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Mi poder

El derecho es el Espíritu de la sociedad. Si la sociedad tiene una voluntad, es precisamente esa voluntad la que constituye el derecho; la sociedad no existe más que por el derecho. Pero como sólo existe por el hecho de ejercer un dominio sobre el individuo, se puede decir que el derecho es su voluntad soberana. La justicia es la utilidad de la sociedad, decía Aristóteles.

Todo derecho establecido es un derecho extraño, un derecho que se me concede, del que se me permite disfrutar. ¿Tendría Yo el derecho de mi parte porque el mundo entero me diese la razon? ¿Qué son, pues, mis derechos en el Estado o en la sociedad sino derechos exteriores, derechos que tengo de otro? Que me dé un imbécil la razón, e inmediatamente mi derecho se me hará sospechoso, porque no hago caso de su aprobación. Pero aun cuando sea un sabio el que me apruebe, no por eso tendré aún razón. El hecho de tener razón o no tenerla es absolutamente independiente de la aprobación del loco y del sabio. Es, sin embargo, ese derecho, que no es más que la aprobación de otro, el que hasta el presente hemos tratado de obtener. Cuando buscamos nuestro derecho, nos dirigimos a un tribunal. ¿A qué tribunal? A un tribunal real, papal, popular, etc. El tribunal del Sultán, ¿puede ser órgano de otro derecho que el designado por el Sultán como tal derecho? ¿Puede darme la razón, cuando reclamo un derecho que no corresponde a lo que el Sultán llama el derecho? ¿Puede, por ejemplo, concederme el derecho de alta traición, si este último no es un derecho a los ojos del Sultán? Ese tribunal, el tribunal de la censura, por ejemplo, ¿puede reconocerme el derecho de expresar libremente mi opinión, si el Sultán no quiere oír hablar de ése mi derecho? ¿Qué pido, pues, a ese tribunal? Le pido el derecho del Sultán y no mi derecho, le pido un derecho ajeno. Es verdad que mientras este derecho ajeno corresponda al mío, podré encontrar también este último.

El Estado no permite que dos hombres vengan a las manos; se opone al duelo. La menor riña es castigada, aun cuando ninguno de los combatientes llame a la policía en su socorro, excepción hecha, sin embargo, del caso en que el golpeante y el golpeado, en lugar de ser Tú y Yo, son un jefe de familia y su hijo: la familia, y el padre en su nombre, tiene derechos que Yo, el individuo, no tengo. (...)

Tenga yo el derecho por mí o contra mí, nadie sino Yo mismo puede ser juez de ello. Todo lo que los demás pueden hacer, es juzgar si mi derecho está o no de acuerdo con el suyo, y apreciar si para ellos también es un derecho.

Consideremos la cuestión bajo otro punto de vista. En un sultanato Yo debo respetar el derecho del Sultán; en una República el derecho del pueblo; en la comunidad católica el derecho canónico, etc. Debo someterme a sus derechos, tenerlos por sagrados. Este sentido del derecho, este espíritu de justicia está tan sólidamente arraigado en la mente de las gentes, que los más radicales de los revolucionarios actuales no se proponen nada más que sujetarnos a un nuevo Derecho tan sagrado como el antiguo: al derecho de la sociedad, al derecho de la Humanidad, al derecho de todos, etc. El derecho de todos debe tener la preferencia sobre Mi derecho. Ese derecho de todos debiera ser también mi derecho, puesto que Yo formo parte de todos; pero observad que no es por ser el derecho de los demás, ni aun de todos los demás, por lo que me siento impulsado a trabajar por su conservación. Yo no lo defenderé porque sea un derecho de todos, sino únicamente porque es mi derecho; ¡cada cual vele por conservarle igualmente! El derecho de todos (el de comer, por ejemplo) es el derecho de cada individuo. Si cada cual vela por guardárselo intacto, todos lo ejercerán por sí mismos; ¡que el individuo no se cuide, pues, de todos y defienda su derecho sin hacerse el celador de un derecho de todos!

