Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de BustamanteCarta segundaCarta cuarta (Primera parte)Biblioteca Virtual Antorcha

CARTA TERCERA

Querido amigo:

Año y cuatro meses ha que usted no me oye hablar de la primera revolución. ¿Y por qué tanto silencio?, me preguntará usted, y yo le respondo (1): Por aquello de ... silencio, ranas, que hay culebra en el agua. Sí, amigo mío: Júpiter, en el exceso de su cólera, nos mandó un culebrón, que con diente airado iba a acabar con cuanta sabandija hay en las lagunas de TenochtitIán, y hubiera pasado a hacer lo mismo con las de Pátzcuaro, Lerma, Chapala y Cuiseo; mas parece que los clamores de estos animalejos subieron al cielo, y si el culebrón de los magos de Faraón fue sorbido por el de Moisés, éste ha sido tragado por el mar ... Orégano sea y no batanes, dijo un escudero: plegue a Dios que no reviva, y la paguemos hasta con las setenas. Pregúntame usted por qué me he desentendido de las reconvenciones de tanto pobrete que estaban pendientes de mi Cuadro, con tanta boca abierta como Sancho, el ventero y compañía del de maese Pedro en la Venta. Voy a satisfacer esa curiosidad impaciente, si no basta lo dicho; estéme atento, que comienzo.

En principios de enero del año pasado me llamó don Agustín de Iturbide (entonces alteza y generalísimo de mar, aire y tierra), y me dijo estas formales palabras:

Señor don Carlos, el que escribe la historia debe hablar la verdad.

Es claro -respondí-, y siempre la he hablado.

Creo que no. Usted dice en la primera carta de su Cuadro que yo con la lectura de la obra del padre Mier me arrepentí de haber perseguido a los insurgentes; yo jamás puedo arrepentirme de haber obrado bien y dado caza a pícaros ladrones; los mismos sentimientos que tuve entonces, tengo ahora. Vaya usted y retráctese de cuanto ha escrito en esta parte.

Señor -le respondí-, es tan cierto lo que he escrito como que he tenido en mis manos y leído la misma obra que vuestra serenidad leyó del padre Mier y que causó su conversión; me la prestó su compadre y amigo el Lic. D. Juan Gómez Navarrete, el día 20 de diciembre por ahí, por ahí, de 1820, en Veracruz, y si no me hubiera dicho que había obrado tan prodigioso efecto, yo no habría dado un paso en obsequio de V. A. ni interpelado al general D. Vicente Guerrero.

Usted atestigua con ausentes, me respondió Iturbide.

Diría lo mismo -respondí- si se hallase Navarrete presente; creo que no tendría por qué desdecirme en un ápice.

Es necesario que usted se retracte ...

No haré tal; soy caballero y la ley no permite que los tales se desdigan.

Póngame usted un papel sobre esto, me dijo (en tono amenazante y poniéndose una banda tricolor porque se iba a visitar a las monjas de Balvanera) (2).

Está bien, respondí. Vine a mi casa y se lo puse, reproduciéndole por escrito lo que le había dicho de palabra. Nada me respondió a esto su alteza, calló porque tenía esperanza de que saliese mal en el juicio segundo de jurados, que tenía pendiente conmigo, habiendo sido él el delator del número 5 de aquella Avispa consabida; pero allí obtuvimos porque no hubo mariscales de Castilla, canónigo González, García y García, y otros señores que piensan del modo que éstos; el silencio de Iturbide no fue un perdón, sino un disimulo semejante al que los maestros de escuela tienen con los muchachos, absteniéndose de darles tres azotes para darles después doce. Conciba usted cómo quedaría al oír de la boca de nuestro arrepentido esa protesta. Lucidos estamos, dije para mi sayo, y pues este señor va que vuela para emperador, mal reinado nos espera; entonces hice alto y me acordé de un Asinio Polión que preguntado por qué no escribía la historia de sus tiempos, respondió: Jamás escribas contra el que pueda proscribirte ... Augusto no era muy sobrio en esto de matanzas ... moriendum est, era la expresión que se le oía decir a sangre fría cuando se le pedía gracia, aun por los triunviros sus compañeros. Sin esto, ¡Dios sabe cómo lo hemos pasado! iSiete meses de fraile en San Francisco! ... Un proceso seguido por su compadre D. Francisco de Paula Alvarez y demás turba de satélites. ¡Vaya, que por poco nos sucede lo peor de las cosas! Creo, por tanto, estar disculpado en mi silencio, y que obré con prudencia en el callar; menos en el concepto de aquellos egoístas, que por tener un rato de curiosidad les importa un pito que se lleve al diablo al escritor.

