Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de BustamanteCarta primeraCarta terceraBiblioteca Virtual Antorcha

CARTA SEGUNDA

Querido amigo:

Supongo a usted en el mismo estado de impaciencia en que Miguel de Cervantes deja a sus lectores cuando les describe con el donaire que yo no puedo hacerlo la furibunda batalla de su héroe y el vizcaíno; no hay que extrañarlo, el mundo es una comedia, y los que figuramos en ella unos locos; entremos en materia, y plegue a Dios que el exordio festivo de esta carta no sea para concluir con lamentaciones y llanto.

La noticia de la primera conmoción del pueblo de Dolores llegó a México por la vía de Querétaro, sirviendo de conducto los padres crucíferos de propaganda de aquel colegio, y casi juntamente con ella la del arresto del corregidor de letras, Lic. D. Miguel Domínguez.

Este sujeto gozaba en la capital del mejor concepto, tanto por su literatura y prudencia como por su desinterés bien acreditado en el oficio de gobierno del señor Soria, donde sirvió de oficial mayor por muchos años. Por estas circunstancias y otras que desenvolveré en mis relaciones, me contraeré a lo ocurrido en Querétaro en aquellos días.

A las diez de la noche del 14 de septiembre de 1810 (día en que tomó posesión del virreinato de México don Francisco Javier Venegas) (1) denunció al corregidor un eclesiástico que en Querétaro se preparaba una revolución espantosa, en la que se hallaban mezcladas personas de todas clases, estados y sexos.

Para proceder a la averiguación de este hecho, Dominguez se asoció con el comandante de armas, D. Ignacio García Rebollo. Comenzaron por el allanamiento y cateo de las casas de un sargento y del paisano D. Epigmenio González, donde dijo el denunciante que había prevenidas armas y municiones de guerra. De hecho, se hallaron unas paradas de cartuchos, dos escopetas, dos espadas y una lanza; con más siete arrobas de salitre purificado, y varias mixturas de él en vasos de cristal. Practicadas estas diligencias, y tomadas varias declaraciones, se arrestó a González, a su hermano D. Emeterio, a un cajero y dos mujeres. Preparábase el corregidor para continuar el proceso cuando en la mañana del 15 al 16 una facción de europeos regentados por el alcalde ordinario D. Juan Ochoa, y como trescientos soldados del regimiento de Celaya, auxiliados por García Rebollo, sorprendieron al Lic. Dominguez, y lo condujeron preso al convento de San Francisco. Mas sea que los frailes no quisiesen abrir las puertas, por no ser aún de día, o porque no estaba allí prevenida la prisión, lo llevaron luego al Colegio de la Cruz, dejándolo en una celda encerrado sin comunicación, con cuatro centinelas de vista, y un piquete de tropa en la portería, que pudieron excusar, pues siendo españoles los frailes de aquella casa, eran por esta cualidad los más hábiles para desempeñar la custodia. A la esposa del corregidor la condujo el alcalde a su casa para tomarle declaración, y después la trasladó al convento de Santa Clara, a pesar de que se hallaba grávida, y de que dejaba abandonada su numerosa familia, compuesta de once hijos, que estuvieron igualmente presos; pero con tal rigor, que la guardia de las casas consistoriales y centinelas de vista puestas en los corredores no permitían que pasaran sus hijas ni aun a lo interior de la casa a mandar a los criados de ella.

Instruído el virrey del estado de agitación de Querétaro, y visto en extracto lo actuado por Domínguez, llamó a su consejo privado al oidor D. Guillermo de Aguirre y Viana, con quien se le había prevenido por la regencia mercantil de Cádiz que consultase. Este ministro, que hasta entonces había triunfado completamente en la facción de Iturrigaray, de que fue el alma, había concebido por lo mismo el más alto desprecio de los americanos; equivocaba groseramente su natural modestia con la vilísima cobardía. Por tanto, cuando oyó la relación de la boca de Venegas, y notó que éste presentía lo que iba a suceder, procuró calmarlo, diciéndole que la gente del país era una canalla tan ruin y baladí, que bastaría sonarles un pergamino con un palo como a los borricos para espantarlos y que huyesen despavoridos; que en el caso, lo que convenía hacer sería mandar al alcalde del crimen, D. Juan Collado, a Querétaro con un escribano y algunos porquerones, para que allí substanciase la causa contra el corregidor, no menos que contra los que resultasen culpados, y en estado de sentencia la remitiese. Aceptó el virrey el consejo, así como Collado el nombramiento, y éste lo confirió de escribano a don José María Moya, y de corchete mayor a D. Antonio Acuña, que en México desempeñaba la plaza de capitán de sala. Con tales individuos, media resma de papel sellado de oficio y veinte soldados del escuadrón urbano de caballería, partió este tribunal volante para Querétaro. No habría obrado de otra manera Felipe II, aquel Felipe que decía que para sojuzgar a los españoles no necesitaba de ejércitos, sino que le bastaban los pergaminos y sello de su Consejo, que les imponían y hacían temblar, y de las viejas que lo cuidasen; pero si el escurialense se engañó con respecto a los restos de sus desgraciados comuneros y flamencos sublevados, no menos se equivocó Venegas con los querellosos americanos.

Todo conspiraba entre éstos a hacer que la revolución soplase con la furia del huracán por todas partes. El virrey convocó a una junta general de ministros y corporaciones para la mañana del lunes 17 de septiembre, a la que, para darle mayor esplendor, concurrieron el arzobispo ex virrey, Lizana; el ex virrey, Garibay; el teniente general de Marina, D. José Bustamante, que marchaba harto mohino de presidente a Guatemala, pues en Cádiz se le hizo creer que venía de virrey a México.

Colocados, pues, estos personajes en soberbios asientos con cojines y puesto a la cabeza de la Audiencia de regente el oidor Aguirre, Venegas informó a la junta del estado brillante que tenía la causa de España (y esto es que estaba reducida a sólo a Cédiz y la Isla, y con todo el poder de Bonaparte encima, que no dejaba de mandarles sus bombas). Hízolo todo esto con tal tono de elación, orgullo y desprecio como si hablase a esclavos, y con el mismo pidió ... ¡niñería!; veinte millones de pesos por préstamo. Para acabar de despechar a los circunstantes y consumar el insulto más incivil e infame que se nos pudiera hacer, hizo que se leyese una lista o sea factura de gracias concedidas por el gobierno mercantil de Cádiz a todos los que se sublevaron contra su predecesor, Iturrigaray; acuérdome de algunas. La gran Cruz de Carlos III, al arzobispo Lizana; otra ídem a Garibay. Títulos de Castilla a don Gabriel Yermo, don Diego de Agreda, D. Sebastián de Heras Soto y D. José Mariano Fagoaga. Honores de oidor al memorable Juan Martín de Juan Martiñena; de inquisidor de México, al P. D. Matías Monteagudo y D. Manuel de Lardizábal. Tratamiento de señoría de palabra y por escrito a las dignidades que son y fueren de México, y a los canónigos que obtienen y obtuvieren las canonjías doctoral, penitenciaria, lectoral y magistral, y qué sé yo qué otra procesión de distinciones se leyeron, y que usted puede ver en el Diario de 25 de septiembre de dicho año.

Por aquellos mismos días se hallaba en México el regimiento de dragones de este nombre, y su coronel, don Miguel Emparan, vivía con el regente Aguirre. Dicho jefe pidió con instancia se le dejase marchar con rapidez sobre el cura Hidalgo, mas se desatendió su solicitud; él temía por lo que acababa de suceder a su hermano, el general de Caracas, en la revolución del Jueves Santo en que fue depuesto. Por un error inconcebible, creyó el virrey cuanto le dijo Aguirre, y que todo lo calmaría Collado en Querétaro. Si Emparan hubiera partido de México como anhelaba, él habría conjurado el nublado que estaba entonces sobre los campos de Celaya y amagaba a Guanajuato. El virrey tuvo que arrepentirse en breve de su nimia credulidad. La insurrección cundía por todas partes, y se multiplicaban las noticias de ella como las que llevaban los mensajeros a Job.

Una de ellas fue que el Lic. Aldama, de la villa de San Miguel el Grande, había interceptado una gran remesa de pólvora que de cuenta de la Real Hacienda caminaba para Guanajuato. El arriero Platas, hombre de calma, y que seguramente no hizo la entrega con mucha repugnancia, se presentó con esta noticia, y a lo que entendió habría hecho tradición generosa de toda la casamata de Santa Fe, según su pergeño. Entonces conoció el virrey su engaño, y maldijo a su áulico; mandó que a la mayor brevedad viniese de Puebla a marchas dobles el regimiento de dragones provinciales de aquella ciudad. La vista de este cuerpo sorprendió en México, así por lo bien equipado de su gente como por lo selecto de sus caballos. A la sazón estaba en la capital D. Manuel Flon, conde de la Cadena, que había venido a dejar al virrey como tenía de costumbre hacerlo con sus predecesores, y mostró desde luego mucho encono contra la insurrección, ofreciéndose a conducir a tierra adentro un grueso de tropas para destruirla. Era este jefe respetado por impávido e inexorable; presentábase con un aspecto sañudo e imponente, y estaba en posesión de tener a los poblanos de la brida; su conducta estaba saneada en cuanto a manejo de intereses, no menos que acreditado su amor a la justicia; no estaban menos acreditadas su ilustración y liberalidad de ideas políticas; así es que los americanos creyeron en un principio tener en él un apoyo de su independencia, no contando con el cambio que todos los hombres tienen cuando lo demandan las circunstancias. Igual error tuvieron respecto de los señores Abad y Queipo, Riaño, Abarca y aun respecto del mismo Calleja, mutación en que tuvo grande influjo el inesperado triunfo de los españoles en Bailén. Efectivamente, creyeron que había renacido la época del Cid, del Gran Capitán, del viejo duque de Alba y de otros personajes que en el siglo XVI impusieron al antiguo continente.

