Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de BustamanteCarta terceraCarta cuarta (Segunda parte)Biblioteca Virtual Antorcha

CARTA CUARTA

Primera parte

ACCIÓN DEL MONTE DE LAS CRUCES Y DERROTA DE LOS ESPAÑOLES

Es difícil exponer con toda exactitud y verdad lo ocurrido en una acción donde han combatido grandes masas, y en época en que los principales actores de ella han desaparecido; sin embargo, diré lo que he averiguado y repugna menos a la creencia racional, distante de prevenciones y espíritu de partido. Trujillo se situó en Toluca y destacó una partida de dragones en el puente que llaman de Don Bernabé. Los americanos llegaron a Ixtlahuaca, y un destacamento de sus tropas arrolló a las del virrey, y las obligó a abandonar aquella posición; retiróse Trujillo a Lerma, distante cuatro leguas, para ocupar la ventajosa posición que le ofrecía su puente, donde formó una cortadura y parapeto; creíase seguro de no ser atacado, porque desconocía el local; mas el cura Viana, de Lerma, le hizo ver que podía ser atacado, pasando los americanos por el puente de Atengo, movimiento por el que sería envuelto en su posición; esta sugestión le fue oportuna, aunque impropia del que la hizo, y se convenció de la verdad del aviso cuando lo recibió del comandanté de la izquierda, situado en el puente y que le pedía auxilios; ocupáronlo los americanos, y Trujillo se vió precisado a retirarse al monte de las Cruces, pues Allende se dirigía por el camino de Santiago a tomarle la espalda y ocupar el único camino que le quedaba de retirada; por tanto, parte de la tropa del virrey se situó en el puente de Lerma a las órdenes del mayor D. José Mendívil, y Trujillo, con el resto, pasó al punto de Las Cruces, que lo hizo de reunión para el caso de una desgracia, como se verificó, reuniéndose allí Mendívil y el capitán D. Francisco Bringas, que mandaba el cuerpo de caballería.

Cuando ya estaban reunidos todos los cuerpos de Trujillo en Las Cruces, fueron atacados la mañana del 30, a las ocho. La acción comenzó por las partidas de la caballería, y a esta sazón recibió Trujillo dos cañones de artillería que ocultó con ramas en puestos vestajosos para que no los vieran los americanos y fuese más seguro y estragoso su efecto. Reconcentró en aquel punto toda su fuerza, y aguardó el ataque grande, que principió a las once. Los americanos lo emprendieron en columna cerrada, sostenida por la caballería en los costados, y cuatro cañones. Trujillo tenía emboscada parte de su infantería al mando de D. Agustín de lturbide (1 y la caballería al de Bringas, para que cargase sobre los americanos cuando viesen el movimiento de la derecha del ejército real; mas esta operación no tuvo efecto, pues a la medianía del monte se encontraron con los americanos, que se resistieron fuertemente y causaron grande estrago en la tropa del virrey. Allí fue herido Bringas en el vientre; los realistas se replegaron, y sobre ellos cargaron los americanos de tal modo, que redujeron a sus enemigos a un pequeño recinto; creyéronlos en estado de oír las voces de rendición y presentaron un parlamentario que recibió Trujillo, afectando docilidad para escuchar sus proposiciones encaminadas a economizar la sangre; pero estuvo tan distante de ello, que cuando los tuvo cerca, les hizo una descarga de fusilería que mató más de sesenta. Los americanos cargaron de recio, encarnizados ya con esta acción villana. Allende, cuando entendió que la ventajosa posición de los cañones de Trujillo hacía mucho estrago sobre su infantería, y principalmente sobre la indiada, que desconocía los destrozos de la metralla y quería tomarlos a mano, acordó situar los suyos sobre un lugar ventajoso y que enfilaba la artillería enemiga. El coronel Jiménez ocupó la posición, y Allende tiró sus cañones a lazo como cualquier artillero; operación tan bien combinada produjo muy luego su efecto, porque hizo callar los fuegos de Trujillo, le desmontaron primero un cañón y después le tomaron los dos.

En estos momentos le mataron a Allende un caballo careto bajo las piernas, tomó otro, y continuó mandando la acción con serenidad. Trujillo avanzó en desorden hasta Cuajimalpa, quiso hacerse fuerte en una fábrica de aguardiente que había allí, pero ocupadas las alturas inmediatas y cargado con brío, escapó como pudo en dispersión para México, donde muy luego le tuvo noticia de su descalabro.

Grande fue la sorpresa que recibió Venegas con la noticia de esta desgracia de sus armas, y no poca la consternación en que se vió la capital. Como los visionarios y falsos devotos siempre toman su parte en todos los acontecimientos públicos y el Gobierno auxiliaba sus intentonas para deslumbrar a este público y sacar todo el partido posible, he aquí que el diablo, que no duerme, escogió el mejor medio de alborotar a este pueblo y hacerle que santamente armase un nuevo molote. Aparecióse nuestra Señora de los Remedios; pero no por los aires como cuentan las leyendas de ahora tres siglos, echando tierra a los indios mexicanos en los ojos, sino en coche y en manos del padre capellán de su santuario. Púsosele a este bendito eclesiástico en la cabeza que el cura Hidalgo pudiera venir a tomarse aquel simulacro de María Santísima, y con él sus alhajas, y así es que emprendió trasladarlo muy luego a esta catedral, librándolo de unas manos sacrílegas (2). Cuatro meses antes se había trasladado la imagen a su santuario, después de haber visitado todos los monasterios de México mientras se componía la torre de su templo, destruída por un rayo; había recibido los más justos homenajes de nuestros corazones y dejado una impresión profunda en ellos. México se enloqueció religiosamente en aquellos días (si puedo usar de estas expresiones) y todos vimos aquellas demostraciones desde un punto de vista que nos hacía temer mucho en lo futuro. Pisábamos sobre un suelo volcanizado, conocíamos el ferocísimo carácter de nuestros enemigos, y cada uno vaticinaba una serie de desgracias. Por semejantes motivos, la llegada de nuestra Señora de los Remedios se tuvo por un agüero feliz de su protección contra los insurgentes. Tomó cuerpo esta patraña cuando el público supo que Venegas, en secreto y en compañía de varias personas, pasó a la catedral, le hizo un razonamiento devoto, puso a sus pies el bastón y le dijo que ella gobernase y le dirigiese en sus operaciones. Esta artimaña obró su efecto en muchos, menos en los que le conocían a fondo, los cuales se rieron y compadecieron a una nación que semejaba a los antiguos pueblos, capitaneados por un Sila que consultaba sus operaciones con una estatuita de Minerva, o con un Sertorius que oía los oráculos de la boca de una cervatilla blanca ... ¡Venegas a los pies de María Santísima de los Remedios, implorando el mejor modo de asesinar a un pueblo que trataba de romper las cadenas de su ominosa servidumbre! ... ¡J a, ja, ja! ¡Este espectáculo hizo reír sin duda al mismo Satanás y compañía diablesca! ...

