Índice de Memorias de Don Adolfo de la Huerta de Roberto Guzmán EsparzaTercera parte del CAPÏTULO TERCEROSegunda parte del CAPÍTULO CUARTOBiblioteca Virtual Antorcha

MEMORIAS DE ADOLFO DE LA HUERTA

CAPÍTULO CUARTO


(Primera parte)



SUMARIO

- El movimiento de 1923. De la Huerta acepta su candidatura.

- Los atentados contra su vida.

- La huída a Veracruz.

- Las órdenes a Orizaba.

- Estalla el movimiento.

- Fallan a Guadalupe Sánchez sus amigos.

- Estratagema salvadora.

- La salida de De la Huerta a los Estados Unidos.




El movimiento de 1923
De la Huerta acepta su candidatura.

Una de las cosas que más desorientaron a los no enterados, con respecto a la actitud del señor De la Huerta, fue que después de haberse negado en innumerables ocasiones a aceptar figurar como candidato a la presidencia de la República, vino, finalmente, a aceptarlo después de su ruptura con el general Obregón.

Para quien haya conocido con cierta intimidad a don Adolfo y haya conocido su absoluta intransigencia en cuestiones democráticas, la explicación no hay que buscarla muy lejos. De la Huerta, miembro del gabinete obregonista, si hubiera aceptado figurar como candidato, habría llevado el estigma de candidato oficial, exactamente como le habría ocurrido si hubiera aceptado ser candidato de Carranza.

En cambio, ya separado del gabinete obregonista, y no sólo separado sino en abierta pugna y comenzando a sentir las persecuciones que Obregón desató en su contra, primero con las torpes declaraciones de Pani acusándole de la bancarrota moral y material de México, y más tarde, con los intentos de asesinato en su contra,la aceptación de su candidatura como elemento de la oposición, no sólo era cosa distinta ya no objetable, sino que venía además a darle una sombra de protección.

Y nuevamente, por la extraordinaria importancia de los acontecimientos, dejaremos la palabra a don Adolfo de la Huerta:

Calles hizo declaraciones en Monterrey al saber que yo había roto con Obregón, diciendo que él estaba con el presidente y apoyaba su política, tanto interior como exterior. ¿Cómo podía yo seguir siendo callista? La actitud de Calles al hacer tales declaraciones, era totalmente inconsecuente para mí qúe en muchas ocasiones serví de intermediario y amigable componedor cuando Obregón se le había echado encima. Aquello me afectó profundamente. Después vine a saber que quizá fue falta de comprensión de mi parte, pues en un mensaje que me puso decía: No puedo ir a México porque estoy rodeado de agua, y como en esos días había llovido abundantemente, yo creí que era un pretexto que ponía para no venir a enterarse de la realidad de la situación. Después he venido a comprender que lo que quería decirme era que Obregón lo tenía rodeado y efectivamente, lo tenía practicamente sitiado y como Obregón era el único al que Calles realmente temía, aquél le mandó un periodista con declaraciones ya escritas que Calles tuvo que firmar. Así es que realmente creo que no supe interpretar aquello de que estaba rodeado de agua, pues Obregón lo tenía rodeado con las fuerzas al mando de un general cuyo nombre no menciono, porque ahora es amigo mío.

Acepté pues, como decía, una candidatura que había rechazado mil veces antes. Después de las declaraciones de Calles yo ya no podía ser su partidario y, por otra parte, mi aceptación de la candidatura me proporcionaba cierta protección por el fuero de que goza un candidato. Yo ya sabía que me enfrentaba a dos lobos y necesitaba defenderme como gato boca-arriba. Y aunque entendía que el fuero de un candidato no era una protección absoluta pues, como sucedió posteriormente con Serrano y Gómez que, por su propia experiencia supieron que el amparo no es una coraza a prueba de balas, sin embargo, en algo había de defenderme y además me sirvió para que me dieran beligerancia en la prensa y, sobre todo, para convocar al Senado, como lo convoqué, a fin de destruir todos aquellos cargos que me lanzaba el documento aquel de la bancarrota moral, y material.

El Senado se reunió; me presenté e hice mis declaraciones desvirtuando todos aquellos infundios y ¡salí en medio de aplausos! CallistaR, obregonistas, delahuertistas e independientes, de los que estaba formado el Senado, todos prorrumpieron en aplausos, y como ya la gente sabía que se había reunido el Senado y con qué fin, al salir me encontré una manifestación que ocupaba desde el Palacio Nacional (que ahí estaba entonces el Senado) hasta mi casa, formando una valla de gente. Una de las manifestaciones más numerosas y espontáneas.




Los atentados contra su vida

Después, naturalmente, vinieron los intentos de asesinato: tres, que fracasaron. Primero, cuando me atacaron a balazos frente al Salón Rojo, con una ametralladora. Me escudé en el quicio de una puerta. Después, en medio de la gritería que se había desatado, subí al Salón Rojo y desde allí hablé al pueblo lanzando cargos tremendos tanto a Calles como a Obregón, llamándoles asesinos y una infinidad de cargos tremendos. El otro intento fue en mi propia casa. Habían visto que yo acostumbraba trabajar en una oficina que tenía en el piso más bajo que el nivel de la calle y el plan fue que vendría un piquete de soldados conduciendo unos presos que dizque tratarían de escapar y entonces los guardias harían fuego, pero naturalmente, dirigiendo la puntería a mí mismo a través de la ventana. Aquel intento fracasó gracias a la guardia de voluntarios ferrocarrileros que tenía yo y que, en el momento oportuno se formaron frente a la ventana y cortaron cartucho dispuestos a contestar la agresión.

Finalmente, una noche me avisó Aureliano Torres, que era amigo mío de la juventud, que Santanita Almada, en una borrachera que se puso, le había dicho que aquel documento (el de la bancarrota moral y material) era para darme muerte política, que después vendría la otra.

Yo le había hecho algunos servicios a Aureliano y naturalmente, quiso comunicarme aquello.

Después de ese aviso y de todos los intentos, me citó un general cuyo nombre callo porque es amigo mío y pudieran venirle responsabilidades. Me citó a las doce de la noche en las calles de Soto, en la casa de un compadre mío, Miguel Melesio, que también tenía íntima amistad con él, pues me dijo que tenía algo muy grave que comunicarme; y era esto: cuando hubo algún rumor insistente aquí en la capital, cosa de un año o año y medio antes, de que nos iban a dar un golpe a los del triunvirato, que iba a haber levantamiento aquí en plena ciudad, Obregón quiso mandarme fuerzas para que me protegieran y yo no las acepté. Calles sí; duplicó sus guardias y el mismo Obregón, según me hizo saber, había duplicado las guardias presidenciales. Yo no quise y después de mucho discutir me dijo:

- Bueno; por lo menos te voy a mandar ahí diez mausers y dos cajas de parque para que armes a tus jardineros, para que siquiera me des tiempo de que vaya en tu auxilio; porque yo sí creo esto.

