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La Constitución de Apatzingan
Carlos María de Bustamante
CARTA PRIMERA
APARTADO DÉCIMO



REGRESO DE FERNANDO VII A ESPAÑA

En aquellos días sobrevino una de las más extrañas ocurrencias que pueden presentarse en el cuadro de las revoluciones de los imperios; tal fue el regreso de Fernando VII a España. Nosotros no acertábamos a creer el desenlace de una de las mayores escenas que pudiera ofrecerse a nuestros ojos. Creíamos que era un ensueño, pues poco antes habíamos visto a Napoleón en el apogeo de su gloria; él mandaba el mundo, donde no con sus armas, con su influjo y prestigio; había sojuzgado a los reyes, erigido nuevas dinastías, plantado sus águilas sobre las torres de Moscú y hecho que toda la tierra enmudeciese a su presencia, como en los días de Alejandro Magno, según la expresión de la Santa Escritura; pero nosotros no nos acordábamos de que él no había nacido para contrariar la naturaleza, ni impedir que una helada acabase con un tercio de su caballería en sólo una noche, ni podíamos creer que la antigua corte de los zares de Moscovia pudiera mandarse reducir a pavesas por el nieto de Catalina II para lanzar de su seno a tan formidable enemigo. Finalmente, no estaba en nuestros principios de política que el suegro de Napoleón el Grande pospusiese los vínculos que lo ligaban de un modo tan brillante como estrecho al engrandecimiento de su imperio, y que la amable Luisa de Austria se viese en un momento cubierta de infamia, arrancada de los brazos de su marido, y mirada como una concubina, cuando había pasado por una legítima esposa. Sí, dígolo con satisfacción, la honradez americana no pudo creer que en el siglo XIX se cometiese un exceso indigno de los siglos godos, habiendo estado por otra parte en manos del gran Napoleón hasta por tres veces y a su disposición el trono de Francisco. Por semejantes motivos dudábamos de la verdad de este cambio. Ni nos hacía menos fuerza ver que Fernando VII, restituido al trono de España a esfuerzos de la lealtad de sus súbditos, correspondiera a sus finezas hundiéndolos en calabozos, haciéndolos morir en patíbulos o confinaciones, restableciendo la Inquisición y los consejos, y proscribiendo para siempre la constitución de Cádiz, por la que pudiera gobernar en paz y ser el ídolo de los pueblos. Mas presto nos desengañamos, y conocimos nuestro error. Interceptamos un correo de Calleja en que todo se veía comprobado. Gloriábase esta fiera de haber dicho anatema a la constitución; de no haber titubeado en proscribirla; de haber destruido en minutos el Ayuntamiento constitucional de México y los demás establecimientos liberales, y de tener la espada levantada para descargarla sobre todo el que siquiera mostrara sentimiento por esta mudanza de gobierno. Vimos asímismo que el general Liñán estaba destinado para venir a obrar con un grueso de tropas, y que por todas partes se forjaban nuevas cadenas con que agobiar nuestros cuellos; a la verdad que esta situación era muy dolorosa. Si tendíamos la vista hacia el Sur, veíamos a Acapulco recobrado por los enemigos, mil veces derrotadas nuestras tropas, perdido enteramente maestro concepto, y hechos por todas partes el objeto del desprecio, aun de los que más nos aplaudían y llevaban la adulación hasta el extremo.