El diablo predicador
parecerá cuando hable;
porque el pecado mortal
no es creíble que a Cristo alabe.

Veíase la agitación en la tarde del 30 pintada en todos los semblantes; el rico ocultaba sus talegas donde sólo Dios y él supiesen de su existencia, los monasterios eran el depósito de las mayores preciosidades, oíanse coches que entre las tinieblas de la noche trasladaban arrastrándose pesadamente cuantiosas sumas a la Inquisición y conventos de frailes, las viejas chillaban, las monjas multiplicaban sus prácticas religiosas, los gachupines bramaban de cólera, y no cesaban de probar sus armas para cuando llegase el instante de la defensa. Veíanse trasladar de una casa a otra los colchones y muebles de las familias, y se creían seguras transportándose de un lugar a otro, aunque se quedaban en la misma ciudad, y como si en el caso de un saqueo general pudieran escaparse de la rapacidad de una soldadesca desenfrenada; así se tenían por seguros los primeros indios de la isla de Santo Domingo de la rapacidad de los soldados de Colón, cerrando (como dice Muñoz) las puertas de su bohíos con unas débiles cañas. En cierto monasterio de frailes europeos, toda la comunidad estaba armada con puñales para que, llegado el momento de la invasión, cada uno saliese llevando uno en una mano y en la otra un crucifijo. ¡Excelente maridaje, vive Dios! ¡El Señor de la paz y el instrumento de la muerte y del odio! ¡Pero de qué intentonas no son capaces los ilusos y posesos cuando quieren hermanar en un mismo altar a Dios y a Belial! Distribuyéronse en varias azoteas de conventos grandes pedruscos para que las mismas monjas los dejasen caer sobre las tropas insurgentes al tiempo de pasar por ellos; tales fueron las maquinaciones de una iniquidad vestida con los arreos de una religión de amor que detesta la violencia. ¡Cuántas artimañas para mantenernos esclavos! ¡Cuántos subterfugios ruines para ligarnos por medio de la religión al carro de la tiranía! Al siguiente día se dió en espectáculo de irrisión al coronel Trujillo: al llegar al campamento de México pidió un tambor, y con cincuenta y un soldados, resto único de toda la fuerza que sacó de esta capital, entró por sus calles montado en un mal caballo y vestido con un ridículo traje, que por ser entonces casi desconocido en esta ciudad, muy bien merecía este nombre. Entró (según él decía) triunfante, y no echando bendiciones angélicas por la boca, sino ajos, rayos y anatemas.

He aquí el triunfo de Vasco Figueiras después de muy molido a palos. Sí, todo era triunfo para los españoles, porque intentaban acabar con todos; ya con los que peleaban por sus intereses, ya con los que peleaban en contra; el caso era arruinar la generación presente, dominar sobre escombros y pavesas, y preparar este suelo para que recibiese nuevas familias venidas de más allá de los mares. Siempre ganamos, decía Venegas cuando recibía los partes de las grandes matanzas, aunque hubiesen perdido sus asesinos las acciones. ¡Insensato! Las naciones no mueren, aunque mueran los defensores de sus derechos, y si se acaban por el hierro y el fuego, centenares de miles de sus hijos los reemplazan, y de sus mismas cenizas renacen vengadores de sus ultrajes. Alejandro y César murieron (decía Napoleón), pero el mundo ha continuado su marcha. El Gobierno de México aplaudió la conducta de Trujillo extraordinariamente; no faltó quien remunerase su perfidia atroz con dinero puesto a rédito para perpetuar la cómoda subsistencia de este malvado. Grabóse una medalla para inmortalizar la memoria de este triunfo, pues no contento Venegas con plagar las páginas de la Historia con tan vil impostura, osó consignar la memoria de este hecho oprobioso por medio de la Numismática, auxiliar inmediata de la Historia. No es esto lo más sensible, sino que los diputados propietarios de N. E. que estaban en las Cortes, en el manifiesto que allí publicaron dieron a los insurgentes el epíteto de detestables; mas no faltó junto a las columnas de Hércules un hombre honrado que en el núm. 45 del Semanario Patriótico les hiciese justicia y reprobando la incivil conducta de Trujillo, se explicase en los términos siguientes: Damos este nombre de rebeldes a los agitadores de México y no creemos faltar en ello a la equidad ni a la circunspección con que procedemos en caracterizar los movimientos de América y las intenciones de sus autores. Detestables los llaman a boca llena los señores diputados propietarios de N. E., en su manifiesto verdaderamente patriótico del 3 de octubre; mas esta misma equidad nos obliga a decir también que hacer fuego sobre estos rebeldes al tiempo de estar parlamentando con ellos, según se refiere en el parte dado al virrey por D. Torcuato Trujillo, ni fue justo, ni honesto, ni político. A un enemigo, sea quienquiera, o no se le oye, o si se le oye es preciso guardarle el seguro. ¡Qué no diéramos porque esta triste circunstancia no se hubiera verificado, o ya que la desgracia lo hizo así, porque no se hubiera estampado en ningún papel públíco ni de allá ni de acá!

Mucho ofendió el orgullo de Venegas esta justísima reconvención y trató de acallar]a en la Gaceta núm. 47, de 20 de abril de 1811, pero ... ¡con qué razones! ... Remito a usted a dicho documento para que las examine.

Venegas, aunque veía que constaba a todos que el regimiento de Tres Villas no existía, que sus banderas fueron repuestas con otras nuevas (las que se bendijeron en San Juan de Dios, de México, el domingo 20 de enero de 1811, y jamás se recobraron, como estaba en el orden y decoro militar), premió a los soldados de dicho cuerpo con un escudo, y en la proclama de 3 de febrero de 1811 les dijo: En este distintivo tenéis grabados los blasones de vuestra fidelidad, de vuestro valor y de vuestra gloria. Tened siempre presente el gran precio de esta adquisición; que el monte de las Cruces sea vuestro grito guerrero en el momento de vuestros futuros combates, y la voz que os conduzca a la victoria ...