He dicho en mi última las disposiciones que el virrey Venegas comenzó a tomar, cuando supo la entrada del ejército americano en Guanajuato; la celeridad con que nuestros preciados nobles volaron a engrosar las filas de los asesinos de su patria; entonces tuvieron alas, y ahora para formar la milicia nacional se mueven con más lentitud que un perico ligero. He aquí el barómetro por donde se mide justamente el patriotismo de esta clase privilegiada. Con la marcha del Sr. Hidalgo quedaron los habitantes de Guanajuato desahogados de la incomodidad pasada, pues sólo los oficiales y tropa de caballería se aposentaron en los cuarteles, en las haciendas desocupadas de los europeos y en las casas particulares. Todo el común de indios hicieron su alojamiento en las calles y plazas (si puede dárseles este nombre a unas cuantas calles algo más anchas que sus callejones, como la plazueJa del Ropero), por las que no se podía transitar; ora por lo mucho que las ensuciaron, ora por la misma multitud de gentes. Afligía no poco la falta de víveres para tanto consumidor. Antes de seguir la marcha del ejército americano para Valladolid, me parece no menos digno de la verdad de la historia que de la buena crítica deshacer una preocupación demasiado común, que ha sido el pretexto con que los enemigos de nuestra independencia han calificado la primera revolución de impolítica, cruel y bárbara; tal es haber dado el cura Hidalgo la voz de alarma, diciendo: ¡Mueran los gachupines!, o sea los españoles europeos. Mil veces he intentado disipar esta patraña, pero mis razonamientos han sido vanos; tiempo es ya de hacerlo presentando un testimonio, tomado del más implacable de nuestros enemigos, y a quien éstos no recusarán, porque miran como su mayor apoyo; tal es el de D. Manuel Abad y Queipo, obispo que se decía electo de Valladolid, y con cuya investidura y gobierno de la mitra que entonces tenía fulminó su escandaloso edicto de excomunión contra el primer caudillo, en 24 de septiembre (1810). En él forma el proceso de la acusación de Hidalgo, y uno de los capítulos que le hace es el siguiente: ... E insultando (dice) a la relígión y nuestro soberano D. Fernando VII, pintó en su estandarte la imagen de nuestra augusta patrona Nuestra Señora de Guadalupe y le puso la inscripción siguiente: Viva la religión, viva nuestra Madre Santísima de Guadalupe, viva Fernando VII, viva la América y muera el mal gobierno. (Gaceta extraordinaria de México, del viernes 28 de septiembre de 1810, núm. 112).

He aquí la voz de alarma en que nada se dice con respecto a matar gachupines. No fue ésta la voluntad del cura Hidalgo; si después de esto decretó suplicios para algunos, qué porque faltaron a la fe prometida, violaron sus juramentos, maquinaron contra el Estado, se prevalieron del influjo y ascendiente que les daban sus caudales y relaciones, y creyeron que no eran buenos españoles, ni se debía medir esta cualidad de honor sino a proporción del mayor o menor daño que hiciesen a unos hombres a quienes tenían por rebeldes, tan sólo porque pretendían separarse de la dominación española. Muchos hubo amantes de la humanidad, y que trabajaron en nuestro obsequio, y la nación jamás olvidará sus nombres, ni los pronunciarán nuestros hijos sin acatarlos dignamente. Con semejante testimonio creo decidida esta cuestión, y que ya usted podrá considerar que los excesos posteriores se debieron, no a la voluntad de los jefes, sino a la exaltación de pasiones de masas enormes de hombres que por primera vez rompían la cadena pesada y ominosa que gravitó sobre sus cuellos en el espacio de tres siglos.