Aumentaba nuestros motivos de sentimiento la conducta inhumana que acababa de tener el coronel Hevia con cuarenta y nueve infelices tomados de leva en San Andrés Chalchicomula y traídos por la violencia al pueblo de San Hipólito, donde el Lic. Rosains fue sorprendido por aquel jefe español la mañana del 19 de julio de 1814; pero no del modo que ha indicado en su manifiesto, pág. 8, sino de otra manera más terrible, según he podido averiguar en Tehuacán; díjoseme que por escapar de la sorpresa dejó encerrados a dichos cuarenta y nueve hombres en una cochera, de la cual fueron sacados por Santa Marina, segundo de Hevia, conducidos a San Andrés Chachicomula, donde estaba este minotauro, se le presentó el cura y todos los vecinos del lugar, manifestándole que tres días antes habían sido sacados por la coacción de sus casas y talleres por Rosains, y llevados violentamente a servir a sus tropas; no hubo remedio, aquel bárbaro pronunció la sentencia de muerte sin autos ni averiguación, y se ejecutó con una descarga cerrada a la orilla de una zanja que estaba inmediata a la iglesia de San Juan Nepomuceno, extramuros del pueblo. Yo los he visitado varias veces, he contemplado allí mismo aquel espectáculo, y pedido al cielo por el descanso eterno de aquellas desgraciadas víctimas.

Así derramaban la sangre americana aquellos despiadados enemigos de nuestra especie. ¡Ojalá y sólo se limitara a ellos, y que de los nuestros no hubiésemos tenido comandantes más despiadados que Hévia!

Poco después de esta noticia, que nos llenó de dolor en Zacatlán, supimos que como de resultas de la sorpresa de San Hipólito, Hosains y Arroyo se habían desavenido y comenzaban a hostilizarse y a acuchillarse despiadadamente donde se encontraban sus soldados; la partida de Andrés Calzada, segundo de Arroyo, se batió con la de un F. Benites, sobrino de Rosains, en las inmediaciones de Tecamachalco, y en el choque quedó aquél muerto. Informóseme asimismo en Tehuacán, que cuando llegó allí la nueva de este suceso, Rosains vomitaba fuego. A la sazón había mandado poner en libertad a un sol. dado de Arroyo que tenía preso en la cárcel, qué sé yo por qué falta ligera: los deudos de este infeliz hombre se hallaban a las puertas de la cárcel esperándolo a que saliese para marchar con él a su casa, gozándose con su libertad; mas ¡cuánta fue su sorpresa cuando lo vieron sacar rodeado de tropa, y que luego lo fusilaron, y después de muerto arrastraron su cadáver! Sea de esto lo que se quiera -hecho que allí se estimó por represalia-, lo cierto es que este hombre desventurado sufrió la pena aun sin la indispensable y sumarísima audiencia de un juicio militar. El Lic. Rosains dice que recurrió a esta exterioridad imponente, como necesaria para medio contener a aquellos hombres bestiales, y que es la única demostración que se le puede acriminar de excesiva. También asegura que lo hizo porque fue este soldado el que primero le hizo fuego a su sobrino ...

Si esta relación está concebida en la misma verdad que el buen tratamiento que dice le dio a D. José Antonio Pérez, hermano del señor obispo de Puebla, a quien dice que le llevaron de su casa de los mismos alimentos que él comía, yo me atrevo a asegurar que es falsa. Hallábame en la casa del cura de Tehuacán cuando le mandó pedir un plato de comida, porque estaba enteramente desamparado en la cárcel subterránea de aquella ciudad; de ella lo vi sacar la tarde del 6 de enero de 1815 y subir al Cerro Colorado montado en una mula de albarda con una muy gruesa barra de grillos en los pies, rodeado de encuerados,con un tamborcillo de mojiganga que le precedía. Mi esposa, observadora de este espectáculo -y que le recordaba el mío que casi fue igual-, se echó a llorar amargamente, y fue necesario meterla a lo interior para que no viese más aquel objeto lastimero. En ese mismo día había salido Rosains para atacar a Osorno en su departamento, empresa de que lo hizo desistir la derrota que sufrió en la hacienda de Zoltepec, junto a Huamantla, de que después hablaremos, y que si la hubiera acometido habría muerto en la demanda, pues lo aguardaban mil caballos en las inmediaciones de Tlasco para acabarlo. Pérez habría muerto en Cerro Colorado a no haber logrado fugarse de la prisión el Viernes Santo de aquel año, en cuya Pascua iba a ser inmolado; pero lo fue muy luego el oficial de artillería Labarrieta, a cuyo descuido o soborno atribuyó Rosains la fuga de Pérez, y también habría perecido D. José Mariano Orea, vecino de Tehuacán, que lo receptó en su casa y proporcionó la fuga e indulto en Puebla, si lograra descubrir este hecho. Si este es el modo caritativo y urbano con que Rosains dice que trató a Pérez, yo convendré con su exposición, aunque entiendo que semejante caridad es desconocida en la moral de Jesucristo: ni dicha urbanidad se tiene como tal en el ceremonial de etiqueta de París. Algunas veces se me presentará ocasión de demostrar los enormes equívocos que ha padecido en los hechos que refiere en su manifiesto, terminando yo por ahora estas indicaciones con asegurar que Rosains logró su objeto cumplidamente, pues de tal modo llegó a imponer al mismo Arroyo ¡cosa rara! y a todo el departamento de su mando, como apenas podría imponer Sila con sus proscripciones en Roma, y el rey Don Pedro en Sevilla, teatro de sus venganzas, que terminaron con su muerte en las manos de su hermano Don Enrique.

