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Mis relaciones

Todo lo sagrado es un lazo, una cadena.

Todo lo sagrado es y tiene que ser tergiversado por falsarios; así se encuentran en nuestra época una multitud de ellos en todas las esferas. Preparan la ruptura con el derecho, la supresión del derecho.

¡Pobres atenienses, a quienes se acusa de argucia y de sofística! ¡Pobre Alcibíades, al que se acusa de intriga! Eso es, justamente, lo mejor que teníais, ése era vuestro primer paso hacia la libertad. Vuestro Esquilo, vuestro Herodoto y demás, sólo querían la libertad del pueblo griego. Vosotros vislumbrasteis por vez primera algo de vuestra libertad.

Todo pueblo oprime a quienes elevan por encima de su majestad; el ostracismo amenaza al ciudadano demasiado poderoso, la inquisición de la Iglesia espía al herético, y la inquisición, igualmente, espía al traidor al Estado, etc.

Porque el pueblo no se preocupa más que de mantenerse y de afirmarse, reclama de cada uno una abnegación patriótica. El individuo en sí le es indiferente, una nada, y el pueblo no debe hacer, ni aun permitir, que el individuo cumpla lo que sólo él es capaz de cumplir, su realización. Todo pueblo, todo Estado, es injusto con los egoístas.

Mientras permanece de pie una sola institución que el individuo no pueda aniquilar, no existe ni individualidad y autonomía del Yo. ¿Cómo hablar de libertad, mientras deba, por ejemplo, ligarme por juramento a una Constitución, a una Carta, a una ley, mientras deba jurar pertenecer en cuerpo y alma a mi pueblo? ¿Cómo ser Yo mismo si mis facultades no pueden desarrollarse, sino en la medida que no turben la armonía de la Sociedad? (Weitling).

La caída de los pueblos y de la humanidad, será la señal de Mi elevación.

¡Escucha! En el momento mismo en que escribo estas líneas, las campanas se han puesto a sonar; llevan a lo lejos un alegre mensaje: mañana se celebra el milésimo aniversario de nuestra querida Alemania. ¡Sonad, sonad, oh campanas, campanas de los funerales! Vuestra voz es tan solemne y tan grave, que parece que vuestras lenguas de bronce sean movidas por un presentimiento y que escoltéis a un muerto. El pueblo alemán y los pueblos alemanes, tienen tras sí diez siglos de historia; ¡qué larga vida! ¡Descended, pues, a la tumba para no levantaros jamás y que sean libres los que habéis tenido encadenados por tanto tiempo! El pueblo ha muerto, Yo me abro a la vida.

¡Oh Tú, mi torturado pueblo alemán! ¿Cuál ha sido tu sufrimiento? Era la tortura de un pensamiento que no puede engendrar un cuerpo, el tormento de un Espíritu errante que se desvanece cuando canta el gallo, y que aspira, sin embargo, a su salvación y a su realización. ¡En Mí también has vivido largo tiempo, querido pensamiento, querido fantasma! Ya creía haber encontrado la palabra mágica que debe redimirte, ya creía haber descubierto carne y miembros para vestir al Espíritu errante y de pronto oigo el doblar de las campanas que te conducen al reposo eterno; vuela la última esperanza, el último amor se extingue. Yo me despido de la mansión desierta, y regreso entre los vivos, porque los vivos sólo tienen razón.

Adiós, pues, ensueño de tantos millones de hombres; adiós, Tú, que durante mil años has tiranizado a tus hijos!

Mañana se te depositará en tierra; pronto tus hermanas las naciones te seguirán. Cuando todas hayan partido detrás de ti, la humanidad será enterrada, y sobre su tumba, Yo, mi único Señor al fin.. Yo, su heredero, reiré. (...)

La palabra Gesellschaft (sociedad) tiene por etimología la palabra Saal (sala). Cuando en una sala hay varias personas reunidas, esas personas están en sociedad. Están en sociedad, pero no constituyen la sociedad; constituyen, cuando más, una sociedad de salón. En cuanto a las verdaderas relaciones sociales, son independientes de la sociedad; pueden existir o no existir, sin que la naturaleza de lo que se llama sociedad sea alterada. Las relaciones implican reciprocidad, son el comercio (commercium) de los individuos. La sociedad no es más que la ocupación en común de una sala; las estatuas, en una sala de museo, están en sociedad, están agrupadas. Siendo tal la significación natural de la palabra sociedad, se sigue de aquí que la sociedad no es la obra de Ti o de Mí, sino de un tercero; ese tercero es el que hace de nosotros compañeros y es el verdadero fundador, el creador de la sociedad.

