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La Constitución de Apatzingan
Carlos María de Bustamante
CARTA SEGUNDA
APARTADO PRIMERO



Querido amigo:

El común de los hombres juzga del mérito de las acciones de los jefes por el buen o mal éxito que han tenido sus empresas. Las desgracias que referí en la carta anterior ocurridas al general Rayón, tal vez harán creer a algunos que este caudillo se descuidó enteramente de la libertad de la patria. Es necesario desmentir este concepto con documentos que tengo a la vista, que obran en su causa, y que fueron graves cargos que en ella le hizo el Gobierno español.

El consulado de México, con fecha de 2 de septiembre, dirigió una proclama al virrey, que había recibido de Rayón para que en junta general se les leyese a los europeos, que a la letra dice (obra en el cuaderno primero de la causa, carpeta primera):

Europeos que habitáis en este continente:

La vicisitud que caracteriza todos los establecimientos humanos presenta a vuestros ojos una no interrumpida alternativa de males y bienes, de victorias y desgracias. La España es el gran cuadro en que vemos por espació de siete años representadas todas las decoraciones de esta vida miserable; ejércitos triunfantes repentinamente vencidos; pueblos arrojados en el fango de la servidumbre, levantados a la cumbre de la libertad y del heroísmo; un monarca amado, sentido y llorado generalmente por su cautividad, vuelto ya a vuestro seno, pero hecho el objeto de vuestra execración y anatema; sangre y lágrimas derramadas a torrentes: desdichas y miserias sin cuento ...

¡Ah! tal es la perspectiva que se ofrece a vuestros ojos, y que no puede dejar de conmover a los hombres más helados e insensibles. Dad ya una mirada sobre la que os ofrece este suelo empapado con la sangre de sus hijos inmolados por vosotros.

Disteis, sin duda, al universo el espectáculo más agradable de unión y fraternidad en la capital de México en los memorables días 29 y 31 de julio de 1808, en que recibimos la noticia de la conmoción en masa de España, causada por el arresto de Fernando VII en Bayona; no creísteis que la península pudiese arrojar las huestes francesas que la ocupaban, ni que volviese a su trono el rey, y proclamasteis sin embozo la independencia de la América, creyéndoos felices en este seguro asilo; pero apenas supisteis que los franceses habían sido vencidos en Baylén cuando a vuestra humillación sucedió el orgullo, y a la fraternidad que habíais jurado, el menosprecio más insultante y ofensivo. Desde entonces ya no nos visteis como hermanos, sino como unos seres destinados para vuestra servidumbre; entendisteis que nuestras corporaciones principales trataban de erigir una junta suprema, conservadora de nuestra seguridad, y esta resolución que pasó por heroica en la antigua España, se vio como la más criminal y ofensiva de los derechos de la majestad en la América.

Nos llamasteis traidores; arrestasteis con la mayor tropelía y escándalo la persona del virrey Iturrigaray; sepultasteis en las cárceles a los más beneméritos ciudadanos, haciendo morir a alguno de ellos al rigor de un veneno; mandasteis a España a otros confinados sin la menor audiencia judicial ni recurso de apelación; erigisteis tribunales revolucionarios por todas las capitales de provincia; resolvisteis hacer morir en un día a todo americano de luces o prestigio; levantasteis cuerpos militares llamados de patriotas, y olvidasteis de todo punto lo que debíais a nuestra amistad y a nuestra hospitalidad generosa.

Al mismo tiempo que obrabais de este modo incivil y desconocido, nosotros tomábamos parte en vuestras querellas, sentíamos vuestros males, llorábamos la prisión del monarca y nos apresurábamos a socorrer a la península, mandando hasta nuestros caros hijos para que peleasen entre las filas españolas por vuestra libertad. Más de ochenta millones de pesos, ya de donativos ya de cuenta de particulares, ya de hacienda pública, pasaron a España de ambas Américas, y esta conducta liberalísima y sin ejemplo en la historia, lejos de desarmaros os irritaba más y más; pero el exceso de vuestro enojo subió a su colmo cuando entendisteis que la junta central, menos por afecto hacia nosotros, que por la experiencia tomada de los Estados Unidos de América, de su pasada revolución, y por las relaciones del comercio de Cádiz, declaró parte integrante de la monarquía a los dominios de América, y les concedió que pudiesen nombrar un diputado por cada virreinato: gracia mezquina, ¡vive Dios!, gracia improporcionada a nuestros grandes servicios, y a una fidelidad tan comprobada.