Así mentía este descarado jefe a la vista de una nación, y parte de ella (la capital) sufría este ultraje en el silencio y la degradación. Victorioso Hidalgo en Las Cruces, comenzó a dirigir correos a sus amigos, y Allende a los que tenía por agentes secretos y que se le habían comprometido a trabajar en su causa, para que le dijesen qué debería hacer; pero estuvieron tan distantes de corresponder a sus encargos, que yo sé de hombre que quiso correr a palos al correo que se le presentó; tal era el pavor de que estaban poseídos los mexicanos. Hidalgo observó que como los indios habían sufrido mucho destrozo, estaban acobardados; se informó del estado de fuerza de la capital, y temió comprometer un segundo ataque, tanto más cuanto que, examinado el estado de su parque de artillería, halló que sólo tenía treinta tiros de bala rasa; temió asimismo que el desorden de aquellas masas le fuera funesto, así porque sería fácil cosa destruirlas como porque, dándose al saco por su indisciplina, desacreditarían enteramente la causa santa de la insurrección. Motivos tan poderosos le hicieron volver sobre sus pasos, aunque con disgusto de Allende, que desde esta época comenzó a desabrirse con él; desazón que se aumentó cada día más, y que terminó con la desgracia personal de entrambos jefes. Sobre todos los motivos que tuvo Hidalgo para retroceder de las inmediaciones de México, fue el que se creyó hallar dentro de muy pocos días cortado entre dos ejércitos. Dada la batalla de Las Cruces, sus partidas interceptaron en el camino de Querétaro el duplicado del correo que Venegas le dirigía a Calleja, que suponía estuviese en Querétaro, en que le decía: Vuele V. S. con su ejército a socorrer esta capital, que se halla en el mayor conflicto, y le exponía lo ocurrido a Trujillo. No obstante, Hidalgo probó el medio del acomodamiento con Venegas, y que no quedase por diligencia. Remitióle, por tanto, al general Jiménez en un coche hasta las inmediaciones de México, o sea extramuros por Chapultepec, escoltado de una partida de caballería, para que le entregase un pliego. Venegas no quiso admitirlo, y ojalá hubiese terminado en esto, pues se desató en palabrotas tan groseras y torpes, que no estarían bien ni en la boca de un grumete o carromatero despechado; modo tan incivil era indigno de usarse aun con una horda de salvajes. Tales fueron las causas porque Hidalgo se abstuvo de entrar en México, que cada día recibía mayores refuerzos de tropa; creo que es justo disculparlo. Esta entrevista no realizada se dispuso para la tarde del día 1º de noviembre. En la misma, hubo una gran alarma causada por dos columnas de polvo observadas en diferentes direcciones, que no eran menos que dos manadas de carneros que venían al rastro de esta ciudad. Aquí mostraron todo su ánimo los que poco antes braveaban; cayéronseles las quijadas de terror y huían despavoridos por las calles dando gritos sin hallar agujero donde meterse, pues todo el mundo cerraba sus puertas, y el estruendo de tantas como hay en México multiplicó el pavor de que se veían sobrecogidos sus moradores. Claro es que se tocó generala, que se destacaron partidas de guerrillas y de observación sobre los carneros, y que se ejecutaron otras mil operaciones militares, que después trocaron el miedo en risotadas; cada soldado volvió a su campo poniendo cara de simio confuso y avergonzado.

El día 3 de noviembre murió D. Francisco Bringas, del balazo recibido en Las Cruces. Venegas creyó que ésta era la mejor ocasión de honrar el mérito grande que en su concepto había contraído este asesino, y así es que convidó para su entierro, que se verificó en la catedral, a la mañana del día siguiente; hizo de primer doliente, a nombre del virrey, el canónigo D. José Mariano Beristáin, aquel Beristáin que pasará a la más remota generación mexicana por el mayor adulador abyecto que ha nacido en la Puebla de los Angeles, así como ha pasado Picio por el más feo en México, y Esopo en Atenas. También se dejó ver en el funeral el canónigo Abad y Queipo, tenido por obispo de Michoacán porque tenía sombrero verde y le llamaban de ilustrísima.

El cura Hidalgo, que, como he dicho, sabía por el correo interceptado a Calleja que venía sobre México, abandonando a Querétaro, trató de ocupar esta ciudad tan luego como se lo pérmitiesen las circunstancias, aprovechándose de la ausencia del ejército del rey; ya por esto como porque supo que el comandante Sánchez, levantado en Huichapan, había sido derrotado a la entrada de Querétaro. Este hecho exige, por su naturaleza, exponerse con alguna detención, pues ha estado oculto para muchos.

El brigadier Sánchez dió la voz en la hacienda de San Nicolás, que es una de las mayores de la provincia de Agustinos de Michoacán, y partió con la indiada que pudo reunir para San Juan del Río, donde logró arrestar al oidor D. Juan Collado, que venía a México de Querétaro concluída la comisión de que ya hemos hablado; asimismo arrestó a D. Antonio Acuña, que entonces era teniente de corte de la Sala del Crimen y gran satélite o porquerón, destinado para ejecutar prisiones en Querétaro; este sujeto es bien conocido en México y aun conserva en su cuerpo los vestigios de unas puñaladas con que un soldado le obsequió por su oficio de alguacil. Viéndose, pues, arrestado, ofreció al comandante Sánchez que con su influjo lograría entregarIe a Querétaro, y lo haría dentro de pocos días, siendo la señal de que podría entrar un cañonazo que se dispararía por el punto de La Cruz, donde está el colegio de crucíferos. Creyólo sinceramente Sánchez, y le permitió que pasase a Querétaro; así lo hizo; pero ejecutó todo lo contrario, y con sus informes se puso la ciudad a punto de defensa. Contenía dentro de sí un batallón de infantería de Celaya al mando de su coronel D. Juan Fernández, otro de milicias urbanas al mando de Romero Martínez, y alguna caballería de Sierra Gorda al mando del coronel Llata, y catorce o más cañones en varios puntos de la ciudad. El día señalado se disparó el cañonazo convenido, avanzó el incauto Sánchez por La Cruz, cuyo edificio estaba ocupado con tropa, la cual con el cañón que allí se jugó a metralla mató a treinta y un indios que se enterraron en La Pastora, sin contar los heridos y demás que murieron en el alcance que hizo la caballería sobre los fugitivos. Toda la indiada apenas llevaría catorce escopetas y llegaría a quinientos hombres; mas la Gaceta de México dió este número por muertos, y supuso que eran más de tres mil los que acometieron.

Esto ocurrió el mismo día de la batalla de Las Cruces, es decir, el 30 de octubre (1810). El conde de la Cadena había salido a reunirse con Calleja con la división que llevó de México, y de consiguiente no se halló en la acción; entonces habría sido mayor el destrozo; bien lo da a entender la proclama que dejó a los queretanos al tiempo de partir de aquella ciudad, proclama cuyo lenguaje recuerda los días de terror de Robespierre ... He aquí las palabras de ella: Algunos genios suspicaces -dice a los queretanos- quieren atribuir vuestra docilidad a las fuerzas que tengo en esta ciudad; no pienso yo de esta manera, y en prueba de ello, la dejo confiada a vosotros y a la guarnición valiente que os queda; vosotros habéis de ser también los defensores ...; pero si contra mi modo de pensar sucediere lo contrario, volveré como un rayo sobre ella ..., quintaré a sus individuos y haré correr arroyos de sangre. (Gaceta de 26 de octubre de 1810, núm. 124).