El miércoles 26 de septiembre salió de México el regimiento completo de infantería de la Corona, con cuatro cañones de a cuatro, bajo la dirección del teniente coronel de artillería D. Ramón Díez de Ortega, y con dirección a Querétaro. El virrey cometió la impolítica de confiar el mando de dicha infantería al conde de la Cadena, despreciando al coronel de ella, D. Nicolás Iberri, a pesar de haberse mostrado éste adicto a la causa de los españoles, tan sólo porque era americano.

Dentro de breves días salió también el de dragones de México, provinciales de Puebla y columna de granaderos. Componíase este cuerpo de dos batallones de a siete compañías cada uno, formado de lo más granado de la infantería de los regimientos provinciales; habíase mantenido en servicio desde su segunda reorganización hecha por el anciano Garibay, que lo hizo venir para seguridad de su persona, y así es que conservaba la mejor disciplina, habiendo estado acampado ora en el Encero, ora en Jalapa y finalmente en Paso de Ovejas, al mando del brigadier D. Carlos Urrutia. Mandáronse asimismo venir los regimientos de infantería de Puebla, Tres Villas y Toluca; el primero llegó a poco que el virrey Venegas, el segundo entró en México el día 2 de noviembre; mas el de Tlaxcala quedó en Orizaba. De las tripulaciones de los buques que había en la bahía de Veracruz y de la fragata Atocha, en que vino el virrey, se formaron dos batallones de Marina, teniéndose por jefe de esta tropa al brigadier D. Rosendo Porlier. Si los provinciales de Puebla sorprendieron en México por su aseo y buen equipo, éstos, por el contrario, por su desnudez y abandono, y sobre todo por su lenguaje de abominación e impiedad; jamás pasó por la imaginación a los mexicanos que más allá de los mares y en la culta España naciesen hombres de partes tan extrañas y maneras tan grotescas, como si tuvieran su cuna en la Siberia.

El día 23 de septiembre llegó el alcalde Collado a Querétaro. Aunque iba prevenido contra el corregidor Domínguez, apenas examinó la causa cuando luego conoció la inocencia del acusado; no se limitó a ponerlo prontamente en libertad, sino que además lo restituyó al ejercicio de su magistratura, en la que permaneció todo el tiempo del virreinato de Venegas. En vano procuraron seducir a Collado los informes y respetos de algunos malos y poderosos europeos contra Domínguez; él era de una integridad a toda prueba; sin embargo, tan loable conducta de este magistrado español no fue estimada dignamente por Venegas, que oyó sus relaciones sobre los hechos de los europeos de Querétaro con desagrado, y mandó separarlo de la Audiencia, a pretexto de que estaba nombrado regente de la de Caracas, previniéndole marchase sin demora; pero ¿cómo pudiera hacerlo estando toda la Costa Firme independiente, y de consiguiente impenetrable para todo magistrado europeo? Demos un paso adelante y coloquémonos con la imaginación en Guanajuato.

Despachado por el intendente Riaño el comisionado Camargo, comenzó a dar sus disposiciones de resistencia. Colocó tropas en las trincheras, y el resto con los europeos, parte en la plazoleta de fuera de la Alhóndiga, y parte en la azotea, en la que fijó bandera de guerra. Formó la caballería dentro de las trincheras, distribuyó las municiones y dió a la tropa un corto refresco; no faltaron algunos sacerdotes que se presentaron y confesaron a los que se decidieron a morir cristianamente. Notábase en medio de estas disposiciones que, así en las alturas como en derredor del fuerte, había mucha gente de la plebe sentada, y tan tranquila como si esperasen ver una corrida de toros. Semejante indiferencia o apatía en tal sazón pudo muy bien enseñar a aquellos españoles pertinaces todo el mal que debían prometerse de tan curiosos espectadores; mas su orgullo sólo les hacía entrever un triunfo seguro; un filósofo viera una ruina inevitable.

A la una de la tarde comenzó a entrar el ejército del cura Hidalgo por la calzada (si puede dársele este nombre a una turba confusa de muchos indios honderos, flecheros y garroteros). Presentábanse muchos armados de lanza y machete, y pocos con fusiles. Veíanse entre éstos los dragones de la Reina de San Miguel el Grande, y parte del regimiento de infantería de Celaya, que a la entrada de Hidalgo en aquella ciudad se le incorporó, quedándose otro batallón en Querétaro, al mando de los españoles, fuerza que, como dijimos, sirvió para el arresto del corregidor. No podré fijar el número de las tropas del señor Hidalgo; créese con probabilidad que llegasen a veinte mil hombres.

Para que usted pueda formar idea del ataque es preciso que la tenga antes de la fortificación de Granaditas. Comunicábase ésta por una puerta de la hacienda de platas nombrada Dolores, cuya noria y bardas dominaban la calzada, por cuya ventaja comenzaron desde allí los españoles a hacer fuego, y mataron tres indios. Visto esto por el ejército, se dividió en dos trozos: parte de los de a pie y caballería tomó por detrás de Pardo para subir al cerro de San Miguel, bajando los primeros por el punto que llaman del Venado, y los segundos por la calzada de las Carreras. El otro trozo de a pie tomó por detrás de la hacienda de Flores para subir al cerro del Cuarto. De trecho en trecho se veían banderas de todos colores, que parecían mascadas, con una estampa de Nuestra Señora de Guadalupe en el centro. Los de a pie se colocaron sobre las azoteas, y en sitios donde alcanzaba la honda. Otros en el río quebraban piedras y las daban a los proveedores, que como hormigas subían por todas partes. Era tal la pedrea que menudeaban, que no se daban punto de reposo; de modo que concluída la acción se notó que el pavimento de la azotea y patio tenía el alto de una cuarta de dichas peladillas arrojadizas. El trozo de caballería que bajó por las Carreras sería como de dos mil hombres, los que apoderándose de la cárcel, pusieron en libertad a más de cincuenta criminales, y a otros muchos de delitos menores; hicieron lo mismo en las Recogidas, y a todos los Ilevaban por delante con dirección hacia la Alhóndiga gritando: ¡Viva Nuestra Señora de Guadalupe! ¡Viva la América! A su tránsito por las calles gritaban que abriesen las puertas, rompieron las de la confitería de Centeno y repartieron los dulces al pueblo.

Comenzó, pues, la acción, situándose los honderos en sus puestos, y los fusileros en los cerros del Venado y del Cuarto. El fuego era vivísimo, y aumentaba el pavor que causaba el silbido de las balas, la espantosa grita de la plebe, unida ya con los indios. El fuego de los sitiados no era menos infernal, y como certero y dirigido sobre grandes masas de gente, hizo tanto destrozo, que las trincheras estaban llenas de muertos. Sin embargo, los asaltantes cobraron con la horrorosa vista de éstos tal ánimo, que emprendieron el asalto por viva fuerza y lo consiguieron como a la media hora de comenzada la acción. Por tanto, quedó al descubierto la caballería de los españoles; sus jefes intentaron en vano maniobrar con ella, porque no fueron obedecidos de sus soldados; el intendente tocó retirada replegándose al interior del fuerte, y los indios se apoderaron de los caballos. Notó el señor Riaño que el centinela de la puerta había abandonado el puesto dejando allí el fusil; tomólo reemplazando a dicho centinela y comenzó a hacer fuego con su arma. Un cabo de Celaya reparó en el denuedo y brío con que evolucionaba aquel militar, que además llamaba la atención por lo bien agestado; da, pues, un brinco para tomar un mampuesto, le mete el punto, y dispara con tanto acierto, que le entró la bala arriba del ojo izquierdo, y además descalabró con la misma a un cabo del batallón de Guanajuato que estaba a sus espaldas; así murió el intendente Riaño. Recogieron sin demora su cadáver, y lo condujeron al cuarto número 2, donde se representó una escena harto dolorosa: abrazóse de él su hijo D. Gilberto; despechado, tomó una pistola para matarse, pero los que le acompañaban le ofrecieron ponerle en el punto más peligroso para vengar la sangre de su padre; esta oferta le calmó un tanto, y marchó luego a desatar su furia sobre sus enemigos.

Luego que murió Riaño se cerró la puerta de la Alhóndiga; se dividió su guarnición y ocupó las ventanas y puertas de la hacienda de Dolores, desde cuyos puntos hacía un fuego vivo y estragoso por todas direcciones. Entonces los americanos comenzaron a dar barrenos en una esquina del edificio, para penetrar por el caño principal, e introducirse en lo interior. Aquí mostraron el vigor propio de unas tropas familiarizadas con el fuego y los combates más arduos, así como el pueblo su más exaltado patriotismo. El general Hidalgo, convencido de la necesidad de penetrar en lo interior de Granaditas, nada omitía para conseguirlo. Rodeado de un torbellino de plebe, dirigió la voz a un hombre que la regentaba y le dijo: ¡Pípila! ... La patria necesita de tu valor ... ¿Te atreverás a prender fuego a la puerta de la Alhóndiga? ... La empresa era muy arriesgada, pues necesitaba poner el cuerpo en descubierto a una lluvia de balas; Pípila, este lépero comparable con el carbonero que atacó la Bastilla en Francia, dirigiendo la operación que en breve redujo a escombros aquel apoyo de la tiranía, sin titubear dijo que sí. Tomó al intento una losa ancha de cuartón de las muchas que hay en Guanajuato; púsosela sobre su cabeza afianzándola con la mano izquierda para que le cubriese el cuerpo; tomó con la derecha un ocote encendido, y casi a gatas marchó hasta la puerta de la Alhóndiga, burlándose de las balas enemigas. No de otra manera obrara un soldado de la décima legión de César reuniendo la astucia al valor, haciendo uso del escudo, y practicando la evolución llamada de la tortuga ... ¡Pípila! Tu nombre será inmortal en los fastos militares del valor americano; tú, cubierto con tu losa, y armado con una tea, llamarás la atención de las edades venideras, y recibirás el voto que se merece el valor denodado; quisiera tener la pluma hermosa de Plutarco para parangonarte con uno de sus héroes; recibe, sin embargo, mi pobreza, y el voto de mi corazón agradecido.

