Indice de La asonada militar de 1913 del General Juan Manuel Torrea Capítulo Vigésimo tercero. La sección mixta en la rinconada de San Diego y avenida Balderas Capítulo Vigésimo quinto. Otra brigada de tropas lealesBiblioteca Virtual Antorcha

LA ASONADA MILITAR DE 1913
Apuntes para la historia del Ejército Mexicano

General Juan Manuel Torrea

CAPÍTULO VIGÉSIMO CUARTO
EL 46° BATALLÓN


Este Batallón, que al irrumpir la rebelión armada de febrero de 1913, guarnecía la plaza de Texcoco, había sido organizado por el mayor de Estado Mayor Francisco Barragán como Jefe de Detall y Jefe accidental, ya que el jefe nato, Coronel de Ingenieros Francisco Romero, bien conocido en México desde que hizo sonar su nombre en el duelo que sostuvo con el Coronel Verástegui, no tenía ni había demostrado dedicación para la carrera militar.

Según los datos del Mayor Barragán, el Batallón se había reclutado en Tulancingo y no tenía efectivo completo.

El Mayor Barragán que estuvo en México el sábado ocho, al pasar frente a Palacio, la mañana del nueve presenció cuando un oficial de Aspirantes hablaba con el Oficial de Guardia en la Puerta Mariana y le invitaba a que se uniera al movimiento rebelde.

... Cerca de las diez de la mañana de! citado nueve de febrero, que fue domingo, llegó en su automóvil a Texcoco un Teniente Coronel que después supe se llamaba y se llama, pues aún vive con sus noventa y pico de años, Ignacio Velázquez. Este señor perteneció a las milicias del dicho Estado de Hidalgo, en la época de los hermanos Gravioto, y aunque no es un hombre instruído, sí es apto para desempeñar ciertas comisiones de confianza. Me fue a ver para comunicarme verbalmente una orden del General Victoriano Huerta para que me incorporara con el Batallón a la plaza de México.

Se ignoraba en esos momentos el verdadero estado militar de la capital, pues aunque estuve allí el sábado en la noche y en las primeras horas del día nueve, sólo me pude dar cuenta de que un movimiento disidente o asonada militar había brotado, cuando pasé frente a Palacio y ví que un oficial. de la Escuela de Aspírantes, hablaba con su compañero de guardía en la puerta llamada Mariana invitándolo a que se uniera al movimiento que inició su Escuela. Traté de saber por ellos, de qué se trataba, pero como yo iba vestído de paisano y ninguno de los dos me conocía, no me informaron nada, por lo que decidí irme desde luego a Texcoco, pues eran cerca de las ocho, y el tren de turistas salía a esta hora de la estación de San Lázaro.

Así, pues, cuando el Teniente Coronel Velázquez me comunicó la orden verbalmente, no me extrañó la forma, pues conocía a Huerta y procedí a cumplirla, cosa que no pudo ser desde luego, porque la tropa se encontraba franca y andaba en grupos diversos de paseo con sus oficiales por diferentes rumbos; unos por la Hacienda de Chapingo, otros por la de Miraflores y otros en la plaza.

Con el Corneta de guardia mandé tocar reunión desde puntos adecuados para que la fuerza franca pudiera oir el toque y a las cinco de la tarde estuvimos listos con todo el equipo de combate para marchar a la capital de la República.

Requerí el tren de turistas, único que en esos momentos estaba disponible en la estación y partimos en él, acompañados de las mujeres de la tropa y algunos familiares de la oficialidad.

Llegamos a México cuando ya había oscurecido, pues salimos de Texcoco bastante caído el sol, y una vez en tierra en San Lázaro arengué al personal, haciéndole saber que un movimiento de rebelión había estallado contra el Gobierno de la Nación, y que obedeciendo órdenes, y en cumplimiento de nuestro deber, veníamos a defender y a apoyar a las autoridades constitucionales, pero que si había quien no se considerara leal al Gobierno, podía aprovechar la oscuridad del lugar para abandonarlo; después grité ¡Viva el Supremo Gobierno!, ¡Viva don Francisco I. Madero!, y las exclamaciones unánimes de la fuerza, me hicieron saber que todos, sin excepción, estaban decididos a cumplir con su deber.