Cuando en Valladolid se tuvo la primera noticia de lo ocurrido en Dolores, todas las corporaciones se conmovieron altamente, y como el Cabildo eclesiástico tenía entonces la prepotencia, porque tenía a su disposición crecidas sumas de dinero, fue el primero en tomar medidas hostiles. Creyó se que en su seno, así como en el senado de Roma, habría hombres capaces de llenar toda clase de empleos, y así es que de su centro salió el prebendado D. Agustín Ledos, para ponerse a la cabeza de un cuerpo de tropas que comenzó a alistar y equiparse: bajóse el esquilón mayor de la catedral para fundir cañones, aunque no distaba de allí muchas leguas Santa Clara del Cobre, de donde pudieron haber tomado mucho; pero permítaseme decir que era necesario dar una campanada para que el hecho sonase más por esta circunstancia e interesase más a la diócesis, no dándose por bastante la desatinada excomunión de Abad y Queipo. Este mismo prelado fue director de la fundición, porque la echaba de omniscio, y la experiencia mostró que las mismas disposiciones tenía para decidirse con acierto en una revolución política que para usar las censuras eclesiásticas y hacer de ingeniero militar. En breve se disipó este aparato ruidoso, pues apenas se tuvo noticia de la aproximación de Hidalgo por Acámbaro, y del arresto de Rul, García Conde y Merino, por el torero Luna, cuando estos guapos pusieron pies en polvorosa, formando grupos y marchando en diferentes direcciones. El obispo se dejó ver en México, donde lució su sombrero verde, único distintivo con que se conocía, por el nombramiento de la regencia de Cádiz, presentación harto disputada; ora en el acuerdo de México, ora en la Cámara de Indias, y que por fortuna de la América, quedó sin efecto (gracias al ministro D. Miguel Lardizábal): figuraba un obispo expulso o perseguido de sus enemigos, y lo mismo el de Monterrey, D. Primo Feliciano Marín; pero mejor les habría estado quedarse en el seno de su grey, pues el buen pastor da su alma por su rebaño, y jamás huye la cara al lobo.


ENTRADA DE HIDALGO EN VALLADOLID (HOY MORELIA)

A la aproximación del cura Hidalgo, se reunió una junta de comisionados en Indaparapeo, compuesta del canónigo Betancourt, el capitán D. José María Arancibia y el regidor D. Isidro Huarte. El 15 de octubre entró el coronel Rosales, aunque sin carácter público; el 16, el coronel D. Mariano Jiménez, joven que se distinguió por sus talentos y servicios, como veremos en la serie de la historia, y el día 17 entró el cura Hidalgo con la investidura de capitán general; D. Ignacio Allende. con la de teniente general; Aldama y Balleza, con las de mariscales de campo. El ejército, o llámese la grande e informe masa de hombres, llegaría a sesenta mil, con cuatro cañones, dos de madera y dos de bronce. De tropa disciplinada no se contaba más que con el regimiento de dragones de la Reina, parte del de infantería de Celaya y batallón de Guanajuato. Al pasar por la iglesia catedral y cuando Hidalgo se dirigía a la casa del canónigo Cortés, donde se hospedó, se desmontó para entrar en la iglesia a hacer oración; encontró sus puertas cerradas, y se irritó mucho, vertió palabras duras contra el Cabildo y dijo quedaban desde entonces vacantes las sillas, menos cuatro. Parece que calmó su enojo cuando entró en su hospedaje, pues allí encontró a los canónigos Betancourt, Michelena, Silva y otros, que procuraron sincerar al Cabildo. Determinóse para el siguiente día una misa de gracias, a que no asistió Hidalgo, sino sólo Allende; tal vez se cantaría de gregorillo, como la que se cantó en la catedral de México el día 4 de mayo del presente año, sin embargo de que llevó por objeto dar a Dios gracias por la reinstalación del Congreso constituyente, que es el suceso más fausto que pudiera ocurrir y más digno de celebrarse con el mayor entusiasmo.