Los españoles se defendieron en esta vez desesperadamente. Ellos arrojaban los frascos de hierro colado, en lugar de bombas, que hacían espantoso estrago; mas como notase el sargento mayor Berzábal que ya se habían lanzado hasta quince de ellas sin lograr que los asaltantes retrocedieran, comenzó a exhortar a los españoles a rendirse. Entonces, de éstos, unos arrojaban dinero por las ventanas sobre la multitud; otros abandonaban las armas; otros querían morir antes que entregarlas; quién, tiraba la casaca; quién, se empeñaba en desfigurarse por no parecer soldado; todo era entonces confusión y desorden, no había quien mandase, ni quien obedeciese; cesó, por tanto, la defensa del fuerte, y a poco cayó muerto Berzábal de un balazo; desgracia que se atribuyó a uno de sus soldados resentido porque lo había reprendido. Con gran trabajo se hizo entonces bandera de paz, bien que todavía no ardían las puertas del fuerte, en el que cesó el fuego de fusilería. Por tanto, se arrimaron a él los indios dándolo por rendido. Ignoraban los españoles de Dolores esto que pasaba en Granaditas, y continuaban disparando vivísimamente. El hijo del intendente, sin poderlo contener, hacía por sí mismo gran daño arrojando frascos; a vista de esto gritaron todos como si los inflamase un mismo espíritu: ¡traición! ... ¡traición! ..., y los jefes dieron orden de no otorgar la vida a nadie. Arrimaron más ocote a las puertas, y las ganaron a viva fuerza a las tres y media de la tarde. La algazara era espantosa y se oía en todo Guanajuato, multiplicándose su eco por las quiebras y cañadas; esto no menos que la humareda y alaridos de la multitud, acabó de acorbardar a cuantos se hallaban dentro del fuerte. Abrazábanse unos a otros de los sacerdotes puestos de rodillas, implorando inútilmente la clemencia de los vencedores; pero éstos, muy lejos de apiadarse, comenzaron a matar a cuantos encontraban; arrancaban a tirones la ropa a los moribundos, o les echaban lazo al cuello con las hondas, y remataban a no pocos a lanzadas, exhalando éstos sus últimos suspiros entre horribles gestos, mortales congojas y agudos alaridos. Algunos intentaron defenderse, o vender a precio alto su vida; pero eran vencidos luego por la muchedumbre que los cargaba. Los de la hacienda de Dolores intentaron salirse por la puerta falsa que cae al puente de palo; pero cuando iban en las caballerizas las echaron abajo los indios, y allí comenzó de nuevo la matanza. Refugiados los más en la noria, hicieron maravillas de valor. Iriarte, aquel Iriarte encargado por Riaño para observar los pasos del cura Hidalgo, mató como dieciocho hombres; otros se arrojaron al profundo de la noria, donde murieron ahogados, buscando en esta clase de muerte el alivio que no les permitía encontrar el acero o la maza de sus airados enemigos.

A las cinco de la tarde terminó la acción, en la que murieron ciento cinco españoles y casi igual número de los oficiales y soldados del batallón. De los indios murieron muchos en casi cuatro horas de combate que sufrieron con bastante cercanía del fuego; ignórase el número, porque los enterraron en la caja del río durante la noche, y sólo parecieron cincuenta y tres que se enterraron a otro día en la parroquia, y unos cuantos en San Sebastián.

Basta por ahora; la pluma, cansada de describir tantas atrocidades, se entorpece; démosle una corta tregua, y sólo lamentemos la imprudencia de aquel castillo y de los que dieron la voz de ... morir o vencer, y compadezcamos una ceguedad tan fatal que atrajo tantos males sobre nuestra América. ¡Oh, si Guanajuato no hubiera roto esta lid! ¡Si se hubiera conducido con cordura! ... ¡Si los españoles hubiesen calculado el estado de sus fuerzas, su impotencia para contener el curso rápido de una nación que reclamaba con tanta justicia su libertad, qué diferente fuera nuestra suerte! Romper con un pueblo, muy poco cuesta; pero reconciliarse con él, restaurar y consolidar una amistad borrada por el odio ..., establecer una relación íntima de hermanos, y tornar a amigos y enemigos en una sola familia, es cosa dificilísima; tales fueron las reflexiones que debieron hacer los que fueron requeridos con la paz.

Como yo he visitado estos lugares, la relación que acabo de hacer a usted dejó grabada en mi alma una sensación dolorosísima y profunda luego que la escribí; tan cierto es que la imaginación domina la mayor parte de nuestros afectos y sentimientos. Sorprendióme el sueño meditando sobre ella, y se me figuró que veía entre aquellos cadáveres y miembros palpitantes a los genios de Cortés, de Alvarado y de Pizarro, que se mecían despavoridos, observándolos, y que lanzándose llorosa sobre ellos la América, con voz terrible les decía: ¿De qué os horrorizáis a vista de estas víctimas? ¿Habéis olvidado las crueles matanzas que hicísteis tres siglos ha en Tabasco, en Cholula, en el templo mayor de México, en Cuernavaca? ... ¿Han desaparecido de vuestra memoria las ejecuciones de Cuauhpopoca, a quien quemasteis vivo? ¿El arresto de Moctezuma, a quien debiendo la hospitalidad más generosa y que os cargase y abrumase con el peso de innumerables riquezas y tesoros prendisteis en su mismo palacio violando el sagrado derecho de la hospitalidad, y por último, le quitasteis a puñaladas la vida? ¿La tortura en que pusisteis a Cuauhtémoc, (2) último monarca de este imperio, para que os descubriera el tesoro de su predecesor? Ultimamente, ¿habéis olvidado que lo ahorcasteis en Acallan juntamente con otros monarcas ilustres, sin más causa que deshaceros de ellos, hecho de que os acusó vuestra misma conciencia, y por el que estuvisteis desabrido por muchos días? ... ¿Ignoráis acaso que en la balanza del gran Teotloquenahuaque (3) se pesaron estos crímenes y que reservó su venganza para mis abatidos y esclavizados hijos, después de tres centurias de años? ... ¡Ea, sus! ... ¡Girad ya en torno del universo, y anunciad a los sangrientos conquistadores la escena que habéis presenciado; decidles que sean justos, que respeten a los pueblos inocentes, que no sean agresores ni abusen de su miseria y docilidad, pues ...

De esta suerte sus crímenes injustos
castigados serán, tanto por tanto,
sangre con sangre, llanto en fin con llanto.

Dada idea de lo principal del ataque de Granaditas, es ya tiempo de descender a algunos pormenores que den el último funesto colorido a este cuadro.

Muchos de los prisioneros salieron vivos, pero en cueros, y sólo apareció de entre ellos vestido el capitán Peláez, que tuvo arte para hacer creer a sus aprehensores que el señor Hidalgo lo quería vivo y había ofrecido 500 pesos al que se lo presentase de este modo (4). Así es que, para recabar el premio, lo cuidaron mucho. Si entonces hubiera muerto, no nos hubiera hostilizado después altamente. Tal es la recompensa que hemos recibido de muchos ingratos de esta calaña para quienes el perjurio ha sido una bagatela despreciable. Es inútil referir circunstanciadamente quiénes fueron los principales heridos; bastará decir que si éstos escaparon en lo pronto de la muerte, no escaparon de la prisión; merézcanos una memoria el ascético europeo D. José Miguel Carrica, a quien cuando desnudaron los indios, le hallaron el cuerpo ceñido con fuertes cilicios, hecho que los hizo arrepentir de haberle dado muerte, verificándose en él lo que el poeta dijo en estas sencillas palabras: Nulla salus bello; este azote de la cólera del Cielo se rebata a lobos y corderos. Don José Valenzuela, natural de Irapuato, mostró tanto valor, que habiéndose quedado a caballo fuera de la Alhóndiga, recibió un garrotazo de los indios sobre quienes descargó sus pistolas; tiró del sable, con el que mató a muchos; subió y bajó tres veces la cuesta de Mendizábal; sus enemigos, metiéndole dos lanzas bajo de los sobacos, lo arrancaron del caballo, y viendo que ni aun así se rendía, lo llevaron preso y exhaló su último aliento en el camino, repitiendo con todo esfuerzo: ¡Viva España! Este hombre habría muerto como los héroes de Homero si no hubiese consagrado y perdido su vida en defensa de la más injusta de las causas. Un indio sobre quien se lanzó un frasco de hierro colado, aunque había visto el estrago que esta clase de bombas hacía sobre sus compañeros, se abrazó de él, y comenzó a tirar con los dientes de la espoleta alambrada para que no reventase. Inútiles fueron sus esfuerzos, porque el frasco reventó y lo hizo mil pedazos; mas esta desgracia no acobardó a sus compañeros, que decían confiadamente y con la serenidad de un festín ... ¡No hay cuidado ... atrás vienen otros! Este pasaje semeja en nuestra historia al ocurrido en 15 de julio de 1775, en Charlestown, en que un miliciano artillero a merced de igual diligencia salvó la vida a cuatro milicianos. Grabémoslo en los fastos de nuestra gloria por mano de la libertad, como ejemplo memorable y nada común del valor que supo inspirar a sus compañeros este indio benemérito, y como prueba de que los americanos ala vez son tan valientes y decididos como los decantados europeos.