¿Hablaría más orgulloso el mismo Tamerlán? ... No es esto lo peor, sino que el tal conde era muy hombre para cumplir lo que decía; tal fue su desgraciada muerte en la batalla del puente de Calderón. Este jefe sólo es comparable con el general Waughan, de los Estados Unidos, que redujo a cenizas la ciudad de Esopas el día de la célebre batalla de Saratoga.

El Gobierno de México entendió que el general Allende le había tocado la ropa al conde de San Mateo Valparaíso, marqués de Moncada, para que le auxiliase al dar la voz en Dolores el cura Hidalgo, que desde luego se puso de acuerdo con él, pero que por cobardía o por informalidad le faltó. Para comprometerlo, pues, en términos de que jamás faltase al partido español, el virrey lo hizo coronel, en cuya providencia no tuvo poca parte el superintendente de moneda, Córdova, cuñado de Moncada, aquel mismo Córdova que hacía la guardia de soldado raso en las puertas de palacio. aunque nombrado camarista de Castilla. Esta medida surtió su efecto, Moncada asistió a las primeras acciones de Calleja (3), y después levantó un regimiento de caballería de su nombre; pero pagó hasta con las setenas esta conducta en el año de 1817, extrayéndole el comandante Ortiz, unido al general Mina, más de cien mil pesos y alhajas preciosísimas que tenía sepultadas en el centro de una troje de la hacienda del Jaral, según unos, y en su recámara según otros.


SALIDA DE QUERÉTARO DEL CONDE DE LA CADENA A REUNIRSE CON CALLEJA

En 21 de octubre partió el conde de la Cadena con la división de su mando en Querétaro para reunirse a Calleja, y lo verificó el 28 del mismo mes en el pueblo de Dolores, donde dió la voz el cura Hidalgo. Esta circunstancia fue motivo para que la casa de este caudillo fuese dada al saco y padeciesen mucho sus infelices parroquianos. Alejandro de Macedonia, en una de sus borracheras, mandó quemar el palacio de Persépolis, tomando el primero un tizón porque allí había combinado Jerjes los planes de ataque contra Grecia; después se arrepintió, pero jamás se arrepentirá Calleja de haber reducido a pavesas la villa de Zitácuaro, porque en ella se estableció el primer gobierno republicano por el licenciado D. Ignacio Rayón. ¡Como si los edificios de un lugar fuesen culpables, ni remotamente, de lo que otros ejecutaron en ellos! ... ¡Tal es la insania de esta casta de bárbaros! Calleja mostró en Dolores que sólo tenía disposición para pasar revista a un regimiento de caballería. Cuando se le hizo entrega de aquella división lucidísima, y le preguntaron sus jefes que dónde acamparían, no supo responder ni tomar providencia; pero conociendo la superioridad de luces en la castrametación del teniente coronel D. Ramón Díez de Ortega, lo hizo su cuartelmaestre, y con tal título descansó en cuanto él dispusiese: era éste un militar instruído, y lo desempeñó cumplidamente.

El itinerario que siguió el ejército de Calleja hasta dar la batalla de Aculco fue el siguiente: El 1 de noviembre entró en Querétaro. El 3 fue a la Estancia. El 4, a San Juan del Río. El 5, a San Antonio. El 6, a Arroyozarco, y el 7, a Aculco. Antes de llegar a este punto, ignoraba absolutamente el rumbo que había tomado el ejército de Hidalgo; mas por accidente sus avanzadas se encontraron en Arroyozarco con una de indios, por la que supo de la aproximación del ejército americano. Calleja vivaqueó a dos leguas del campo de Hidalgo. Situóse éste en un cerro casi triangular, dominante sobre el pueblo y la campaña.

Colocóse la artillería a los bordes de la loma, y su batalla en dos líneas, situándose detrás otra. Calleja formó amenazando atacar con su caballería por la izquierda mientras extendía su línea sobre la derecha, haciendo que la columna de caballería de esta parte tomase la cima de una loma tendida que corría del punto llamado de Arroyozarco, más allá de la izquierda de los americanos, para cortarles la retirada. Estas y otras evoluciones, ejecutadas con todo silencio por un ejército disciplinado, y en cinco columnas, impusieron a unos paisanos atemorizados ya por la mortandad del monte de las Cruces, y se pusieron en fuga tan luego como comenzó el fuego.

Si se hubiera guardado orden el triunfo de Hidalgo era seguro, pues las tropas de Calleja estaban tan sorprendidas de aquel espectáculo, que veían por primera vez, como lo estaban los americanos al verlos formarse con el aire majestuoso de una parada. He hablado con persona presencial de este suceso, la cual me ha asegurado que los cuerpos principales del ejército real estuvieron vacilantes y a punto de pasarse; los americanos fueron los primeros en romper el fuego, lo que se tuvo por una agresión que no podía perdonar el jefe de un ejército disciplinado. Finalmente, siendo la posición ventajosa, y estando además rodeada de barrancos, quiebras y agua, habría sídole muy costoso el triunfo a Calleja, si se hubiera sostenido el ataque.

Este general petulante, cuya pluma se recreaba en trazar cuadros de matanzas, dice que la pérdida de los americanos excede ciertamente de diez mil hombres, entre muertos, heridos y prisioneros, y que pasaron de cinco mil los tendidos en el campo. Yo lo creo tan cierto como que él sólo tuvo un muerto y otro herido. No hay duda que murieron no pocos inermes en el alcance de la caballería; pero, como él mismo confiesa, el terreno presentó obstáculos a sus columnas de caballería, causa porque no cogió al general Hidalgo, y esos mismos lo fueron para el mayor alcance.

Tomóse mucho parque, toda la artillería, y entre ella los cañones de Trujillo que dió al virrey por inutilizados y sepultados, once coches, y se rescataron Rul, García Conde y el intendente Merino, los cuales, aunque juramentados con Hidalgo de no tomar las armas, lo volvieron a hacer, no sé con qué conciencia, si como cristianos o como caballeros españoles. En esta vida todos tienen su moral peculiar para hacer lo que más les viene a cuento, aunque la razón y el Evangelio lo repugnen; tal suerte han corrido algunos de estos juramentados. La relación de este suceso nos la esclarece el manuscrito hallado casualmente por mí en el archivo del virreinato que imprimí en 1828, e intitulé Campañas del general Calleja, que a la página 22 dice:

Por ahora sólo añadiremos, para completa instrucción, que además de los cañones de batalla recobrados de los que perdió Trujillo en la montaña de las Cruces, tomó Calleja ocho de igual calibre, uno de a ocho sin cureña que se quedó en el campo embalado y desmuñonado por falta de cureña para conducirlo, otro de irregular calibre que se desbarrancó y que realmente era una carronada, el carro de municiones que perdió Trujillo, otro ídem pequeño de dos ruedas casi destruido, ciento veinte cajones de pólvora, cuarenta cartuchos de bala y metralla, tres cajones de municiones que se abrieron en Querétaro, cincuenta balas de fierro tomadas en el monte de las Cruces de las seis mil remitidas de Manila el año de 1809, diez racimos de metralla, dos banderas del regimiento de Celaya, una del de Valladolid y cuatro peculiares de los insurgentes, diez cajas de guerra, un carro de víveres, mil doscientas cincuenta reses, mil seiscientos carneros, doscientos caballos y mulas, dieciséis coches, trece mil quinientos cincuenta pesos en reales (4), un cajón de cigarros, varias piezas de plata, porción de fusiles, seis cajones de zapatos, equipajes, ropa, papeles y ... ocho muchachas bien parecidas, que Calleja llama el serrallo de los insurgentes. Prisioneros, cerca de seiscientos, y entre ellos los eclesiásticos siguientes:

El Dr. D. José María Castañeta y Escalada.
Br. D. José Mariano Abad y Cuadra.
Fr. José María Esquerro, agustino.
Fr. Manuel Orozco, franciscano.

PARTICULARES
D. José Fulgencio Rosales, teniente de Celaya y coronel de insurgentes.
D. José Antonio Valenzuela y
D. José Mariano Galván.

Soldados de varios cuerpos, veintiséis.

Con dictamen de asesor fueron sorteados para sufrir la muerte aquellos a quienes cayó el fatal dado. Los demás se destinaron a presidio por diez años.

El justicia de Aculco D. Manuel Perfecto Chávez, en oficio de 15 de noviembre de 1810, dice a Calleja entre otras cosas:

El número de muertos que hubo en la batalla de este campo de Aculco, inclusive los de Arroyozarco, son ochenta y cinco, y nada más; los heridos fueron cincuenta y tres; de éstos han muerto diez: entre ellos no parece el comandante de artillería que por V. S. se me encarga, y sólo uno de los heridos dice que dicho comandante artillero se pasó al regimiento de V. S.

Remito al señor teniente coronel cuatro fusiles, cuatro pedreros y una bandera, todo lo cual se halló en el monte por la gente que a mis expensas determiné saliese a registrarlo.

He aquí a lo que se redujeron los diez mil entre muertos y heridos que dijo Calleja al virrey había hecho, y de que habla tan pomposamente la Gaceta de 20 de noviembre de 1810. Esto es mentir sin embozo.

Conseguido este primer triunfo por las armas reales, Calleja se retiró de Aculco para San Juan del Río a desarrollar toda la ferocidad de que era capaz aquella pantera. Hasta entonces creía México que en él había un oficial rutinero con sus claros y oscuros de Quijote; pero desde esta época ya pudo presentir que emularía a los Tiberios y Domicianos. Sus tropas comenzaron a señalarse con acciones sacrílegas e inmorales. Robaron en Aculco la custodia con el mismo Sacramento, y aunque se probó el hecho en el arzobispado, quedó impune por no desabrir al Gobierno. Los excesos de los insurgentes eran mirados como crímenes nefandos; mas los del partido opuesto se estimaban por pequeñeces si no se calificaban de virtudes heroicas.

Obtenido el triunfo de Aculco, Calleja publicó un bando en cuyo artículo segundo dice:

En el término de seis horas traerán todos a la casa de mi alojamiento cuantas armas de fuego y blancas, incluso los machetes y cuchillos, existan en su poder, así como la pólvora y demás municiones de guerra que tuvieren; en el concepto de que al que las ocultase o no delatase a los que las tuviesen en su poder serán tratados y castigados como cómplices de la insurrección.

En el artículo cuarto dice:

Que los que no hicieren lo que esté de su parte para la defensa del pueblo y de los derechos del rey, serán tratados sin consideración alguna, pasados a cuchillo y el pueblo reducido a cenizas.

El virrey Venegas aprobó por su parte estas providencias y añadió otras, porque su corazón y el de Calleja parecían fundidos en una misma turquesa, añadiendo ... que la entrega de armas se verificará sin que valga el pretexto de que algunas sean instrumentos del uso de labradores, gañanes u operarios ... Tal era la dulce consonancia en que estaban estos jefes, la cual duró hasta que Calleja comenzó a recorrer la tierra adentro con batidores, usurpando las preeminencias virreinales.


REVOLUCIÓN DE POTOSÍ EN AUSENCIA DE CALLEJA

El cura Hidalgo, después de la derrota de Aculco, marchó con muy poca gente armada para Valladolid. Dejémoslo en aquella ciudad disponiéndose para marchar a Guadalajara a consecuencia de haberse ocupado ésta el día 11 de noviembre y ganádose la batalla de Zacoalco el mismo día en que fue la acción de Aculco por su teniente D. José Antonio Torres, capitulando con el Ayuntamiento de resultas de dicha acción y la de La Barca, y sigamos la marcha del ejército de Calleja para Guanajuato; mas como esta relación la tiene, y muy estrecha, con la revolución de San Luis Potosí hecha durante la ausencia de su opresor, demos antes una mirada sobre ella, con tanta más razón cuanto que los periódicos nada han dicho sobre este suceso importante de nuestra historia, verificado la noche del 10 al 11 de noviembre (1810).

La memoria que tengo a la vista y que copio dice así:

Hay hombres dotados de un ingenio extraordinario para formar una revolución sin más auxilio que su talento natural; tal y tan funesto es el que cupo a Fr. Luis de Herrera, lego de la orden de San Juan de Dios de la provincia de México, y que le dará eterna nombradía en nuestros fastos.

