitud de las guerras defensivas, el sentido moral de la humanidad, haciendo a un lado la cuestión de los credos religiosos, condena como lo más inicuo una guerra ofensiva y agresiva. Una guerra semejante difiere del robo y el asesinato comunes, únicamente por la enormidad estupenda y la magnitud de esos mismos crímenes, cuando se les comete contra pueblos. El enorme poder militar y los tremendos recursos que se ponían en manos del Presidente de los Estados Unidos, iban a emplearse, no en la defensa de derechos legítimos, no para obtener un desagravio por ofensas recibidas.

El Congreso norteamericano, con sus actuaciones y los fundamentos de su proyecto de ley, negaba toda idea de que fueran los Estados Unidos los que iniciaban las hostilidades. El Congreso rechazó una moción en el sentido de que se declarara la guerra, y el voto en contra lo dió una abrumadora mayoría. Se consideró más conveniente declarar simplemente que ya existía, por actos de México, el estado de guerra, con lo cual se daba a la nación y al mundo la falsa idea de que la guerra por parte nuestra era simplemente defensiva, admitida para repeler a un ejército enemigo invasor. ¿Y cuál era esa potencia que se había atrevido a invadir los Estados Unidos y con sus asaltos había puesto nuestra gran confederación en peligro inminente, hasta el punto de que el Congreso de los Estados Unidos considerara necesario autorizar el empleo de 50,000 soldados además del ejército regular, con tanta prisa que ni siquiera tuvieron tiempo los reclutas para leer los despachos en que se anunciaba la invasión?

La República de México llevaba mucho tiempo de ser presa de caudillejos militares, que en su lucha por el poder y sus perpetuas revoluciones, habían agotado los recursos del país. Sin dinero, sin crédito, sin una sola fragata, sin comercio, desunidos, con una población débil, de siete u ocho millones de habitantes, compuesta principalmente de indios y de mestizos esparcidos en inmensos territorios y en su mayor parte hundidos en la ignorancia y en la ociosidad, claro está que México no podía considerarse como un enemigo formidable de los Estados Unidos (5). No podían las fuerzas mexicanas llegar a nuestro territorio por mar, y para atacarnos por tierra sus ejércitos se hubieran visto obligados a cruzar un desierto enorme de 200 millas de ancho antes de llegar al Río Nueces, límite del Estado de Texas. El pueblo de esa provincia rebelada había sostenido por algunos años su independencia a pesar de los esfuerzos de México, y no cabe duda que las milicias texanas estaban perfectamente capacitadas para rechazar a cualquier ejército que ese país pudiera mandar a su territorio. No había en los Estados Unidos una mujer a quien quitara el sueño el temor de la pretendida invasión del país por los mexicanos. Ningún soldado de México había pisado tierra que fuese propiedad de ciudadanos americanos; ni un solo tiro se había disparado dentro de una zona de cientos de millas en torno a un hogar americano.

Así que el pánico aparente que movió al Congreso de los Estados Unidos a aprobar el reclutamiento de 50,000 hombres para un ejército adicional de defensa, no era real, sino fingido. Como hemos visto ya, no se iniciaba la guerra para obtener indemnización por nuestras reclamaciones, para vengar agravios, sino que, según la declaración oficial del Congreso, para nuestra defensa; motivo tan patentemente falso y absurdo que, aunque oficialmente lo proclamara también el Presidente de la República, en la exposición de motivos de su proyecto de ley enviado al Congreso, sólo un miembro de ese cuerpo tuvo la audacia, según creemos, de invocar tal pretexto como justificación de su voto individual. Es decir, el verdadero objeto de la guerra fue francamente declarado por Mr. C. J. Ingersoll, como Presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso, en un dictamen que rindió en febrero de 1847 y que dice así:

Las quejas en el sentido de que se recurre a la conquista para adquirir territorios de México, pierden toda su fuerza como reproche a nuestro país, por el hecho innegable de que aquella República, al hacernos la guerra, ha obligado a los Estados Unidos a tomar por conquista lo que, desde la independencia mexicana, cada gobierno americano ha venido luchando por obtener mediante compra. Las órdenes del Gobierno y su ejecución militar y naval para el logro de esa conquista, no sólo se han ajustado a una política durante largo tiempo establecida, sino también a los sabios principios de defensa propia que corresponden a todo gobierno previsor.

Este lenguaje oficial del dictamen no era sino una repetición de los sentimientos expresados con anterioridad por el Presidente de la comisión legislativa mencionada, en un discurso que pronunció en la Cámara el 19 de enero de 1847.