En seguida mandé formar la fuerza en columna de cuatro hileras, o lo que se llamaba entonces de cuatro en fondo. denominación incorrecta, puesto que el fondo es precisamente la profundidad y no el frente de la columna. Llegamos a la Plaza. frente a Palacio, donde se formó en línea desplegada. Dejé el mando al Capitán Ayudante, mientras pasaba yo a la Comandancia Militar para dar parte de nuestra incorporación. El Coronel de Estado Mayor Carlos García Hidalgo, que fungía como jefe del Estado Mayor del Comandante Militar, me llevó a presencia del General Huerta, quien por conocerme desde hacía tiempo, por circunstancias que después mencionaré, me presentó con el General José Delgado y otros jefes que estaban presentes, a los que no puedo recordar, y agregó mi presentación con un elogio gratuito, diciéndoles: este muchacho es una ilustración y luego a mí: vayan a tomar colocación donde se les indique, yo pasaré a verlos, no pasará nada. -Pongo entre comillas la última frase, porque es significativa, o al menos así la consideré-.

En seguida García Hidalgo me dijo que tendiera al Batallón a lo largo y en las aceras de las calles del 5 de Mayo, apoyando la cabeza en el crucero con la del Empedradillo, hoy del Monte de Piedad.

Tendida así la tropa, el Coronel Romero, que llegó poco después, y yo, nos sentamos en una de las bancas de hierro, que entonces existían en la banqueta, junto al atrio de Catedral, al Poniente, en la enfilación de la calle del 5 de Mayo para vigilar la tropa. Romero era un ameno conversador, un verdadero canseno en español, y en ocasión como aquella, sacó entretenidas anécdotas de su vasto repertorio, aunque ajenas a la situación del momento, con excepción de una de las últimas que se le ocurrió aquella noche en que ambos casi dormidos, refiriéndose al lugar y al tiempo actuales, me hizo observar al decirle yo: Oiga usted, mi Coronel, nunca me imaginé estar dormitando en la calle, sobre una banca a las tres de la mañana.

Pero mucho menos se imaginaría usted, -me dijo el Coronel, ver y estar en esta calle tan céntrica, convertida en excusado público, para que la ensucien y apesten los cuatrocientos hombres del 49, además de las mujeres y chicos de la tropa.

Así pasamos la noche del nueve al diez de febrero, tropa, oficiales y jefes, sobre las banquetas de la calle, sin recursos para satisfacer las más imperativas necesidades del cuerpo, pues no teníamos qué llevar a la boca, ni agua, ni alimentos, y todas las puertas de las casas de aquella calle, y de todas las calles, seguramente estaban cerradas desde muy temprano, a consecuencia del pánico que habían producido los tiroteos y balaceras, cerradas principalmente en las cercanías y frente de Palacio, y otras aisladas por distintos rumbos de la ciudad con un saldo respetable de muertos, heridos y contusos.

Permanecimos en esas calles mencionadas hasta las diez, esperando órdenes, las cuales se me comunicaron a las ocho de la noche, en que nos movimos hacia el Palacio Municipal para acercarnos a La Ciudadela y atacarla en la inmediata madrugada y, en efecto, muy temprano marchamos por las calles del 16 de Septiembre y de la Independencia ... para detenernos indefinidamente y establecemos en las calles Ancha. hoy Luis Moya, con un extremo de la línea en el crucero o esquina de las de Victoria, sin recibir más orden que la de sostener nuestra posición. En las mismas calles Ancha, se colocaron el Batallón número 7, que mandaba el Teniente Coronel Francisco Vasconcelos. -que vive- y el número 2, a las del Teniente Coronel Eduardo Ocaranza, muerto como General en un combate contra los viliístas algunos años después.

La fuerza de los tres cuerpos citados, quedaron a las órdenes del General Celso Vega, quien substituyó al de igual grado Agustín Sanginés, por haber sido herido en los primeros momentos del combate contra La Ciudadela.

Como dijimos antes, todas las casas cerraron sus puertas desde el primer día de la rebelión de la Escuela de Aspirantes, pues tan luego como la fuerza federal ocupó las calles más o menos próximas al enemigo, las tiendas fueron abiertas por algunos elementos de tropa y sus mujeres, especialmente las que hicieron irrupción en ellas, apoderándose de cuanto de valor se encontraba; de una, miscelánea sacaron los sacos de café y de azúcar, latas de manteca y otros abarrotes con los que confeccionaron el rancho de sus hombres.

