Índice de Memorias de Don Adolfo de la Huerta de Roberto Guzmán EsparzaPrimera parte del CAPÏTULO CUARTOTercera parte del CAPÍTULO CUARTOBiblioteca Virtual Antorcha

MEMORIAS DE ADOLFO DE LA HUERTA

CAPÍTULO CUARTO


(Segunda parte)



SUMARIO

- Con pasaporte ajeno.

- Intento de entrar por el norte. - Francisco R. Velázquez.

- Prófugos de las autoridades americanas.

- Una proposición de ayuda oficial norteamericana.

- Datos complementarios sobre el movimiento de 1923.

- Elementos revolucionarios en el movimiento de 1923.




Con pasaporte ajeno.

El señor De la Huerta, con pasaporte de Pérez Heredia, cuya letra estuvo tratando de imitar con poco éxito en la oficina de inmigración americana de Key West, entró a los Estados Unidos. Parece sin embargo que a pesar de que la: diferencia de caracteres fue explicada como consecuencia de un fuerte mareo, las autoridades americanas no lo creyeron del todo y posteriormente hicieron aclaraciones sobre la falsedad de la firma.

Aquella sustitución de personas, que fue telegrafiada a Washington, dio al gObierno americano una causa justificada para poder ordenar la detención de don Adolfo y evitarse así la situación embarazosa que su presencia le habría causado recordándoles sus promesas incumplidas y su compromiso de no tomar injerencia alguna en asuntos de nuestra legislación interior. Las órdenes de aprehensión fueron dadas en forma terminante. Un senador americano, amigo de don Adolfo, a quien éste le había pedido que le entrevistara en el hotel (el senador Burson, de Nuevo México) al encontrarse con De la Huerta en Nueva York, le dijo:

- Ya en Washington tienen noticias de que ha entrado usted con un pasaporte que no es el suyo, burlando a las autoridades americanas y corre usted peligro inminente, porque si lo detienen lo entregan a sus enemigos, pues como mexicano, lo tienen que deportar a México por haber violado la ley americana, que es un asunto tan delicado aquí. Así es que mi consejo es que no vaya usted a presentarse en Washington, porque no lo dejarían llegar a la Secretaría de Estado ni a la Casa Blanca a hablar con Hughes; lo aprehenderían en el camino. Si aquí mismo se exhibe usted, cualquiera que lo encuentre lo haría aprehender.

Burson era amigo de Hughes, venía del Departamento de Estado y sabía perfectamente el peligro en que estaba don Adolfo.

- Procure que no lo vea nadie -le decía- porque hay órdenes por todos lados para que se le detenga a usted.

Y añadía:

- Ocúltese, porque aquí corre usted tanto peligro como en cualquier Estado de su país.

Como coincidencia curiosa, el comentarista quiere referir que en esos días, teniendo algún tiempo libre, entró en un teatro en los que había cine y variedad. Trabajaba allí el famoso vaquero humorista Will Rogers. Aquel tejano tenía la costumbre de salir a escena manejando un pequeño lazo con habilidad poco común, y en tanto que lo hacía florear en diversas formas, monologaba ingeniosamente sobre tópicos de actualidad. Aquella noche Rogers dijo poco más o menos:

- He visto algo sumamente raro: Un ex presidente de México ... ¡Vivo!

Por supuesto que Rogers no había visto a don Adolfo, ni siquiera imaginaba que se encontraba cerca de él. ¡Qué gran sorpresa se habría llevado si hubiera sabido que el interesado se encontraba a unas cuantas calles del teatro!

Don Adolfo se entrevistó con el general Alvarado, le comunicó la opinión de los generales y le preguntó si quería ir a Tabasco a sustituir a Cándido Aguilar en la jefatura provisional para que éste se viniera a alcanzar al señor De la Huerta o prefería irse con él a Sonora, dado que los informes de Burson le hacían comprender que no había nada que esperar en el sentido de hacer variar la política de los Estados Unidos en contra del movimiento de 1923.

- No -contestó Alvarado- a Sonora no puedo ir. Tú sabes que me desprestigiaron allí Maytorena, Obregón, Calles y todos. Me hicieron pedazos y yo no he tenido tiempo de ir a defenderme allí; en cambio en el sureste tengo mi fuerza. Yo quiero irme para allá.

- Bueno, pues vas y le dices a Cándido Aguilar que vas a sustituirlo porque a él lo voy a necesitar. Que venga a incorporarse conmigo a la frontera y que busque a Alfonso mi hermano, quien ha de localizarme.

Así, De la Huerta extendió el nombramiento a Alvarado. Alguien supo esto y se lo comunicó al general Cándido Aguilar, quien, naturalmente, sin conocer detalles, se contrarió creyendo que se había obrado deslealmente en su contra y que se mandaba a Alvarado para que lo sustituyera dejándose en condiciones muy desfavorables entre los suyos. Posiblemente, como el propio señor De la Huerta ha explicado a este comentarista, aquella actitud de Cándido Aguilar era excusable, pues desconocía la opinión de los militares, desconocía también los propósitos de don Adolfo de utilizar su cooperación en el norte y además aún era Aguilar un hombre jóven y no podía pedírsele la madurez de criterio que adquirió después. Por su parte, don Adolfo tampoco podía comunicar todos sus planes, cuyo éxito dependía de la más completa reserva. Alvarado los conoció y en su peculiar estilo de hablar dijo:

- Eso sí: a tu tierra, grulla, que las otras no son la tuya. Allá es donde tú debes ir. Yo estoy declarado hijo predilecto de Yucatán, así es que allá voy yo.