Los cadáveres de éstos que yacían en la Alhóndiga se condujeron desnudos llevándolos entre cuatro, asidos de los pies y de las manos, y a algunos arrastrando hasta el camposanto de Belén, donde se enterraron sin mortaja ni vestimenta a]guna; sólo hubo una muy corta para el Sr. Riaño que apenas le llegaba a la espinilla: ni era posible hacer otra cosa en aquellas circunstancias. El furor de los indios era tal, que peligraba la vida del que hacía la menor demostración de duelo. A una mujer le dieron una cuchillada en la cara tan sólo porque a la vista de un cadáver gritó despavorida: - ¡Ay, pobrecito! ...

Tal suerte cupo al señor D. Juan Antonio Riaño, intendente de Guanajuato, uno de los primeros intendentes de la creación de Gálvez, y de los magistrados más recomendables que han venido a la América. Reunía a un fondo de sabiduría y literatura la más delicada, otro de rectitud a toda prueba y digna del siglo de Catón. Su casa era una academia donde se formaban sus hijos y sus amigos. En aquel santuario del honor jamás penetró el oro corruptor, ni hizo bajar el fiel de la justicia, que siempre administró con misericordia. Riaño era popular, sencillo, modesto y accesible a todo miserable. El fue el primero que introdujo la policía frumentaria en Valladolid y Guanajuato, y con ella la abundancia. El hizo efectiva la teoría de Jovellanos, y a merced de la liberalidad de sus principios el monstruo del hamhre quedó ahogado cuando asomaba su deforme cabeza sobre Michoacán. Páguese, dijo, a veinte pesos carga de maíz, aun a los que pidan diez por ella, y el interés individual excitará a tantos, que cada uno sacará a luz la semilla que oculta; así se hizo, y de esta concurrencia resultó una inopinada abundancia, sin que fuese necesario que el brazo armado del Gobierno rompiera las trojes y alfolís que ocultaban las semillas. El, el que modeló la bellísima Alhóndiga de Granaditas, donde hallarían las gracias de la más hermosa arquitectura, si se perdiesen en la América. El señor Riaño veía en grande, y desde su gabinete sujetaba con su crítica exacta a un menudo examen a toda la Europa. Previó la suerte de este continente; fue víctima de su honor militar, y murió por el que le pagaba, como los suizos. Puesto a la cabeza de la administración pública en cualesquier ramo, habría formado la dicha de su nación. Tamaño astro estaba colocado fuera de la órbita sobre que debía girar. Amó a los americanos, y como conoció sus derechos, fue el único jefe que en la lid de nuestra libertad se ajustó a los principios del derecho de la guerra y de gentes, y no los vió como a gavillas de asesinos y bandidos. Llore, pues, la América sobre la desgracia de un hombre tal, y sienta mucho que el pedestal augusto de sus triunfos esté zanjado sobre los restos y cenizas de un varón tan respetable. Para que nada falte a tan fiel retrato, lo concluiré diciendo que la naturaleza le dió a par de un grande ingenio un bello personal; su gesto y modo airoso anunciaba la linda alma que lo animaba (5).

Junto al cadáver del intendente se hallaron once más, pero todos desnudos; lo mismo que estaban en otros cuartos de la Alhóndiga otras personas heridas, esperando por momentos la muerte; algunas se acurrucaron bajo de algunos muertos, y a merced de tal ardid salvaron la vida.

Mientras esto pasaba en Granaditas, se ejecutó el saqueo en las tiendas de ropa, vinaterías, casas y haciendas de platas de los españoles, operación que duró hasta el sábado por la mañana, en que por bando se mandó, con pena de la vida, que cesase; pero ya era tarde, y a pesar de la orden siguió en varias partes. En la noche del viernes no se oían más que hachazos para derribar puertas, barriles que rodaban, y tercios o fardos de todas clases que pasaban por las calles. Descubríase multitud de gentes en ellas con ocotes bebiendo con la mayor impudencia. Entre diez o más personas abrían un barril, y saciados y beodos derramaban el licor restante, o botaban los frascos llenos. Mi pluma no acierta a pintar el ruido tumultuoso, los gritos de ¿quién vive?, la pestilencia de orines y licores. En este conflicto que tanto apenaba el corazón del hombre más apático, se anunció fuego por Belén; multiplicóse la grita y congoja de los ciudadanos a un punto indecible, pues creyeron que todo Guanajuato se abrasase; mas quiso Dios que sólo fuese una casa quemada entre Belén y la Alhóndiga, y que el incendio se cortase con oportunidad.

Al amanecer del sábado, la ciudad estaba inconocible. Treinta y cuatro tiendas ya no existían ... ¿Qué digo? Hasta sus mostradores y armazones habían desaparecido. De las casas de los europeos estaban quitadas hasta las chapas de las llaves, vidrieras y balcones; una tribu de apaches no hubiera taládolo con más ferocidad. No se veía en la calle ni una persona decente, ni más objetos que gente armada; la voz de muerte se repetía en todas partes y a pretexto de buscar españoles se entraban en las casas; no obstante; aunque sacaron a muchos de ellos se contentaron con apresarlos sin hacerles mayor daño. De este modo trajeron a los de Valenciana y otras minas, donde igualmente hubo saqueo.

En este día se vendían a precios ínfimos los efectos más preciosos. Dábanse barras de plata por doscientos pesos; tercios de paño, por seis; de cacao, por cuatro; barriles de aguardiente, por cinco; pesos de plata, por seis reales; onzas de oro, por menos cantidad, pues a los indios les era desconocida esta moneda.

El general Hidalgo no se descuidó en la organización del gobierno civil; previno al Cabildo que nombrase alcaldes, y lo verificó en las personas de D. José Miguel Llorente y D. José María Chico. Nombró de intendente al Lic. D. Fernando Pérez Marañón, originario de aquella ciudad, el cual se excusó de admitir el empleo, pues jamás adoptó el sistema de independencia; por su nimia adhesión a la servidumbre y dependencia de los españoles, mereció de éstos el nombramiento en propiedad de dicho empleo en que se mantiene. Asimismo mandó el señor Hidalgo construir en Guanajuato una casa de moneda, providencia que muestra todo su cálculo político y previsión de que prolongándose la guerra se paralizaría el comercio y escasearía el numerario. Púsose mano a la obra, situándola en la hacienda de San Pedro, trabajando tanto en ella, que en menos de dos meses estaban ya casi concluídas sus máquinas y oficinas necesarias. El tipo de la moneda era tan bello, que se equivocaba con el de México, y los pesos, fieles y útiles de la casa tan acabados como los de la capital.

En cuanto a armamento, hizo levantar un regimiento de infantería, que armó provisionalmente con picas. Estableció fábricas de cañones, aprovechándose para hacerlos del metal de las capellinas sacadas de las haciendas de los españoles, y finalmente, tomó cuantas medidas creyó convenientes a la defensa de aquella ciudad.

Comenzaba ya a serenarse la pasada tormenta cuando el martes 2 de octubre hubo una alarma en Guanajuato a las nueve de la noche. Díjose que el general D. Félix Calleja venía avanzando con su ejército por la mina de Valenciana, donde ya había pasado a cuchillo indistintamente a toda clase de personas. Hidalgo mandó se iluminase la ciudad, y en persona marchó para aquel punto a encontrarlo; vió por vista de ojos que era todo falso, y regresó a las diez y media de la noche. Al día siguiente salieron los indios en cuadrillas para la villa de San Felipe, donde se creyó que estuviese Calleja. Hidalgo también partió con la caballería, y al tercer día regresó con igual desengaño al anterior. Calleja, luego que supo lo ocurrido en Dolores, tocó generala, dictó sus providencias para reunir a toda su brigada, levantar nuevos cuerpos de tropas y armadas con fusiles que hizo venir de Monterrey; tomó el dinero que había en aquellas cajas reales; fundió cañones de varios calibres (que vimos en México el día de su entrada de Zitácuaro, 5 de febrero de 1812) (6), situó su campo en la hacienda de La Pila, y en su tienda colocó un dosel bajo el cual puso el retrato del rey. En aquel lugar, con un crucifijo en las manos, un fraile carmelita exigió juramento de cada uno de los soldados antes de salir a la campaña, y prevalido del ascendiente que gozan allí estos religiosos sobre el bajo pueblo, logró entusiasmarlos de tal manera, que cuando marchó con sus tropas creían éstas que iban a medírselas con herejes y a defender la religión de Jesucristo. Así engañan los tiranos a los pueblos incautos; así aprietan con ellos mismos los lazos de aquella infame servidumbre con que de antemano los tenían ligados y que ya estaban a punto de romperse. Volvamos la vista sobre lo que pasaba entonces en San Luis Potosí con Calleja.


PRIMERA NOTICIA QUE TUVO CALLEJA DE LA INSURRECCIÓN, Y MEDIDAS QUE TOMÓ PARA SOFOCARLA

El día 19 de septiembre, a las diez y media de la mañana, tuvo Calleja la primera noticia de la conmoción del pueblo de Dolores; trasladóse luego al valle de San Francisco, distante doce leguas de San Luis Potosí, donde se acabó de confirmar en lo que se le había instruído por el parte que dió al mismo jefe D. José Gabriel de Armijo por mano del capitán D. Pedro Meneso, y del subdelegado del pueblo de Santa María del Río, D. Pedro García. Redúcese en sustancia a decir que D. Vicente Urbano Chávez, de aquella jurisdicción, le había informado la noche del 15 (la misma en que se dió la voz en Dolores) que en aquel día había acudido a verle un mozo llamado Cleto, vecino de la hacienda de Santa Bárbara, jurisdicción de Dolores, el cual le había informado de lo que el cura Hidalgo meditaba hacer. Invitóle a que concurriese a la facción que debía estallar el día 28, y de allí deberían todos partir a dicha hacienda de Santa Bárbara, donde había un gran depósito de monturas, armas y caballos. Oída esta relación por Chávez, mandó al Cleto a que lo examinase Armijo; preguntóle éste varias cosas a las que no acertó a responderle cumplidamente, ni a darle una constancia del cura Hidalgo; pidiósela para creerlo y coadyuvar a la obra, y ofreció traérsela el lunes 17 a medianoche. De hecho, cumplió con lo que se le exigía, y aun devolvió el papel original en que se le pedía la constancia de Hidalgo; aseguróle a Chávez y a Armijo que ya la revolución había comenzando por haber sido descubierta, y de ello daba testimonio el papel del cura Hidalgo en que se refería lo sucedido en la noche del 15. Armijo condujo preso al Cleto ante el subdelegado para que se le tomase declaración, y ya no quedó duda acerca de este acontecimiento extraordinario.