Cuando el cura Hidalgo pasó por Celaya con su ejército, se le reunió este fraile con el título de primer cirujano; pero como se separase de la tropa expedicionaria por fines particulares, y marchase a San Luis Potosí, las partidas apostadas de orden de Calleja en una de las haciendas del Jaral lo arrestaron por sospechoso y condujeron a la cárcel de San Luis ignorando que fuese fraile. Viéndose aprisionado con una barra de grillos en los pies y sin esperanza de recobrar su libertad, para conseguirla declaró su estado, y se le trasladó con las mismas prisiones al convento del Carmen: aquí suplicó que se le llevase al convento de su orden que hay en aquella ciudad, constituyéndose fiadores suyos el prior y los demás conventuales. Conseguida esta pretensión, concibió el atrevido proyecto de apoderarse en una noche de la ciudad Fr. Juan Villerías, lego del mismo convento de San Juan de Dios. Al efecto solicitó a D. Joaquín Sevilla y Olmedo, oficial de lanceros de San Carlos, con quien pactó Herrera le proporcionase alguna tropa para la empresa por cuantas maneras pudiese, según sus conocimientos locales. Efectivamente, éste le franqueó las pocas armas y municiones que tenía en su casa. Prevalido del carácter de oficial con que era conocido, a las diez de la noche encontró a una patrulla de su cuerpo y a otra de caballería, a las que dijo que necesitaba de su auxilio a efecto de practicar una orden del comandante de aquella ciudad; creyéronlo de buena fe, y se lo dieron; pasó a San Juan de Dios, donde se le reunieron los legos Herrera y Villerías, y juntos todos pasaron al convento del Carmen y llamaron con la campana a confesión; pidiéronla para D. José Pablo de la Serna, que era persona bien conocida en el lugar. Abierta la puerta, sorprendieron al portero carmelita, a quien aseguraron juntamente con los demás frailes. En el Carmen había una numerosa guardia encargada de la custodia de muchos presos que se habían mandado allí por Calleja, a toda la que sorprendió en el momento Sevilla, y de consiguiente le entregaron sin dificultad todas las llaves de las celdas que servían de prisiones. Hallábanse entre los arrestados varios oficiales de la brigada de San Luis y de otros cuerpos que esperaban la muerte por momentos. Reunidos ya todos los presos, y a buen recaudo todos los frailes, se les hizo saber a los primeros que era llegada la hora de su libertad, pero que necesitaban hacer uso de sus puños para acabar de conseguirla. Armáronse, pues, todos con los fusiles y carabinas del cuerpo de guardia, y con el mayor orden y silencio partieron a la cárcel para sorprender la guardia y extraer de allí los presos. Consiguióse la empresa a merced de la actividad y secreto que se tuvo en su ejecución, mas al salir toda la gente para ejecutar lo mismo en el cuartel de artillería, como se sintiese algún rumor en la casa del comandante Cortina, que estaba enfrente, su guardia comenzó a hacer fuego sobre los sublevados. Mataron a cuatro de éstos e hirieron a un asistente del oficial Sevilla; sin embargo, avanzó éste con su tropa rápidamente sobre el cuartel, y lo tomaron. Grande fue la confusión que produjo este asalto, pues muchos aun de los mismos sublevados creyeron que el movímiento se hacía a favor de la plaza. Sacáronse diez cañones calibre de a cuatro, que colocaron en las entradas de la plaza, y asestaron uno sobre la casa del comandante, que continuó el fuego, y como matasen a un cabo de artillería e hiriesen a otro, se irritaron altamente Sevilla y Herrera, y dispusieron avanzar al momento sobre los demás cuarteles de la ciudad para sorprenderlos e intimarles rendición. Verificóse todo con buen suceso; sólo la casa de Cortina persistía con obstinación en defenderse. Sevilla situó en la azotea de las casas reales una compañía de infantería que le hiciese fuego, con prevención de que procurasen apuntar sobre los balcones, ventanas y claraboyas. Herido Cortina en un cachete, fue hecho prisionero, y su tropa resistente mató a diecisiete americanos, hiriendo a no pocos. Serían las siete de la mañana del 11 de noviembre cuando se concluyó esta arriesgada empresa; dióse luego cuenta de ella al Sr. Hidalgo, y se comenzaron a dictar providencias para conservar la paz y tranquilidad adquiridas. Nombróse por jefe político e intendente a D. Miguel Flores, originario de San Luis Potosí: no se notó en aquel día más exceso que el saqueo que la tropa hizo de la casa, tienda y bodegas del comandante Cortina, altamente quejosa de su obstinada resistencia; arrestáronse más de cuarenta europeos que se pusieron a disposición de Hidalgo. Descansaba la ciudad en la confianza, cuando a la segunda noche inmediata a este suceso, rondando una de las patrullas en primer cuarto, al pasar por la casa del europeo D. Jerónimo Berdiez, le comenzaron a hacer fuego. Consiguióse por la fuerza que la patrulla entrase en la misma casa, de donde se fugaron los europeos autores de aquel atentado; el comandante americano, ofendido de esta agresión, tiró del sable sobre Berdiez, y lo lastimó tanto con sus golpes, que murió de ellos. Al tercer día de estas ocurrencias se recibió correo de Zacatecas mandado por D. Rafael Iriarte, que se hallaba en aquella ciudad con no poca gente armada; preguntaba al lego Herrera y a sus compañeros si podría venir a San Luis en marcha para Guanajuato, a donde se dirigía para auxiliar a Allende; contestóse1e que sería bien recibido. Efectivamente, entró en San Luis y se le recibió con repiques, tedéum y salvas; seguíale una turba de indios de flecha que mandó formasen en la plaza y allí evolucionasen en el aire; diéronsele bailes por tres días consecutivos; Iriarte procuró manifestar su gratitud a estos obsequios, y por su parte mandó hacer otro baile para celebrar a Herrera, Villerías y Sevilla; estaban en él disfrutando de la confianza, cuando he aquí que e1 festín fue interrumpido con el arresto de los tres, y se apoderó traidoramente de la artillería y de cuanto estaba bajo el mando de estos tres jefes. Villerías logró fugarse en el acto con cincuenta hombres para Guanajuato a exponer sus quejas a Allende. No terminó en esto la perfidia de este malvado, pues al día siguiente de haberIa ejecutado, entre cuatro y cinco de la mañana mandó a sus tropas que dieran la voz de ¡Mueran los traidores de San Luis! y que se echasen sobre los caudales públicos y de particulares, como se verificó hasta las once del día, en cuyo espacio de tiempo no dejó su bárbara chusma ni aun las rejas de los balcones de las casas. Quiso gozarse con este hecho de iniquidad, y lo celebró en su casa con un banquete, y estando en la sala rodeado de sus oficiales hizo que les trajesen a los presos, que creyeron iba a quitarles la vida; pero por un cambio de afectos difícil de explicar, y que sólo cabe en un hombre para quien es indiferente el odio y el amor, la virtud y el crimen, los abrazó, les sentó a su mesa, les dijo que se hallaban en libertad; díjoles que la causa de aquel procedimiento había sido evitar una desgracia con sus personas, y que él ya había conseguido su intento, que era el saqueo de la ciudad. Hizo de monarca agraciador, y nombró de coroneles a Sevilla y Lanzagorta, y a Herrera de mariscal. Dijo que al día siguiente marchaba para Guanajuato: nombró a un Fr. Zapata y Lanzagorta para que cuidasen de las armas y municiones que dejaba en San Luis. Flores quedó en su empleo de jefe político. Marchó, pues, esta división para el auxilio de Allende en Guanajuato; ¿pero cómo pudiera impartirlo cuando su marcha era tan lenta y perezosa como tardía e inútil? Habría llegado en sazón oportuna si el más precioso tiempo no se hubiera gastado en estas felonías e infames depredaciones. Seguiré el hilo pendiente de Guanajuato, reservándome para su tiempo continuar la relación de lo ocurrido en San Luis Potosí.