Tanto Aguilar como Jorge Prieto Laurens estuvieron poniendo telegramas a don Adolfo dirigidos a los Estados Unidos. Esos telegramas, indiscretos, por no llamarlos de otra manera, dieron por resultado que Obregón supiera con certeza que De la Huerta se encontraba en el vecino país y naturalmente, Obregón, que conocía el ascendiente de don Adolfo sobre la tribu yaqui y el respaldo con el que contaba en Sonora, no necesitó mucho cavilar para suponer con acierto cuál era el destino de De la Huerta. Inmediatamente mandó a marchas forzadas un contingente de diez mil hombres para tapizar Sonora a fin de no dejarle entrar por ningún lado.

Por más que Obregón negara públicamente cualquier cualidad a De la Huerta, sabía de sobra, pues le conocía muy bien, que llegada una situación difícil, don Adolfo sabría capotearla. Por otra parte, sabía muy bien el resplado que los yaquis le darían, pues los que le habían ayudado a triunfar en los combates de Santa Rosa y Santa María, sobre todo en éste último, habían sido traídos de la sierra por De la Huerta.




Intento de entrar por el Norte.
Francisco R. Velázquez

Terminados los asuntos de Nueva York, don Adolfo, en compañía de Enrique Seldner, salió para Phoenix, Arizona, donde se encontró con el que esto escribe, quién se le había adelantado para dar instrucciones a su hermano, el general Alfonso de la Huerta.

Ya en Phoenix, don Adolfo mandó llamar a Francisco R. Velázquez, que se había manifestado partidario del movimiento. Había sido un gran simpatizador de De la Huerta, quien en otra época le nombró gobernador interino de Sonora por pocos días. Acudió Velázquez al llamado del señor De la Huerta y éste le dio instrucciones para que alistara una partida, aunque fuera pequeña, para que él pudiera pasar a territorio mexicano.

Era aquel un plan desesperado, quizá descabellado, pues ya teníamos noticias de los contingentes que Obregón había mandado a Sonora, pero el señor De la Huerta estaba dispuesto a batallar hasta lo último, aunque fuera en tan desventajosas condiciones.

Se proyectaba entrar en compañía de diez hombres, para instalar el gobierno provisional en un sitio cercano al Cerro de la Gamuza. Al estar listo ese ejército en la frontera, debería avisamos para que con todo sigilo nos incorporáramos. Acompañaría a Francisco Velázquez el mayor Rábago, concuño que era de Froylán Manjarrez, muchacho muy leal y valiente, además Benito Peraza y Juan Córdoba.

Dos días después tuvo noticias don Adolfo de un manifiesto que iba a lanzar Velázquez y que señalaba lineam!entos políticos sociales enteramente distintos de los que él le había dado.

Hablaba aquel manifiesto de dar garantías al capital; de poner las cosas en orden; atacaba a Calles: en fin, una serie de tonterias o errores. De la Huerta no pOdía comprender qué le había pasado a Velázquez, no parecía sino que hubiera estado en estado de embriaguez cuando redactó tal documento. Mandó hacer averiguaciones y le avisaron de allá que se había vuelto a Phoenix y que estaba en su casa.

Entonces envió a este comentarista con instrucciones de traerle consigo. (Y para mayor claridad permítaseme hacer la siguiente relación en primera persona). Llegué a la casita que en las afueras de una pequeña población vecina habitaba Velázquez; encontré a su hijo, muchacho como de veinte años y le dije que venía por su padre pues el jefe quería hablar con él; que ya sabía que se encontraba en la casa. El muchacho aceptó desde luego la presencia de su padre, pero me advirtió que estaba completamente loco.

- Pues loco o cuerdo, yo tengo instrucciones de llevarlo con el jefe y tengo que cumplirlas.

Fue a hablar con el padre y a poco se presentó éste, diciéndome:

- Si el jefe quiere hablarme, que venga ¿por qué he de ir yo?

Poco tardé sin embargo en convencerle de que su papel era obedecer y emprendimos el viaje. Yo manejaba el Ford y sólo recomendé al hijo que cuidara a su papá no fuera éste a apretarme el cuello mientras yo manejaba. No hubo ningún conato de ataque, pero era evidente que el pobre hombre estaba enteramente trastornado.

Mirando unos sembrados me decía:

- Ve: ¿ya ve por qué no se dan las cosechas? Es que esta gente no sabe la matemática.

Y otros disparates por el estilo.

La entrevista con don Adolfo fue violenta. El jefe le reprochó su conducta y lo acusó de fingir enajenación mental para no cumplir con la comisión que se la había dado y el loco se enfureció y trató de arrojarle a la cabeza una gran escupidera de latón. Se interpuso don Adolfo Pecina, que estaba presente, y recibió un baño de agua no muy limpia y colillas de cigarro. Había sido precisamente Pecina quien había informado al señor De la Huerta sobre el retorno de Velázquez.

El jefe se convenció así del estado mental de aquel pobre hombre quien, en un momento de lucidez le dijo que un amigo, que se había hecho pasar por correligionario, le había dado un vaso de cerveza al que le notó un sabor raro y que acabando de tomarlo perdió el conocimiento.