La presencia del cura Hidalgo en Valladolid hizo que desapareciesen las tablillas en que se le había fijado excomulgado. Ya no hay Ambrosios, porque ni tampoco hay las virtudes de su siglo, ni la justicia con que aquél fulminaba anatemas contra Teodosio, y lo lanzaba del templo, sin deslumbrarse con la brillantez de la púrpura, ni formidar con los ejércitos imperiales: reina el espíritu de aristocracia, y los hombres sólo cuidan de mantenerse en sus puestos, a expensas de quien les paga. El conde de Sierra Gorda, a quien nombró por su ausencia gobernador de la mitra el canónigo Abad y Queipo, alzó esta excomunión, y después tuvo mucho que sentir del virrey Venegas, y se vió precisado a repetirla, desdiciéndose de lo que había ejecutado con prudencia, imputándolo a coacción, terror y violencia, única exculpación que se alega en compromisos de esta naturaleza. Tal era el juego y abuso que se hacía de las censuras de la Iglesia, que las hacía despreciables, y ponían en ridículo al Gobierno de México. Poco antes de la entrada del cura Hidalgo en Valladolid salieron en fuga varias partidas de españoles, como se ha dicho, sobre las que destacó otras de su ejército; alcanzó una de éstas en Huetamo al teniente letrado asesor ordinario, D. José Alonso Terán, el cual se había mostrado inexorable contra los americanos que proyectaron la primera revolución con .aquella ciudad en diciembre de 1809, en la que se hallaba comprendido D. Agustín de lturbide, y se constituyó su denunciante: dícese que porque no le nombraron los conjurados mariscal de campo, siendo apenas teniente de milicias en aquella época. Por tanto, Terán pagó con la vida, como otros muchos, según diremos en su lugar.

La entrada en Valladolid proporcionó a Hidalgo un no pequeño aumento de sus fuerzas, pues las engrosó con el regimiento de infantería de milicias provinciales, y el de caballería nombrado Dragones de Michoacán, ambos uniformados y equipados, completos en su fuerza y bien disciplinados. Además se encontró con otras ocho compañías que se acababan de levantar allí, para seguridad y defensa de la ciudad, de las cuales la mitad de ellas estaban armadas y con las mismas marchó después a Guadalajara. Cuéntanse varias anécdotas curiosas ocurridas durante su estada en Valladolid, de las que referiremos algunas. Sea la primera: El cura Hidalgo llevaba estrecha amistad con el canónigo Abad y Queipo, el cual le había escrito un mes antes pidiéndole unos gusanos de seda, o sea semilla de esta especie; Hidalgo le respondió: Dentro de poco tiempo le mandaré a usted tanta gusanera, que no se podrá acabar con ella . . . Efectivamente, le cumplió la palabra, pues sesenta mil hombres hacen un enjambre harto molesto. La segunda es que estando de sobremesa hablando con el sargento mayor de aquellas milicias provinciales de infantería, D. Manuel Gallegos, a quien hizo coronel, le dijo éste con franqueza: Ciertamente que si yo hubiera sabido el desorden con que marchan esas enormes masas de gente que usted trae, le habría impedido la entrada con sólo el regimiento de mi mando. Si usted quiere triunfar de sus enemigos, entresaque de todos esos hombres catorce mil, retírese a la sierra de Pátzcuaro con ellos y dentro de dos meses yo los entrego disciplinados y útiles; de lo contrario, en la primera derrota que sufran, quedará usted solo, pues todos huirán como palomas. Hidalgo se echó a reír, principalmente cuando oyó que se le proponía la demora de dos meses; mas la experiencia le hizo ver que Gallegos tuvo razón, y que si hubiera adoptado esta medida, otra habría sido su suerte y la de toda la nación. Tres años después, MoreIos escolló en los muros de Valladolid, fortificado regularmente, aunque traía siete mil hombres fogueados y bien equipados, pues el local de aquella ciudad es propio de una plaza fortificada (3). En estos mismos días se presentó al conde de Sierra Gorda, como gobernador de la mitra, el cura de Nucupétaro y Carácuaro, D. José María Morelos, pidiéndole licencia para servir de capellán en el ejército de Hidalgo; no se atrevió a negársela; pero sí procuró disuadirlo de la empresa. Inflexible Morelos, persistió en su demanda, hasta que recibió de él la gracia que solicitaba. El cura Hidalgo, que desde el colegio había conocido el fondo y valor de esta alhaja preciosa, le comisionó para que fuese ..., ino es nada!, a tomar el castillo de Acapulco y levantar toda aquella costa. Aceptó Morelos el nombramiento y marchó con sus criados del curato, unas cuantas escopetas viejas y algunas lanzas para realizar tan magnífica empresa. Si alguno hubiera dicho, al verlo salir en aquel estado de desprecio, que aquel hombre llenaría de espanto a la América, y de admiración a la Europa por sus conquistas, por su valor y prudencia, habría sido tenido por un orate ... Asunto será éste para poetas y oradores, y la posteridad, más justa que la presente generación, le consagrará monumentos que aun no le ha erigido la presente. Por mí, confieso que no cabe en mi imaginación la idea de hombre tan prodigioso: ya lo demostrará la serie de esta historia.