Me he detenido en analizar esta relación porque ella fue la base de la estimación y aprecio que Calleja mostró después a Armijo, dejándolo a su salida para España hecho coronel de ejército, comandante de la División del Sur y lleno de riquezas adquiridas sirviendo este destino; pero tantas, que con ellas ha comprado a Calleja las haciendas de su esposa que son de las más principales del Estado de San Luis. En el legajo Partes y noticias comunicadas al general Calleja antes de la reunión de las tropas de San Luis con las de México, que se halla en el archivo general, se encuentra dicha carta original y otras varias que conservo en copia hasta con la misma pésima y bárbara ortografía de su autor. Otras varias noticias más o menos circunstanciadas recibió Calleja que le hicieron entender el grave peligro que corría su vida, y que solicitaban su persona los americanos como importante (7), por lo que se decidió a reunir a la mayor posible brevedad su brigada, engrosándola con gentes de las haciendas del distrito y aun con indios de las inmediaciones de San Luis Potosí para que cubriesen los puntos por donde temió fuese atacada aquella ciudad, pero que eran de preciso tránsito para los americanos en el caso de intentarlo.

A pocos hombres había brindado la fortuna con una ocasión y medios más a propósito que brindó a Calleja en esta vez, y pocos como él habrán sabido aprovecharse de unos instantes tan preciosos como lo hizo este jefe destinado por la Providencia para ser el azote más terrible de la América mexicana. Llególe la vez de desarrollar el grande pero funesto talento que tenía para oprimirnos, y los que lean nuestra historia admirarán aun más que el que la escribe lo mucho que obró en el corto espacio de veinticuatro días para poner un ejército en campaña, equipándolo del mejor modo posible, habilitándolo de una abundante proveeduría hasta ponerlo en actitud de salir a buscar con él a su enemigo; pero enemigo formidable que reunía entonces a la multitud el prestigio grande de que carecía el suyo. La relación de las operaciones de Calleja será también un curso militar en que muchos preciados de generales y sabios políticos tendrán que aprender de él para conducirse con acierto en las difíciles circunstancias en que este jefe se halló. Los sucesos que me prometo referir así lo demostrarán; soy imparcial.

Por fortuna de este jefe, él no sólo corría en buena armonía con las autoridades de aquella provincia, sino que éstas lo respetaban y acataban como al mismo virrey. Sus resoluciones eran oráculos que se ejecutaban sin réplica; habíale dado este ascendiente la gravedad y circunspección con que se había manejado en el desempeño de las más arduas comisiones que el Gobierno de México le había dado, y en que había entendido haciendo de juez, como en el célebre expediente de un contrabando en que persiguió y removió del empleo al teniente letrado D. Vicente Bernabeu durante el gobierno del virrey Marquina. En aquella época había perseguido al famoso aventurero de los Estados Unidos y gran contrabandista Felipe Noland, el cual no dejó de poner en agitación a dicho virrey Marquina, quien para seguridad de aquella provincia situó en ella un cantón de tropas muy lucido, formado de varias compañías de diversos cuerpos del ejército, entre las que marchó con la suya D. Ignacio Allende, e hizo estuviese arreglado a verdadera ordenanza. Por tanto, este militar se formó en la escuela y bajo los principios de Iturrigaray, en Jalapa, y de Calleja en San Luis Potosí, a quien respetaba y temía porque le conocía; de consiguiente, procuró con el mayor esmero posible, ya que no pudo sorprenderlo y arrestarlo, ganarlo para sí, ofreciéndole hacer general del ejército americano. En el momento, pues, que llegó Calleja a San Luis Potosí, comenzó a expedir órdenes para reunir su brigada, y además las expidió a las haciendas y pueblos de todo su distrito. Todas fueron obedecidas exactamente, de modo que Salinas, Ramos, Ojocaliente. El Venado, Bocas, Espíritu Santo, Valle del Maíz, Valle de San Francisco y El Jaral, no sólo le ministraron la gente que necesitaba, sino mucha más, que tuvo después que retirar porque carecía de armamento para equiparla. El marqués de Moncada no se limitó a prestarle obediencia a sus decretos, sino que se estrechó en tanto grado con él, que no daba paso sin consultarle aun en lo más mínimo que le ocurría. Trató, pues, Calleja de levantar compañías numerosas de urbanos para que custodiasen la ciudad; mandó fundir cañones, organizó un batallón ligero de infantería de 600 hombres, y temiendo que estos cuerpos no tuviesen la disciplina conveniente en la ciudad, trasladó su campo a la hacienda de La Pila, inmediata a San Luis, tanto para darles allí la conveniente instrucción como para defender la población en el caso de que fuera invadida por varios puntos, principalmente por la fuerza grande que se aseguró que al efecto se reunía en la villa de San Felipe. El intendente de la provincia, D. Manuel Acevedo, que en todo obraba ciegamente según sus órdenes, puso a su disposición los caudales que existían en aquellas cajas, que en 8 de octubre ascendían a la enorme suma de 382.000 pesos, sin perjuicio de otras cantidades que se le presentaron por donativo para fomento de aquel ejército. Del Valle del Maíz le franqueó una suma crecida don N. Ortiz de Zárate. No era fácil inclinar aquella masa de gentes a que abrazase con gusto la causa del Gobierno español cuando los americanos se valían de la seducción y de otros medios para atraerla a su partido; cuando la combustión era general, y sobre todo, cuando en el corazón de todos resonaba la voz de libertad, tanto más enérgica cuanto que ya sabían el pronunciamiento general de Guanajuato, Zacatecas y otros lugares numerosos, cuyos habitantes comenzaban entonces a disfrutar las riquezas que se habían saqueado de ellos. Era, por tanto, necesario reunir a la sagacidad la autoridad y la prudencia, para sohreponerse a tan terribles contrarios. Calleja pulsó todos estos resortes atinadamente, y en 2 de octubre dirigió a aquel acervo de hombres campesinos y bárbaros la siguiente


PROCLAMA

Soldados de mis tropas:

Os han reunido en esta capital los objetos más sagrados del hombre: religión, ley y patria. Todos hemos hecho el juramento de defenderlos y de conservarnos fieles a nuestro legítimo y justificado Gobierno. El que falta a cualquiera de estos juramentos no puede dejar de ser perjuro, y de hacerse reo delante de Dios y los hombres. No tenemos más que una religión, que es la católica; un soberano, que es el amado y desgraciado Fernando VII, y una patria, que es el país que habitamos, y a cuya prosperidad contribuímos todos con nuestros sudores, con nuestra industria y con nuestras fuerzas. No puede haber, pues, motivo de división entre los hijos de una propia madre. Lejos de nosotros semejantes ideas que abriga la ignorancia y la malicia. Sólo Bonaparte y sus satélites han podido introducir la desconfianza en un pueblo de hermanos. Sabed que no es otro su fin que dividimos, y hacerse después dueño de estos ricos países que son tanto tiempo ha el objeto de su ambición. No podéis dudarlo: sabéis los emisarios que ha despachado, las intrigas de que se ha valido y los medios que emplea para llevar a cabo este proyecto.

¿Y permitiremos nosotros que logre sus fines, que venga a dominarnos un tirano, y que nuestros altares, esposas, hijos y cuantos bienes poseemos caigan en manos de aquel monstruo por el medio que se ha propuesto de introducir la discordia en nuestro suelo? A esto conspira la sedición que han promovido el cura de Dolores y sus secuaces; no hay otro camino de evitarlo que destruyendo antes esas cuadrillas de rebeldes que trabajan en favor de Bonaparte, y que con la máscara de la religión y de la independencia sólo tratan de apoderarse de los bienes de sus conciudadanos, cometiendo toda clase de robos, de asesinatos y extorsiones que reprueba la religión, como lo han hecho en Dolores, San Miguel el Grande, Celaya y otros lugares donde han llegado. No lo dudéis, soldados: del mismo modo veréis robar y saquear la casa del europeo que la del americano; la aniquilación de los primeros es sólo un pretexto para principiar sus atrocidades, y el peligro en que suponen la patria por parte de aquellos que tantas pruebas tienen dadas de su religiosidad y patriotismo es un artificio de que se valen para engañarnos y hacemos caer en el lazo que nos ha preparado el tirano.

Vamos, pues, a disipar esa porción de bandidos que como una nube destructora asuelan nuestro país porque no han encontrado oposición. Si ha habido por desgracia en este reino gentes alucinadas y perdidas que de acuerdo con las ideas de Bonaparte se hayan atrevido a levantar el estandarte de la rebelión, y que al mismo tiempo que protestan reconocer a nuestro legítimo y adorado monarca niegan la obediencia a las autoridades que nos gobiernan en su nombre, seamos nosotros los primeros que, a imitación de nuestros hermanos de la Península, defendamos y conservemos los derechos del trono, y limpiemos el país de estos perturbadores del orden público que procuran derramar en él los horrores de la anarquía.