En tales condiciones el jefe de la proyectada expedición, hubo que prescindir de ella y mandar al pobre a un hospital, donde murió al día día siguiente.




Prófugos de las autoridades americanas

Dos días después del fiasco de aquella fracasada incursión a territorio mexicano, el amigo Pecina informó al señor De la Huerta que el administrador de correos de Phoenix, un individuo de apellido Johnson, tenía conocimiento de que nos encontrábamos en aquella ciudad y que él, como simpatizador de don Adolfo. le daba aviso para que a su vez nos lo transmitiera, diciendo poco más o menos:

- Yo sé que usted está en contacto con De la Huerta; no me lo niegue, porque no quiero oir una contestación que implique una duda sobre mi lealtad y sinceridad de amigo para usted.

- No -contestó Pecina- no se lo niego.

- Bueno, pues yo sé que él está aquí y ya el Departamento de Justicia tiene conocimiento de ello. Sáquelo de aquí porque si no, lo van a detener mañana mismo.

Esa noche salimos precipitadamente con tal género de precauciones que parecían exageradas para quienes no conocíamos la verdadera y peligrosísima situación, pues tampoco sabíamos lo relativo al pasaporte falso, ya que don Adolfo entró en los Estados Unidos un día antes que el que esto escribe. Tampoco sabía nada de los informes que el senador Burson había dado, ni del aviso de Pecina sobre la inminencia de un arresto. Nada de ello me había dicho don Adolfo, y por tanto yo ignoraba que las autoridades federales, tanto como las locales en su auxilio tenían órdenes precisas de aprehender al señor De la Huerta y acompañantes.

Aquel Johnson que le dio el aviso a Pecina, le explicó que en parte desobedecía las órdenes que él mismo había recibido, porque sabía que De la Huerta era un hombre de bien y que no cometía ningún delito cuando luchaba por el bienestar de su patria.

Llegamos a Los Angeles, perdidas las esperanzas de poder cruzar la frontera; agotados todos lOS elementos, pues los últimos fondos que remitió el licenciado Zubaran Capmanl de Nueva York (donde se le habían enviado de México) eran los que se habían empleado en la fracasada expedición de Velázquez.

Pasábamos por argentinos y siempre bajo la constante amenaza, para don Adolfo principalmente, de ser descubiertos y entregados al gobierno de Obregón.

En tales condiciones, un día leyó don Adolfo un periódico local la noticia de que venía un abogado de apellido Cahill, que era ayudante del Procurador General de Justicia, tratando de localizar a alguien responsable de algún delito contra las leyes de inmigración y algunos otros detalles más. Don Adolfo tuvo la intuición de que era a él a quien se trataba de localizar. Llamó entonces a su amigo Mr. Cole y le dijo que estaba seguro de que Cahill venía en su busca enviado por el Departamento de Estado. Cole no se inclinaba a creerlo así, pero De la Huerta insistió y como Cole le dijera que era amigo personal de Cahill, don Adolfo le dijo que fuera a verlo y que le pusiera las cartas sobre la mesa diciendo que si Cahill se comprometía bajo su palabra de honor a no entregarlo al gobierno de Obregón y garantizar su residencia en los Estados Unidos, él estaba dispuesto a presentarse a las autoridades americanas.

- Sí; no es vida la que estoy llevando; juzgado mal hasta por mis propios amigos. Y yo sé que si ellos (el gobierno americano) me llevan la ventaja de sorprenderme, entonces se creerán con derecho para entregarme. En cambio, de esta otra manera no. Conozco bien la psicología americana.

- Muy bien -repuso Cole y se fue a hablar con Cahill.

Dada la amistad que existía entre ambos, Cahill no tuvo empacho en confesarle que venía buscando a De la Huerta, pues tenía noticias de que se encontraba en Los Angeles. Cole le pidió su palabra de honor de cumplir las condiciones señaladas por De la Huerta y a cambio de ello prometió que lo localizaría y que se entregaría, pero haciendo constar que ello era voluntariamente. Cahill aceptó y fue conducido por Cole a la presencia de don Adolfo.

- Ante todo -exclamó Cahill-, quiero que me diga usted cómo ha hecho para que no haya podido localizarlo toda la pOlicía americana ni los numerosos agentes de los Estados.

- Sería largo de contar -respondió don Adolfo sonriendo.

- Pues me interesaría conocer todos los pasos que usted dio porque realmente es un caso único en la historia de los Estados Unidos. Es verdaderamente curioso, y para mí tiene mucha importancia.

Cahill tomó una gran simpatía al señor De la Huerta. En presencia tanto de él como de Cole, llamó por larga distancia a Washington expresando que había empeñado su palabra a don Adolfo en el sentido de que tendría garantías y que lo tenía a su disposición. Le contestaron que estaba bien y que podía confirmar sus promesas.

Cahill dijo a Cole allí mismo, que si no hubieran aprobado su actuación, no habría entregado a De la Huerta, sino que le habría ayudado a seguir oculto. ¡Bello rasgo de nobleza de un norteamericano que apenas acababa de conocer al patriota mexicano!