Tales eran los motivos de angustia que despedazaban nuestro corazón en el primer semestre de 1814; pero sólo eran el preludio de las demás que iban a sobrevenir, y que el cielo nos ha sacado felizmente, cuando un rayo de esperanza vino a alentarnos, no de otro modo que un sueño alegre convierte a un infeliz aherrojado en las prisiones, el mohoso calabozo en que gime en un paraíso de delicias.

El padre Fr. Antonio Pedroza, franciscano, nos dio aviso desde la barra de Nautla de que el general Humbert había desembarcado allí con el carácter de enviado de los Estados Unidos para franquearnos toda clase de auxilios, y que para hacerlo deseaba tratar con alguno de los primeros generales de la nación, si no podía penetrar hasta donde residía el Congreso. Igual noticia nos trajo dentro de breve el coronel Serafín Olarte, indio célebre en las campañas de Coyosquihui (o sea Coixquihui) en la provincia de Veracruz, que vino por algún pertrecho a Zacatlán y se le dio. Rayón se apresuró a escribir a este figurado ángel de consuelo, y mandó que saliese el intendente Pérez a conducirlo: Rosains por su parte hizo lo mismo y logró que D. Juan Pablo Anaya se embarcase para Nueva Orleáns, de donde procedía Humbert; por tal medida Rayón quedó burlado, y no lo quedó menos que Rosains, pues Humbert era un aventurero explorador, el cual llegó a penetrar hasta Quimixtlán, y de allí regresó a reembarcarse.

En nada menos que en socorrernos pensaba el gobierno angloamericano; sabía nuestras matanzas e infortunios; sabía que carecíamos de buques y localidades marítimas para implorar su socorro; sabía, en fin, el modo bárbaro con que nos trataban los españoles, y a nada se movía, conducta que sólo podrá disculparse -en aquella época, y no en otra- con que estaban invadidos por dos expediciones inglesas, de las cuales a una tomó y redujo a pavesas el capitolio de Wáshington, y la otra fue desbaratada a las márgenes del Misisipí, en enero de 1815, por el valor del general Jackson.