Y me contó una infinidad de informaciones que le habían llegado. Yo nunca lo creí. El me mandó las armas y se guardaron en los sótanos de la Casa del Lago, pero cuando dejé aquel lugar de residencia, al disgustarme con él y separarme de su administración, cambiaron a la calle de Insurgentes adonde yo me mudé, todos los muebles y con ellos se llevaron los diez rifles y las cajas de parque. Yo no estuve presente cuando se hizo el cambio. Dos agentes, dos espías de la jefatura de la Plaza (gente de Arnulfo Gómez) se habían colocado entre los individuos que después de los intentos de asesinato me daba guardia allí, ferrocarrileros en su mayor parte, como ya dije. Esos dos espías se dieron cuenta de los diez mausers con las dos cajas de parque y le avisaron a Arnulfo Gómez y éste, que desconocía el origen de aquellas armas, se fue inmediatamente a ver a Obregón en El Fuerte. Obregón entonces le dio estas o parecidas instrucciones:

- Saca usted una orden de cateo. Escoge veinte buenos tiradores al mando de un oficial hábil y con ellos intenta el cateo a las doce de la noche. Los dos agentes de usted que están entre los ferrocarrileros, fingirán oponerse y llamarán a De la Huerta; cuando éste salga, los agentes de usted dispararán al aire y los veinte soldados dispararán sobre De la Huerta. No entra usted a practicar el cateo inmediatamente, sino que primero llama a los periodistas y en unión de ellos entra a la casa, para que vean cuando se encuentren allí las armas y el parque.

El plan era hacer aparecer que yo me había opuesto al cateo y que al hacer resistencia había resultado muerto y que los periodistas se convencieran de que las armas habían sido realmente halladas en mi casa.

Todo ese detallado plan me fue comunicado por el general aquél amigo mío en la casa de las calles de Soto, en nuestra entrevista de media noche. Salí de allí a las dos de la mañana y me encontré con que estaban esperándome el diputado Basáñez y Donato Navarro, del Estado Mayor de Guadalupe Sánchez, para decirme que venían de parte de Guadalupe para invitarme a que me fuera a Veracruz. Sabía que me iban a asesinar ese día y me pedía que saliera inmediatamente, pues allí a su lado tendría toda clase de garantías. Al mismo tiempo, Antonio Villarreal a esa hora me estaba esperando precisamente con Prieto Laurens, para decirme que un ex ayudante suyo de todas sus confianzas, de apellido Farías, el capitán Farías que era ayudante del jefe del Departamento de Artillería, general Carmona, le había comunicado que había oído en conversación que sorprendió, que iban a hacerme desaparecer ese día, que ya se iba a acabar la rabia, porque iba a morir el perro.

Guadalupe Sánchez tenía un oficial de enlace con la presidencia, porque Obregón había formado su Estado Mayor con representantes de todas las jefaturas; mejor dicho, de las principales y este ayudante de Guadalupe Sánchez, que estaba en la Presidencia, tenía una clave especial con él; supo del plan diabólico en mi contra y avisó a Guadalupe (a quien yo no había tratado sino superficialmente) y éste mandó a aquellos dos delegados, el diputado Basáñez y Donato Navarro, a decirme que me fuera inmediatamente.

El aviso de Aureliano Torres, los intentos de asesinato, el aviso de este general, el del ex ayudante de Antonio Villarreal y luego la confirmación de todo lo anterior con aquel capitán Farías, me hicieron decidirme. Además mi hermano Alfonso, que era jefe de mi escolta personal, me había dicho que allí, entre los ferrocarrileros, había dos agentes de Arnulfo Gómez, que él los conocía por haberlos visto en la jefatura.

- ¿Qué me importa? -le había contestado-, nada de lo que yo haga tiene porqué permanecer oculto. Que vean lo que quieran.

Y no lo autoricé para que los corriera como él quería.

Lo que antes referí sucedía a las dos de la mañana, del cuatro de diciembre de 1923.

Entonces mandé a dos ferrocarrileros, Ramón Roel y otro Venegas, para que me tomaran el gabinete del pullman de ese día, pero a las siete de la mañana no se pudo porque lo tenían unos alemanes. Ya en la noche se consiguió el gabinete. Lo ocupó la familia de uno de ellos, con instrucciones de que se bajaran al llegar a la Villa de Guadalupe, donde yo debía subir a bordo y meterme en el gabinete.

Durante la tarde de ese día salí a pasear con Enrique Seldner en un fordcito y no supieron más que dos o tres, entre ellos Carlos Domínguez, Benito Peraza y Juan Córdoba, que preparaba mi escapatoria.




La huída a Veracruz

Con Enrique Seldner al volante, me paseé por todo Madero, dando vueltas y al pasar por la esquinita de la Condesa, torció bruscamente y los motociclistas que nos venían siguiendo pasaron de frente y nos perdieron. Estuvimos dando vueltas para borrar mejor la pista y después nos fuimos a la Villa de Guadalupe. Allí me oculté en la casa de Antero Roel y estuve esperando el tren que pasaba a las siete y media de la noche. Llegó el tren; los ferrocarrileros, que ya estaban de acuerdo, me abrieron la puerta del lado opuesto del andén, subí y emprendimos la marcha.

Creí que nadie sabía que yo iba a bordo, pero pronto me convencí de mi error, pues todos los pasajeros querían saludarme, porque todos lo sabían. Yo ignoraba que Prieto Laurens iba en el mismo tren, pero uno de los ferrocarrileros me informó que se encontraba en el otro vagón pullman. Le llamé y le pregunté:

- ¿Y usted qué anda haciendo aquí?

- Mi compadre Villanueva Garza me telegrafió diciéndome que saliera urgentemente.

Villanueva Garza era diputado, compadre de Prieto Laurens y se había ido a Veracruz. Allá supo, por Guadalupe Sánchez, lo que ocurría y le telegrafió a Prieto Laurens para que éste se escapara. Yo no sabía nada de esto. Conmigo venía Rafael Zubaran Capmany, al que yo llevé casi a la fuerza, y como iba un poco atemorizado, le pedí a Prieto Laurens un poco de cognac; lo trajo, Zubaran se tomó una buen dosis y entonces, como el ratón del cuento, recuperó el valor y se puso a pedir que le echaran al gato.




Las órdenes de Obregón a Orizaba

Al llegar a Orizaba se me informó que una escolta había detenido el tren. A pesar de que ya estaba en terrenos de Guadalupe Sánchez, llamé a Ramón Roel y le ordené que llamara al jefe de aquella escolta.

Yo había planeado detenerlo allí. Pregunté a Venegas si traía armas; me dijo que sí; le ordené que se subiera a la máquina (él era maquinista) y que si en diez minutos no regresaba el jefe de la escolta, echara a andar a toda máquina pasara sobre quien pasara. Pero Roel vino a informarme que la escolta acababa de recibir órdenes de retirarse.

El jefe de aquella escolta era el coronel Vázquez Mellado, que después ha escrito lo que le aconteció; es decir, las órdenes que recibió de liquidarme en el camino, órdenes que no quiso cumplir y que pidió le fueran ratificadas personalmente por el presidente, pues las que había recibido procedían del secretario de Guerra, pero él exigió órdenes directamente de la presidencia, manifestando que esperaría únicamente diez minutos, después de los cuales dejaría pasar el tren. Como transcurrieron los diez minutos sin que recibiera la orden presidencial, retiró la escolta y me dejó pasar. Después pasó las de Caín ese coronel, tuvo que salir e irse a Nueva Orleans.

Prácticamente no reconoció el movimiento, sólo trató de evitar las consecuencias de haberse negado a cometer un asesinato. Sin embargo lo tienen olvidado: coronel hasta la fecha. Ultimamente supe que estaba en un hospital, enfermo y en situación muy penosa.

Llegué a Veracruz y fui recibido por bastante gente, que se había enterado de mi llegada. Yo había sacado pasaje originalmente sólo a Orizaba, pero siempre el proyecto había sido hasta donde estaba Guadalupe, toda vez que él me había prometido que tendría plenas garantías a su lado. El gobernador de Veracruz era Heriberto Jara, y en esos momentos se encontraba en la ciudad de México.

En Veracruz me encontré con Guadalupe Sánchez, y le dije:

- Confiado en su buena fe y su honor de soldado, vengo aquí a refugiarme en busca de garantías.