Cahill se fue y más tarde, por conducto de Cole, recibió De la Huerta aviso de que debía presentarse en Washington ante las autoridades americanas, pero en el camino recibió contraorden e instrucciones de transladarse a Nueva York. Así lo hizo, allí, después de unos días lo fue a visitar Cahill quien le dijo que en opinión de Washington era mejor que permaneciera en Nueva York y no en Los Angeles para evitar suspicacias del gobierno mexicano. Satisfizo a De la Huerta aquella explicación y Cahill le pidió también que se abstuviera de hacer declaraciones y le manifestó que en el ambiente oficial había encontrado grandes simpatías para él.




Una proposición de ayuda oficial americana

Hubo un momento en las relaciones internacionales de México y los Estados Unidos, durante la administración que encabezó el general Calles, en el cual la situación fue tensa en extremo. Coincidiendo con tales circunstancias, el mismo gobierno que había ayudado a Obregón y combatido con él el movimiento de 1923, intentó hacer renacer tal movimiento dando facilidades al señor De la Huerta para que reanudara la lucha, ofreciéndole para ello los medios, es decir, los fondos indispensables. El gobierno americano (o sus representantes) no imaginaban que don Adolfo se pudiera negar a recibir tal ayuda que le habría permitido reanudar la lucha, esta vez con mucho mayores probabilidades de éxito.

Pero el asunto es demasiado importante para correr el riesgo de olvidar o alterar involuntariamente cualquier detalle trascendental, y en el caso todos los son. Así pues, dejamos nuevamente la palabra a nuestro relator y gran memorista.

Dice don Adolfo de la Huerta:

Se me presenta un día Eulalio Román, ex banquero de México que estaba exiliado en los Estados Unidos por equis razones y que simpatizaba con nuestro movimiento, diciéndome que se le habían acercado dos individuos proponiéndole entrar en arreglos conmigo. Querían que tuviéramos un cambio de impresiones; eran un tal Gallagher y otro Mr. Lee.

- ¿Qué quieren esos señores? -inquirí.

- Pues, hombre, se interesan por México. Uno de ellos es broker, el otro es un hombre de negocios retirado y quieren platicar con usted sobre México.

Tuvimos una, dos, tres conferencias y por último me dice uno de ellos:

- Reconocemos que usted tiene la justicia; que el gobierno de los Estados Unidos cometió una injusticia y un error, porque, aunque tengamos de nuestra parte al gobierno, no tenemos al pueblo, y han comprendido que no es esa la política que debe seguirse y quieren cambiar y corregir el error que cometieron ...

- No; me equivoco; eso lo dijo el otro individuo, esos señores me dijeron solamente que había simpatías para mí.

(A pregunta del comentarista sobre quién fue el que dijo aquello):

- Otro delegado del Departamento de Estado que me citó en Baltimore. Pero esos dos bichos me dijeron únicamente que se jugaban la carta conmigo; que los Estados Unidos habían cometido un error. Pero el que me dijo que querían rectificar, fue el de Baltimore, donde se me llamó para que un enviado importante hablara conmigo y ese fue el que me dijo:

- Espere usted buenas noticias, porque el gObierno de los Estados Unidos ha comprendido esto y esto y esto ... -lo que dije antes.

Regresé yo a Nueva York y dije: pues a esperar; pero ya estaba yo tratando con aquellos señores sobre la manera de financiar la revolución. Se me presentaron esos individuos como interesados en obras de puertos y caminos y me dijeron que la forma de reembolsarles los diez millones de dólares que me facilitarían, sería dándoles todos los trabajos de obras de puertos, para lo cual se abriría un crédito amplísimo: caminos, presas, en fin, todo benéfico y a precios razonables y debidamente discutidos, que la iría amortizando en veinte años.

Bueno, pues yo vi la proposición aquella muy aceptable: empresas privadas, particulares, todo en beneficio público ... ¡ah! con derecho a denunciar minas .... Sí, hombre, cómo no; todas las que quieran; nos conviene que se trabajen ... Pues seguimos platicando y ya estaba por formalizarse el asunto cuando se me ocurrió, en señal de trato, decirles que situaran al general Enrique Estrada, que se hallaba en Los Angeles, cien mil dólares para que fuera preparando una expedición que yo le señalé. ¿Se acuerda usted? Seis Estados alrededor de Jalisco: Michoacán, COlima, Guerrero, etc. Que preparara la expedición para salir por mar; que tendría barco y que se fuese alistando; pero por lo pronto esos cien mil dólares, además de que iban en auxilio en momentos muy difíciles para Enrique Estrada, iban a servir para formalizar la operación que me pintaban aquellos muy favorable. Muy bien. Esos individuos no podían situarle directamente a Estrada, sino que se valieron de un abogado amigo que se le acercó y le dijo:

- Yo le voy a conseguir a usted cien mil dólares y a Estrada le vino la idea del ataque sobre Baja California y cuando recibió mi carta explicándole para qué eran, me contestó en forma un poco dura porque, según él, lo hacía menos, o no le daba nombramiento de secretario de Guerra (tal se traslucía a través de su carta) y le señalaba a Angel Flores los Estados de Nayarit, Sinaloa, Sonora y Baja California. Eso le cayó muy mal a él porque tenía metido entre ceja y ceja lo de Baja California. No hubiera yo discutido con él ese punto, pero es que él no sabía lo que yo estaba haciendo y que esos cien mil dólares no eran en realidad para empezar desde luego, sino para saber si eran en serio las proposiciones que me habían llegado a través de Gallagher y Lee.