La guerra tal como se hace a menudo -dijo Mr. Ingersoll- es motivo de lamentaciones de todo género; y muy natural es que así sea. Pero lo que las viejas y los hombres que se parecen a ellas deploran por lo común como calamidades de la guerra, ¿cuándo se ha sentido entre nosotros hasta el presente en esta lucha con México? Jamás estuvo nuestro país más próspero ni más poderoso que ahora. Me propongó demostrar de modo irrefutable que todos los partidos en los Estados Unidos y todas las administraciones de este país desde que México dejó de ser una provincia española, han sostenido unánimemente el principio político de obtener de México por medios equitativos precisamente los territorios que ese propio país nos ha obligado ahora a tomar por la fuerza, a pesar de que todavía ahora mismo estaríamos dispuestos a pagar por ellos, no nada más con sangre, sino también con dinero (6).

En otras palabras, si México está dispuesto en este mismo instante a vendernos los territorios codiciados, al precio que nosotros fijemos, dejaremos de asesinar a sus ciudadanos para adquirirlos. Esta admisión explica la solicitud extrema y ostensiblemente ridícula demostrada por Mr. Polk en favor de la paz. Puesto que la guerra se hacía únicamente para adquirir territorio, mientras más vigorosamente se le realizara, más pronto se vería México obligado a pagar por la paz la cesión territorial apetecida.

La desmembración del territorio de otro país y no la defensa del nuestro era el objeto que perseguía el Gobierno de los Estados Unidos. Por qué se deseaba esa desmembración del territorio mexicano, punto es que se aclarará en el desarrollo de estos comentarios.

El objeto que hemos señalado a la guerra no explica por qué de los 240 miembros del Congreso de los Estados Unidos solamente 16 votaron contra el proyecto de ley que contenía en su preámbulo una afirmación gratuita, sin apoyo en prueba alguna, y que decretaba que se diesen al Gobierno grandes abastecimientos para la defensa del país cuando no lo amenazaba ningún peligro.

Muy pocos, si hubo algunos, de los miembros del Congreso de la parte norte del territorio de los Estados Unidos, tenían interés directo en la conquista de California; pero todos ellos estaban por igual interesados en que se afianzara en el poder uno u otro de los dos grandes partidos políticos. Mr. Polk y su gabinete eran los directores y representantes del partido demócrata y los dispensadores de los grandes favores que otorgaba el Gobierno federal. Votar contra la guerra hubiera sido, entre los miembros demócratas del Congreso, un acto de rebeldía contra su propio partido y los excluiría en lo futuro de toda participación en los favores del gobierno. Más aún, divorciaría a los demócratas del Sur de sus correligionarios del Norte, y con la división así originada, en las elecciones próximas, el poder político de la nación lo perderían los demócratas con todos los emolumentos que el ejercicio del poder significa, y triunfaría el partido opuesto. Por esta razón no hubo un solo voto de los legisladores demócratas ni en una Cámara ni en la otra en contra de la guerra.

El partido whig se vió colocado en circunstancias muy diferentes. Hallábanse sus miembros en minoría y estaban luchando por arrebatar sus curules a los legisladores del otro partido. Por esta razón su política consistía en arrojar sobre la Administración todo el odio del pueblo y buscar ocasión de presentar al público las medidas del Gobierno como imprudentes y faltas de honradez, cOmO perjudiciales para los intereses y para la moral de los Estados Unidos. Así que nunca les parecieron excesivas ni demasiado violentas las objeciones que se hacían a las medidas adoptadas por el Gobierno para hundir al país en las calamidades de una guerra. La conducta de Mr. Polk en particular la señalaban como el paradigma de lo más falso, lo más bajo y lo más perverso que pudiera imaginarse. La guerra era cosa del Presidente; y la mendaz afirmación de que había sido iniciada por México resultaba de una falsedad manifiesta. Pero las multitudes son siempre dóciles a la fascinación de la gloria militar y están dispuestas a gozar del botín de la guerra. Así que las multitudes estuvieron por lo tanto dispuestas a considerar como más político establecer una distinción entre la guerra y sus causantes. A éstos, si era posible, se les arrojaría de sus puestos por haber iniciado una guerra inicua; pero el patriotismo del partido whig tendría que manifestarse en su vigoroso apoyo a esa misma guerra inicua, para gloria de la nación. Si los whígs hubiesen votado contra el abastecimiento de elementos bélicos una vez que se les había advertido que ya existía el estado de guerra, se les habría podido acusar en las campañas electorales de haber abandonado la causa de su propio país. Así que resultaba mucho más conveniente para ellos acceder a que se enviaran 50,000 hombres a México para despojarlo de lo suyo, asesinar a sus ciudadanos, que exponerse a perder los votos en las elecciones próximas. La disculpa que generalmente ofrecían los whigs por el apoyo que daba su partido al decreto de guerra, fue que el general Taylor y su ejército estaban en peligro de ser aniquilados o capturados por los mexicanos. Esta excusa no sólo era falsa, sino que era patentemente ridícula. El despacho mismo en que Taylor anunció que se habían roto las hostilidades, demostraba la seguridad absoluta en que se encontraba su ejército. Después de informar que había solicitado de los gobernadores de Texas y de Luisiana que le diesen tropas, agrega el parte de Taylor:

Estos hombres constituirán una fuerza auxiliar de cerca de 5,000 soldados que serán necesarios para proseguir la guerra con toda energía y llevarla, como es lo debido, hasta el territorio mismo del enemigo.

De manera que en el momento en que Taylor'escribía su carta, en vez de que estuviese en peligro de caer prisionero, se hallaba haciendo preparativos para avanzar sobre México, y a este fin consideraba que con una décima parte de la fuerza que tan pródigamente le habían concedido los whigs, tendría más que suficiente. Siete días después de que el Congreso de los Estados Unidos autorizó que Se le dieran a Taylor 50,000 hombres, este general, sin esperar siquiera a que se le dieran los 5,000 que había pedido, entró en la ciudad de Matamoros tras del ejército mexicano que se dió a la fuga. Pero si Taylor realmente hubiese estado en peligro, los whigs debieron saber perfectamente que su suerte se decidiría antes de que pudiera llegarle siquiera un pequeño pelotón al mando de un sargento como resultado de su decreto. Más aún, el Presidente mismo les había dicho en su mensaje, que Taylor recibió autorización para solicitar y aceptar voluntarios de no menos de seis de los Estados más próximos a la frontera. La Administración, previendo y deseando provocar la guerra, sin esperar la autorización del Congreso, ya había abastecido con gran amplitud a Taylor para asegurar su triunfo. Con toda razón se había dicho en la tribuna del Congreso en respuesta a esta disculp'a lamentable:

Compárense los preceptos del proyecto de ley con el'objeto invocado de proporcionar auxilio al general Taylor y a su ejército, ¿y cuál es el cuadro que entonces Se nos presenta a la vista? El decreto dispone que la milicia, el ejército y la marina de los Estados Unidos, con 50,000 voluntarios, se pongan a la disposición del Presidente con el fin de proseguir la guerra hasta su terminación rápida y victoriosa. De esta manera al frente del proyecto de ley se expone y declara su objeto con toda claridad, distinción y explicitez.

Así que la afirmación hecha por los miembros del partido llamado whig, en el sentido de que su voto afirmativo lo habían dado sólo por proteger al general Taylor, tiene un carácter similar a la afirmación que ellos mismos habían atacado con tanta acritud, contenida en el preámbulo del proyecto de ley, en el sentido de que la guerra existía por obra de actos realizados por México. La disculpa que ofrecieron por haber votado aprobando esa afirmación, en la que ellos habían reconocido una absoluta falsedad, es que ellos ya habían votado en contra primero. No importa qué tan congruente pueda ser semejante disculpa con los principios morales que rigen la política, con seguridad que no la encontrarán satisfactoria quienes piensen que la Sagrada Escritura es la base de la moral.

El voto de los miembros del partido whig fué con toda probabilidad la exhibición más extraordinaria y humillante de cobardía moral que se haya jamás presenciado en la Legislatura nacional. Y no pudo escapar a la denuncia y al castigo. Sarcasmos y reproches que era imposible eludir o contestar, llovieron sobre los miembros de ese partido sin límite alguno, de parte de sus oponentes.

He aquí una muestra de los reproches que recibieron: Mr. Brockenborough, de la Florida, expuso así la falsa y desdichada posición en que se habían colocado los whigs, con sus cálculos tan faltos de escrúpulos respecto a su conveniencia.

El término mismo guerra injusta comprende la rapiña y el derramamiento de sangre, el robo y el asesinato. Cada paso es inicuo, un crimen que debería inducir al país a vestir de riguroso luto. Pero ustedes se regocijan y se glorían de ello. Mandan ustedes a la guerra al pobre soldado, por quien fingen sentir conmiseración, y le ordenan que mate -pero eso es un asesinato; que caiga luchando valientemente- pero su muerte será la de un criminal. Piden ustedes a la madre americana que mande a su hijo al llamado de la patria para que se manche con el crimen, para que regrese convertido en un criminal todo enrojecido y goteando sangre inocente. Llaman ustedes héroes a sus soldados, cuando sobre sus monumentos escriben más bien rapiña, asesinato. Dan ustedes su voto en favor de las espadas que se han de otorgar a los soldados, y del reconocimiento de sus servicios, y aprueban que se les den medallas y tierras y dinero y pensiones, todo esto por lo que ustedes mismos reconocen y dicen que es un crimen, y un crimen tan negro, que los individuos que lo cometen sin la sanción de ustedes, solamente reciben ignominia, una prisión o la horca.