- Aquí las tendrá todas -respondió-, de aquí, primero me sacan a mí que sacarlo a usted.

Comenzaron luego a hacer los preparativos, porque yo le dije:

- Mire, general, lo primero que van a hacer es ordenar a usted que me entregue.

- Pues no lo entrego.

- Eso es ya rebeldía; fíjese bien en eso.

- Pues, sí. Todo está pensado. Cuando yo le mandé llamar era para jugármela. He venido siguiendo el sentir de la República y como lo aprecia a usted todo el país y estoy en obligación, como revolucionario, de ser su salvaguardia.

- Muchas gracias -repliqué- pero no crea usted que está muy seguro. No cuenta usted con sus jefes.

- ¡Cómo no! Todos son míos.

- Está usted muy equivocado. Es que usted no conoce a Obregón. El los tiene ya catequizados a todos. Desde que usted tuvo la entrevista con él allá en México, diciéndole que no se prestaría para una imposición, ya comenzó a trabajar a todos. Ya mandó llamar a algunos jefes y estoy seguro que (como efectivamente lo declaró después el mismo Obregón) con los cañonazos de cincuenta mil pesos los habrá catequizado.

- No -arguyó-, todos mis jefes están conmigo.

- Pues está usted muy equivocado. Yo tengo la seguridad de que la mayoría de ellos ya no están con usted, están de parte de Obregón, con quien han estado en conferencias, según informes que yo tengo.

Ese día, a las seis de la tarde, me llamaron a la finca de Guadalupe Sánchez para informarme que había resuelto cortar el tren. Yo traté de oponerme haciéndoles ver que era inconveniente; que no era la manera de hacer las cosas y, sobre todo, que si se tomaba ya esa resolución, deberían darme la oportunidad de comunicarme con los jefes que antes me habían ofrecido su adhesión. No pude convencerles; ya estaban resueltos a iniciar la campaña. Cuando yo presentaba mis argumentos, el Mocho González, que era uno de los generales que estaban allí (dos o tres por todos), me dijo:

- No tenga miedo, señor De la Huerta; aquí estamos nosotros.

Aquello me picó y repliqué violento:

- ¿Qué está usted diciendo, so...? ¡No es por miedo; es que no quiero hacer el papel de guajolote como pretenden ustedes hacerlo! Pero me sobran calzones. ¡Vamos adelante! Y conste que es un mal paso que se da, pues es prematuro, pero para que vean que no es por falta de pantalones, ¡vamos adelante!, aunque tengo la convicción de que esto es demasiado precipitado.




Estalla el movimiento

Gritos y aclamaciones acogieron mis palabras:

- ¡Sí tenemos gallo!, gritaron algunos, en tanto que me decía:

¡Qué guajolotes son éstos! Este es un acto de debilidad de mi parte; porque yo debía haberme opuesto hasta el final aunque me hubieran llamado cobarde, para preparar mejor las cosas; que me dejaran un día, como les pedía para haber mandado aviso a los demás. Pues no; nada más por el puntillo que uno tiene y que me tocó en ese momento el general aquel delante de diez o doce personas.

De cualquiera manera, una vez tomada la resolución, era preciso obrar rápidamente.

- Mire, Guadalupe -le dije-, lo primero que hay que hacer es aprehender a Rodríguez Canseco, que es agente de Obregón. Pero mucho cuidado, respetándole la vida; no se me fusila a nadie. Esa es la condición con la que acepto yo la jefatura del movimiento: Que se respete la vida de todos los prisioneros.

Entonces Guadalupe llamó a su hermano el Chato, que tenía una escolta de ciento ochenta hombres, para que les cayera allí en el cuartel y lo hicieran prisionero. Así se hizo y se le respetó la vida. Aun vive.

Me fui después al malecón a hablar con las infanterías de Marina. Les hablé, pero me dijeron que todos eran partidarios de su comandante Calcáneo Díaz y que creían que él comprendería las razones que tenía yo para ir a la lucha y que estaría conmigo, que hablara con él. Entonces mandé llamar a Calcáneo Díaz y sin decirle que había estado hablando con sus oficiales, hablé con él. Tuvimos una conferencia como de dos horas, al cabo de las cuales se manifestó dispuesto a seguirnos. Mientras tanto, se movían las fuerzas de la escolta de Guadalupe Sánchez; se tomó el cuartel, se hizo prisionero a Rodríguez Canseco, al que se le permitió después embarcarse libremente. Luego se tomaron los barcos; estaban los comandantes fuera; el pobre Iliades, que comandaba el Agua Prieta, viene y se encuentra que cincuenta soldados de Guadalupe le habían tomado su barco. Se me presentó y me dijo:

- Señor De la Huerta, yo lo admiro a usted mucho y le he venido siguiendo desde hace varios años, pero mi condición de soldado no me permite ... Yo sé que mi obligación de ciudadano está por otro lado, pero tengo incrustada en la mente la Ordenanza y yo, le hablo a usted con toda claridad: no puedo secundarlo.

- Perfectamente bien -le respondí-, queda usted en absoluta libertad y puede tomar el camino que mejor le agrade.

- Me voy a México.

- No puede usted hacerlo. Se han suspendido las comunicaciones. Puede usted quedarse aquí con toda clase de garantías.

Aquel comandante Iliades, hombre de una pieza, nunca reconoció el movimiento y sin embargo, fue el que me sacó de Frontera. Desgraciadamente éstá dado de baja hasta la presente fecha. Yo le hablé a don Manuel Avila Camacho sobre él, pero se le olvidó. Pienso ahora hablar con el general Limón sobre el mismo tema, porque tengo que aclarar la conducta de ese hombre.




Fallan a Guadalupe Sánchez sus amigos

Comenzaron las llamadas telegráficas a todos los jefes de operaciones. Guadalupe se fue con Zubaran a tomar unas copas y yo me fui al telégrafo. Y comenzaron a llegar las contestaciones a los telegramas de Guadalupe: Belmar, de Puerto México, repudiando; Panuncio Martínez, de Pánuco, que no, que reprobaba la actitud de Guadalupe; Mayer, lo mismo; Berlanga, de Jalapa, reprobando; Juan Domínguez, de Santa Lucrecia, en el mismo sentido; Rueda, al principio reprobó y un mes después aprobó; Soto Lara, de Potrero del Llano, reprobando; para no cansar, todos reprobando.

- Bajo su estricta responsabilidad -dije al telegrafista-, usted se calla la boca.

Recibía los telegramas y me los iba echando a la bolsa. Para mí aquello no era novedad; yo ya lo suponía. Inmediatamente me fuí a ver a Guadalupe Sánchez; eran como las tres de la mañana y ya estaba acostado. Hice que se levantara y allí, en el Hotel Diligencias donde vivía, a la luz de un farol le mostré los telegramas.

- General -le dije-, lo que yo había pensado.

Guadalupe casi lloraba al leer las contestaciones, recordando que todos o casi todos le debían favores y algunos la vida.

- Pues ahora -le dije- no hay más que fajarse los calzones y a luchar a como haya lugar. No tiene remedio. Ande, déseme una bañadita inmediatamente y póngase en actividad y en movimiento porque no hay tiempo que perder. Vamos a tomar la capital del Estado, porque es de efecto político en toda la República. Así es que alístese y se van con los de la Infantería de Marina y cien hombres de los de la guardia personal de usted.

Y nombré a mi hermano y a Villanueva Garza para que fueran a tomar Jalapa, pero a mi llegada en la mañana siguiente, se me presentó un corresponsal de la Prensa Asociada, que me dijo haber sido mayor, en la última guerra mundial.