La ignorancia del arte de la guerra hizo creer a los primeros caudillos de la revolución que la defensa principal de los ejércitos consistía en la artillería, arma ciertamente inútil cuando no está apoyada con las otras dos, y así es que el grande objeto de su atención era la fundición del mayor número posible de cañones, y lo fue del cura Hidalgo en los primeros días de su estada en Valladolid. En los mismos declaró varios empleos vacantes, los proveyó en otros, decretó arrestos contra varios europeos, a otros puso en libertad y concedió indulto a no pocos.

El día en que se celebró la misa de gracias, por la tarde, los indios se echaron tumultuosamente sobre las casas de los españoles Terán, Arana, Aguilera, Losal, Aguirre y canónigo Bárcena, que destrozaron de tal modo, que hasta el cielo raso de la del último hicieron pedazos. De consiguiente, robaron dinero, alhajas, efectos de comercio y menaje de casa, sin que se escapasen de su voracidad las despensas; y como en las casas de los beneficiados pocas veces faltan cajetas de dulce, y el hambre devoraba a los indios, se comieron muchas, hartándose de plátanos y tunas, sobre cuyas frutas echaron mucho aguardiente, y fermentado éste con aquella mescolanza, causó la muerte a varios; esto dió motivo para que se dijese que el aguardiente estaba envenenado, lo que aumentó el tumulto. Al ruido salió el general Allende a caballo, e informado de la causa, pasó a la casa de D. Isidro Huarte, a quien pidió un vaso de aguardiente; dióselo, y al tiempo de tomarlo. le dijo: Si este aguardiente está envenenado y obra en mí su terrible efecto, usted dispóngase para morir; bebiólo con gran calma cual pudo Alejandro de Macedonia cuando apuró el vaso de una pócima a presencia de su médico acusado de habérsela confeccionado. No produjo efecto alguno, y esta experiencia acabó de aquietar los ánimos de los sediciosos. En el momento de la efervescencia del motín, un artillero llamado N. Ramírez, sin orden de ningún jefe, dió fuego a un cañón que hizo estrago en catorce hombres entre muertos y heridos; providencia violenta, pero que contribuyó a imponer y sosegar a los amotinados. No creo que haya justicia para imputar estas desgracias a los jefes de la insurrección, y que ya es tiempo de condenar al desprecio aquellas imposturas en que apoyó su odio y agresiones el gobierno de los Venegas y Calleja.