Recuerdo que de una casa de empeño, de un español seguramente, situado en la esquina Noreste del crucero de las calles Ancha y Victoria y cuya dueña la había abandonado desde que sonaron los primeros tiros, sacaron mucha ropa de buena clase, cobertores, calzado y rebozos finos, los cuales ostentaban aquellas mujeres, que nunca soñaron en llevar puestos zapatos de a veinte pesos el par, y rebozos y vestidos de seda de más de cincuenta pesos. Por supuesto que también desaparecieron del empeño relojes y otras alhajas finas y corrientes, que como las anteriores prendas, no tuvo tiempo de librar del saqueo el asustado matatías que regenteaba el piadoso establecimiento. Y hasta los gendarmes de la Montada que tenían su cuartel en la calle de Victoria, entre la calle Ancha y la de Revillagigedo, abandonaron caballos, equipo y algunas armas que recogimos o mandamos recoger por orden del General Vega, jefe de la línea.

Una vez instalados a lo largo de la acera poniente de la mencionada calle Ancha, subimos a las azoteas para disparar, lo mismo que de las esquinas, contra los rebeldes que estaban defendiendo La Ciudadela, aunque con muy poco resultado como es de comprenderse, tanto porque los defensores estaban parapetados tras de las bardas o muros del edificio, como porque no teniendo nosotros ningún frente de combate o línea continua de fuego, sino puntos aislados como los cruceros de las calles y tal o cual pequeño sector en las azoteas, no convergían los tiros, para obligar al enemigo a concentrar su gente en los puntos más amenazados, sino que lógicamente. tenía distribuída a dispersión en los ángulos de aproche, por cuanta calle o vía de comunicación accedía a su reducto. Seis muertos y ocho heridos fue el total de las pérdidas del 49° Batallón durante las jornadas de la Decena Trágica. El primer día de tiroteo, quedé sin órdenes precisas. mientrás el Coronel Romero, jefe del cuerpo, fue a introducir a las líneas de combate al 7° Batallón de Infantería que mandaba el Coronel Juan G. Castillo, quien murió de un balazo de los rebeldes al atravesar la calle de Balderas, en marcha con su Batallón para incorporarse a la plaza.

Al mismo tiempo, supe que la prisión de Belem había sido ocupada por fuerzas del Gobierno, mandadas por el valiente Capitán de Estado Mayor Ernesto Robert, por lo que decidí de motu propio mover una parte de la fuerza más próxima a La Ciudadela, por las calles de San Miguel, hasta llegar al crucero del Campo Florido, de donde no pasamos porque los rebeldes tenían emplazada una batería de 80 m.m. enfilando aquella calle, y nosotros no la podíamos batir eficazmente por la orden que teníamos de no atacar, sino limitarnos a sostener nuestras posiciones.

Por lo demás, me dí cuenta, según la actuación de los rebeldes, que también ellos tenían orden de no avanzar, pues ni siquiera intentaron hacer una salida ofensiva por los varios sitios en que no tenían enemigo al frente.

Cuando íbamos en marcha rumbo a Campo Florido y al Parque de Ingenieros, encontré al Mayor de Artillería Agustín C. Hernández, quien encontrándose sin órdenes, me preguntó qué sería bueno hacer en esos momentos, y yo le dije que si quería ir con nosotros apoyaríamos el paso de su batería por la plazoleta de Campo Florido para aproximarnos a La Ciudadela, en espera de otras disposiciones; al regresar el Coronel Romero aceptó la proposición, y nos dispusimos a atravesar la expresada plazoleta que circunscriben las calles de San Miguel, Buen Tono y Campo Florido, y como en el ángulo Sur-Este de La Ciudadela, los felicistas tenían emplazada y en servicio activo una batería, según dije antes, que batía de enfilada las calles de San Miguel, pasamos con ciertas precauciones, rápidamente y pieza por pieza con su armón, pues el tramo batido es de más de cincuenta metros y la distancia entre las dos baterías contrarias, menor de trescientos metros.