En cambio nosotros (los demócratas) creemos, ante Dios y ante el mundo, que la justicia está de nuestra parte en esta guerra. Si nos equivocamos, incurrimos en error después de mucho pensarlo y discutirlo, con el mejor juicio que el Cielo nos ha concedido, en la creencia de que estamos desempeñando un deber patriótico que redundará en honor y fama de nuestro país. Si hay algo de infame en esto, si hay un crimen, no es nuestro. Los caballeros (refiriéndose a los wnigs) lo proclaman como responsabilidad suya. En nosotros no hay intención dolosa. Obramos en todo según nuestras convicciones. En cambio ustedes declaran la guerra y luego afirman que es infame, pero al mismo tiempo votan en favor de que se den todos los elementos necesarios y proponen que con urgencia se lleve adelante la lucha, con todo vigor. Predican ustedes que se trata de un asesinato, pero se glorían del número de miembros del partido whig que están tomando parte en la lucha, sus muchos amigos, sus muchos comitentes que están en las filas, que se alistaron voluntariamente en el ejército.

Lanzan ustedes la acusación de que esto es un crimen, y sin embargo, se quejan de que se ha nombrado a mayor número de demócratas que de whigs para que perpetren esa villanía, y hablan de llevar a la Presidencia de la República al jefe de esa pandilla a la que ustedes condenan, el general Taylor. Votan ustedes en favor de que se erijan monumentos a los soldados muertos -trofeos, votos de agradecimiento, pensiones, recompensas a los soldados vivos-, para inducir al pueblo a empapar sus manos en la sangre, en la infamia.

Si esta guerra es injusta, no saldrán absueltos de ella los caballeros sólo porque griten esta es una guerra de Mr. Polk. Ellos votaron en favor de la guerra. Lo que declaren contra Mr. Polk no los protegerá de los reproches que ellos mismos lanzan contra el horror, el pecado, el crimen, el asesinato, de la guerra injusta. Si es crimen y es infamia, hay constancias que prueban quiénes son los actores, y ese testimonio allí estará, allí, indeleble e imperecedero, como la República misma. Ese hecho innegable se adhiere a sus autores como la camisa a Neso. Como la ropa que Medea tejió para Jasón, permanecerá pegada, prendida a la carne de esos caballeros, hasta que perezcan. Al encarecer las proporciones del crimen que denuncian, no hacen más que atraer sobre su propia cabeza los castigos más terribles.

Raro será sin duda que cuerpo legislativo alguno de la tierra haya jamás escuchado sarcasmos tan vergonzosos, invectivas tan fuertes y tan justas en su contra.

A pesar de ello, los jefes del partido whig en el Congreso se aferraron con tenacidad indómita a una política que, aunque inmoral, a ellos les pareció que era ventajosa. Durante todo el curso de la guerra siguieron tachándola de injusta, de malvada, de inconstitucional, pero a pesar de ello, pretendían patentizar su patriotismo dando su voto en favor de que se suministrasen abastecimientos a las tropas para asegurar el triunfo criminal del Presidente. Justo y debido es reconocer, sin embargo de ello, por el buen nombre del partido, que especialmente en la parte norte de los Estados Unidos, los whigs se sometieron a esa política de sus directores sólo en una forma parcial y con obvia repugnancia. La American Review, un periódico muy competente dedicado a defender los intereses del partido, confesó y condenó con pundonor los motivos que animaron a los diputados que eran miembros del partido whig a votar en favor de la guerra:

El voto del Congreso que aprobó el reclutamiento de 50,000 voluntarios y una partida de gastos de diez millones de dólares, fue casi unánime. El decreto del Congreso en que se autorizaba el suministro de elementos contenía un preámbulo mendaz, que imputaba la guerra a los actos de México. ¡Ese documento legislativo, preámbulo y todo, lo engulleron todos los legisladores! Sumamente cuidadosos se mostraron hasta los whigs respecto a su popularidad personal, que podía verse en peligro, ya que quizá se hubiera hecho creer al pueblo que no aprobar o demorar la aprobación del proyecto de ley, era abandonar la causa de un ejército valiente pero asediado por el enemigo. Su popularidad les preocupaba sin duda mucho más que la causa de la verdad y del derecho.