Fue entonces cuando conocí al amigo de usted, el ingeniero Sikorsky (don Adolfo se refería al ingeniero Igor I. Sikorsky, el famoso diseñador del helicóptero que lleva su nombre, y muchos aparatos de aviación, entre ellos el primer tetramotor, y a quien efectivamente el que esto escribe se halla ligado por antigua y firme amistad). Fui yo a ver unos aeroplanos que tenía pedidos de la Argentina y de Chile y que me iban a pasar a mí. Cuando llegamos a sus talleres, se trataba de demostrar el bimotor. Me invitaron a subir y subí. Bajamos y después me enseñó allí toda su fábrica, un álbum en donde tiene fotografías de los primeros aparatos construidos por él y en una de ellas está saludando al zar Nicolás II.

Había un agente consiguiendo barcos de los que habían servido en la guerra anterior a precios muy bajos. Ya yo tenía señalados a una infinidad de jefes. Iba a ser una invasión por todos lados; por mar y por tierra. Y un día me dicen aquellos señores:

- Pues siempre no vamos a firmar hoy. Hasta que nos llegue una noticia que estamos esperando. No salga usted de su hotel.

A poco rato me dijeron que tenía que ir a Newark a hablar con un individuo, una persona interesante y que después de mi plática con él firmaría. Me llamó la atención aquello. Ya vino Eulalio Román a hablar conmigo por indicación de aquéllos y Mr. Cole por mi para llevarme al hotel de Newark. Había llegado aquel individuo en automóvil, pues estaba parado y tenía placas de Washington. Mr. Cole conoció y saludó al chofer. Cole conocía media humanidad, a todo Washington y la señora tanto o más que él. Me había llevado una infinidad de senadores allí a mi casa y me llevó con ellos al hotel; me presentó más de 20 senadores, todos ellos simpatizadores míos.

Bueno, llego a hablar con aquel individuo y aunque no puedo asegurar porque nunca lo conocí antes, creo que era Mr. Kellogg, el secretario de Estado en persona. Era nervioso, bajo de cuerpo, medio jorobadito al andar; sumamente nervioso: le llamaban la nerviosa Matildita ¿Se acuerda usted?

Y todos esos detalles me hicieron creer después que era él mismo. Pero de momento eso era lo que menos me imaginaba yo. Se me presentó como presidente del Shipping Board, presidente o vicepresidente (no recuerdo exactamente). Después de los saludos de cortesía, me repitió lo que el de Baltimore me había dicho: que el gobierno americano se había dado cuenta de que había cometido una injusticia con el pueblo de México, pero que el dinero que se me iba a facilitar debía ser incluído en la deuda de los aliados que, a través del Shipping Board tenían. Usted sabe que el Shipping Board era la institución encargada de facilitar petróleo, barcos y todo lo relativo a los aliados durante la guerra y que terminada ésta, subsistió como un organismo moribundo pero aún funcionando. Y me dice que ese dinero iba a ser incluído en esas deudas hasta veinte millones de dólares y que si necesitaba más, lo que fuera necesario. Que se iba a considerar a México como un país aliado con la misma política y las mismas tendencias dentro de los aliados de los Estados Unidos.

- Yo no acepto ningún préstamo en esa forma, y menos del gobierno americano.

- Pero usted ha estado tratando ...

- Yo estoy tratando con algunos particulares, pero no con el gobierno de los Estados Unidos.

- ¡Oh! A estos mexicanos no se les entiende (nervioso y excitado) ¡Vienen a pedir dinero y cuando se les pone en las manos dicen que no! ¿Cómo se entiende esto, Mr. Cole?

- A lo que respondí: está usted muy equivocado.Yo no he venido a pedir dinero, ni menos al gobierno americano. A mí me han venido a ofrecer inversiones que resultan de momento aprovechables para el movimiento reivindicatorio en México y por eso he entrado en arreglos con esos señores. Pero usted representa al gobierno americano y no recibirá de mí petición alguna ni aceptación de mi parte a ninguna de sus proposiciones. Yo no soy representante, en realidad, del pueblo de México y ni quiero ni puedo hacer ningún compromiso para mi país de carácter internacional. Yo, en el terreno comercial, muy bien, pero de política internacional no puedo tratar nada.

- Oh, ¿pues usted estaba creyendo (en tono de conmiseración) que estos hombres le iban a prestar ese dinero sin conocimiento del Departamento de Estado? Si eso creyó, está usted muy equivocado. Sin la aprobación del gobierno americano, ni un penny tendría usted.

- Pues si es así, ni un penny quiero. Hasta luego.

Y lo dejé hablando con las manos en alto, con ademanes nerviosos que fueron más que nada los que me hicieron creer que era Mr. Kellog.

- Vámonos, Mr. Cole.

Cole iba verdaderamente contrariado; en cambio, Eulalio Román me tomó del brazo y me dijo: Me puede mucho, pero ¡qué gusto me da encontrar al hombre de siempre!

Me bajé sin esperar el elevador, por la escalera, desde el quinto piso. Dejé vociferando al señor aquél y me fuí otra vez para Nueva York.

Todo se había perdido. Inmediatamente ordené, mejor dicho, indiqué a Román:

- Vaya usted a decirle a Gallagher y a Lee que suspendan toda entrega o remesa de fondos.

Mientras tanto ya Enrique Estrada había dispuesto de cincuenta y seis mil dólares para organizar aquella descabellada incursión a la Baja California y cuando fue a pedir los cuarenta y cuatro mil restantes, le dijeron que ya no se podía.

