Índice de El único y su propiedad de Max StirnerCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I

Al capítulo de la Sociedad pertenece el del partido, cuyas alabanzas se han cantado en estos últimos tiempos.

Hay en el Estado partidos. ¡Mi partido! ¡Quién no tomaría partido! Pero el individuo es único, y no es miembro de un partido. Libremente se une, y después se separa libremente. Un partido no es otra cosa que un Estado dentro del Estado, y la paz debe reinar en ese pequeño enjambre de abejas como en el grande. Aun aquellos que proclaman con más energía que es precisa la existencia de una oposición en el Estado, son los primeros en indignarse contra la discordia de los partidos. Prueba de que ellos tampoco quieren más que un Estado. Contra el individuo y no contra el Estado se rompen todos los partidos.

Hoy nada se oye más a menudo que la exhortación de fidelidad a su partido; los hombres de partido no desprecian nada tanto como a un renegado. Se debe marchar a ojos cerrados tras su partido, aprobar y adoptar sin reservas todos sus principios. En verdad, el mal no es tan grande aquí como en ciertas sociedades que ligan a sus miembros por leyes o estatutos fijos e inmutables (por ejemplo, las órdenes religiosas, la Compañía de Jesús, etc.). Pero el partido cesa de ser una asociación desde el momento en que quiere hacer obligatorios ciertos principios y ponerlos por encima de toda discusión y de toda crítica: es precisamente ese momento el que marca el nacimiento del partido. El partido del absolutismo no puede tolerar en ninguno de sus miembros la menor duda sobre la verdad del principio absolutista. Esa duda no les sería posible más que si fueran bastante egoístas para querer ser todavía alguna cosa fuera de su partido, es decir, para querer ser imparciales. No pueden ser imparciales más que como egoístas y no como hombres de partido. Si eres protestante y perteneces al partido del protestantismo, no puedes más que mantener a tu partido en el buen camino; en rigor podrías purificarlo, pero no rechazarlo. ¿Eres cristiano, estás alistado en el partido cristiano? No puedes salir de él en cuanto miembro de ese partido; si haces transgresión de su disciplina, será sólo cuando tu egoísmo, es decir, tu imparcialidad, te impulse a ello. Por esfuerzos que hayan hecho los cristianos, hasta Hegel y los comunistas inclusive, para fortificar su partido, han quedado en esto: el cristianismo contiene la verdad eterna, por consiguiente basta extraerla, demostrarla y completarla.

En suma, el partido es contrario a la imparcialidad y esta última es una manifestación del egoísmo. ¿Qué me importa, por otro lado, el partido? Yo encontraré siempre bastantes compañeros que se unan a Mí sin prestar juramento a mi bandera.

Si alguno pasa de un partido a otro se le llama inmediatamente tránsfugo, desertor, renegado, apóstata, etc. La moral, en efecto, exige que uno se adhiera firmemente a su partido; hacerle traición es mancharse con el crimen de infidelidad; pero la individualidad no conoce ni abnegación ni fidelidad de precepto; permite todo, comprendida la apostasía, la deserción y demás. Los morales mismos se dejan dirigir inconscientemente por el principio egoísta cuando tienen que juzgar a alguien que abandona su partido para unirse al de ellos, más aún, no tienen ningún escrúpulo en ir a reclutar partidarios en el campo opuesto. Sólo que deberían tener conciencia de una cosa, y es que es necesario obrar de una manera inmoral para obrar de una manera personal, lo que equivale a decir que es preciso saber romper su fe y hasta su juramento si uno quiere determinarse a sí mismo en lugar de dejarse determinar por consideraciones morales. Un apóstata se pinta siempre bajo colores dudosos a los ojos de las gentes de moralidad severa; no le concederán fácilmente su confianza, porque está manchado por una traición, es decir, por una inmoralidad. Ese sentimiento es casi general entre las gentes de cultura inferior. Los más ilustrados están sobre ese punto, como sobre todos, inciertos y turbados; la confusión de sus ideas no les permite tener claramente conciencia de la contradicción a que los estrecha necesariamente el principio de moralidad. No se atreven a acusar francamente al apóstata de inmoralidad, porque ellos mismos predican, en suma, la apostasía, el paso de una religión a otra, etc.; por otra parte, no se atreven a abandonar su punto de apoyo en la moralidad. ¡Qué excelente ocasión, sin embargo, de echarla por la borda!