Estratagema salvadora

Lo recibí y le dije:

- Usted me dijo que había sido militar. Yo no soy militar; no tengo ningunos conocimientos en la materia. Yo quisiera que usted me asesorara.

Y ayudado de un plano que había allí en Faros, señalando las vías de ferrocarril, continué:

Se me ocurre este plan:

Mandar diez mil hombres por el Mexicano y diez mil por el Interoceánico, para que se junten en Irolo. ¿Qué le parece?

- Pues muy bien.

Por supuesto que le di más detalles, como si realmente aquello fuera un plan completo. Todo le pareció bien. Entonces mandé llamar a Ruiseco, que era jefe de telégrafos y le ordené que dejara pasar un telegrama para la Prensa Asociada, que seguramente se iba a enviar. Y así fue como la Prensa Asociada dio la noticia de que veinte mil hombres marchaban sobre la capital.

Zubaran no se levantaba aun cuando fui a enseñarle los telegramas de contestación de los militares a los que se había dirigido Guadalupe Sánchez. ¡La cara que puso!, ¡qué de lamentos y qué desesperación!

- No se achique -le dije-, que ya he movido veinte mil hombres sobre México.

Y le expliqué a grandes rasgos que se trataba de fuerzas imaginarias, pero que iban a producir efecto. Y así fue. Engañé a Obregón como a un chino con el telegrama aquel. Si hubiera avanzado con mil hombres o les hubiera dado órdenes a sus fuerzas de avanzar sobre Veracruz, pues nos hubieran agarrado de los cabellos, pero con ese telegrama se preocupó Obregón; yo sabía que le gustaba mucho luchar a la defensiva. Yo comprendí que se iba a engolosinar y nos daría tiempo de organizarnos.

Avanzaron nuestras fuerzas sobre Jalapa; se tomó la plaza y cayeron cuatrocientos y pico de prisioneros, entre ellos los generales Marcelino Murrieta, Cejudo, Mayer ... creo que esos fueron todos. Berlanga se escapó. Di órdenes terminantes de que se respetara la vida de todos. Así se hizo. Ordené que los trajeran a todos a Veracruz y allí los puse en libertad y armados con sus revolvers. Con los cuatrocientos y pico de prisioneros formados, salí al balcón de Faros los arengué y les expliqué que quedaban en libertad, pero que los que quisieran incorporarse al movimiento, que dieran un paso al frente. Todos dieron el paso. Escogí cien de aquellos hombres y los nombré mi escolta personal.

Este hombre está loco -decía Zubaran- ¡a los rendidos ponerlos de escolta!

No habían llegado todavía los de Infantería de Marina y yo tenía que tomar mi escolta de alguna parte.

Cosa por el estilo sucedió cuando llegaron los rendidos de Villahermosa, Vicente González y Henríquez Guzmán con dos mil hombres. Me quedé con ellos allí metidos en Veracruz, y yo a merced de ellos en esos tres días famosos. Todos los generales estaban preocupados, creían que había yo perdido la razón y resolvieron esa noche liquidar a Vicente González y a Henríquez Guzmán a más de algunos otros, entre ellos a Carlos Domínguez. Lo supe, mandé llamar a Guadalupe Sánchez y le dije que fuera inmediatamente a evitar a toda costa la proyectada ejecución. Guadalupe, personalmente y por sí solo fue y salvó la vida a los condenados, a pesar de la insistencia de los que querían fusilarlos.

Llamé a Vicente González y a Henríquez Guzmán y los depaché a Nueva Orleans.

Mis partidarios en Veracruz no acababan de comprender mi actitud y hasta llegaron a pensar que yo estaba en connivencia con Obregón y que hacíamos una pantomima. Así, cuando sostuve conferencia con Tapete y Lucas González por teléfono, hice que me acompañaran varios generales a la caseta telefónica para que oyeran dicha conferencia.

Quizá influyó en hacerles sentir desconfianza el hecho de que frecuentemente se expresaban de Obregón calificándolo de mocho inútil, aseverando que no valía nada. Yo les dije que estaban muy equivocados, que Obregón era militar y que era necesario pulsar al enemigo tal como era. Hice defensa de las cualidades de Obregón, tan viva, que aquellos se preguntaban: Bueno, ¿pues con quién estamos? Por otra parte, veían aquello que había yo hecho con mi guardia personal y la libertad de los prisioneros y llegaron a creer que estaba yo de acuerdo con Obregón y que la rebelión sólo era una comedia premeditada.

Los jefes militares afectos al movimiento de 1923 eran quienes dirigían la campaña militar. De la Huerta, no siendo militar, se abstenía de tomar parte directa en cuestiones de carácter militar; y sin embargo, la experiencia que él había adquirido durante sus años de revolucionario, al lado del general Obregón y muchos otros jefes militares de reconocida competencia, le habían permitido asimilar conocimientos de estrategia militar propios de un mílite experimentado.

Así, en relación con la batalla de Esperanza, él se mostraba contrario a que se diera el combate en aquella región, y lo manifestó telegráficamente a los jefes militares pero todos ellos le suplicaron que retirara aquella orden y que ellos le respondían del éxito del combate. Desgr

De la Huerta consideraba inoportuno presentar combate en Esperanza porque, en primer lugar, desaprovechaban los revolucionarios las ventajas de las defensas naturales como Metlac y Fortín, que son excelentes para tal fin. Esperanza se encuentra en terrenos llanos y quedaba retaguardiada por el camino del volcán. El telegrama en que De la Huerta hacía esas y otras observaciones fue cogido por los telegrafistas de Obregón y fue publicado en la prensa de México.

En él decía don Adolfo que en primer lugar, si se reconcentraban sus fuerzas a Fortín y a Metlac, se acercaban más a su base de aprovisionamiento y consecuentemente alejaban a las fuerzas enemigas del suyo. Se evitaba así el posible ataque por la retaguardia sobre el camino al volcán y además, haciendo que el enemigo se acercara a Orizaba y Fortín, quedaba la retaguardia de éste expuesta al ataque de las fuerzas rebeldes que operaban sobre la línea del ferrocarril Interoceánico al mando del general Villanueva Garza. Pero principalmente se provechaban las defensas naturales en vez de rudimentarias defensas de piedra que hubieron de improvisarse.

Después de aquel telegrama y de que los jefes militares habían suplicado que se les dejara actuar libremente, llegó a Veracruz el general Higinio Aguilar, a quien habían descartado los demás jefes militares por ciertas rencillas que tuvieron en Esperanza. Cuando Higinio Aguilar conoció el texto del mensaje tantas veces aludido, manifestó al señor De la Huerta que su apreciación era enteramente justa y le preguntó sorprendido si había sido militar. Al informarle De la Huerta que no la había sido nunca y que sólo había acompañado a diversos generales en sus campañas, Aguilar exclamó: Pues esa disposición parece dictada por un militar y un buen estratega.

Reforzada así su opinión, el señor De la Huerta insistió en otro mensaje a los generales Guadalupe Sánchez, Antonio Villarreal, Cesáreo Castro, Cándido Aguilar, Maycotte, Vivanco, etc., pues quería, además de las ventajas que veía en su plan, aprovechar (aunque eso no lo pOdía decir entonces) el intervalo de la reconcentración de fuerzas en Metlac para que el viejo general Eugenio Martínez tuviera tiempo de incorporarse a las fuerzas rebeldes como lo había prometido por intermedio de un periodista de apellido Lira que era representante de Excélsior. Eugenio Martínez había enviado recado diciendo que se le esperara, que ya venía. De la Huerta le mandó decir que se incorporara por el rumbo de Tehuacán, que era por donde Martínez andaba, pero las fuerzas afiliadas al movimiento, en lugar de recibirlo como amigo, tuvieron desconfianza y lo recibieron como a enemigo.