He aquí disipadas en un momento nuestras ilusiones, pero decididos a perecer antes que tornar a la antigua servidumbre. El cielo nos prueba, decíamos confiados en sus promesas, en el crisol de la tribulación; algún día oirá nuestras súplicas y remunerará nuestro sufrimiento. Sin embargo de esto, trabajábamos sin intermisión en alentar al partido, en desvanecer las imposturas de nuestros enemigos, y en mostrar a los eclesiásticos la necesidad y justicia con que deberían negarse a ser instrumentos de la tiranía, a cuyo efecto expidió el general Rayón un manifiesto en que probó el crimen que cometían los sigilistas, que por medio de la revelación del secreto sacramental perseguían de muerte a los americanos, entregándolos a sus enemigos. Alguna vez he dicho confiadamente que los confesonarios fueron en aquellos tiempos las garitas y puestos avanzados del espionaje español para reprimir a las familias inocentes. Si nuestra situación era desgraciada con respecto a la inseguridad en que nos hallábamos, no era menos la del Lic. Rosains. Veíase situado en el centro de un país, que aunque abundante en víveres, estaba abierto, y por él discurrían muchas divisiones militares que le daban caza como en una batida de alimañas, y no le dejaban punto de reposo para engrosarse. Veíase perseguido a dos fuegos, a saber, por los españoles, comandados por Hevia, modelo de la amovilidad, y por José Antonio Arroyo, que repetía sus votos de acabado tantas veces cuantas se acordaba del día en que le había tomado su remonta, y principalmente un buen caballo llamado el Colchón, que seguramente quería más que a su mujer.

Rosains, al desprenderse del lado del Sr. Morelos, trajo consigo varios oficiales principales, como Victoria, el presbítero D. José Manuel Correa, el capitán D. Evaristo Fiallo y D. Martín Andrade. El primero fue destinado a la provincia de Veracruz, donde hizo cosas dignas de la memoria; los otros le acompañaron y sirvieron fielmente. Dedicóse por tanto Correa a buscar asilo en los montes, y afortunadamente halló el Cerro Colorado, inmediato a Tehuacán. Recuerde usted lo que en razón de esto le dije en las Cartas 9 y 10 de la segunda época, primera edición, insertando el manifiesto de este benemérito eclesiástico. Yo no entraré en la descripción de este punto militar, sólo sí recordaré la nota puesta en la memoria estadística de la provincia de Oaxaca del Sr. Murguía, que redacté e imprimí en Veracruz en 1821, donde hablando de las fortificaciones antiguas, cuyos restos admiramos, dije a la pág. 14:

En el Cerro Colorado se notan los vestigios de una fortaleza antiquísima, y además se ve una porción enorme de calaveras en la cima y plaza; es de presumir fuesen de los enemigos que la atacaron, y que los que la defendían se valiesen de igual arbitrio para aterrar a los sitiadores.

Este punto fue en un principio comenzado a fortificar por las mismas manos del cura Correa; Rosains conoció su importancia, se dedicó al mismo objeto con una tenacidad y constancia que le harán honor, y tuvo la satisfacción de burlarse de los ataques infructuosos que procuró darle Hevia, apenas entendió que había escogido aquel asilo.

A los nueve días -dice Rosains, fojas 9 de su manifiesto- de hecho este descubrimiento, se presentó Hevia en Tehuacán. Setenta y tres armas servibles, un cañoncito de a dos y unas cercas de piedras hechas por nuestras manos, y un cajón de pertrecho era todo el aparato bélico con que estaban resueltos a batirse con la mejor división de los tiranos un puñado de hombres mal pagados, viviendo a los cuatro vientos, y sin más agua que la que el cielo llovía.

Catorce días estuvo Hevia dando vueltas en torno de la montaña, sin determinarse a subir. El sabía bien la poca fuerza con que yo contaba; pero no podía combinar los hechos con las noticias: todos los días bajaban las guerrillas a hostilizarlo; la música daba a entender nuestro denuedo, y veía a cada paso formarse porción de gente que le abultaba con los indios operarios.

Cuando yo vi este lugar, que fue en últimos de noviembre de 1814, no pude menos de admirarme, pues encontré allí reunida una división de infantería de más de quinientos hombres, con muy regular disciplina, algunos cañones bien situados y formalizado ya un campamento; noté mucha actividad en dar forma a aquel asilo que llamaría de la libertad, si por una desgracia deplorable no hubiese visto allí derramar lágrimas a algunos inocentes, convirtiéndose en guarida infame de la tiranía, y regenteada por un Pigmalión.