Lo mismo ocurre en una sociedad o comunidad de prisioneros (los que padecen una misma prisión). El tercero que encontramos aquí es ya más complejo que lo era el anterior, el simple local, la sala-Prisión no designa simplemente un lugar, sino un lugar en relación con sus habitantes. ¿Quién determinará la manera de vivir de la sociedad de prisioneros? La prisión. Pero ¿quién determina sus relaciones? ¿Es también la prisión? ¡Alto! Aquí os detengo. Evidentemente, si entran en relaciones, no puede ser más que como prisioneros, es decir, en cuanto lo permiten los reglamentos de la prisión; pero únicamente ellos crean esas relaciones, es el Yo quien se pone en relación con el Tú; no sólo esas relaciones no pueden ser la obra de la prisión, sino que ésta debe velar para oponerse a toda relación egoísta, puramente personal (las únicas que pueden establecerse realmente entre un Yo y un Tú).

La prisión consiente en que hagamos un trabajo en común, nos mira complacida manejar juntos una máquina o tomar parte en cualquier tarea. Pero si Yo olvido que soy un prisionero y anudo relaciones contigo, igualmente olvidado de tu suerte, ved que eso pone la prisión en peligro: no solamente no puede crear ella semejantes relaciones, sino que no puede siquiera tolerarlas. Y he ahí por qué la Cámara francesa, santa y moralmente pensando, ha adoptado el sistema de la prisión celular; las demás, no menos virtuosamente intencionadas, harán lo mismo para poner un obstáculo a las relaciones desmoralizadoras. Desde que el encarcelamiento es asunto hecho, es sagrado y no es permitido ya atacarlo. La menor tentativa de ese género es punible, como lo es toda rebelión contra una de las sacrosantidades a que el hombre debe entregarse atado de pies y manos. La prisión, como la sala, crea una sociedad, una cooperación, una comunidad (comunidad de trabajo, por ejemplo), pero no unas relaciones, una reciprocidad, ni una asociación. Por el contrario, toda asociación entre individuos nacida a la sombra de la prisión, lleva en sí el germen peligroso de un complot, y esta semilla de rebelión puede, si las circunstancias son favorables, germinar y dar sus frutos.

A la prisión no se va voluntariamente, y es igualmente poco común permanecer en ella por propia voluntad; más bien se alimenta un deseo egoísta de libertad. Es de presumir, pues, que todas las relaciones entre prisioneros serán hostiles a la sociedad realizada por la prisión, y no tenderán a nada menos que a disolver esa sociedad que resulta del cautiverio común.

Dirijámonos, pues, a otras sociedades, a sociedades donde parece que permanecemos con gusto y de nuestro pleno agrado, sin querer comprometer su existencia con nuestras maniobras egoístas.

Como comunidad que cumple estas condiciones, se presenta en primer lugar la familia. Padres, esposos, hijos, hermanos y hermanas, forman un todo o constituyen una familia cuyas alianzas vienen poco a poco a engrosar sus filas. La familia no es realmente una comunidad, más que si todos los miembros observan la ley, la piedad o el amor familiar. Un hijo a quien padre, madre, hermanos y hermanas se han hecho indiferentes, ha sido hijo, pero no manifestándose en cualidad de hijo activamente, tiene tan poca importancia como la unión, desde hace mucho tiempo destruida, de la madre y el hijo por el cordón umbilical. Esta última unión ha existido en otro tiempo, es un hecho que no es posible deshacer y en virtud del cual queda uno irrevocablemente hijo de una madre y hermano de sus otros hijos; pero una dependencia permanente no puede resultar más que de la permanencia de la piedad, del Espíritu de familia. Los individuos no son miembros de una familia en toda la aceptación de la palabra, más que imponiéndose el deber de conservarla. Lejos de poner en cuestión sus fundamentos, ellos deben ser sus conservadores. Hay para todo miembro de la familia una cosa inamovible y sagrada: es la familia, o más exactamente, la piedad. La familia debe subsistir; tal es, para aquel de sus miembros que no se ha dejado invadir por ningún egoísmo antifamiliar, la verdad fundamental, la que no puede desflorar ninguna duda. En una palabra, si la familia es sagrada, ninguno de sus miembros pueden separarse de la misma, so pena de cometer un crimen. Jamás podrá perseguir un interés contrario al de la familia; casarse mal, por ejemplo, le está prohibido. Quien deshonra a su familia, es causa de su vergüenza, etc.