¿Los Individuos o los Únicos son un partido?

¡Eh! ¿Cómo podrían ser únicos si perteneciesen a un partido?

¿No se puede, pues, ser de ningún partido? Entendámonos. Al entrar en vuestro partido y en vuestros círculos, Yo concluyo con vosotros una alianza, que durará tanto tiempo como vuestro partido y Yo persigamos el mismo objeto. Pero si hoy me uno todavía a su programa, mañana quizá ya no podré hacerlo y le seré infiel. El partido no tiene para Mí nada que me ligue, nada obligatorio, y Yo no lo respeto; si deja de agradarme, me vuelvo contra él.

Los miembros de todo partido que atiende a su existencia y a su conservación, tienen tanta menos libertad, o más exactamente, tanta menos personalidad, y carecen tanto más de egoísmo, cuando más completamente se someten a todas las exigencias de ese partido. La independencia del partido implica la dependencia de sus miembros.

Un partido, cualquiera que sea, no puede jamás pasarse sin una profesión de fe, porque sus miembros deben creer en su principio y no ponerlo en duda sin discutirlo: debe ser para ellos un axioma cierto e indudable. En otros términos: se debe pertenecer en cuerpo y alma a su partido, de lo contrario, no se es verdaderamente un hombre de partido, sino más o menos egoísta. Si la menor duda acerca del cristianismo acosa en Ti, ya no serás un verdadero cristiano, Tú que habrás tenido la gran impiedad de examinar el dogma y de arrastrar el cristianismo ante el tribunal de tu egoísmo. Te habrás hecho culpable para con el cristianismo, este asunto de partido (asunto de partido, porque no es el asunto, por ejemplo, de los judíos, que son de otro partido). Pero tanto mejor para ti si un pecado no te espanta; tu audaz impiedad va a ayudarte a alcanzar la individualidad. Así, pues, un egoísta, ¿no podrá nunca abrazar un partido, no podrá nunca tener un partido? ¡Pues sí; puede con tal que no se deje coger y encadenar por el partido! (...)

Proudhon (como Weitling) cree hacer la peor injuria a la propiedad calificándola de robo. Sin querer remover esta cuestión embarazosa, preguntamos simplemente: ¿hay una objeción bien seria que hacer al robo? ¿La idea de robo puede subsistir, si no se deja subsistir la idea de la propiedad? ¿Cómo se podría robar si no hubiese propiedad? Lo que no pertenece a nadie no puede ser robado: el que saca agua del mar no roba. Por consiguiente, la propiedad no es un robo; sólo por ella resulta el robo posible. Weitling, que considera todo como la propiedad de todos, ha de llegar necesariamente a la misma conclusión que Proudhon: si alguna cosa pertenece a todos, el individuo que se la apropia es un ladrón.

La propiedad privada vive por la gracia del Derecho. El Derecho es su única garantía, porque poseer un objeto no es aún ser su propietario; lo que Yo poseo no se convierte en mi propiedad más que por la sanción del Derecho; ella no es un hecho, como piensa Proudhon, sino una ficción, una idea; una idea, he ahí lo que es la propiedad que engendra el Derecho, la propiedad legítima, garantizada. No soy Yo quien hago de lo que poseo mi propiedad, es el Derecho.

No obstante, se designa bajo el nombre de propiedad el poder limitado que Yo tengo sobre las cosas (objeto, animal u hombre) de que puedo usar y abusar a mi agrado; el Derecho romano define la propiedad jus utendi et abutendi re sua, quatenus juris ratio patitur, un derecho exclusivo e ilimitado; pero la propiedad tiene por condición el poder. Lo que está en mi poder es mío. En tanto que mantengo mi situación de poseedor de un objeto, sigo siendo su propietario; no si se me escapa, sea cualquiera la fuerza que me lo quite (el hecho, por ejemplo, de que Yo reconozca que otro tiene derecho a él). Propiedad y posesión vienen, pues, a ser lo mismo. No es un derecho exterior a mi poder el que me hace legítimo propietario, sino mi poder mismo y sólo él; si lo pierdo, el objeto se me escapa. Desde el día en que los romanos no tuvieron ya la fuerza de oponerse a los germanos, Roma y los despojos del mundo que diez siglos de omnipotencia habían acumulado dentro de sus murallas, pertenecieron a los vencedores, y sería ridículo pretender que los romanos quedaran, no obstante, sus legítimos propietarios. Toda cosa es la propiedad de quien sabe tomarla y guardarla, y queda siendo de él, en tanto que no le es recogida; así, la libertad pertenece al que la toma.