Cuando tuvimos noticia en Zacatlán de este descubrimiento feliz, nos la dio al mismo tiempo el brigadier D. Francisco Arroyave de la fortaleza que D. Ramón Rayón había comenzado a plantear en el Cerro de Coporo, que fue dentro de poco el teatro de la gloria americana, y cuyos fundamentos había zanjado dicho Rayón con sus propias manos. Presentósenos dicho oficial con despachos del Congreso, por los que constaba que esta corporación me autorizaba juntamente con el señor Crespo para que oyésemos en juicio a Rosains y a D. Ignacio Rayón, confiándole entre tanto el mando a Arroyave; no se presentó éste a intrigar, como se ha supuesto, ni en Rayón noté disposiciones para esta bajeza. Proveímos, pues, el auto de comparendo; Arroyave partió a recibir el mando que debiera entregarle Rosains, en quien encontró oposición que procuró vencer, si no podía con las razones, con la astucia y con la fuerza, como todo comisionado hace en tal caso, y por cuya causa Rosains no sólo lo arrestó, sino que lo hizo pasar por las armas en el mismo Cerro Colorado la mañana del 21 de diciembre del mismo año de 1814, como después diré con alguna extensión, convirtiéndose de reo presunto en agresor muy criminal del que por órdenes superiores venía a relevarle del mando.

Aunque yo estaba en compañía del general Rayón, jamás pude entender cuál era el plan que debería este jefe seguir pasada la temporada de aguas que nos detenía en Zacatlán: permanecer allí era imposible por la indocilidad de la gente de Osorno, y más que de él -que en el fondo era un pobre hombre -de sus adláteres, empeñados en perderlo. Emigrar para Cóporo presentaba dificultades, porque era necesario atravesar por los llanos de Apam, donde estaba una fuerte división que a la primera voz se reuniera con la de Tulancingo y nos envolviera, sin contar con otras que se hallaban divididas en destacamentos por el camino; tampoco se podía emprender una marcha forzada con tropa y un tren de artillería pesado y gran cargamento. Rayón se veía allí detenido por dos motivos esenciales: el primero era aguardar las resultas de ciertos comisionados enviados a Oaxaca para seducir la guarnición de Alvarez, que nada hicieron, y uno de ellos al fin fue descubierto, porque era espía doble, y otro aguardar la remisión del dinero, importe de las granas que vendió a D. Francisco Alonso, vecino de Puebla, el cual se hundió en aquella ciudad, y apenas se pudo conseguir que enviase una corta cantidad por medio del brigadier D. Antonio Vázquez Aldana. En este estado de fluctuaciones e incertidumbre, he aquí la mañana del 25 de septiembre a D. Luis de] Aguila con mil doscientos caballos reunidos de varios puntos en Tulancingo, sin perjuicio de otra división que venía de Puebla por Acopilco al mando de Zarzosa, y de D. Anastasio Bustamante. La expedición se condujo con el mayor sigilo, y tanto, que el comandante de Tulancingo, Piedras, se sorprendió cuando vio sobre el pueblo la tropa de Aguila, que creyó fuese enemiga. No pudo recabar éste que le acompañase a la expedición, pues se metio en la cama fingiéndose enfermo. Tengo por muy difícil creer que en Zacatlán se ignorase la aproximación del enemigo, que sólo supimos con respecto al que se dirigía por el camino de Puebla. Aguila tomó buenos guías, pero a dicha nuestra se perdió en un espeso monte y la mucha agua que caía no le dejaba avanzar una pulgada; a esta circunstancia debimos el que no nos sorprendiese en nuestra cama a las dos de la mañana; detúvose a media legua de Zacatlán sin saber donde estaba a causa de una densa niebla, de modo que cuando aclaró el día, que sería como a las ocho de la mañana, avanzó sobre el pueblo, presentándose por el punto de Zacazingo.