El individuo cuyo instinto egoísta no es bastante fuerte, se somete: concierta el matrimonio que satisface las pretensiones de su familia, escoge una carrera en armonía con su posición, etc., en suma, hace honor a su familia.

Si, por el contrario, la sangre egoísta hierve con bastante ardor en sus venas, prefiere convertirse en el criminal de su familia y sustraerse a sus leyes. (...)

Supongamos que el egoísta haya roto los lazos familiares y encontrado en el Estado un protector contra el Espíritu de familia gravemente ofendido. ¿A qué llega? A formar parte de una nueva sociedad en que su egoísmo va a encontrar los mismos lazos, las mismas redes que aquellos de que acaba de soslayarse. El Estado también es una sociedad y no una asociación: es la extensión de la familia (padre del pueblo, madre del pueblo, hijos del pueblo) ...

Lo que se llama Estado es un tejido, un entrelazamiento de dependencias y adhesiones; es una solidaridad, una reciprocidad cuyo efecto consiste en que todos aquellos entre los cuales se establece esa coordinación se concilian entre sí y dependen los unos de los otros: el Estado es el orden, el régimen de esa dependencia mutua. Aunque el Rey, cuya autoridad repercute sobre quienes tengan el menor empleo público, incluso sobre el criado del verdugo, llegue a desaparecer, no por eso se mantiene menos el orden frente del desorden de la bestialidad por todos aquellos en quienes vela el sentido del orden. Si triunfara el desorden, el Estado se extinguiría.

Sin embargo, ¿es capaz de conquistarnos esa buena inteligencia, esa adhesión recíproca, esa dependencia mutua, ese pensamiento amoroso? Según esto, el Estado sería el amor realizado; vivir en el Estado sería ser para otro y vivir para otro. Pero el Espíritu del orden, ¿no aniquila la individualidad? ¿No se encontrará que todo está lo mejor posible con tal que se llegue por la fuerza a hacer reinar el orden, es decir, a diseminar y a acorralar juiciosamente al rebaño de modo que ninguno pise al andar a su vecino? Todo está dispuesto en el mejor orden y ése se llama Estado.

Nuestras sociedades y nuestros Estados existen, sin que otros los hagamos, pueden aliarse sin que haya alianza entre nosotros; están predestinados y tienen una existencia propia, independiente; frente a Vosotros, los egoístas, son el estado de cosas existente e indisoluble. Todas las luchas de hoy van dirigidas contra el estado de cosas reinante. Pero se desconoce su verdadero objetivo; parecería, de oír a nuestros reformadores, que se trata simplemente de sustituir el orden que existe en la actualidad por otro orden mejor. Es más bien al orden mismo, es decir, a todo Estado (status) , cualquiera que éste sea, al que se debería declarar la guerra y no a tal Estado determinado, a la forma actual del Estado. El objetivo por alcanzar no es otro Estado (el Estado popular, por ejemplo), sino la alianza, la unión, la armonía siempre inestable y cambiante de todo lo que es y no es más que a condición de cambiar sin cesar.

Un Estado existe independientemente de mi actividad; yo nazco en él, crezco en él, tengo para con él deberes y le debo fe y homenaje. Él me acoge bajo sus alas tutelares y Yo vivo de su gracia. Así, la existencia independiente del Estado es el fundamento de mi dependencia; su vida como organismo exige que Yo carezca de libertad y, según su naturaleza, me aplica las tijeras de la cultura. Me da una educación y una instrucción adecuadas a Él y no a Mí, y me enseña, por ejemplo, a respetar las leyes, aguardarme de atentar a la propiedad del Estado (es decir, a la propiedad privada), a venerar una Alteza divina o terrestre, etc.; en una palabra, me enseña a ser irreprochable, sacrificando mi individualidad sobre el altar de la santidad (santo o sagrado en todo lo que se puede imaginar: propiedad, vida de otros, etc.). Tal es la especie de cultura que el Estado es capaz de darme: me adiestra para ser un buen instrumento, un miembro útil a la Sociedad.