El superior Gobierno quiere que tengáis parte en esta empresa, y usando de los grandes medios que están a su disposición, os invita a castigar y sujetar a los rebeldes con el ejército que ha salido ya de México y marcha para su exterminio. Yo estaré a vuestra cabeza y partiré con vosotros la fatiga y los trabajos; sólo exijo de vosotros unión, confianza y hermandad. Contentos y gloriosos con haber restituído a nuestra patria la paz y el sosiego, volveremos a nuestros hogares a disfrutar el honor que sólo está reservado a los valientes y leales.

San Luis Potosí, 2 de octubre de 1810.

Félix Calleja.

Esta proclama estaba en griego para aquellos bárbaros e infelices campesinos; pero Calleja, para que la entendieran, la puso en manos de unos frailes carmelitas, que con un Cristo en las manos, se la construían y analizaban, terminando con un sermónico exhortatorio a la lealtad al rey Fernando, y luego les exigían juramento.

Figúrese el lector a Calleja y a los reverendos colocados bajo de un dosel con todo aparato, y de la parte de abajo a estos rústicos oyendo aquellas declamaciones y exhortaciones cómicas, a unos rústicos arrancados de la coa y el arado, que tal vez eran los primeros objetos de esta naturaleza que veían en su vida. ¡Qué trastorno no recibirían en su imaginación! ... ¡Pobres ignorantes, cómo han sido el ludibrio de los malvados y el instrumento de sus pasiones vergonzosas y de sus miras!


LIBRA EL VIRREY LAS PRIMERAS ÓRDENES A CALLEJA

Cuando Calleja hacía estos títeres en el campo de La Pila, el virrey Venegas, que lo ignoraba, le dirigía una orden con fecha de 17 de septiembre mandándole que inmediatamente viniese a Querétaro para que conservase allí la tranquilidad, trayéndose la escolta correspondiente, y que después le seguirían sin demora los escuadrones de San Luis y de San Carlos de su brigada. Calleja respondió al virrey que ya no era posible separarse de San Luis con respecto a que había descubierto (son sus palabras) el hilo de una conspiración tenebrosa que se le preparaba por la seducción de los americanos, pues que algunos oficiales les habían ofrecido pasárseles con sus cuerpos en el momento de una acción; descubrimiento que había hecho por un sargento fiel. Decíale asimismo que un clérigo, temeroso o despechado porque presumió que se le descubriese reo de conspiración, se había quitado a sí mismo la vida; que se habían arrancado de las esquinas y otros lugares públicos de San Luis varios pasquines, y todo anunciaba en aquella ciudad efervescencia, y que se perdería si la abandonaba; que no había podido completar lá reunión de sus tropas, y continuaba recogiendo paisanos; y que ínterin arreglaba aquellos cuerpos informes, esperaba la noticia de la llegada del conde de la Cadena a Querétaro, con quien se reuniría siguiendo el plan que Venegas le proponía. Finalmente, aseguró a este jefe que tenía avanzada una parte de sus tropas para cubrir los puntos de tránsito preciso en el caso de que los americanos tratasen de invadir a San Luis, como el puerto de San Bartolo y otros. Por esta exposición el virrey le dejó a su elección que viniese a Querétaro o continuase en San Luis arreglando las tropas. Habíale dicho Venegas que habiendo el marqués de San Román ofrecido, a nombre de su cuñado el conde de Valparaíso, armar 500 hombres, le había librado el título de coronel. Calleja contestó a esta indicación diciéndole que, efectivamente, lo había auxiliado con 100 hombres de a caballo armados de cuchillo, y en 10 de octubre recomienda el patriotismo de este título de Castilla, a cuyas expensas se levantó después un regimiento llamado de Moncada.

El ataque que temían en San Luis se habría realizado a no haberse mandado con oportunidad por Calleja cubrir los puntos de dicho puerto de San Bartolo con dos escuadrones de provinciales y 400 lanceros del Jaral y el de Barrancas; providencia que hizo desistir a los americanos de la invasión que proyectaron, y que se retirasen, y por lo que pudo continuar engrosando su fuerza en la hacienda de La Pila.

Completó esta obra lo mejor que pudo a merced de una actividad increíble, y para seguridad de San Luis destinó a aquella ciudad 350 infantes armados, una compañía montada de 40 hombres, 70 que allí existían y tres compañías de urbanos. Dispuso que parte de 200 hombres que había mandado venir de Colotlán engrosasen la guarnición de la ciudad, lo que no tuvo efecto por haberse retirado a causa de varias conversaciones tenidas entre sus jefes y el comandante de San Luis, D. Toribio Cortina. En suma, esta ciudad quedó con una fuerza de 700 soldados, y se continuó fundiendo artillería de que después se aprovecharon los que formaron la contrarrevolución de la capital de aquel Estado, como después veremos.

Calleja había mostrado su carácter feroz y sanguinario desde el momento en que tomó las primeras providencias en principios de octubre, pues rehinchó de reos los conventos y cárcel de San Luis; creó una Junta de Seguridad que los juzgase con severidad, y no cesó de clamar al virrey para que la autorizase hasta poder imponer la pena de muerte. En suma, Calleja se apoderó del gobierno militar, político y de hacienda, y nada se hacía sin su mandato, o a lo menos, sin su aprobación en todos los ramos.


SALE CALLEJA A REUNIRSE EN DOLORES CON LAS FUERZAS DEL CONDE DE LA CADENA

En 24 de octubre partió del campamento de La Pila con la fuerza total de 3.000 caballos, 600 infantes y 4 cañones fundidos en San Luis, de a cuatro y de a ocho, luego que supo que el conde de la Cadena salía el 22 de Querétaro con los regimientos de la Corona, columna de granaderos, regimiento de dragones provinciales de Puebla, ídem de Sierra Gorda y piquetes de infantería de diferentes cuerpos y 8 piezas de cañón de batalla; Calleja entró en Dolores a las once del día 28. Ambas fuerzas pasaban de 7.000 hombres.

No es de omitir el recordar aquí que luego que Calleja supo el alzamiento de Dolores mandó que la conducta de plata que había mandado detener el justicia de Santa María del Río se trasladase a las cajas de San Luis. Conducíala para México Marcelino González, vecino de Aculco, y constaba de las piezas siguientes: Un tejo de oro y 315 barras de plata, a saber: por cuenta del rey, 94 piezas. De plata pura de ambos beneficios, tres piezas de plata con mezcla de oro. De particulares, tres piezas de plata; con oro incorporado, 44 piezas. Idem dos barras más de plata de azogue, números 639 y 650.


CANTIDADES CON QUE CONTÓ CALLEJA PARA OBRAR

Además de estas cantidades que estuvieron a disposición de Calleja, D. Fermín Apecechea, D. Bernardo Iriarte y D. lulián Pemartin, vecinos ricos de Zacatecas, le aprontaron con calidad de reintegro para las necesidades de la campaña, entre los tres, 225.000 pesos en reales, 94 barras de plata quintada y 2.800 marcos de plata pasta. Aceptando la oferta les mandó poner este tesoro a disposición del virrey en las cajas de San Luis o de Saltillo. He aquí por qué he dicho que la fortuna brindaba a Calleja con toda clase de favores para su engrandecimiento. Este jefe les dió gracias, lo mismo que el virrey, y les ofreció dar seguridad en su ejército, pues vagaban por Cedros; habríanse ahorrado de esta penosa y aventurada peregrinación si dos años antes no hubiesen protegido la facción de los oidores contra Iturrigaray, de que era éste el resultado.

La toma de Guanajuato por el ejército del cura Hidalgo hizo retardar a Calleja su salida: Riaño le interpeló con varias cartas para que los socorriese.

En 26 de septiembre escribió a Calleja una reservadísima de que ya hemos hecho mención.

El lunes 8 de octubre salieron para Valladolid tres mil hombres armados al mando de D. Mariano Jiménez, a quien había hecho coronel Hidalgo en premio de haberlos reclutado. Este oficial era un joven formado en el Colegio de Minería de México y entonces se hallaba empleado en Valenciana. El día 10 partió el general en jefe con todo el ejército llevándose cuanto dinero había, y treinta y ocho españoles de los hechos prisioneros en Guanajuato, que estaban sanos, habiendo depositado antes noventa en Granaditas, que sucesivamente fueron trayéndose de varias partes, hasta completar doscientos cuarenta y siete. Tratábase a éstos muy bien. Demos ya una mirada sobre lo que entonces pasaba en México.