- ¿Cómo es que no se puede? -preguntó.

- Pues no. De la Huerta dio órdenes.

Y Estrada creyó que yo, nada más por entorpecerle sus planes, había dado órdenes para estorbar sus gestiones encaminadas a tomar Baja California y se declaró en mi contra.

Por eso en las declaraciones que hicieron cuando fueron procesados, me pusieron de oro y azul. Por supuesto que yo estaba encantado de que me trataran así; en primer lugar porque me quitaban toda connivencia con ellos, pues me insultaron hasta que se les hizo amargo. No sé si se acuerda usted del proceso. Y en segundo lugar porque dije: En el pecado llevan la penitencia. Me han insultado, me han calumniado, han hablado pestes y horrores de mí y algún castigo han de tener y ese castigo ha de ser el descrédito ante las autoridades americanas, porque ellas si conocen la verdad. Esa mala opinión de las autoridades americanas es el castigo que llevarán; lo que siento es que los vayan a meter a la cárcel. Por su actitud injusta y dura contra mi me salvaron, pues de otra manera me habrían complicado en su descabellada aventura y me habrían resultado responsabilidades ante las autoridades americanas.




Datos Complementarios Sobre el movimiento de 1923

Don Adolfo de la Huerta tenía interés muy particular en que no se desvirtuara la naturaleza del movimiento de 1923, puesto que algunos han querido hacerlo aparecer como de tendencia conservadora, siendo todo lo contrario, pues la tendencia revolucionaria del mismo queda de manifiesto por la presencia al lado del señor De la Huerta, de casi todos los jefes militares que estaban reconocidos como revolucionarios desde 1910.

Tenía también interés don Adolfo, aunque en menor grado, en aclarar que, contrariamente a lo que se ha dicho, él no faltó al compromiso hecho con el general Calles, pues, en primer lugar, no hubo nunca tal compromiso. Cien ocasiones rechazó el señor De la Huerta su candidatura mientras formó parte del gObierno de Obregón, pero cuando vino el distanciamiento y cuando a consecuencia del mismo comenzaron las persecuciones y los intentos de asesinato en su contra, don Adolfo aceptó la débil protección que le brindaba la calidad de candidato de oposición.

Además, el propio Calles, mediante sus declaraciones hechas públicamente, y en las cuales se ponía abiertamente de parte de Obregón, liberó a De la Huerta de todo compromiso con él.

Y aquí hay que consignar uno de esos incidentes en apariencia secundarios e importantes y de los cuales muchas veces depende toda la orientación que toman los más trascendentales acontecimientos.

Calles había telegrafiado a De la Huerta diciéndole que no podía venir a México porque estaba rodeado de agua. Dio la coincidencia de que en esos días había llovido fuertemente y don Adolfo tomó al pie de la letra la excusa de Calles, que, naturalmente, resultaba infantil, concluyendo de ello que Plutarco estaba de parte de Obregón. No fue sino mucho después cuando vino a reflexionar que tal vez, seguramente, lo que Calles quiso decirle fue que Obregón lo tenía rodeado, como en efecto lo tenía y, posteriormente vino a saber con certeza, que las declaraciones aquellas de Calles le habían sido enviadas, ya escritas por Obregón, nada más para que las firmara, y para inducirlo a ello lo tenía cercado con un considerable número de fuerzas. Por otra parte, Calles, al único que realmente temía, era a Obregón.

Y en cuanto a los reproches que ocasionalmente se le han hecho de que se mostró partidario de Plutarco como candidato presidencial, la explicación de su cambio de actitud es sencilla y clara: mientras él, De la Huerta, formó parte del gobierno de Obregón, no aceptó nunca ni la idea de figurar como candidato a la presidencia. En cambio, sabiendo la influencia que tenía sobre Plutarco Elías Calles y considerando que a su lado, en caso de llegar Calles a la presidencia, él pOdría ejercer un papel orientador, de amortiguador para evitar muchas de las asperezas características de Plutarco y así se mostró su leal partidario e inclinó a multitud de personas a que apoyaran tal candidatura.

Mientras estuvo integrando el gabinete de Obregón, mientras formó parte de su gobierno, por lo tanto, el señor De la Huerta procuró allegarle a Calles el mayor número de partidarios a fin de que su triunfo electoral fuera real.

Muchos de los prominentes callistas, antes y después de los acontecimientos que llevaron a la primera magistratura al ex comisario de Agua Prieta, debieron su actitud a indicaciones de don Adolfo de la Huerta. Muchos hasta llegaron a reprochárselo más tarde, pero la verdad de las cosas es que no había razón para ello. Los acontecimientos hicieron cambiar las situaciones en forma radical.

De la Huerta no podía seguir siendo partidario del que públicamente se declaraba su enemigo y por otra parte, al aceptar el papel de candidato, quedaba bajo la protección del fuero correspondiente, que podía protegerle siquiera en parte de los ataques a su persona y quedaba en condiciones de convocar, como lo hizo, a las cámaras para defenderse ante ellas de los ataques malévolos y calumniosos lanzados en su contra por la jauría obregonista que encabezaba Pani.

Y volviendo a la calidad de revolucionarios, común a casi todos los jefes militares que siguieron el movimiento de 1923, dejaré otra vez la palabra al gran desaparecido para que sus conceptos respecto de cada uno de ellos queden con la más absoluta fidelidad.