(El comentarista preguntó al señor De la Huerta quién comandaba aquellas tuerzas. Don Adolfo tuvo un momento de vacilación, y después, aquella memoria prodigiosa le falló (?). Generosamente contestó No lo recuerdo).

A continuación me refirió que después oyó, estando en la quinta de Guadalupe Sánchez, en ausencia de éste, y al detenerse un disco fonográfico que estaba sonando, que conversaban en una alacena con licores que Guadalupe tenía, dos personas cuyas voces no identificó. Una de ellas comentaba que don Adolfo había dado instrucciones de que se recibiera como amigo a Eugenio Martínez y a sus fuerzas: ¡Figúrese no más -decía aquel incógnito- si con esos tenemos que pelear después!

Continuando su relato, don Adolfo decía:

En Veracruz permanecimos hasta el 5 de febrero de 1924 porque no pudimos hacer la defensa allí, pues una comunicación de la Casa Blanca nos previno que no lo permitiría.

Ya había recibido con anterioridad otra, cuando intentamos el ataque a Tampico, después de la toma de Jalapa.

En aquella ocasión los elementos militares, haciéndome caso y considerando que después de todo algo se me habría pegada a fuerza de andar en campañas militares con Obregón y muchos otros generales, resolvieron por indicación mía, atacar Tampico y se movió al general José Morán (posteriormente asesinado aquí en México) con órdenes de atacar el puerto. A la vez mandé la flotilla para que atacara por mar, pero ya estaban allí los acorazados americanos que dieron una hora a nuestras embarcaciones para retirarse. Los barcos americanos estaban no sólo en aguas territoriales, sino en pleno puerto y desde allí ordenaron el retiro de nuestros navíos con el pretexto de que allí había intereses americanos.

Al recibir mis órdenes de reconcentrarse a Veracruz, el Chino León, comandante del Tampico, me imploró por telégrafo que le permitiera echarle unos cañonazos a aquellos tales por cuales aunque después lo hundieran. Naturalmente, no le autoricé tal cosa y tuvo que alejarse de Tampico lleno de justa indignación.

La actitud intervencionista del gobierno americano para ayudar a Obregón se manifestó clara y abiertamente en muchas formas, tales como el envío de 20 aviones De Haviland que, comandados por O'Neil venían manejados por aviadores americanos, según las informaciones que nos dieron de la costa occidental y estuvieron bastantes días, con pretexto de adiestrar a los mexicanos, lanzando bombas sobre el ejército comandado por el general Enrique Estrada y demás fuerzas que actuaban en los Estados de Jalisco, Colima, Michoacán y Guerrero.

Por otra parte, fue público y notorio en la capital el envío de armas y parque americanos de que hacía ostentación el general Obregón para demostrar que contaba con ayuda americana, mostrándolo a todo el que quería verlo en Palacio, donde había grandes cargamentos de pertrechos de guerra marcados con las iniciales US que los identificaba como del ejército de los Estados Unidos de Norteamérica, de cuyo país habían sido enviados.

Varios barcos de guerra norteamericanos de hallaban en aguas del puerto de Veracruz para impedir que cualquiera embarcación extranjera tocara el puerto. De entre ellos el Tacoma, azotado por un temporal, encalló en los bajos de La Banquilla y se perdió a la vista del puerto. Por humanidad tuvimos que darles auxilio; todos los barcos que teníamos en diversos servicios en la costa, fueron destinados a salvar la tripulación del barco encallado. Allí murió precisamente el capitán del Tacoma; su cadáver fue velado en La Escuela Naval de Veracruz, la misma que, por extraña coincidencia, él había cañoneado en abril de 1914.

Aquel gesto de nobleza y caballerosidad por parte de los dirigentes del movimiento de 1923, no influyó para nada en la actitud de las unidades de guerra norteamericanas que habían impedido y continuaron impidiendo toda comunicación telegráfica o marítima y toda entrada de embarcaciones no solamente americanas, sino de cualquier otra nacionalidad al puerto dominado por el movimiento revolucionario.

Desde la iniciación del movimiento contábamos con un puerto de mar puesto que el movimiento se había iniciado en el puerto de Veracruz; es decir: contábamos con una entrada legítima por la cual aprovisionamos de los elementos que nos hacían falta, pero los barcos americanos vinieron a impedir que cualquier embarcación tocara el puerto y siguiendo su forma acostumbrada, dieron órdenes a Cuba y a la América Central para que se abstuvieran de vender armas y parque que los agentes revolucionarios trataban de adquirir.

De la única región de donde pudo haber oportunidad de conseguir algunos miles de armas fue de Belice. El gobernador de Belice cuando estábamos en Frontera, me mandó una comunicación por conducto de un enviado diciéndome que si yo iba a hablar con él, tendría elementos que me vendería en el terrero comercial. Entiendo que tenía unos cinco mil rifles y alguna cantidad de parque. No quise entenderme con él porque, en primer lugar, era miembro del Gobierno de otro país. Yo habría podido tratar con particulares, pero no con un gobierno extranjero, pues habría incurrido en el mismo error que cometía Obregón y por el cual traicionaba a su patria al aceptar la intervención de una potencia extranjera en los destinos interiores de México. Además, no quise pasar por Mérida; no deseaba entrevistarme con los desobedientes a mis órdenes en el caso de Carrillo Puerto en que, actuando por antagonismos locales y desoyendo mis órdenes precisas de que respetaran la vida de Carrillo Puerto, y a pesar de que envié a Gustavo Arce con instrucciones de que me lo trajera a salvo, aquellos señores ejecutaron su propósito de suprimirlo.

Como recordará usted, envié a los responsables durísimo mensaje reprobando su actitud, acusándoles de haber manchado la revolución con un crímen. Posteriormente recibí un enviado del general Ricárdez Broca explicándome que él no había tenido nada que ver con lo sucedido; que había sido presionado por los cuatro capitanes de las compañías del 18 Batallón pero que ese movimiento no era espontáneo de esos capitanes, que habían sido movidos por el coronel Hermenegildo Rodríguez quien después cambió su nombre por el de Madrigal.

No sé si recuerda usted (dirigiéndose al transcriptor y comentarista) que pretendió verme allá en Nueva York. El doctor Ferrer trató de obtener una entrevista para él, pero me negué, pues por la aclaración que me hizo Ricárdez Broca, aparecía como responsable del fusilamiento de Carrillo Puerto. La situación de Ricárdez Broca había sido casi la de un prisionero. No tenía mando de fuerza, era jefe de la plaza cuando se les ocurrió nombrarle gobernador y aquel Rodríguez, según parece, fue quien manejó y manipuló el movimiento de Yucatán, influenciado, al parecer por grandes capitalistas terratenientes y como sabían que tenían el respaldo del pueblo, pues parece que las actuaciones gubernamentales de Felipe no habían sido todo lo acertadas que fuera de desear, encontraron el ambiente propicio e iniciaron un levantamiento que apareció como secundando el movimiento de 1923, pero en realidad yo no tenía noticias de que esos amigos estuvieran dispuestos. Entiendo que ni Guadalupe Sánchez los había invitado.

El movimiento de Yucatán fue, pues, independiente y cuando se sumó al de 1923, le acepté en éste para aprovecharlo con los elementos todos así lo hicieron. La adhesión fue comunicada telegráficamente al general Guadalupe Sánchez y el telegrama le llegó cuando festejaban su santo el 12 de diciembre. Recuerdo que le hice el comentario de que le llegaba como cuelga.