Al pasar una de las piezas con su armón, se enredaron las guarniciones del tiro, en pleno arroyo, por lo que el cabo de la dotación de esa pieza, ayudado por sus artilleros, pudieron rápidamente con toda serenidad arreglar el atalaje, para poder avanzar, pues las mulas al sentir la molestia de las correas, se armaron y era imposible que tiraran con libertad, hasta que quedaron desembarazadas del estorbo. Por fortuna, los proyectiles de los cañones pasaban demasiado altos, no abstante la corta distancia a que disparaban, lo que no puede atribuírse más que a la impericia de sus servidores, pues tuvieron tiempo suficiente para rectificar su alza y corregir la puntería. Apenas acababan de pasar sin novedad la calle de Campo. Florido, cada una de las piezas eran recibidas con aplausos de la multitud de curiosos que invadían la calle, entre los que había varios extranjeros, que lo mismo hubieran aplaudido a los contrarios, par haber sorteado con éxito el momentáneo peligro a que estuvimos expuestos.

Instalados en dicha calle y completamente desenfilados de los tiros del enemigo, pusimos en batería una de las piezas Bange de 80 m.m., cerca de la esquina con la de San Miguel para disparar sobre las piezas y los servidores de La Ciudadela, desenfilándola inmediatamente después de cada disparo, pues disparaban cantra ella cuatro piezas de igual sistema y calibre. Uno de nuestros obuses desmontó una pieza contraria, haciendo desaparecer a sus servidores, aunque al poco tiempo, fueron reemplazados por otros. Yo tomé de manos de un Sargento un fusil Rexer y tendiéndome pecho a tierra vacié varios cargadores, disparando contra los que se encontraban más o menos a la vista en el campo felicista. En esta diversión pasamos el día sin anotar pérdidas en nuestro lado, ignarando los que por nuestra actuación haya podido sufrir el enemigo.

Al día siguiente, dejando la fracción del 46° Batallón y la batería en Campo Florido, de acuerdo con el Mayor jefe de dicha artillería, regresé a la Calle Ancha, en donde estaba el resto del 46, y los citados 7° y 2° Batallones, con sus jefes Vascancelos y Ocaranza.

Como he dicho ya, teníamos la orden de sostener nuestras posiciones, y ahora se había agregado, además, la de suspender el fuego, cosa que parece incomprensible, si no fuera parque el alto mando sabía que el enemigo no iba a atacarnos, y así la comprendía yo. Sin embargo, Ocaranza, que tomaba muy a lo serio su papel de sitiador, y como era buen soldado y dinámico, puso su tropa a perforar los muros intermedios frente a La Ciudadela, para lanzarla contra sus defensores a la primera orden. No llegó esa orden como era de preverse, pues las disposiciones de la comandancia militar eran terminantes en el sentido de que no avanzáramos. En estas circunstancias llegó la hora en que se nos comunicó a los jefes de cuerpo, que ya se había concertado un armisticio entre los bandos contrarios, recibiendo yo por conducto de los Ayudantes de la Comandancia la orden de comunicar esa buena nueva -la del armisticio- a los diversos puntos del perímetro donde había fuerzas del Gobierno reiterándoles, por lo tanto, la orden de suspender el fuego.

Comunicadas dichas órdenes, regresamos sin novedad a nuestros puestos notando que también se había suspendido el fuego en La Ciudadela. Sin embargo, en la tarde de ese día en que se avisó que existía el armisticio, tuve que ir con el Pagador Guevara a presenciar el socorro de la tropa que del Batallón había quedado en el Campo Florido, y al atravesar las calles de San Miguel para llegar, y muy ajeno de lo que iba a pasar, notamos que chocaron contra el pavimento del arroyo muchos proyectiles que no acertamos a saber de dónde los disparaban, aunque sí, que lo eran por ametralladora; llegamos al medio del arroyo donde está la fuente del Salto del Agua, y nos protegimos tras de la construcción, que como se sabe, es alta y de espesor más que suficiente para el caso, esperando un rato para acabar de atravesar la calle.

Como cosa curiosa mencionaré que al Pagador Guevara le perforaron la bolsa en que llevaba el dinero, en plata, de la tropa, derramándose unos cuantos pesos, y otro proyectil chocó contra el puño de mi espada de reglamento, pues teníamos obligación de llevarla al cinto, aunque para poco o nada nos servía en aquellas actividades.