Elementos revolucionarios en el movimiento de 1923

En primer lugar, teníamos a nuestro lado a un Salvador Alvarado, cuyos méritos dentro de la revolución son indiscutibles.

Se inició en los estudios (como ya le he referido en otra ocasión) por allá en 1903 y comenzó a poner en práctica sus tendencias y sus trabajos en favor del proletariado en Cananea, afiliándose al Partido Antirreeleccionista desde 1907 ó 1908.

Hombre honorabilísimo; talentoso. Su cultura fue aumentando con la constante lectura; en lugar de diversiones y pasatiempos de otra naturaleza, se allegaba sus libros, se documentaba e iba progresando y mejorando espiritualmente siempre. Desde el principio se afilió al maderismo.

Otro que fue también de igual temple: Antonio Villarreal; una personalidad tan conocida que en cualquier parte puede usted encontrar antecedentes de ese hombre. Filiado desde el magonismo y posteriormente dentro del maderismo. Un hombre muy puro, honorable, valeroso, mal militar, culto. Si acaso, puede ponérsele en su debe el ser un poco desidioso, abandonado, muy poco dinámico. Estuvo siempre de parte de los humildes, siempre de parte de nuestro pueblo; siempre luchando contra los tiranos.

Tenemos a Manuel M. Dieguez, también personalidad de sobra conocida que figuró en el Partido Antirreeleccionista de Cananea y por ello fue encarcelado en San Juan de Ulúa, saliendo al triunfo de la revolución. Tócame decir que uno de los primeros que se dirigieron al señor Madero pidiendo la libertad de los prisioneros políticos, fui yo. Acordándome de todos aquellos compañeros, dirigí un mensaje a Ciudad Juárez, después otro a México, contestándoseme por conducto del gobernador dei Estado, que ya habían sido puestos en libertad. Esto lo puede usted comprobar con el general Esteban B. Calderón, porque entiendo que él supo que uno de los primeros en trabajar en favor de ellos fui yo, haciendo un recordatorio telegráfico al señor Madero para que ordenara y consiguiera del interinato, la libertad de los reos políticos internados en San Juan de Ulúa. Como también me tocó sacar de la cárcel a Juan José Ríos y a Esteban B. Calderón cuando en 1912 fueron conducidos a Cananea por algunas actitudes de rebeldía que asumieron con motivo de un gobernador interino que se quedó allí: Ismael Padilla; ¡pobre!, fusilado después por Victoriano Huerta que no creyó en la sinceridad con que se le presentó.

Otro más: Fructuoso Mendez, el compañero inseparable de Lázaro Gutiérrez de Lara en Cananea. Lázaro Gutiérrez de Lara, el apóstol del socialismo allá en la frontera; fusilado cruelmente en el distrito de Altar. Compañero inseparable de él, con sus mismas orientaciones, era Fructuoso Méndez. Al protestar por las crueldades que en la campaña del yaqui se cometían con los indios, fue metido de soldado con el fin de que lo mataran en la campaña. Felizmente, con el cambio de algún jefe, lo mandaron de guarnición a Cananea; allá conoció a Lázaro Gutiérrez de Lara y logró que este abogado (Lázaro) lo rescatara del ejército; y cuando vino la huelga de Cananea, en la que tomaron parte los dos, Lázaro la emprendió para la frontera al ser dominados los huelguistas por los rangers americanos y las fuerzas federales que mandaron allí, y Fructuoso Méndez se fue a la sierra en donde se incorporó con los indios. Tomó, pues parte en el maderismo. Me tocó darle entrada allá cuando Carlos Plank y yo andábamos con los indios y posteriormente, en 1913, tuvo lugar siempre distinguido. General de gran corazón, de gran espíritu revolucionario que no quería usar lujos, ni siquiera las elegancias que todos tenemos, o que así las consideraba él, tales como usar trajes más o menos vistosos o de casimir. El andaba como andaban los soldados y solamente se distinguía de ellos por las insignias.

Comía lo que comían los soldados y llevaba una vida enteramente ajena a toda cuestión social, entregado a sus soldados. Y cuando no tuvo mando de fuerzas, siempre en contacto con las clases humildes.

Fue asesinado aquí en México,en 1923. Lo cogieron preso a él y a Enrique Llorente (otro viejo revolucionario de 1910) y a él lo acribrillaron a puñaladas por orden de Arnulfo Gómez, según se dice aunque yo no pOdría asegurarlo. Eran órdenes del gobierno de acabar con él por el ascendiente que tenía sobre los yaquis.

Otro elemento muy valioso fue Manuel Chao; uno de los generales más distinguidos de la División del Norte y que fue fusilado al tomársele prisionero. Chao era, probablemente, el que llevaba la orientación socialista avanzada de los hombres que militaban al lado del general Villa. Fue profesor y abrazó la carrera de las armas estando en Parral. Era originario de Tuxpan, Veracruz. Hombre muy bueno, honorable, sin ambiciones de dinero, valeroso. Quedó en el mando villista por circunstancias especiales y cuando terminó el villismo se fue a luchar por la libertad de otras naciones de Centroamérica y en la República Argentina. Terminaron las luchas allá y volvió a México precisamente en momentos en que se iniciaba el movimiento electoral contra el general Calles. Se afilió a nuestra causa y, estando en la frontera, sintió el movimiento militar y se levantó también en armas al lado de Nicolás Rodriguez, de Hipólito Villa, etc., por allá en el norte. Le ofrecieron amnistía y parece que al aceptarla, no cumpliéndole el gobierno, lo pasaron por las armas.