Por todas aquellas razones me resistía a pasar por Yucatán.

(Al llegar a esta parte de la narración, el comentarista formuló pregunta aclaratoria en estos términos: ¿Creía usted que la actitud de Washington ayudando a Obregón y obstaculizando el movimiento de 1923 era consecuencia de informaciones equivocadas; que Washington, mal informado, desconocía el respaldo que el pueblo mexicano daba al movimiento encabezado por usted?).

No -se me contestó-, Washington actuaba dentro de sus conveniencias sin importarle lo que eso significara para México.

Tenían los Estados Unidos un arreglo con Obregón por el que se les concedían derechos extraterritoriales, como son los Tratados de Bucareli, y les interesaba conservar esa situación ventajosa para sus intereses. Tan fue así que vino a verme el cónsul Wood, trayendo como intérprete al vicecónsul Mayer (quien habla muy bien español y muchas veces, después, ha dicho y repetido a quien ha querido oirle: De la Huerta no tuvo el reconocimiento de la beligerancia porque no quiso). Efectivamente, se presentaron a la llegada de un delegado especial de Washington ante mí en Veracruz, para preguntarme si yo apoyaba o reconocía los Tratados de Bucareli celebrados por Warren y Payne. Yo les pregunté porqué era su investigación y me dijeron que el gobierno americano quería saber cual era mi actitud respecto a esos tratados. Esto acontecía a fines de 1923.

¿Que si yo apruebo los tratados de Bucareli? ... ¿con que por eso fue el pleito, como dijo el cucho? (Hubo que hacerle la explicación a Mayer para que entendiera aquello). Wood, después de cambiar algunas palabras con el delegado:

- Señor De la Huerta, nosotros nos hemos dado cuenta del respaldo que tiene de todo su pueblo, de todo el país, y quisiéramos que no quedara usted descartado de la amistad de los Estados Unidos. ¿Porqué no contesta usted diplomáticamente que va a estudiar el asunto? No dé una negativa tan rotunda.

- No -repliqué- yo no puedo dejar un solo minuto de duda sobre mi actitud con respecto a esos arreglos que ustedes mismos en su conciencia reprueban. Estoy seguro de que el señor Hughes y todos los elementos de su gobierno se dan cuenta de la infamia que cometen con mi país los hombres que actualmente dirigen su gobierno, después de haber oído mis puntos de vista y de haber quedado convencidos de que no debían exigir tratado previo ni privilegios especiales para sus nacionales, como se ha establecido.

- Sin embargo, mi consejo sería ése; que dijera usted que los va a estudiar.

- Pero ¿cómo voy a decir que los voy a estudiar, si son asuntos que tengo perfectamente estudiados? Desmentiría a ustedes si lo dijeran. No quiero que se crea ni ahora ni nunca, que he tenido vacilación alguna sobre ese punto. La sola sospecha de que yo hubiera podido vacilar, sería una mancha que caería sobre la cabeza de mis hijos.

- Pues lo siento mucho -replicó Wood- porque realmente un hombre como usted, que tiene toda la opinión pÚblica de su parte y que hemos visto que aquí hay más un gobierno que una revolución, pues está usted dando garantías que no siempre se encuentran dentro del terreno que domina Obregón, no quisiéramos que quedara usted descalificado.

- ¡Qué hemos de hacer!- Pues usted va a perder.

- No vine a ganar. Vine, muy principalmente, a demostrarles a ustedes que esos arreglos no tienen la aprobación del pueblo y por eso el pueblo está conmigo, porque sabe que es la bandera que yo sigo y que ese es, fundamentalmente, el motivo de mi actuación contra el gObierno de Obregón.

- Pues es lamentable ...

Después de una hora de insistencia aquellos señores se retiraron habiendo intentado inútilmente conseguir que yo aceptara los Tratados de Bucareli y prometiendo a cambio el reconocimiento de la beligerancia y que nos dejarían en libertad de resolver nuestros conflictos internos por nosotros mismos, siguiendo la política hands off.

La anterior relación de don Adolfo de la Huerta deja establecido sin el menor género de duda que la actitud de los Estados Unidos de Norteamérica ayudando a Obregón con fondos (veinticinco millones de pesos primero y luego otras cantidades de los petroleros), material de guerra etc., y obstruccionando el movimiento de 1923, se debía a que sabían que, de haber triunfado el movimiento los Tratados de Bucareli, en los que Obregón traicionaba los intereses de su patria haciendo concesiones vergonzosas a cambio del reconocimiento, se habrían venido abajo.

Los Estados Unidos, en consecuencia. intervinieron económica y materialemente en nuestros asuntos interiores, pues ya hemos visto que hasta aviadores americanos bombardearon las fuerzas delahuertistas, y el precio que pretendían por mantenerse en la neutralidad a que estaban obligados por todas las normas de derecho, consistió en pedir que se les ratificaran los fatídicos convenios de Bucareli. En otras palabras. exigían un precio por cumplir con su deber. El hecho de que ellos mismos. en pláticas anteriores con el señor De la Huerta hubieran convenido en la justicia que le asistía al negarse a la celebración de un tratado previo y al otorgamiento de concesiones especiales a ciudadanos norteamericanos, quedaba olvidado ante la posibilidad de obtener un beneficio económico que les había brindado la baja intriga de Pani y los celos pOlíticos de Obregón que disminuían cada vez más su estatura moral. En tanto que la de don Adolfo de la Huerta se agigantaba.




La Salida de Don Adolfo de la Huerta a los Estados Unidos

Ya ha quedado establecido de manera clara que los Estados Unidos tuvo intervención en nuestra pugna interna ayudando al gobierno del general Obregón y estorbando en todos sentidos la actuación de la protesta armada.

Por esas razones el movimiento que contaba con el respaldo de todo el pueblo mexicano, fue aplastado. ya que no es posible luchar sin armas, y la intervención americana nos impidió obtenerlas en el extranjero.

Cuando, después del desastre de Esperanza, las fuerzas delahuertistas se replegaron a Veracruz, se había ya elaborado un plan militar bien estudiado para defender el puerto, pero nuevamente los Estados Unidos hicieron sentir su amenaza en telegrama procedente de la Casa Blanca, y en el que se decía con toda claridad que si se disparaba un sólo cartucho en la ciudad, los marinos americanos desembarcarían.

Don Adolfo no quiso en manera alguna provocar el conflicto internacional, por mucho que le asistiera la razón y el derecho, y por ello ordenó la evacuación del puerto jarocho que quedó más de una semana sin fuerzas delahuertistas y sin que entraran las fuerzas obregonistas que venían avanzando con cautela y que Obregón no lanzó al ataque porque sabía que su aliado obligaría al señor De la Huerta a abandonar la plaza bajo la amenaza de una intervención militar.

Los jefes militares que encabezaban el movimiento delahuertista (como ya entonces se llamaba) sabían perfectamente cuai era la situación y en diversas ocasiones pidieron al señor De la Huerta que arreglara que los Estados Unidos dejaran de intervenir, y ellos respondían del resultado.

Gánenos usted la batalla de Washington -le decían- y nosotros le respondemos de las de aquí.

Naturalmente que el señor De la Huerta había tratado de hacerse oir en Washirigton por los mismos hombres (Hughes) con los que había discutido y llegado a un acuerdo que ahora ellos desconocían por virtud de los Tratados de Bucareli y sus ventajas. Con objeto de recordárselo, había enviado primero al Lic. Juan Manuel Alvarez del Castillo, quien trató en vano de llegar a los interesados y a quién no permitieron más que hacer algunas declaraciones, entre otras la que en nombre de don Adolfo de la Huerta se publicó declarando que al asumir la actitud de rebeldía armada, el señor De la Huerta se consideraba impedido definitivamente para ocupar la presidencia de la República para la que había sido candidato. Tales declaraciones nulificaban efectivamente la versión que se había pretendido dar a su actitud y que le atribuía simples ambiciones políticas como único fundamento de su actitud antagónica al gobierno de Obregón.