El poder decide la propiedad; el Estado (ya sea el Estado de los burgueses, de los indigentes, o lisa y llanamente, de los hombres), siendo el único poderoso, es también el único propietario; Yo, el Único, no tengo nada; no soy más que un colono en las tierras del Estado, soy un vasallo, y por consiguiente un siervo. Bajo la dominación del Estado, ninguna propiedad es Mía.

Yo quiero aumentar mi valor, quiero elevar el precio de todas las propiedades de que está hecha mi individualidad, ¿y habría de despreciar la propiedad? ¡Jamás! Del mismo modo que nunca he sido apreciado porque siempre se ponía por encima de Mí al pueblo, la humanidad y otras cien abstracciones, tampoco se ha reconocido plenamente hasta hoy el valor de la propiedad. La propiedad no era más que la propiedad de un fantasma, del pueblo, por ejemplo: mi existencia toda entera pertenecía a la patria; Yo y, como consecuencia, todo lo que llamaba mío, pertenecía a la patria, al pueblo, al Estado.

Se pide a los Estados que pongan fin al pauperismo. Tanto valdría pedirles que se cortasen la cabeza y la pusieran a sus pies, porque en tanto que el Estado es un Yo, el Yo individual debe reducirse a ser un pobre diablo, un no-Yo. El interés del Estado es enriquecerse él mismo; poco le importa que Pedro sea rico y Pablo pobre; igual querría que fuese Pablo el rico y Pedro el pobre, mira al uno enriquecerse y al otro empobrecerse sin conmoverse por su juego de báscula. Como individuos, todos son realmente iguales ante su faz. Y en eso tiene razón: pobre y rico no son para él nada, lo mismo que ante Dios todos somos pobres pecadores. Por otra parte, el Estado tiene un interés muy grande en que esos mismos individuos que hacen de él su Yo, compartan sus riquezas: él los hace participar de su propiedad. La propiedad, de la que hace un cebo y una recompensa para los individuos, le sirve para amansarlos; pero sigue siendo su propiedad, y nadie tiene su disfrute sino en tanto que lleva en su corazón el Yo del Estado, como miembro leal de la sociedad que es; en caso contrario, la propiedad es confiscada o se funde en procesos ruinosos. La propiedad es y sigue siendo, pues, la propiedad del Estado, sin ser nunca la propiedad del Yo. Decir que el Estado no arrebata arbitrariamente al individuo lo que el individuo tiene del Estado, equivale simplemente a decir que el Estado se roba a sí mismo. El que es un Yo de Estado, es decir, un buen ciudadano o un buen súbdito, goza de su feudo con toda seguridad, pero goza de él como Yo del Estado, y no como Yo propio, como individuo. Es lo que expresa el Código cuando define la propiedad, lo que Yo llamo mío por Dios o por el Derecho. Pero Dios y el Derecho no lo hacen mío más que si el Estado no se opone a ello.

En casos de expropiación, de requisa de armas, etcétera, o también, por ejemplo, cuando el fisco recoge una sucesión cuyos derechohabientes no se han presentado en los plazos legales, el principio, habitualmente vedado, salta a la vista de todos; el pueblo, el Estado, es el único propietario; el individuo no es más que un arrendatario.