Luego que allí se tuvo noticia de lo ocurrido en Guanajuato, se puso en movimiento cuanto pudiera excitar el entusiasmo del pueblo, tanto en lo moral como en lo físico. El virrey venía de un país agitado de iguales convulsiones, y aunque no pasaba por valiente, principalmente para los que sabían lo que había sucedídole en Uclés y Tarancón y habían visto los manifiestos de los generales Cuesta y duque del Infantado, que le hacen muy poco honor militar, era empero tenido por ducho en el modo de conducirse en esta clase de empresas; excitó por tanto a las corporaciones de sabios para que publicasen escritos luminosos, principalmente al claustro de la Universidad y Colegio de Abogados, ofreciendo premiar la pluma del que mejor hablase; recurso miserable, ¡vive Dios!, como si un reino conmovido, y además quejoso, pudiera renunciar al grande interés de su libertad en obsequio de cuatro períodos armoniosos, para cuya formación quizás no caminaban de acuerdo la mano y el corazón del que los formaba. Espesa fue la turba de indecentes papeles que vieron entonces la luz. Apenas entre estos folletos se dejó ver una proclama mediana del Colegio de Abogados, en la que se demuestran las ventajas que propuso en intención el gobierno antiguo para vivir en paz, y bajo un sistema colonial. Allí se pintó el gobierno antiguo como habría sido si se hubiesen guardado las disposiciones benéficas de algunos reyes españoles magnánimos, como Felipe IV el Grande y María Isabel la Católica, príncipes amables, y que siempre mostraron un decidido cariño a los americanos. Otro se presentó en la palestra (era un médico tan sabio en su facultad como ignorante en la política) que impugnaba la independencia, fundándose en que separados de España ya no tendríamos buques con que comunicarnos con el Papa ... ¡Prodigiosa reflexión! ... Finalmente, México se inundó de producciones tan miserables, que avergonzarían a los mismos cafres. Cuando un pobre hombre de éstos publicaba un papelucho, se presentaba por esas calles de Dios, tan ufano como si hubiese tomado por asalto el peñón de Jibraltar, a recibir aplausos de ser leal vasallo, y digno de que el rey lo metiese en su servicio; y esto es que había dejado consignado en aquellos indecentes borrones a la posteridad toda la bajeza de su espíritu, y recibido el desprecio en lo interior de los corazones de los buenos españoles, que hacían justicia en secreto a los exaltados americanos. ¡Con decir que el mismo virrey, que permitía la impresión de todo papel contra los insurgentes, prohibió la edición de la segunda parte de los Diálogos del coronel Michü Juillas y Juana la Jorobadita (que con sus ojos revisó) porque ofendían la modestia, y a lo que entiendo concluía con que ésta echaba a su marido una melecina de chile porque se había insurgentado! ... O miseri homines! O cuantum enim est rebus inane!

En 19 de octubre (de 1810) la Universidad de México notició al virrey que el Sr. Hidalgo no era doctor en esta corporación, la cual (son sus palabras) tenía la gloria de no haber mantenido en su seno, ni contado entre sus individuos, sino vasallos obedientes, fieles patriotas y acérrimos defensores de las autoridades y tranquilidad pública; y que por si su desgracia alguno de sus miembros degenerase de estos sentimientos de religión y honor, que la academia mexicana inspira a sus hijos, a la primera noticia le abandonaría y proscribiría eternamente. (Diario de México de 5 de octubre de 1810.)

Efectivamente, el Sr. Hidalgo se guardó de gastar tres mil pesos fuertes en ornar su cabeza con una borla blanca; pero sí cuidó muy bien de moblarla con los conocimientos más delicados de buena literatura. Conocíala tanto el Sr. Riaño, que decía que si se perdiera la historia eclesiástica consignada en las bibliotecas, él no lloraría la pérdida, siempre que viviese Hidalgo, pues era muy hombre para escribirla con crítica. Cuando tuvo la primera noticia de que este párroco estaba a la cabeza de la conspiración exclamó diciendo: ¡Malo! Si Hidalgo está en esto, Nueva España es independiente.

La Inquisición de México tomó en cierto modo la defensa de la Universidad, pues entre los capítulos de acusación que contra el señor Hidalgo puso el fiscal de este tribunal en 13 de octubre, y que se publicó al día siguiente por edicto, le dice, entre otras cosas peregrinas: Sois tan soberbio, que decís que no os habéis graduado de doctor en esta real Universidad por ser su claustro una cuadrilla de ignorantes. Este dicho nada contiene contra la fe ortodoxa, ni pertenece a cosas de la herética, pravedad y apostasía.

En dicho edicto se le acusa también de judaizante y ateísta que negaba la remuneración eterna; pero muy luego se le echa en cara haber dicho que uno de los Papas estaba ardiendo en los infiernos; notable contradicción, pues mal podría ser atormentado en un lugar que, según él, no existía ... Nullius entis, nullae sunt proprietates, dicen los peripatéticos. Entre estos crímenes se refieren otros, hasta el número de doce, de que, según el fiscal, hacía diez años que estaba acusado; mas es muy de notar que un tribunal tan celoso, y que por estrechísimas ordenaciones de los Papas se hace reo de los mismos delitos de que son los herejes acusados cuando no proceden a castigarlos sin demora, hubiese dejado vivir a pierna suelta al cura de Dolores ejerciendo además su ministerio parroquial. Ni puede libertar a la Inquisición el que (como dice) se hubiera aquietado con algunas demostraciones de arrepentimiento; pues a un ateísta, a un judaizante, a un hombre que habría sido detestado aun en la misma Sodoma, no podía confiársele ni por un momento la dirección espiritual de una grey numerosa, como la del pueblo de Dolores y su distrito. Si tal sucedió, el tribunal se hizo más reo por esta condescendencia que el mismo Hidalgo.

Faltábale a éste cometer el mayor de los delitos, que era hacer independiente a su patria ... Credebant hoc grande crimen, et morte piandum. Defectos tan graves como los que contiene este edicto de emplazamiento se pusieron al alcance del patán más rústico, y pusieron también al tribunal en ridículo, y en vez de desconceptuar al acusado, se desconceptuó a sí mismo. El lenguaje de dicha acusación es tan soez, bajo y lúbrico, que no sé cómo pudo leerse en los monasterios de monjas: hostiga aun al hombre más cínico y pervertido.

En 24 de septiembre publicó el señor D. Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Valladolid, excomunión contra el general Hidalgo, como ya he dicho a usted en mi anterior. Apenas se vió en México semejante anatema impreso cuando se hizo materia de crítica, pues la insurrección en nada era contraria al dogma, y no era lo mismo substraerse de la corte de España que del Vaticano de San Pedro, donde se halla el centro de nuestra unidad religiosa.

En 11 de octubre apareció un edicto del señor arzobispo Lizana, en cuyo exordio dice: que habiendo llegado a su noticia que varias personas, por ignorancia o malicia, han llegado a afirmar no ser válida ni dimanada de autoridad legítima la declaración de haber incurrido en excomunión las personas nombradas en dicho edicto, desde luego declaraba que la enunciada excomunión estaba hecha por superior legítimo ... con entero arreglo a derecho, y que los fieles cristianos estaban obligados en conciencia, pena de pecado mortal, y de quedar excomulgados, a la observancia de lo que la misma declaración previene, la cual hacía y ratificaba dicho prelado por lo respectivo a su jurisdicción ... He aquí un edicto que fue manantial de las mayores turbaciones en las conciencias tímidas; tanto más cuanto que por él mismo se mandó pena de excomunión mayor ipso facto incurrenda, que no se disputase sobre la mencionada declaración. ¡Válgame Dios, y qué zambra se armó en México! ¡Qué cuchicheo de viejas! ¡Qué consultas a los confesores! Todos deseaban verse independientes, todos hacían mil votos en el fondo del corazón por el señor Hidalgo; pero todos temían verse incursos en la excomunión, y que sabiéndolo alguno aun de sus mayores amigos, los denunciase al Santo Oficio. Vea usted aquí en toda su deformidad el horrendo estrago que produce el indiscreto uso de las penas canónicas; con razón el Tridentino ha encargado la sobriedad en la imposición de ellas y las leyes reales. Desde entonces se turbó la paz en las familias; el hijo observaba al padre, y lo aborrecía si era de opinión contraria, y lo mismo hacía la esposa con su marido, aunque le tuviese muy acreditada su lealtad ... Chaqueta o insurgente, ésta era la contraseña de conocerse. Los confesores estúpidos o partidarios del despotismo soplaban por su parte la llama del encono; ora sea exhortando a los penitentes a la denuncia, ora constituyéndose ellos mismos delatores. Así es que no pocos confesonarios, estos lugares sagrados y asilos donde el pecador miserable halla el bálsamo del consuelo, se convirtieron en atalayas y puntos avanzados del espionaje. Turbóse de tal manera toda la sociedad entre nosotros, que pasó a ser un verdadero infierno.

¡Dichoso el que habitaba entre los bosques, y no tenía más compañeros que los brutos! Mas no era sólo en la capital donde se obraba de este modo violento y desusado; pasaba lo mismo en las demás ciudades donde se habían erigido juntas de seguridad. El prurito de excomulgar y publicar edictos pasó a guisa de contagio a otras diócesis, porque a todas las insuflaba un mismo espíritu. Así es que en Puebla (en 19 de octubre de 1810) se fijó un edicto firmado del señor obispo D. Manuel Ignacio González del Campillo, por el que declaró excomulgados con excomunión mayor ipso facto incurrenda, y con reservación a su persona, a todos los que dictasen, escribiesen o fijasen pasquines o libelos infamatorios, sediciosos o injustos contra los enemigos de nuestra independencia, contra los que viéndolos no los quitasen o entregasen a los jueces, y contra los que entendiesen y divulgasen las especies. Ofrecía a los delatores guardar el más religioso e inviolable secreto. Para dictar providencia tal, decía este prelado que se ajustaba al ilustre ejemplo de San Gregorio el Grande, que declaró por excomulgado al que fijó de noche en Roma un pasquín contra Castorio, notario apostólico. Ignoramos si sería lo mismo fulminar un rayo de la Iglesia contra el que agraviaba a un determinado sujeto en causa de su fuero, o contra una multitud irritada en el fermento de una revolución civil por causa de su libertad, y por una serie de agravios de tres siglos. También ignoramos si la política de este gran pontífice había dejado al pueblo que explicase su modo de opinar en la columna llamada de Pasquín de Roma, si se hubiera hallado en iguales circunstancias para dictar medidas de remedio; semejantes distinciones no es dado hacer a nuestra pluma, como ni tampoco demostrar la razón de disparidad que pueda haber entre casos y casos.