Pero eso fué todo lo que consiguió el Lic. Alvarez del Castillo, pues por más esfuerzos que hizo, ni quisieron publicarle más declaraciones ni menos se le permitió acercarse a los dirigentes del pueblo norteamericano.

Envió después don Adolfo al Lic. Rafael Zubaran Capmany, más para darle una oportunidad de sentirse fuera de peligro que porque esperara que fuera mejor recibido. Sus gestiones fueron igualmente infructuosas.

Mientras tanto, la ayuda dada a Obregón por nuestros poderosos vecinos se hacía sentir cada vez más y la lucha desigual daba triunfos a las fuerzas de Obregón y obligaba a replegarse a los casi desarmados elementos que apoyaban la actitud de don Adolfo de la Huerta.

El pueblo todo de México respaldaba a don Adolfo, eso es innegable, y por eso creía que el movimiento de 1923 arrollaría en brevísimo tiempo la resistencia enemiga y derrocaría el gobierno de Obregón.

Recuérdese, si no, cómo la gente en la capital de la República creía que en el plazo de una semana las fuerzas delahuertistas entrarían en la ciudad. Recuérdese el pánico en las oficinas de gobierno, en donde de hacían precipitados aprestos para una evacuación.

Recuérdese la sorpresa de todos cuando después de la toma de Jalapa pasó una semana y dos sin que se atacara la ciudad de México.

¿Qué esperan los delahuertistas?, decía la gente.

Ya no se trataba de especular sobre el posible triunfo del movimiento. Eso se daba por descontado; lo que no se comprendía era por qué las fuerzas revolucionarias no entraban ya en la capital.

La verdad, como ya ha quedado dicho, era que Obregón se creyó lo de las dos columnas de diez mil hombres cada una y ordenó a sus fuerzas que esperaran el ataque. Y el ataque, ya sabemos, no pOdía llegar porque los amigos de Guadalupe Sánchez no le respondieron, porque los escasos elementos con que se contaba no tenían parque; porque el parque no pOdía llegar por mar pues los acorazados americanos estaban allí para impedirlo, etc., etc.

Un día el general Carlos Greene le comunicó a don Adolfo que su hermano, a quien él llamaba el gringo porque era ciudadano americano, pues estudió medicina en los Estados Unidos, se recibió allá y se nacionalizó norteamericano, había llegado de Washington y le informaba que la situación era muy poco favorable para el movimiento de 1923. El doctor Greene era una especie de agente oficioso que teniendo a sus hermanos Alejandro y Carlos en las filas de los pronunciados, quiso explorar allá y estuvo algún tiempo en Washington pulsando el ambiente. Da allá venía para traer informes.

Que había muy pocas esperanzas; que se reconocía cierta justificación al movimiento; que la cabeza visible de él, o sea don Adolfo de la Huerta, estaba acreditada como persona buena, como hombre de bien, de extraordinaria honradez y patriotismo, pero que no podían ellos actuar de otra manera. Que habiendo garantizado el gobierno de Obregón los intereses americanos, tenían que apoyarlo de manera definitiva. Que sabía que Hughes había emitido algunos juicios personales en favor de De la Huerta, diciendo que había sido un trance muy duro para él (Hughes) dar una resolución contra un hombre a quien él reconocía como patriota y como hombre de bien.

La declaraciones de Hughes, tronantes en contra del movimiento de 1923, fueron hechas poco tiempo después de que el cónsul Wood y el enviado especial de Washington habían entrevistado al señor De la Huerta en Veracruz y que éste les había manifestado de manera terminante que no solamente no ratificaría los Tratados de Bucareli, sino que ni siquiera aceptaba que se diera la versión de que iba a estudiar ese punto.

Los hermanos Carlos y Alejandro presentaron a su hermano el doctor Greene con don Adolfo y le dijeron que esperaban que oyera la información que aquél traía y que creían que iba a ser necesario que el propio De la Huerta fuera a Washington para tratar de aprovechar las pocas esperanzas que quedaban puesto que podía tener alguna probabilidad de éxito. Que el doctor no aseguraba que la presencia de De la Huerta en los Estados Unidos fuera suficiente para cambiar la política americana, para que se abstuvieran de intervenir, pero sí había alguna posibilidad.

El consejo del doctor Greene era bastante sensato. Don Adolfo, en su visita a los Estados Unidos, un año antes, como secretario de Hacienda, había entrevistado al presidente Harding por invitación expresa de éste, y al secretario de Estado Hughes y había conseguido convencerles que no debían exigir tratado previo para otorgar el reconocimiento al gobierno de Obregón, ni tampoco debían pedir ni esperar que nuestra legislación interior fuera orientada por intereses americanos o que se concediera a los nacionales de su país privilegio alguno sobre los mexicanos. Por tanto,la presencia de De la Huerta en Washington, habría sido un reproche para Hughes y era posible que lograra hacer cambiar la actitud de los Estados Unidos.

Después de la conversación con los hermanos Greene, en la que el doctor describió la situación tal como la veía en Washington, éstos pidieron que De la Huerta hiciera el viaje. Don Adolfo les pidió tiempo para pensar sobre el particular, pues consideraba importante la información recibida. Los Greene, que daban mucha importancia a las informaciones de su hermano, pues era hombre serio y sensato, convocaron a los demás generales: Segovia, Gutiérrez, Jorge Vidal, Cándido Aguilar y varios otros, hablaron con ellos y todos juntos fueron a ver a don Adolfo para comunicarle (como quedó dicho) que en su concepto él debería hacer la gestión personalmente en Washington. Don Adolfo les dio la misma contestación que a los Greene haciéndoles ver, además, que en aquellos momentos no era conveniente su salida, porque precisamente se había anunciado el avance de las fuerzas del gobierno que se acercaban a la Central Fournier que es la entrada al Estado de Tabasco y acaban de girarse instrucciones al general Benito Torruco, quien se encontraba en Minatitlán, para que les saliera al encuentro. No procedía pues, explicó, que en aquella situación difícil bajo el punto de vista militar, saliera él de viaje, pues ello pOdría ser mal interpretado y aun desalentador para las fuerzas que iban a dar la batalla contra los gobiernistas.

El Estado de Tabasco a la sazón se hallaba enteramente controlado por el movimiento, así como los de Campeche, Yucatán, Quintana Roo, Chiapas, Oaxaca, Jalisco, Colima, etc., un gran número de Estados. No era una situación difícil personal para el señor De la Huerta, pues suponiendo que le hubiera faltado valor para sostener la situación, tenía cerca la frontera de Quintana Roo.

Durante los días de espera que De la Huerta había pedido para considerar el asunto de su viaje, se efectuó la batalla entre las fuerzas del general Benito Torruco y las gobiernistas, a las que Torruco derrotó en forma decisiva, pues las hizo retroceder cerca de treinta kilómetros levantando ellos mismos la vía de ferrocarril para escapar de la persecución del enemigo. Torruco, al rendir su parte, informó al jefe De la Huerta que, después de la derrota y la forma de la huída, el enemigo no podría avanzar antes de un mes, pues necesitaría cuando menos ese tiempo para reparar la vía destruída por él mismo.