Apenas hubo tiempo para formar la tropa en la plaza y reunir las mulas de nuestros equipajes en la casa de nuestra habitación; estaban ya cargadas y salían, cuando fueron tomadas por el enemigo, que procuró envolvernos, pero separándonos del camino y salida del pueblo por una senda hacia el pueblo de Tomatlán, se abstuvieron de seguirnos; debióse a que el grupo que salimos no picamos recio, sino que marchamos con serenidad, y esto les impuso para no seguirnos. Sin embargo, a la salida por la última calle del pueblo algunos dragones en dispersión nos hicieron fuego, uno se acercó a mi mujer, y al tiempo de agarrarla del ridículo, su excelente caballo dio una fuerte cejada como si entendiese el daño que iban a hacerla; tampoco lo barroso del terreno dio lugar a que emprendiesen nuestro alcance estando nuestros caballos de refresco. La tropa de Rayón fue cargada bruscamente, y a eso debió, como dice Aguila (Gaceta núm. 636 de 2 de octubre de 1814), su triunfo; no obstante, fue recibida con brío, y no dejó de costarle algunos muertos. Todo cayó en manos del enemigo; quedamos sin más ropa que la que nos cubría, y no salimos mal parados, pues el vocal Crespo y D. Luis Alconedo, sabio artífice, quedaron prisioneros y después fueron fusilados en Apam. Alconedo había venido de España, para donde se le desterró por denuncia (según él me dijo varias veces) del conde del Peñasco. Si esto es cierto, creo de la generosidad y cristiandad de este señor que sabrá socorrer a la familia de aquel benemérito ciudadano, que también me atrevo a recomendar a la generosidad del Gobierno, pues hizo servicios a la nación, y en él perdió ésta un ornamento de las artes.

El hermano del Sr. Crespo murió de un balazo de un dragón, a quien él simultáneamente disparó su carabina, y ambos expiraron a un mismo tiempo. No es fácil ponderar lo que sufrimos en esta retirada. Marchamos al campo de Alzayanga en busca de Arroyo, y no le encontramos, por último le hallamos en una hacienda inmediata a San Andrés, donde nos dio buen hospedaje; de ella nos trasladamos a Ocotepec, y tuvimos que salir para San Juan de los Llanos, porque Hevia venía en demanda nuestra. Cuando estábamos en la venta de Ojo de Agua, supimos que una sección de Hevia, al mando de Morán, salía de San Andrés para sorprendernos: dirigióse a Huamantla, y dio a su entrada un carácter de publicidad, por el cual evitó el que muchos cayesen prisioneros, como D. José Antonio Pérez, que Hevia habría fusilado irremisiblemente.

En estos momentos angustiados formé la resolución de marchar a los Estados Unidos para implorar auxilios a aquel gobierno, y a cuyo efecto recibí de Rayón las instrucciones y documentos indispensables; proporcionóme mil trescientos pesos para el viaje, un tejo de oro de su mina de Real del Oro, que trabajaba a la sazón que pasó a la secretaría del Sr. Hidalgo -pues no entró en la revolución por hambre ni por robar-, que bien pesaba catorce marcos, y con semejante socorro emprendí mi viaje, que frustró la Providencia por medios desconocidos. Separámonos dándonos un estrecho abrazo en la hacienda de Alzayanga el 28 de octubre de 1814, y el tomó el camino de Zacatlán para Cóporo. Esta peregrinación será asunto de otra carta por ser rara; por ahora nos llama la atención el examen de varios documentos, cuya omisión sería justamente tachada por los sabios y curiosos lectores de esta historia.

Por ahora concluyo esta relación, diciendo que mi pluma se cansa de relatar desdichas, y mi corazón se conmueve al recordarlas. ¡Ah!, la sensibilidad es un enemigo poderoso que nos atormenta sin intermisión, y aun nos hace empalagosa la vida.
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