El cura Hidalgo confió el mando político a D. José María Anzorena, y no se equivocó en la elección, pues este benemérito americano abrazó el partido de la revolución convencido de su justicia, y selló su afecto muriendo después en Zacatecas, como en adelante veremos. Concluídos los preparativos militares, posibles para continuar la expedición, tomó del cofre de aquella catedral el dinero que existía allí, tanto de lo perteneciente a la masa decimal como de algunos depósitos puestos para mayor seguridad por varios particulares; extrajo, pues, la cantidad de 412.000 pesos, pero el pico lo dejó para gastos de la iglesia; asimismo tomó de otras personas no pocas sumas; sólo de este modo pudo mover aquella enorme masa de hombres que adeudaba diariamente mucho dinero. Partió, pues, de Valladolid el 19 de octubre con la investidura de generalísimo, que se le dió por una junta de guerra en las inmediaciones de Acámbaro a su tránsito. El ejército tomó el camino de Maravatío, Tepetongo, hacienda de La Jordana e Ixtlahuaca. La noticia de este movimiento con dirección a la capital obligó a Venegas a tomar sus medidas de defensa. Trajo en su familia algunos oficiales de diversas graduaciones, y entre ellos al teniente coronel D. Torcuato Trujillo, joven alquitranado, cruel y, por consiguiente, cobarde. Pocos días antes había llegado a México el regimiento completo de infantería provincial de Tres Villas, tan bien equipado como disciplinado, el cual confió al mando de Trujillo, como también un batallón de milicias provinciales de México, que como retirado del servicio, casi fue necesario levantarlo en aquella sazón sacándolo de la oficina y fábrica de cigarros; algunos piquetes de caballería y dos cañones de a cuatro (el Toro y el Galán). Tuvo orden de engrosar esta división el cuerpo de lanceros de las haciendas de D. Gabriel Yermo, Manzano y otros, que en aquellos días levantaron a sus expensas sin detenerse en gastos. Contaba entonces la capital con alguna fuerza, y según hago memoria, consistía en el regimiento de infantería veterano de Nueva España, un batallón de milicias de infantería de México, otro llamado de Cuautitlán, un batallón del fijo de México, el regimiento de milicias provinciales de Puebla, dragones panaderos urbanos, dos batallones de infantería del comercio, tres de patriotas, una sección de artillería agregada a la artillería veterana, otra de caballería patriótica, el regimiento de milicias de infantería de Toluca que estaba en marcha de Puebla para México, el de Tulancingo y otros varios piquetes, que por todo harían siete mil hombres. Tal era la fuerza con que el virrey esperaba en México. Muchas municiones llegadas nuevamente de Perote con toda clase de útiles de campaña, no poca artillería y la que había entregado el artífice Tolsá, en parte de los cien cañones que le mandó construir el tribunal general de Minería, calibres de a cuatro y ocho, sin detenerse en gasto. Me he detenido en esta descripción para hacer ver lo torpe y groseramente que falta a la verdad el autor del Resumen histórico de la insurrección de Nueva España, que se imprimió en México el año de 1821, en la oficina de Ontiveros, el cual dice: Que el virrey Venegas sólo contaba con un puñado de hombres, colocados en las cercanías de México, más bien para atemorizar a los habitantes que para oponerse a Hidaigo. Es menester no creer en semejante relación, que está plagada de mentiras muy garrafales, así en los hechos principales como en las fechas en que los data. No está muy exacta la que D. T. M. remitió al Español en Londres; pero está mucho menos defectuosa que aquélla. La historia de la revolución de Francia, dice Mr. de Pradt (cap. 20, tomo II, La Europa y la América del año de 1821), está por hacer, y aun lo estará tal vez largo tiempo; se ha trabajado mucho en ella, y la obra está tan adelantada, con poca diferencia, como el Diccionario de la Academia Francesa. Esta historia sólo puede pertenecer a la posteridad. Debe resultar de la colección de las memorias de los contemporáneos que hayan escrito lo que han visto. Fuera de esto, sólo habrá una fábula de convención ... ¿ Quién puede haber tenido conocimiento a un tiempo de lo que ha pasado en Londres, en Viena y en Basilea? ¿ Quién sabe por qué hilos se han puesto en movimiento y se han dirigido mil resortes, cuyo efecto natural y público es conocido, pero cuyo motor y fin están cubiertos de velos? En una acción tan complicada de hechos y de actores como es la revolución, para orientarse bien, es necesario esperar a que estén reunidos y publicados todos los elementos que pueden hacerla conocer; se extractará de ella todo lo que pueda conducir a formar la historia de la revolución; entonces habrá una como lo pide este nombre, y esta exposición de su composición basta para mostrar que esta obra no puede pertenecer a nuestra edad.

Sentados estos principios, ¿ quién podrá lisonjearse de poder escribir esta historia, cuyas escenas se han representado en lugares tan distantes, y cuyos actores, en la mayor parte, son tan estúpidos que ni aun saben formar una sencilla relación de lo que han visto y palpado? ¿Quién, cuando rodeados los hombres del espionaje español, no sólo no podían escribir la verdad de los hechos, pero ni aun referirlos confidencialmente a sus amigos, sin exponerse a perder? ¿Quién, cuando se carecía de imprentas y aun las que establecieron por primera vez los insurgentes fueron de madera como los primeros ensayos de este arte de Juan Gutenberg? Tales motivos, a par que muestran la dificultad de escribir la historia de nuestra revolución y la precaución en creer lo que otros han escrito, me disculparán en los errores que cometa, y que he procurado evitar, tomando por mí mismo los informes más verídicos de personas que fueron testigos presenciales de los hechos que refiero.