Después, nada de operaciones militares, ratificado el armisticio, presos en Palacio, el Presidente y el Vicepresidente Constitucionales de la República en unión del General Felipe Angeles, por su reconocida lealtad al Gobierno que aquellos presidían, y por tener un mando importante en las fuerzas de la guarnición que atacaron a los infidentes, la tragicomedia militar había terminado y empezaba la máxima, la verdadera tragedia nacional, de la que aquella no había sido más que un preliminar.

Así las cosas, el veinte de febrero fuí nombrado Jefe de Día, que por considerarse todavía servicio en campaña empecé a fungir como tal a las seis de la tarde, debiendo haberlo terminado a las veinticuatro horas, lo que no sucedió, por lo que después explicaré.

Hacía un buen rato que estaba cerca del salón de la Intendencia del Palacio Nacional, en donde se encontraban los señores Madero, Pino Suárez y Angeles, cuando uno de los soldados de la guardia encargado de su vigilancia, vino a mí para decirme que el General Angeles deseaba hablar conmigo. En el acto fuí a verlo para ver qué deseaba, y entonces él me preguntó entre otras cosas, si yo sabía qué pensaba Huerta hacer con él, a lo que le contesté, como era la verdad, que no lo sabía, pero que mientras yo estuviera de servicio y cerca de él o de sus compañeros de prisión, no permitiría que fueran objeto de ningún atentado.

Angeles había sido mi compañero de Colegio en Chapultepec y conocía mi modo de pensar tanto como yo el suyo, por lo que le hice saber que el General Blanquet había designado a un individuo a quien yo no conocía, para que fuera a pasar la noche en donde ellos se encontraban, por lo que Angeles me expresó su vehemente deseo de que yo no me separara del salón, y que me quedara toda la noche ahí, deseo que hicieron suyo tanto el señor Madero, como el señor Pino Suárez, quienes se enteraron de la conversación por estar muy cerca de nosotros.

En efecto, el General Blanquet fue a verme cerca de las siete de la noche, o tal vez más tárde, pues esto no lo recuerdo bien, y estando yo en las inmediaciones del salón de la Intendencia, para decirme que iba a mandar a un individuo de su confianza, para reforzar la vigilancia sobre los presos, y que dicha persona pernoctaría en el salón.

Le dije a Blanquet que se me había dado instrucciones de no apartarme del patio que daba acceso al salón dejando que los Capitanes de vigilancia recorrieran los puestos militares, y vinieran a darme parte de las novedades que ocurrieran, por lo que era suficiente con esas instrucciones para vigilar a los detenidos, salvo que él dispusiera otra cosa.

No llegó a presentarse sin embargo el enviado especial del General Blanquet, y yo pasé la noche dentro de un automóvil de la Comandancia, a las puertas del salón. El auto lo había dejado ahí el General Joaquín Chicarro, Jefe Militar del Palacio. Los centineléls de vista y la guardia de vigilancia, los dió el Batallón No. 29 de triste memoria, por la infidencia de sus principales Jefes.

La noche se pasó sin novedad, y al día siguiente cuando fuí a dar el parte correspondiente al Secretario de la Comandancia Militar que lo era el General Espiridión Carmona, quien de años atrás era buen amigo mío, me dijo textualmente:

- Panchito, dice el General Huerta que si quiere usted volver con su cuerpo a Texcoco, puede hacerlo.

- Lo haré desde luego, nada más que se me dé la autorización para tomar uno de los trenes que están en San Lázaro.

Me extendió la autorización por escrito. y a las cuatro de la tarde del día 21, dos horas antes de expirar el tiempo de mi servicio de Jefe de Día, ya estábamos en camino para Texcoco, el personal del 49 Batallón, las mujeres de la tropa y algunos familiares de la oficialidad, quedando en el Hospital de la Plaza los heridos en los combates de los días anteriores.

Al día siguiente, ya en Texcoco, supe los asesinatos del Presidente y del Vice~Presidente, y desde luego me dí cuenta que una protesta armada era inevitable y que el Ejército se iba a sacrificar inútilmente cumpliendo con su deber de apoyar al Gobierno designado por las Cámaras de la Unión, aún con el estigma de una traición histórica e injustificada porque no mejoraba en nada la situación del País.

Esta es la interesante información tomada del original que conservo firmada por el después Coronel de Estado Mayor Francisco Barragán, en aquellos momentos Jefe del Detall del 46 Batallón.

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