El día 15 de noviembre salió Calleja de Querétaro para Guanajuato, e hizo las jornadas siguientes, según su itinerario: a Apaseo, a Celaya, a la Hacienda del Molino, a Salamanca, a Irapuato, a Burras y a Guanajuato. En esta ciudad se supo el 10 que estaba en Celaya el ejército; avisóseles a Hidalgo y a Iriarte por Allende para que vinieran a reunírseles, lo que jamás se verificó. Allende reconoció las alturas de Guanajuato, y eligió los puntos que le parecieron a propósito para la defensa que meditaba, en los que mandó situar cañones que dominaban los caminos de entrada precisa. Hizo barrenar distintos puntos de la Cañada de Marfil para que se disparasen como minas al tiempo de pasar el ejército. Distribuyó la gente que estimó necesaria en cada punto de defensa, en cuya operación empleó los días siguientes hasta el viernes 23, en que convocó a todos los eclesiásticos de la ciudad a una junta que presidió el Lic. Aldama. Excitólos éste a que predicasen al pueblo exhortándolo a tomar las armas por la causa que defendía, encaminada precisamente a dar libertad a la nación. Efectivamente, los eclesiásticos predicaron aquella tarde siguiendo la idea indicada.

El sábado 24 se supo que Calleja había avistádose a la primera batería situada en Rancho Seco, y mandó que marchase toda la gente y artillería que restaba al mando del general Jiménez, que debía dirigir la acción. A las doce se supo que Calleja había tomado algunos cañones y muerto mucha gente; noticia que conmovió al pueblo, y se tocó generala con la campana mayor de la parroquia para recoger a toda la plebe: toque que sólo sirvió para entrar en confusión todo el vecindario, y que cada familia se guareciese en sus casas y conventos; el populacho ocurrió a las cimas de los cerros para ver desde ellas el fin de la acción.

Tardó poco en comenzar a oírse el estruendo de la artillería, y menos en saberse las ventajas de los realistas. Calleja dividió su ejército en dos trozos: el mando de la derecha lo dió al conde de la Cadena, y tomó para sí el de la izquierda. En esta formación avanzó el primero por el camino de la Yerbabuena hasta llegar a las Carreras, y el segundo por el camino nuevo de Santa Ana hasta llegar al real de Valenciana, después de haber forzado las baterías que estaban en las alturas de ambos caminos y tomado los cañones que había en ellas; luego que llegaron a los dos puntos citados hicieron alto, así para dar descanso a sus tropas como porque ya se iba a poner el sol. A vista de este movimiento, es visto que quedaron frustrados los barrenos de la Cañada de Marfil, eludiendo su paso por ellos el general Calleja por haber sabido de esta operación en tiempo. Dábasele aviso de cuanto pasaba por un regidor de Guanajuato que merecía el mejor concepto entre sus conciudadanos, cuyas cartas con Venegas interceptó D. Julián Villagrán cuando Calleja se dirigía a Guanajuato, las que remitió al Sr. Hidalgo; pero no pudieron llegar a tiempo, que en tal caso habría pagado con su cabeza esta infame prodición, no habría cortado él muchas en aquella ciudad en el tiempo en que la enseñoreó Calleja, de cuya mano recibió la recompensa de sus servicios criminales, y hoy no sería, como es, el objeto de escándalo para los que no observan que la Justicia Divina conserva a los malos para descargar después sobre ellos su prepotente brazo, y que si éstos viven, es, como decía San Agustín, o para que se corrijan, o para que los justos sean por ellos ejercitados en la virtud (5). ¡Quiera Dios que le suceda lo primero!

Serían las tres y media de la tarde de este día (24 de noviembre) cuando un negro platero llamado Lino, natural del pueblo de Dolores, noticioso de que la acción estaba ganada por Calleja, y presumiendo que fuese completa la victoria, salió por las calles y plazas juntando cuanta gente encontró de la plebe, a la que sedujo a que fuese a la Alhóndiga de Granaditas a matar a los europeos que estaban allí presos; y para inclinarlos a cometer aquel terrible asesinato les decía que ya Calleja había ganado la acción e iba a entrar a degüello contra los europeos, por lo que convendría acabar con todos los que allí estaban. La plebe, por lo regular poco inclinada a lo bueno, y por otra parte hastiada de la opresión con que allí se le trató por el Gobierno español, gravándola con un tributo anual de ocho mil pesos, y echándola a cada rato lazo para llevarla con violencia y riesgo de la vida a desaguar las labores de las minas, abrazó la proposición de aquel hombre despechado; dirigióse con gran número de gentes a Granaditas, donde encontraron resistencia a su entrada por D. Mariano Liceaga, que sabedor de la bárbara resolución tomada, se colocó en la puerta de la Alhóndiga e hirió a varios de los amotinados con el sable; pero cayó a tierra de una pedrada que le dieron, y escapó con vida prodigiosamente. En vano ocurrieron para impedir el estrago el capitán don Pedro de Otero y el sargento Francisco Tobar, que apenas pudieron evitar la suerte de Liceaga echándose a huir. Posteriormente llegó el cura de aquella ciudad D. Juan de Dios Gutiérrez, acompañado de varios clérigos y frailes, para impedir esta desgracia, pero todo fue en vano; la plebe había forzado las puertas de los cuartos donde se encerraron los europeos, y dado muerte a la mayor parte de ellos, haciendo tal carnicería, que de doscientos cuarenta y siete que allí existían, y dos señoras que acompañaban a sus maridos, sólo escaparon treinta y tantos, y una de las mujeres quedó malherida. Después entraron al saqueo: se llevaron varios tercios de efectos que allí había depositados, la ropa y cama de los europeos, y dejaron desnudos sus cadáveres. Los que escaparon de esta desgracia, y entre ellos algunos heridos, se asilaron unos en el convento de Belén, y otros en casas particulares donde se les dió una hospitalidad generosa.

Divulgóse luego este hecho de atrocidad, y todos temieron los funestos estragos de una represalia y el enojo de Calleja; ocultáronse en sus casas, el pavor ocupó los corazones, reinó aquel silencio que siempre se pasea acompañado de los espectros; pero éste fue interrumpido a las tres y media de la mañana con el horrísono estruendo de un cañón de a dieciséis, que desde el día anterior había situado Allende en el cerro llamado del Cuarto, desde donde hizo fuego sin intermisión toda la tarde anterior, para impedir la entrada del conde de la Cadena por el punto de las Carreras; sus fuegos fueron respondidos con otro cañón que dicho conde había tomado a los americanos el día anterior. Hízose una pausa hasta las siete de la mañana, en que se repitió el fuego con dicha pieza y continuó muy vivo hasta las ocho y media, que comenzó a bajar la división de Calleja, camino de Valenciana, hasta donde avistaron el cañón, y comenzaron a tirarle con tanto acierto, que la primera bala mató a dos de los que lo manejaban, y la segunda lo desmontó, por lo que callaron sus fuegos.