Entre las cartas pastorales que en aquellos desgraciados tiempos se publicaron contra la insurrección, se leen algunas del señor D. Antonio Bergosa, obispo de Oaxaca, que excitan mil afectos en el ánimo del lector; por ejemplo, asegura a sus feligreses que los insurgentes tenían alas, cuernos, uñas, picos y colas como los grifos, y esto lo hace con tal tono de aseveración, que creyéndolo aquel incauto pueblo, cuando se presentó allí el señor Morelos, salieron no pocos a curiosear y ver por sus propios ojos unas alimañas de tan peregrina construcción. En otra les dice a sus feligreses que el virrey Venegas era el ángel tutelar de la América, y concluye exhortándolos a que se encomienden al ángel tutelar de ella: he aquí canonizado en carne mortal a este jefe, y colocado entre las substancias angélicas que rodean el alto trono del Excelso. Consecuencia es ésta tan recta y legítima en la lógica de Dumarsais, como la que le sacó la duquesa al gran Sancho, de que si la tierra le había parecido un grano de mostaza cuando se remontó a la región del aire en Clavileño, y cada hombre como una avellana, un hombre solo debía cubrir toda la tierra, ¿no es verdad? Entre los más atroces y despiadados escritos que aparecieron de particulares contra el general Hidalgo, llevan sin duda la vanguardia los del que mandó insertar de preferencia el virrey en el Diario de México.

Jamás un hombre se ha batido con otro con más furia ni encarnizamiento que lo hace este escritor en dichas cartas; ved aquí el rubro de una de ellas: Carta primera de un doctor mexicano al bachiller Miguel Hidalgo Costilla, ex cura de Dolores, ex sacerdote de Cristo, ex cristiano, ex americano, ex hombre y generalísimo capataz de salteadores y asesinos ... Este escritor aragonés agotó las expresiones del sarcasmo más atrevido e insolente. En un pleito de verduleras se guardaría más decoro que en esta invectiva fulminada contra un hombre que no tenía más crimen que haber proclamado la libertad de su oprimida patria ... ¡Ah! ¡La mano de la Historia pasará sobre estas líneas con el mismo temblor y amargura que la mía cuando forma este cuadro, y donde no tiene que apurar el colorido, sino remitirse a la lectura de unos documentos que no sólo se insertaron en los diarios de noviembre de 1810, sino que además se publicaron en edición separada, en la oficina de Ontiveros, viéndose como monumentos de sabiduría y elocuencia varonil por paisanos del autor! ¡Oh, hombres del momento y de cortísima vista! Si meditarais para obrar, ¡de qué poco tendríais que arrepentiros! (8) ¿Y qué diré de los diálogos patrióticos del autor de la Biblioteca Hispanoamericana? ¡Cómo despedaza el honor de sus mismos hermanos! ¡Cómo intenta probar las más ridículas paradojas! ¡Cómo invectiva contra el sabio doctor Cos, recordándole su cuna, como si el invectivador descendiese por línea recta de la ilustre estirpe de los Garamantas! ¡Ah! ... Olvidemos ratos tan amargos como los que nos causaron escritores tan injustos; si pudiéramos borrar con nuestra sangre manchas que tanto deturpan el honor americano, yo daría gustoso cuanta gira por mis venas y se renueva en mi corazón; pero no hay arbitrio. Scripta manent, verba volant.

Mucho era de extrañar que en tales escenas no representasen alguna los indios de Tlaxcala. En 22 de octubre, el gobernador de aquella ciudad avisó al virrey que el de naturales D. Juan Altamirano y otros capitulares le prestaron varios papeles que de orden del Lic. D. Ignacio Aldama le entregaron, introducidos en un bastón hueco, los indios Pedro Estevan Cesáreo, gobernador de Xichú, y José María Santos, con el objeto de introducir la conmoción en aquella provincia. El virrey le manifestó su agradecimiento, y dijo que había mandado fabricar una medalla para que sirviese al denunciante de distintivo; medalla que jamás vimos. Pudo muy bien haberles mandado regalar una lanza plateada, como a los de Tamasulapan, en la Mixteca alta, que a buen seguro la habrían recibido con la misma complacencia que, tres siglos ha, recibían los cascabeles y maritatas de Hernán Cortés por cambio de su libertad y la de sus sucesores. Creyeron sin duda estos naturales que se hallaban en la época del ciego Maxizcatzin, de aquel senador vehículo de los conquistadores, que negándose a escuchar las proposiciones de paz de Cuitlahuatzin, sucesor de Moctezuma, cerró las puertas a toda conciliación con el imperio mexicano, y fue el gran móvil de su lamentable cautiverio. Algo más: porque Xicoténcatl el joven apoyaba con calor la solicitud de los mexicanos, Maxizcatzin, transportado de cólera, le dió tan cruel bofetada que lo tiró abajo por unas gradillas del tribunal del senado, tratándolo de traidor, según Clavijero. Pero, ¡ah!, mudáronse los tiempos; Tlaxcala ya no existe: dispersáronse sus hijos so color de subyugar los puntos más remotos de este continente, para no cumplirles el conquistador la palabra, ni aun permitirles que le recordasen aquel pacto escriturado. Tlaxcala se halla en un estado de nulidad espantosa; sus ruinas atestiguan de la venganza del Cielo sobre un pueblo que inmoló a sus hermanos en obsequio de un extranjero invasor, por vengar odios privados. Dentro de breve preguntarán los viajeros: ¿dónde está Tlaxcala?, así como ahora preguntamos: ¿Dónde fue Babilonia? Lección espantosa que nos enseña enérgicamente a amarnos, a tolerar nuestras imperfecciones, a sobrellevar nuestros pesares domésticos, y sobre todo ... a mantenernos unidos ..., ¿os lo repetiré, americanos? ..., a mantenernos unidos para hacernos formidables, y para que el observador curioso, venido de más allá de los mares, y sentado sobre los escombros de nuestros alcázares, no diga en tono lúgubre y de despecho: He aquí una nación que fue grande y desapareció como una ráfaga de luz agitada por un torbellino ... Desunióse, y de un paso se simó en el olvido. Todavía existiera Tlaxcala con su grandeza si sus hijos apreciaran la unión cordial ... Temblemos. Adiós.




Notas

(1) En este día se celebró en México la exaltación de la Santa Cruz, y en el diario de esta capital se apostrofa a esta sagrada señal diciendo: Te pedimos por la felicidad del Excmo. Sr. don Francisco Javier Venegas, que hoy se encarga del mando de estos dominios; haz que los caracteres que distingan su gobierno sean ... la Paz ... la tranquilidad pública y el entusiasmo por su rey, patria y religión ... Puntualmente este jefe fue para la América la más pesada cruz que el Cielo pudo mandarle; ¡qué mal correspondió a los votos que se hicieron por su prosperidad! Con una poca de humanidad que hubiera tenido habría sofocado la revolución en su cuna. El Gobierno español lo condecoró con el título de marqués de la Unión ... Esto ha sido burlarse de nosotros con una impudencia inexplicable; sólo se pudo unir a las furias infernales para que nos despedazasen.

(2) Cuauhtemotzín, rey de México; Coanacotzín, rey de Alcolhuacan, y Tetepancuetzalzin, rey de Tlacopan, fueron ahorcados en un árbol por sentencia de Cortés en Izancanac, ciudad capital de la provincia de Acallan, en uno de los tres días precedentes a la cuaresma del año de 1525 (es decir, el 26 de febrero, según el padre Betancurt). La causa de sus muertes fue cierto discurso que tuvieron entre sí sobre sus desgracias, insinuando cuán fácil les sería si quisiesen matar a Cortés y todos los españoles, y recuperar su libertad y sus coronas. Un mexicano traidor, por congraciarse con el general español, le dió noticias de todo, alterando el sentido de las palabras, y representando como una conjuración ordenada lo que no había sido más que un mero discurso al aire. Cortés, que se hallaba de viaje hacia la provincia de Comayagua con pocos españoles debilitados por el trabajo, y con más de tres mil mexicanos que llevaba consigo, se persuadió que no había más remedio, para evitar el peligro de que se creía amenazado, que quitar la vida a los tres reyes. Esta ejecución (dice Bernal Diaz) fue demasiada injusta y vituperada de todos nosotros, los que con él viajábamos en aquella jornada. Causó a Cortés una gran melancolía y algunas vigilias. El mismo autor añade que el padre Juan de Varillas, religioso de la orden de N. S. de la Merced, los confesó y confortó en el suplicio; que ellos eran buenos cristianos, y que murieron bien dispuestos, por lo que es manifiesto que habían sido bautizados, aunque entre tantos historiadores de México no hay ninguno que haga mención de un suceso tan notable y tan glorioso como el bautismo de estos tres reyes.

(3) Lo mismo que el Dios por quien vivimos, somos y nos movemos, criador omnipotente de todas las cosas.

(4) Este oficial murió en Yucatán en 1820 yendo a cumplir la comisión que le dió el virrey conde del Venadito para que aquella provincia pudiera ser gobernada sin la Constitución española, como pretendía el rey Fernando VII.

(5) Esta descripción agradó tanto al Sr. Mendivil, que la copió a la letra sin atreverse a quitarle nada.

(6) De la hacienda de Bocas, el Venado y otros puntos sacó la gente que llamaron los tamarindos, gente terrible en los ataques. Dióseles este nombre porque los vistió de gamuzas de color de tamarindo, como el Sr. Matamoros a los mixtecas.

(7) Cuando se dió la voz en Dolores, se hallaba Calleja en la hacienda de Bledos, a donde llegó una partida de Hidalgo a prenderlo. Dos horas antes había salido de allí para San Luis aprovechándose del aviso que le dieron D. Pedro Meneso y D. José Gabriel Armijo, a quienes distinguió mucho y condecoró en su ejército.

(8) Bien caro ha pagado este buen señor el meterse en cosas que en nada le iban ni le venían.

Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de BustamanteCarta primeraCarta terceraBiblioteca Virtual Antorcha