Otro revolucionario de 1910: Nicolás Fernández, el segundo de Villa, de tendencia clara y definida en favor del pueblo humilde.

Otro: Isais Castro.

Otro más, Marcial Cavazos, elemento valiosísimo; también revolucionario de la frontera.

Otro: Francisco Coss, de los primeros en 1910 y de los primeros al lado del señor Carranza en el año de 1913. Todavía vive, bastante enfermo (este dictado fue de fecha 3 de septiembre de 1953). Reside en Saltillo y no sería por demás que si usted tuviera alguna oportunidad se pusiera al habla con él. Elemento muy honorable, muy honrado. Fue gobernador de Puebla y nunca cometió ningún atropello. Usted, como originario de Puebla, debe conocer mejor en detalle la actitud de ese hombre que fue bueno, no haciéndose culpable jamás de arbitrariedades ni atropellos en contra de la sociedad o de los humildes.

Luego tenemos a Guadalupe Sánchez, revolucionario de 1910. Anduvo al lado del general Villa; se pasó después al maderismo. En Veracruz, al lado del general Aguilar estuvo siempre listo para vengar la afrenta que México recibió con el asesinato del señor Madero y se dio de alta al lado del señor Carranza desde los comienzos. Al firmarse el Plan de Guadalupe en abril, ya estaba en filas constitucionalistas. Se le ha hecho el cargo de que fue el último contingente que abandonó al señor Carranza. El argumento que de él se oye es éste: Pero, hombre; los que abandonaron primero, los que se separaron primero de él, no tienen censura y en cambio yo, que fui el que más me aguanté al lado del viejo, soy el más censurado. Fíjese usted si no son injustas las gentes conmigo. Y tiene hasta cierto punto razón. pues él aguantó hasta lo último, hasta le mandó decir a Carranza que era por demás que se sostuviera contra la opinión pÚblica de la nación entera, y cuando le mandó un retobo el jefe, o algo así, él entonces resolvió pasarse con armas y bagaje al movimiento de 1920.

En el Estado de Tabasco, todos los revolucionarios de 1910, como Segovia, los hermanos Carlos y Alejandro Greene, Ustorgio Vidal, y la mayor parte de los que participaron en el movimiento de 1910; todos reconocieron el movimiento de 1923.

De Panamá, Juan cabral mandó un comunicado diciéndome que estaba a mis órdenes y yo le contesté que no se moviera de allá. Yo sabía que al final tenía que venirse abajo el movimiento, por contar con la oposición de los Estados Unidos al no reconocer los convenios firmados por Warren y Payne; y agradeciendo más el ofrecimiento de Cabral, le contesté que se quedara allá esperando instrucciones. Acató las órdenes y se quedó en Panamá.

Por lo pronto son éstos los elementos que he querido mencionar porque todos ellos fueron revolucionarios sinceros y su presencia entre los nuestros confirmó el carácter revolucionario del movimiento de 1923.

Enrique Estrada, que fue también elemento de 1910.

Rafael Buelna, también elemento de 1910; muy sano, muy valeroso y honorable por mil títulos; muy culto y muy querido en toda la República, el nombre de Buelna todavía es venerado.

Así es que todos los viejos revolucionarios están en la lista. Muy contados (se pueden contar con los dedos de la mano) fueron los que se quedaron con el régimen que encabezaba Obregón. Todos los elementos conscientes de aquella época de lucha por verdaderos ideales y sin interés personal alguno, todos esos que así lucharon, estuvieron con nosotros en 1923. Eso quiere decir que vieron que aquel movimiento tenía dos aspectos: el internacional, en defensa de la soberanía nacional contra arreglos inconvenientes que firmó el gobierno; y en pro de la libertad del sufragio y de una tendencia sana de nuestra revolución en favor de la justicia social.

Hay que citar también a Ambrosio y Francisco Figoroa, este último que fuera subsecretario de Educación Pública en la época del señor Carranza. Fue revolucionario de 1910 junto con Ambrosio. Fueron los que movieron todo el sur y los que en realidad determinaron la salida del general Díaz cuando se acercaron a México. Entonces ellos controlaban todos los Estados de Guerrero, parte de Puebla, México, Morelos, etc., cuando todavía Zapata no era ninguna figura que tuviera significación. Al lado de ellos el famoso general Crisóforo Campos, aguerrido jefe, muy querido en el Estado de Guerrero también, valerosísimo; hombre muy bueno; era casi un patriarca en la región sur de Guerrero; todos lo recuerdan reconociéndolo como uno de los hombres de más valía y también de los viejos revolucionarios.

Esos fueron los hombres que estuvieron a nuestro lado en 1923 que antes habían estado activos en 1910 en lucha meritoria contra la opresión, y a los que el general Obregón, allá en el fondo de su corazón nunca quiso y llamaba en tono irónico los libertadores haciendo burla porque muchos de ellos no eran tan hábiles en el campo militar como lo fue Obregón que, indiscutiblemente, como guerrero, fue de los primeros.

Índice de Memorias de Don Adolfo de la Huerta de Roberto Guzmán EsparzaPrimera parte del CAPÏTULO CUARTOTercera parte del CAPÍTULO CUARTOBiblioteca Virtual Antorcha