Es lo que debe hacer todo Estado, ya sea democrático, absoluto o constitucional. Y lo hará en tanto que no nos hayamos deshecho de la idea errónea de que él es un Yo, y como tal, una persona, moral, mística o política. De esa piel de león del Yo, debo Yo, que soy un verdadero Yo, despojar al vanidoso devorador de cardos. ¡A qué saqueo no he caído Yo desde que el mundo es mundo! Fueron primero el sol, la luna y las estrellas, los gatos y los cocodrilos, los que tuvieron el honor de pasar por Yo; fueron después Jehová, Alá, Nuestro Padre, los que usurparon mi título; luego las familias, las tribus, los pueblos y hasta la humanidad; vinieron al fin el Estado y la Iglesia, siempre con la misma pretensión de ser Yo: y Yo los contemplaba apaciblemente. ¿Qué extraño, pues, que siempre se presentara un Yo real y me haya afirmado en mi cara que no era para mí un , sino buenamente mi propio yo? Si lo hizo el hijo del hombre por excelencia, ¿qué impediría hacer otro tanto a un hijo del hombre? Viendo así a mi Yo siempre por encima y fuera de mí, no he llegado nunca a ser realmente Yo mismo.

Yo no he creído nunca en Mí, no he creído en mi actualidad, y no he sabido jamás verme sino en el porvenir. El niño cree que será verdaderamente él, cuando llegue a ser otro, cuando sea grande; el hombre piensa que sólo más allá de esta vida podrá ser verdaderamente alguna cosa; y para poner un ejemplo más cercano a nosotros, los mejores, ¿no pretenden todavía hoy que antes de ser realmente un Yo, se debe ser un ciudadano libre, un ciudadano del Estado, un hombre libre o un verdadero hombre, haberse incorporado de antemano al Estado, a su Pueblo, a la Humanidad y muchas cosas más? Ellos tampoco conciben ni verdad, ni realidad para el Yo, más que a la aceptación de un Yo ajeno al que uno se sacrifica. ¿Y qué es ese Yo? Un Yo que no es ni un Yo ni un Tú; un Yo imaginario, un fantasma. ( ...)

Se habla de la tolerancia y se alaba como una característica de los Estados civilizados la libertad de expresarse que allí tienen las tendencias más opuestas, etc. Es verdad que mientras algunos lanzan sus policías en persecución de los fumadores en pipa, otros son bastante fuertes para no dejarse conmover por los mitines más turbulentos. Pero debe observarse que para todo Estado, el juego recíproco de las individualidades, los altos y bajos de su vida cotidiana son, en cierto modo, una parte abandonada al azar, una parte que tiene, sí, que abandonarles, a falta de poder canalizarla útilmente. Ciertos Estados hacen como el fariseo que se tragaba los camellos y hacía remilgos ante una mosca, en tanto que otros son más tolerantes; en estos últimos, los individuos son más libres. Pero libre, no lo soy en ningún Estado. Su famosa tolerancia no se ejerce más que en favor de lo que es inofensivo y carente de peligro; no es más que su indiferencia ante las cosas insignificantes; un despotismo más imponente, más augusto y más orgulloso. Cierto Estado ha manifestado durante algún tiempo veleidades de elevarse por encima de las disputas literarias y permitir a todos entregarse a ellas a su pleno agrado. Inglaterra lleva la cabeza demasiado alta para oír el rumor de la multitud y oler el humo del tabaco. Pero, ¡ay de la literatura que ataca el Estado mismo, ay de las revueltas populares que ponen al Estado en peligro! En el Estado a que hacíamos alusión se sueña con una ciencia libre, y en Inglaterra, con una vida popular libre.

El Estado deja jugar libremente todo lo posible a los individuos, con tal que no tomen su juego en serio y no pierdan de vista al Estado. No pueden establecerse de hombre a hombre relaciones que no sean turbadas por la vigilancia e intervención superior. Yo no puedo hacer todo aquello que sería capaz, sino sólo hacer todo aquello que el Estado me permite hacer; no puedo hacer valer ni mis pensamientos, ni mi trabajo, ni, en general, nada de lo que es Mío.