Yo quería decir esto: el Estado no puede proponerse que un individuo sea propietario en su propio interés, no puede querer que yo sea rico, ni siquiera que Yo posea tan sólo alguna holgura; en cuanto soy Yo, el Estado nada puede reconocerme, nada permitirme, nada concederme. El Estado no puede obviar el pauperismo, porque la indigencia es mi indigencia. El que no es más que lo que hacen de él las circunstancias o la voluntad de un tercero (el Estado), tampoco posee, y ello es perfectamente justo, más de lo que ese tercero le concede. Y ese tercero no le dará más de lo que merece, es decir, el salario de sus servicios. No es él quien se hace valer y quien saca de sí mismo el mejor partido posible, es el Estado.

La economía política trata con predilección sobre esta cuestión. Sin embargo, traspasa el dominio de la política y excede en cien codos del horizonte del Estado, y no conoce más propiedad que la suya y no puede repartir más que ella. El Estado no puede hacer otra cosa que someter la posesión de la propiedad a condiciones, como lo somete todo; por ejemplo, el matrimonio cuya validez depende de su sanción. Pero una propiedad no es mi propiedad más que si es Mía sin condiciones; sólo si estoy incondicionado puedo ser propietario, unirme a la mujer que amo y dedicarme libremente a una actividad.

El Estado no se preocupa ni de Mí, ni de lo Mío, no se preocupa más que de Sí y de lo Suyo; si tengo un valor a sus ojos, sólo es como su hiio, el hijo del país, etc., como Yo mismo, no soy nada para él. Mi vida, sus altos y bajos, mi fortuna o mi ruina, no son para el Estado más que una contingencia, un accidente. Pero si Yo y lo Mío no somos para él más que un accidente, ¿qué prueba eso sino que él es incapaz de comprenderme? Yo excedo a su comprensión, o en otros términos, su inteligencia es demasiado corta para comprenderme. Lo que explica, por otra parte, que no pueden hacer nada por Mí.

El pauperismo es un corolario de la pauperización de Mi, de mi impotencia para hacerme valer. Así, Estado y pauperismo son dos fenómenos inseparables. El Estado no admite que Yo me aproveche de Mí mismo, y no existe más que a condición de que Yo carezca de valor; siempre tiende a sacar provecho de mí, es decir, explotarme, despojarme, o hacerme servir para alguna cosa, aunque no fuese más que para cuidar de una prole (proletariado) quiere que Yo sea su criatura.

El pauperismo no podrá ser superado hasta el día en que mi valor no dependa más que de Mí, lo fije Yo mismo y Yo mismo establezca su precio. Si quiero verme en alza, cosa Mía es alzarme y levantarme.

Haga lo que haga, ya fabrique harina o algodón, o extraiga con gran esfuerzo el carbón y el hierro de la tierra, ése es mi trabajo y Yo mismo quiero extraer de él todo el provecho posible. Quejarme no serviría de nada, mi trabajo no será pagado en lo que vale; el comprador no me escuchará y el Estado hará igualmente oídos sordos hasta el momento en que crea necesario apaciguarme para prevenir la explosión de mi terrible poder. Pero esas medidas de aplacamiento que usa a guisa de válvula de seguridad son todo lo que Yo puedo esperar de él; si se me ocurre reclamar más, el Estado se volverá contra Mí y me hará sentir sus uñas y sus garras, porque es el Rey de los animales, el león y el águila. Si el precio que él fija a mi trabajo y a mis mercancías no me satisface, y si intento fijar Yo mismo el valor correspondiente a mis productos, es decir, me las compongo para que Yo sea pagado por mis esfuerzos, chocaré con un desahucio absoluto en el consumidor. Si este conflicto se desenlazara por un acuerdo entre las dos partes, el Estado no encontraría en ello nada que replicar, porque le importa poco cómo los particulares se arreglan entre sí, desde el momento en que no causa ningún perjuicio a su inteligencia. No se juzga ofendido ni puesto en peligro más que, cuando al no encontrar un terreno de acuerdo, los antagonistas llegan a las manos. Son esas relaciones inmediatas de hombre a hombre lo que el Estado no puede tolerar; debe interponerse como mediador, tiene que intervenir. El Estado, asumiendo ese papel de intercesor, ha venido a ser lo que era Jesucristo, lo que eran la Iglesia y los Santos, un mediador. Separa a los hombres y se interpone entre ellos como Espíritu. (...)


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