Entonces el general Cándido Aguilar se acercó a don Adolfo para hacerle ver que el escrúpulo que había mostrado ya no existía porque con el resultado del combate, había plazo suficiente para hacer el viaje de ida y vuelta a Washington. En tales condiciones el señor De la Huerta, en presencia de los generales Greene y Segovia, que se hallaban con él, aceptó y prometió salir para los Estados Unidos en un plazo de dos días. Los generales se mostraron complacidos y prometieron a don Adolfo que ellos le responderían del aspecto militar del problema durante su ausencia.

Hubo una junta de generales y en ella se acordó el viaje de don Adolfo, levantándose un acta de aquella resolución con las debidas formalidades y a petición expresa del señor De la Huerta.

Parece -dijo el transcriptor- que hay copia de esa acta en poder del general Fernández (Guillermo Fernández, general y ferrocarrilero). Según informes de otras personas, el general Aguilar tiene también copia de esa interesantísima acta.

En la noche de aquel día se presentaron al señor De la Huerta el comandante Iliades y el coronel Reyna diciéndole que algunos acontecimientos, de los que se habían percatado, les obligaban a decirle que debía salir inmediatamente de Frontera. Iliades nunca quiso decir a qué obedecía aquella urgencia, pero De la Huerta sospechó que se trataba de algo que tramaban los compañeros de armas de Iliades. Debe recordarse, al efecto, que este comandante había manifestado en Veracruz a don Adolfo, que él no podía reconocer el movimiento pues tenía metido entre ceja y ceja su deber, de acuerdo con la Ordenanza. Es lógico suponer que sus compañeros de armas, que sabían que él no había reconocido el movimiento, le hayan dado algún informe relativo a que el barco Zaragoza venía ya a Frontera en actitud hostil. El comandante Morel, de dicha embarcación había sido depuesto por la tripulación y el propio Morel se había reconcentrado a Frontera. Iliuades probablemente no quiso que se llevara a cabo en contra de De la Huerta un acto inmoral por parte de sus compañeros marinos, pues además, según él mismo había expresado, en el curso del tiempo que había estado con el movimiento, aunque sin reconocerlo, había aprendido a estimar y respetar al jefe de él, señor De la Huerta.

Antes de salir de Frontera, don Adolfo pretendió obtener pasaporte del vicecónsul americano y éste se negó a dárselo, diciéndole que solamente que renunciara a la Suprema Jefatura. Que como particular, le podía extender el pasaporte, pero como jefe de la revolución, por ningún motivo se le permitiría la entrada a los Estados Unidos. De la Huerta le presentó numerosos argumentos, le dijo que iba precisamente a tratar de su gobierno; que si creía que iba a violar alguna ley, podría ir en el barco que él le indicara y aún acompañado de personas que él eligiera para que viera que a lo que él iba era a convencer al gobierno americano de que no interviniera más en nuestros asuntos internos. Pero el vicecónsul se negó rotundamente.

De ahí le vino la idea al señor De la Huerta de hacer el viaje vía Cuba, acordándose de que estaba pendiente un envío de parque que, furtivamente, trataba de hacer Froylán Manjarrez y que podía tal vez ayudarle.

Así -razonaba- ayudaba al movimiento en la cuestión del embarque del parque y de allí buscaría la manera de entrar a los Estados Unidos para llegar hasta Washington.

Fue entonces cuando el comandante Iliades y el coronel Reyna vinieron a decir a don Adolfo que era urgente que no demorara su viaje, que debería salir inmediatamente. Se negaron a explicar las razones de la urgencia, como ya se ha dicho. Don Adolfo no aceptó partir de inmediato como se le pedía, sino que transó resolviendo no salir hasta el día siguiente, como era su proyecto original, sino partir a la media noche de ese mismo día. Llamó al que esto escribeyque a la sazón fungía como su secretario particular en la guardia nocturna y le ordenó que estuviera listo para salir al primer aviso. Posteriormente, aquella misma noche, le dio instrucciones para que hiciera lastrar el Tabasco a fin de que pudiera cruzar la barra y que saliera con él, explicando que, después de salir ya el comandante de la embarcación tenía instrucciones de lo que había que hacer.

A media noche don Adolfo se encaminó al muelle donde Rafael Sánchez de la Vega tenía instrucciones de llevarle el dinero necesario que estuviera disponible, deduciendo lo requerido para pagar los gastos todos de un mes. Rafael Sánchez de la Vega era el pagador general, y él llevó ocho mil y pico de pesos en oro, más alguna otra cantidad que había en la Secretaría Particular y que le llevó Mario Hernández, con lo que se hizo un total de alrededor de diez mil pesos oro nacional.

En el muelle, adonde fue acompañado por el general Aguilar y las otras personas ya mencionadas, don Adolfo se embarcó en un remolcador de nombre La Exploradora que lo condujo a las cercanías de Campeche, donde transbordó al Tabasco.

Ya en ruta para Cuba, se recibieron numerosos radiogramas del Zaragoza que preguntaba insistentemente dónde estaba el Tabasco. Naturalmente no se contestó ni se envió mensaje de ninguna especie para evitar que el Zaragoza, que venía dándonos caza aunque sin haber logrado localizarnos, pudiera conseguirlo. Aquella persecución se comprobó posteriormente por las declaraciones de Camiro (comandante del Zaragoza) al llegar a México.

Poco antes de salir don Adolfo de Frontera, tuvo un fuerte disgusto con el general Cándido Aguilar por alguna mala información que había recibido acerca de él, pero aclarada aquella información como errónea, en parte porque don Adolfo quiso borrar la injusticia que había cometido con él aceptando una posible connivencia del general Aguilar con los marinos que se habían declarado en contra del movimiento y en parte también, en consideración a sus antecedentes de viejo revolucionario, le extendió nombramiento en forma muy laudatoria, dejándole provisionalmente como jefe del movimiento durante su ausencia y aclarando al propio Aguilar que por las conversaciones que antes había tenido con los altos jefes del gobierno americano, esperaba conseguir que reconsideraran su actitud y se abstuvieran de intervenir en nuestros asuntos internos, pero que si no lo conseguía, y tenía alguna dificultad para regresar a Tabasco, iría a Sonora a establecer allá el gobierno provisional, pues creía contar con el apoyo de sus paisanos y parece que también con el de los yaquis; y que posiblemente al formar el gobierno allí, necesitaría al general Aguilar, así éste debía estar pendiente de sus resoluciones.

Cuando el señor De la Huerta comunicó al resto de los jefes militares que había nombrado a Aguilar como jefe interino del movimiento, le dijeron:

- Mire, jefe, apreciamos al general Aguilar; lo estimamos como viejo revolucionario, tanto Segovia, como los Greene y Vidal, pero acabamos de saber que usted tiene un telegrama participándole la llegada de Salvador Alvarado a Nueva York. Como él ha sido nuestro jefe aquí en el sureste y es un gran militar, lo consideramos superior al general Aguilar ¿por qué no nos lo manda?.

Don Adolfo prometió cambiar impresiones con el general Alvarado y comunicarles el resultado oportunamente.

La idea de nombrar a Alvarado en sustitución de Aguilar hacía innecesaria la presencia del señor De la Huerta en Tabasco. Podía llegarse a Sonora y llamar a Aguilar a su lado. No podía decir a éste la opinión de sus compañeros militares porque habría sido sembrar el cisma; le habría restado confianza a sus órdenes y en sus decisiones y por ello guardó para sí tales apreciaciones.

Índice de Memorias de Don Adolfo de la Huerta de Roberto Guzmán EsparzaTercera parte del CAPÏTULO TERCEROSegunda parte del CAPÍTULO CUARTOBiblioteca Virtual Antorcha