El Estado no persigue más que un fin: limitar, encadenar, sujetar al individuo, subordinarlo a una generalidad cualquiera. No puede subsistir sino a condición de que el individuo no sea para sí mismo Todo en Todo; implica la limitación del Yo, mi mutilación y mi esclavitud. Jamás el Estado se propone estimular la libre actividad del individuo, la sola actividad que alienta es la que se refiere al fin que él mismo persigue. Jamás es capaz el Estado de producir nada colectivo, no se puede decir que un tejido es la obra colectiva de las diferentes partes de una máquina, es más bien la obra de toda la máquina, considerada como una unidad; lo mismo ocurre con todo lo que sale de la máquina del Estado, porque el Estado es el resorte que pone en movimiento los rodajes de los espíritus individuales, de los que ninguno sigue su propio impulso. El Estado trata de ahogar toda actividad libre mediante su censura, su vigilancia y su policía, y considera su deber estrangularla, porque debe conservarse a sí mismo. El Estado quiere hacer del hombre alguna cosa, quiere modelarlo; así el hombre (que viviendo en un Estado no es más que un hombre ficticio), en cuanto quiere ser él mismo, se convierte en el adversario del Estado y no es nada. No es nada significa: el Estado no lo utiliza, no le concede ningún empleo, ninguna comisión, etc.

E. Bauer, en sus Liberalen Bestrebungen (Reivindicaciones liberales, II, 50), sueña con un gobierno que, surgido del pueblo, no pueda nunca encontrarse en oposición con él. Es verdad que él mismo retira (pág. 69) la palabra gobierno. En una República no puede haber gobierno, no hay lugar más que para un Poder ejecutivo. Pura y simple emanación del pueblo, ese Poder no podría oponerse ni a un Poder independiente, ni a principios y funcionarios suyos; no tendría otro fundamento, y su autoridad y sus principios no tendrán otra fuente que el pueblo, única y suprema potencia del Estado. La noción de gobierno es incompatible con la del Estado democrático. Pero eso viene a ser lo mismo. Todo lo que emana, procede o se deriva de una cosa, se hace independiente, y, como el niño salido del seno de la madre, se pone inmediatamente en oposición con ella. El Gobierno, sin ese carácter de independencia y de oposición, no sería absolutamente nada.

En el Estado libre no hay gobierno, etc. (página 94). Esto quiere simplemente decir que el pueblo, cuando es soberano, no se deja gobernar por un poder superior. Pero ¿sucede de otro modo en la Monarquía absoluta? ¿Existe un gobierno superior al soberano? Ya se llame el soberano príncipe o pueblo, jamás puede haber un gobierno por encima de él. Pero en todo Estado absoluto, republicano o libre, habrá siempre un gobierno por encima de Mí, y Yo no estaré mejor en uno que en otro.

La República no es más que una Monarquía absoluta, porque poco importa que el soberano se llame príncipe o pueblo: uno y otro son una majestad.

El régimen constitucional demuestra precisamente que nadie quiere ni puede resignarse a no ser más que un instrumento. Los ministros dominan a un Señor, el príncipe, y los diputados lo hacen a un Señor, el Señor pueblo. El príncipe debe someterse a la voluntad de los ministros y el pueblo debe dejarse llevar cogido de la mano a donde le plazca a las Cámaras. El constitucionalismo va más lejos que la República, puesto que en él, el Estado se concibe en su disolución. (...)

Es un político, y lo seguirá siendo por toda la eternidad, aquel que mete el Estado en su cabeza, en su corazón, o en ambos a la vez; el poseído del Estado o el creyente en el Estado.

El Estado es la condición indispensable del desarrollo integral de la humanidad. Ciertamente, lo fue tanto tiempo como nos propusimos desarrollar la humanidad; pero ahora que queremos desarrollarnos a Nosotros mismos, no puede sernos ya más que un estorbo.

¿Puede proponerse todavía hoy reformar y mejorar el Estado y el pueblo? Tanto como a la nobleza, el clero, la iglesia, etc.; se puede superar, destruir, abolir el Estado, pero no reformarlo. No es reformándolo como se convierte un absurdo en una cosa sensata; más vale desecharlo inmediatamente.

En el futuro no se hablará ya del Estado ( constitución del Estado, etc.), sino de Mí. Todas las cuestiones relativas al Poder soberano, a la Constitución, etc., caen de nuevo así en el abismo de que no habría debido salir, su nada. Yo, esta nada, haré brotar de mí mismo mis creaciones. (...)


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