La Legislatura whig del Estado de Massachusetts reprochó con toda severidad la conducta observada por algunos de los representantes del Estado en el Congreso federal, y aprobó una resolución en que se declaraba lo siguiente:

Que semejante guerra de conquista, tan odiosa por sus fines, tan infame, tan injusta y anticonstitucional en su origen y su carácter, debe ser considerada como una guerra contra la libertad, contra la humanidad, contra la justicia, contra la Unión y contra los Estados libres; y que todos los buenos ciudadanos, por consideración a los verdaderos intereses y el más alto honor del país, no menos que por los impulsos del deber cristiano, deberían sentirse obligados a unir sus fuerzas para poner término a esta guerra y ayudar al país en todas las formas justas posibles para que se retire de la posición de agresor que ahora ocupa ante una República hermana y vecina que es débil y está incapacitada. para su defensa.

El hecho de que solamente dieciséis miembros del Congreso formado por doscientos cuarenta diputados hayan votado contra la guerra, en tanto que una minoría apenas más numerosa estaba dispuesta a reconocer su injusticia y la falsedad de la afirmación de que México había sido el iniciador de la contienda, es una prueba entristecedora de que el valor moral y la independencia de criterio estaban lejos de ser características del Congreso americano en 1846. Empero, estas cualidades invariablemente atraen la confianza, la estimación y la influencia, aun de aquellos contra quienes se ejercen.

Yo admiro -decía uno de los directores del partido político empeñado en que se hiciese la guerra- la sinceridad y reverencio la firmeza de aquellos catorce inmortales (miembros de la Cámara baja) que votaron contra la declaración de guerra. Poseían una convicción profunda de que la guerra no era justa y votaron de acuerdo con sus convicciones. No violaron ni las leyes de Dios ni las del hombre. Pero quien denuncia una guerra calificándola de injusta y a pesar de ello vota en su favor, viola la sagrada ley de Dios y todo principio de ética.

Que los nombres de esos ciudadanos honrados y consecuentes que temieron a Dios más que al hombre y prefirieron pensar en el Día del Juicio y no en el día de las elecciones, permanezcan grabados indeleblemente en el recuerdo cariñoso de la comunidad cristiana. Helos aquí:

En el Senado (7)

Thomas Clayton ... Delaware.
Johan Davis ... Massachusetts.

En la Cámara baja

John Quincy Adams ... Massachusetts.
George Ashmun ... Massachusetts.
Joseph Grinnell ... Massachusetts.
Charles Hudson ... Massachusetts.
Daniel P. King ... Massachusetts.
Henry T. Cranston ... Rhode Island.
Erastus D. Culver ... Nueva York.
Luther Severance ... Maine.
John Strahan ... Pennsylvania.
Columbus Delano ... Ohio.
Joseph M. Root ... Ohio.
Daniel R. Tilden ... Ohio.
Joseph Vance ... Ohio.
Joshua R. Giddings ... Ohio.



Notas

(1) Discurso de C. J. Ingersoll. Apéndice del Cong. Globe, 29th Cong. 2 Sess., p. 125.

(2) Nada menos que seis páginas impresas.

(3) Discurso de Mr. Pendleton, representante del Estado de Virginia. 22 de febrero de 1847. Véase Apéndice del Cong: Globe, XXIX Legislatura, 2a. sesión, página 112.

(4) Véase el discurso pronunciado el 24 de febrero de 1847. Cong, Globe, 27 de febrero de 1847. El preámbulo de un decreto del Congreso mexicano que ordenaba al Ejecutivo arbitrarse recursos, destruye la idea de que la guerra hubiese sido iniciada por la República: La nación mexicana se encuentra en estado de guerra con los Estados Unidos de América.

(5) De la obra escrita sobre México por Brantz Mayer, tomamos los siguientes detalles demográficos:

Indio ... 4 000 000.
Blancos ... 1 000 000.
Negros ... 6 000.
Otras castas ... 2 009 509.
Total ... 7 015 509.

Exportaciones de México en 1842, sin contar el oro y la plata ... 1 500 000.
Deuda nacional ... 85 000 000. México como era y como es.

(6) Apéndice del Cong. Globe, 1847. página 125.

(7) Es de estricta justicia mencionar el hecho de que Mr. Corwin, Senador por el Estado de Ohio, condenó más tarde públicamente su propio acto de haber votado en favor de la guerra y se mostró arrepentido de ello.

Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXICAPÍTULO XXIIIBiblioteca Virtual Antorcha