Entonces procurasteis impedir la ejecución de este decreto; pero siéndoos casi imposible por su publicidad, pusisteis en movimiento vuestras malas artes para que fuesen de representantes nuestros aquellos españoles que lejos de conspirar a nuestra dicha común, fuesen a sacar de aquel Congreso, como de la caja de Pandora, todos los males que pudieran sobrevenimos para nuestra total ruina.

Agotado nuestro sufrimiento dimos al fin la voz de libertad nacional, y comenzamos a pedir con las armas lo que no se nos había permitido implorar con los ruegos más humillantes. Sin embargo, en el exceso de nuestra indignación nos mostramos dóciles y moderados; ofrecimos buen trato a los europeos que conducíamos en nuestro ejército prisioneros, quienes comían abundantemente cuando los beneméritos oficiales y soldados ayunaban; os presentamos un parlamento en la montaña de las Cruces, y le hicisteis fuego, violando el sagrado derecho de la guerra; repetimos otro al virrey Venegas, y ni aun quiso oírlo despreciándolo con las injurias y sarcamos más asquerosos, y que degradarían al tabernero más insolente; mancillasteis nuestra reputación religiosa tan justamente adquirida llamándonos herejes, ateístas, y os valisteis de vuestros obispos europeos para que nos reputasen por tales, y fulminasen anatemas. Por vosotros se violó el sigilo sacramental de un modo que escandaliza, y se haría increíble a nuestros hijos. Colocasteis en vuestros ejércitos sacerdotes que, teñidas sus manos con nuestra sangre, pasaban al altar a inmolar la víctima de propiciación, y a rendirle gracia por nuestra ruina.

¿Mas acaso esos procedimientos desconocidos en los anales de la barbarie bastaron para ahogar nuestros sentimientos de humanidad y compasión? Nada menos: vosotros la excitabais, y nosotros os brindamos entonces con la paz y reconciliación, porque lamentábamos vuestra dureza y ceguedad. La nación representada por una junta que mereció el sufragio de todo americano os presentó un plan de paz y guerra, tan justo y comedido, tan equitativo y prudente, como pudiera haberlo dictado el mismo Grocio, pues se ajustó a los ápices de aquel derecho de gentes tan celebrado de la culta Europa.

¿Mas quién de nuestros nietos creerá lo que hicisteis con esta manifestación de nuestra bondad, y con este testimonio de nuestra filantropía? ¡Arrojarlo al fuego por mano de verdugo! ... ¡hacer que la Inquisición y los obispos lo proscribiesen como un libro herético! ¡Ah! ¡pueblos del mundo culto, yo os llamo en nombre de la humanidad afligida para que presenciéis este espectáculo doloroso!

¡Mirad cómo se ultraja a una nación soberana: mirad cómo se confunde con las gavillas de bandoleros y asesinos que degradan la especie de los hombres! ¡Mirad cómo se agotan los sarcasmos y se abusa de las bellísimas frases del idioma de los Alfonsos y Fernandos para herirla, degradarla y envilecerla! ¿Y es esta la filosofía y educación que recibisteis de la sabia Europa, de que os llamáis hijos? ¿Así proceden, así pronuncian un fallo sus magistrados sobre las pretensiones justas de siete millones de hombres sin oírles sus cuitas, ni escuchar sus querellas? ... ¡Humanidad! ... ¡Filosofía!, mirad, repito, estos ultrajes; pero si vosotras os preparáis para condenar a sus autores, los americanos se aprestan para perdonarlos y olvidarlos eternamente ...

¡Españoles! No son estos infortunios los que excitan mi sensibilidad: yo os veo correr ansiosos en pos de una felicidad que no encontrasteis. Aclamasteis al Congreso de Cádiz para que os salvase; jurasteis la observancia de una constitución que os dio, y que mirasteis como la fuente de vuestra felicidad futura; mas vosotros faltasteis al juramento, violándola muy luego en la parte relativa a la libertad de la imprenta. Os prometisteis que vuestro rey sería el primer ciudadano español; pero os engañasteis en vuestra esperanza, pues resistiéndose abiertamente a guardar este código, os ha dejado confundidos y expuestos a ser el blanco del partido llamado liberal que apoyasteis con vuestra aprobación y juramentos.

El decreto de 4 de mayo dado en Valencia os coloca en el estado en que os hallabais cuando el valido Godoy disponía de vosotros a su capricho, y ahora sois tan esclavos de un déspota como lo fueron vuestros antepasados: éstos son los frutos que habéis cogido de vuestras lágrimas y sacrificios hechos por aquel Fernando, en cuyo nombre habéis inmolado más de cien mil americanos.