El domingo 29 de octubre (1810) se tuvo en México la noticia de la llegada del cura Hidalgo a Toluca; Venegas la anunció por carteles impresos en las esquinas, so color de que no se conmoviese la ciudad luego que viese salir la tropa de la guarnición a situarse en el paseo de la Piedad y calzada de Chapultepec. La venida de Venegas se nos anunció como la de un general consumado en el arte de la guerra; pero en breve desapareció de mi imaginación este prestigio. A la mañana siguiente fui por el paseo en compañía de un amigo militar (4) a observar este campamento; y muy luego me hizo notar la ignorancia del que lo había situado en aquel punto, rodeado de fosos anchos y penetrables, por el mucho fango y yerba; reducida la tropa a una lengua de tierra que forma la calzada y dominada ésta, además, por el muro de la atarjea y arquería de agua de Chapultepec, no menos que por la de Santa Fe, aunque con alguna más distancia que la primera; fueron a la verdad defectos crasísimos e imperdonables en un general. Todavía no habían leído los mexicanos el manifiesto del duque del Infantado contra Venegas sobre las acciones de Uclés y Tarancón, donde demuestra que cuando lo derrotaron los franceses no supo ni por dónde le venía el daño. iQué prueba para su calificación no le habría ministrado ésta, que saltó a los ojos aun de los menos advertidos en el arte de la guerra! El ejército de Hidalgo, aunque dividido en trozos, marchaba sin orden, ni era posible hacer entrar en él a chusmas inmensas, a tribus errantes de hombres, indias y muchachos que semejaban las irrupciones de los godos en la Europa. La tropa de línea que en Valladolid estaba bajo el mejor pie de arreglo, en cortísimos días se veía en la más lamentable indisciplina. Muchos soldados habían vendido los fusiles y carabinas, otros había tirado las prendas o vendido los cartuchos, no pocos fusiles estaban sin bayonetas o sin piedras; tal era el desorden con que caminaba este ejército que además carecía de parque de artillería, y que venía a medírselas con unos cuerpos habilitados de todo en abundancia, y mandados por jefes vigilantísimos y cautos, como subordinados a un comandante cobarde, pero deseoso de acreditarse. Militaba bajo las órdenes de D. Torcuato Trujillo el teniente de milicias de Valladolid D. Agustín de lturbide (5), quien por primera vez venía a teñir sus manos con la sangre de sus hermanos; era ésta la primera argolla de la ominosa cadena que ya forjaba para oprimir un día a los pueblos del Anáhuac; la patria, y principalmente su suelo natal, le veía deturpado con la nota oprobiosa de una delación que quitó la vida a los licenciados Michelena y Soto, al capitán D. José María García de Obeso, que frustró la primera tentativa de libertad, y que llenó de lágrimas a muchas familias. Iturbide, con una partida de su regimiento, intentó medírselas con Hidalgo en las cercanías de Acámbaro, pero reconociendo su prepotencia, se retiró para Valladolid, y después a México, donde se presentó a Venegas ofreciéndole sus servicios, y éste lo mandó con Trujillo a que formase su aprendizaje en el arte de matar hombres inermes, violar los juramentos y cubrirse de crímenes con impunidad.




Notas

(1) Fue porque plugo al Sr. Iturbide ponerme en prisión en San Francisco, donde me tuvo con centinela de vista ocho meses con otros diputados al Congreso, sin que hasta ahora sepa yo la causa.

(2) Estas visitas se hicieron en todos los conventos, donde las madrecitas piadosas de algunos comenzaron a saludarlo emperador, a ponerle la corona y a decirle mil zalemas. Estos fueron ensayos para lo que había de suceder ... Un brinquito a la gloria (decía un negro) y otro brinquito a la purgatoria. Así salió ello.

(3) Por este motivo fundó aquella ciudad el virrey D. Antonio Mendoza como presidio y frontera contra los chichimecas que interceptaban los convoyes.

(4) El después general D. Manuel de Mier y Terán, que entonces era un paisano observador de lo que pasaba.

(5) Véase la primera Gaceta extraordinaria de México del jueves 8 de noviembre de 1810, núm. 130, pág. 924.

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