El ejército del rey comenzó a entrar por el camino de las Carreras ya sin obstáculo, y era conducido por el conde de la Cadena. Allende se retiró con su tropa sin que osase nadie perseguirle.

Noticioso Calleja del asesinato de Granaditas, mandó tocar a degüello, y que sus tropas pasasen a cuantos pudiesen a cuchillo, como se verificó en gentes inermes, que o por curiosidad o por necesidad se hallaban desde Valenciana hasta el barrio de San Roque, donde mandó suspender esta orden bárbara. El conde de la Cadena tenía ya a punto sus dragones para hacer lo mismo; pero en este mismo momento una voz de trueno lo sobrecogió e hizo reflexionar y volver sobre sus pasos. Era la de Fr. José de Jesús Belaunzarán, comisario de terceros de San Diego de Guanajuato, que se le presentó con un crucifijo en la mano y a grito herido le dijo: ¡Señor! ... Esa gente que se halla presente a los ojos de V. S. no ha causado el menor daño; si lo hubiera hecho, vagaría fugitiva por esos montes, como andan otras muchas; suspéndase, señor, la orden que se ha dado, y yo lo pido por este Señor, que en el último día de los tiempos le ha de pedir cuenta de esa sangre que quiere derramar. Formidó el conde de la Cadena al oír estas palabras, se quedó confuso y no hizo mal alguno. Preguntó luego quién era aquel fraile que le había hablado con tanta resolución y energía, y cuál su conducta; díjosele que era irreprensible ... Eras tú, amable Belaunzarán, eras tú el angel tutelar de Guanajuato ...; tu voz, voz por donde han resonado con aplauso las reprensiones más acerbas contra los crímenes y los elogios a la virtud ..., tu voz edificante en los púlpitos, esa voz, más terrible que la de cien truenos, salvó una porción de hombres entregados a la pena viendo esclavizada a su patria y corriendo a torrentes la sangre de sus hijos y hermanos ... Recibe ya por mi pluma el homenaje más justo de mi respeto. ¡Quiera el Cielo prolongar tus días, y que al exhalar tu último aliento, uniendo tu boca a la de aquel Señor en cuyo nombre imploraste la clemencia por los inocentes, hagas el último voto por la prosperidad de esta nación que te fue tan cara! Yo no tengo con qué retribuirte este importante servicio sino con transmitir a la posteridad tu buen nombre; recibe en estas líneas todo mi afecto.

Calleja se dirigió a las casas consistoriales al mismo tiempo que el conde de la Cadena llegaba a ellas. El primero hizo salir inmediatamente de la ciudad la mayor parte de sus tropas y artillería para que fuesen a acampar a la salida de la Cañada de Marfil en el punto llamado Jalapita, y sólo quedó en la ciudad el regimiento de infantería de la Corona y dragones de Puebla. Inmediatamente mandó publicar un bando, prender al mismo tiempo a varias personas particulares que fueron llevadas al campamento, donde se mantuvieron hasta otro día por la mañana, que fueran llevadas a Granaditas; nombró intendente interino al alférez real D. Fernando Pérez Marañón; restituyó al empleo de alcalde ordinario a don Miguel Arizmendi y mandó al Cabildo procediese a la elección del de segundo voto, para subsanar los defectos que en su concepto tenía la de D. José María Chico. En la tarde del mismo día (25 de noviembre) mandó publicar otro bando sobre presentación de armas, que fue puntualísimamente obedecido, llevándose éstas a su campamento; ni aun los regidores, alcaldes y demás empleados pudieron escapar sus espadines; ya se ve, el caso era tomar las empuñaduras de oro, porque por lo demás eran unos asadores; así es que en México la esposa de Calleja entregó una gran porción de alhajas de este metal machacadas al patrón Vera, montador de diamantes, a cambio de unas piochas: todo entró en las depredaciones de este general, de que se le acusó generalmente.

El lunes 26 de noviembre por la mañana hizo juntar todos los carpinteros de Guanajuato para que fabricasen horcas que hizo poner (a más de la que está en la Plaza Mayor) enfrente de Granaditas, en la plazuela de San Fernando, en la de la Compañía, en la de San Diego, en la de San Juan, en la de Mexiamora, y una en cada plaza de las minas principales. Ya se ha dicho que las plazas de Guanajuato son calles un poco más anchas que sus tortuosos callejones; por lo mismo, a cada paso se encontraba el viajero con una horca. ¡Lástima que este Amán no haya encontrado un Asuero que hiciera colgar su cuerpo en una de treinta codos! Nombró un comisionado de los oficiales de su ejército, que acompañado del escribano de cabildo fuese a Granaditas, y examinando a los de la plebe que habían prendido sus soldados el día anterior, de los que no perecieron en el degüello y estaban encerrados allí, calificasen los que eran conocidos por hombres de bien y no habían tenido participación en el asesinato de los europeos, para que los pusiesen en libertad, y que a los restantes los diezmasen para ahorcar a los que tocase la suerte; así se ejecutó, y después de haber dado libertad a gran número de ellos, se diezmaron doscientos; los veinte que resultaron fueron pasados por las armas allí mismo, porque no había verdugo para ahorcarlos. El mismo género de muerte sufrieron tres de los sujetos principales, que lo fueron D. José Antonio Gómez, nombrado intendente por Hidalgo; D. Rafael Dávalos, catedrático de matemáticas de aquel colegio y director de la fundición de cañones, y D. José Ordóñez, teniente veterano de dragones del Príncipe y sargento mayor del regimiento de infantería que se había levantado en Guanajuato.




Notas

(1) De éste dice Trujillo en su detalle y recomendación que hace de sus oficiales: El teniente D. Agustín de Iturbide, que estuvo bajo mis órdenes, cumplió con tino y honor cuanto le previne, no separándose de mi inmediación en toda la retirada. ¡Ciertamente que formó su aprendizaje en buena escuela, teniendo por maestro a D. Torcuato Trujillo!

(2) El virrey dió orden verbal al regidor Méndez Prieto para que trajese la imagen: así lo asegura el Dr. Calvillo, a quien damos mucho crédito, menos en lo de los milagriños y aparición de palmas en el cielo, aunque se apoye en testimonio de todo el colegio de escribanos e informes del P. Fr. Diego Bringas, persona, por otra parte, muy recomendable.

(3) Lo recomienda Calleja en el detalle de la batalla de Aculco. Gaceta de 20 de noviembre de 1810, núm. 137.

(4) Sería sin duda mucha mayor cantidad.

(5) Aut ideo vivit ltt corrigatur, out per illum justas in virtute ejerceatur.

Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de BustamanteCarta terceraCarta cuarta (Segunda parte)Biblioteca Virtual Antorcha