Recorred nuestras campiñas, y las veréis desoladas; nuestras propiedades, y las veréis invadidas; nuestros templos, y los veréis saqueados y profanados; veréis poluido lo más santo, hollado lo más sagrado, y derramada por todos los ángulos de la vasta América la sangre, el duelo y la muerte ...

Miraos y contemplaos ahora esclavos de vuestros jefes españoles, y cargados con el odio de los pueblos que oprimisteis. ¿A dónde iréis, miserables? ¿Qué tierra os dará una acogida favorable? ¿Qué padre os unirá a su hija? ¿Qué amo os confiará sus intetereses, si vuestra presencia misma trae consigo la memoria de vuestra odiosa conducta? ¡Qué diversa sería ahora vuestra suerte si os hubieseis unido con nosotros, si hubiésemos formado un cuerpo político estrechado por las relaciones de religión, de leyes, de costumbres y de idiomas! Todos formaríamos una nación colmada de riquezas; tendríamos un ejército numeroso, una escuadra que cuidase de nuestras costas, viviríamos en el seno de la abundancia y seríamos el objeto de la envidia de las naciones ...

Acordaos que os brindamos con la paz: acordaos de que antes de indisponernos, un colega mío (el editor de este Cuadro) erigió una medalla para perpetuar nuestra fraternidad simbolizada en tres manos, y no cesó de clamar en tiempo por la paz y la unión.

¿Qué, no os movieron estas efusiones de nuestra magnanimidad? ¿Ni las lágrimas de los pueblos? ¿Ni sus dones? ¿Ni el sacrificio de nuestros hijos por vuestra libertad? ¿Ni nuestra moderación y sufrimiento en medio de tantos ultrajes? ¡Oh españoles! Ya os habéis desengañado de que somos hombres y no máquinas; ya habéis visto que nuestra moderación no es apatía insensible, ni nuestra urbanidad afectuosa es bajeza; hemos destruido vuestros ejércitos, a merced de nuestra constancia, valor y sufrimiento; a nuestra intrepidez debemos las armas mismas con que ahora peleamos: las hemos ganado brazo a brazo; capaces somos de disciplina y de elevarnos a la cumbre del poder. Acordaos de la memorable jornada de Agua de Quichula en que combatimos a campo raso con vuestros más famosos veteranos; acordaos de las de Tenancingo, de Zitácuaro, de Zacatecas, de la Barca, de Zacoalco, de Piñones, de Huajuapam, de Cuautla Amilpas, de Coscomatepec, de Orizaba, de Oaxaca, de la Raya de Guatemala, de Acapulco, de Izúcar, de Tixtla, de las Cruces, y de otras muchas que nos harán honor en las páginas de la historia ...

Pero olvidemos por ahora la memoria de acontecimientos y'prez, ganados con sangre de hermanos, y entrando vosotros a cuentas con vosotros mismos, decidnos: ¿acaso renunciáis a nuestra amistad? Nosotros os abrimos el corazón y los brazos para recibiros; mostraos, pues, dóciles y moderados en vuestras pretensiones, y consolaos con que formaremos un pueblo y una familia de hermanos; yo os llamo, españoles, y reunidos con los dos colegas que me acompañan, reclamaremos todos la bondad del soberano Congreso mexicano, y nos dedicaremos a haceros tan felices como a nosotros mismos; aprovechaos del momento; olvidad aquella patria en que están anidados los cuidados, los odios y la injusticia, donde el padre es desconocido de su hijo, y todos son embatidos por el oleaje de la tiranía absoluta ...

No esperéis a vernos unidos con nuestros aliados; tal vez entonces no podremos otorgaros lo que ahora os concedemos gustosos. Penetraos de la rectitud de nuestras intenciones, y creed que mi ambición se limitará a veros telices, y a gozarme con vuestra dicha en el seno de mi familia. Temblad al acordaros de los desastres de la anarquía, y obrad de modo que hagáis olvidar a los americanos todo lo pasado: no perdáis de vista la buena fe y el honor; y sabed que cimentada la reconciliación sobre estas bases, vuestras vidas, propiedades, y cuanto amáis de más precioso, quedará al abrigo de las leyes, y cada uno de nosotros será un fiscal que invigile sobre su observancia.

Cuartel general de Zacatlán, agosto 19 de 1814.
Lic. Ignacio Rayón.
Por mandado de S. E.
Ignacio Camacho, secretario.
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