Pero los reformadores sociales nos predican un derecho de la Sociedad. Por él, el individuo se convierte en esclavo de la Sociedad, y sólo tiene derecho cuando se lo da la Sociedad, es decir, si vive según las leyes de la Sociedad como hombre legal. Ya sea legal bajo un gobierno despótico o en una sociedad tal como la sueña Weitling, no tengo ningún derecho, porque en un caso como en otro, todo lo que puedo tener no es mi derecho, sino un derecho ajeno a mí. Cuando se habla de derecho hay una cuestión que se plantea siempre: ¿Quién o qué cosa me da el derecho de hacer esto o aquello? Respuesta: ¡Dios, el Amor, la Razón, la Humanidad, etc.!. ¡Eh, no, amigo mío! Lo que te da ese derecho es Tu fuerza, Tu poder y nada más (Tu razon, por ejemplo, puede dartelo ).

El comunismo, que admite que los hombres tienen naturalmente derechos iguales, se contradice sosteniendo que los hombres no tienen ningún derecho de la naturaleza. En efecto, no admite, por ejemplo, que la naturaleza dé a los padres derechos sobre sus hijos y a estos últimos, derechos sobre sus padres: suprime la familia. La naturaleza no da absolutamente ningún derecho a los padres, a los hermanos y a las hermanas, etc. En el fondo, ese principio revolucionario o babeuvista, (Véase Die Kommunisten in der Schweiz, Kommission-albericht, Zürich 1843, pag. 3) reposa sobre una concepción religiosa, es decir, falsa. ¿Quién puede indagar el Derecho si no se coloca bajo el punto de vista religioso? ¿No es el Derecho una noción religiosa, es decir, algo sagrado? La igualdad de los derechos que proclamó la Revolución no es, bajo otro nombre, más que la igualdad cristiana; la igualdad fraternal que reina entre los hijos de Dios, entre los cristianos; es, en una palabra, la fraternIdad.

Toda controversia sobre el Derecho merece ser flagelada con estas palabras de Schiller: Muchos años ha me sirvo de mi nariz para oler.

¿Tengo realmente un derecho indiscutible sobre ella?

Dando a la igualdad la estampilla del Derecho, la Revolución tomaba posiciones sobre el terreno de la religión, en el dominio de lo sagrado, de lo ideal. De ahí, pues, la lucha por los sagrados e inalienables derechos del Hombre. En oposición con el eterno derecho del Hombre se hacen valer, lo que es muy natural y también muy legítimo, los derechos adquiridos y los títulos que da la ocupación. ¡Derecho contra derecho! Cada uno ensaya naturalmente convencer al otro de injusticia. Tal es el proceso que está pendiente desde la Revolución.

Vosotros queréis que el derecho esté por vosotros y contra los demás; pero no es posible: frente a ellos permanecéis eternamente en vuestra sinrazón, porque no serían vuestros adversarios si no tuviesen también el derecho de su lado; siempre os quitarán la razón. Pero, me diréis, mi derecho es más elevado, más grande, más poderoso que el de los demás. Nada de eso: vuestro derecho no es más fuerte que el suyo, en tanto que vosotros mismos no sois más fuertes que ellos. ¿Tienen los súbditos chinos derecho a la libertad? Hacedles de ella regalo y apreciaréis vuestro error: no tienen ningún derecho a la libertad porque son incapaces de utilizarla, o con mayor claridad, justamente porque no tienen la libertad, no tienen ningún derecho a ella. Los niños no tienen ningún derecho a la mayoría de edad, porque siendo niños no son mayores. Los pueblos que se dejan mantener en tutela no tienen derecho a la emancipación: sólo rechazando la tutela adquirirán el derecho a emanciparse.

Todo esto equivale simplemente a lo siguiente: Tienes el derecho de ser lo que Tú tienes poder de ser. Sólo de Mí deriva todo derecho y toda justicia: tengo el derecho de hacerlo todo, en tanto que tengo el poder para ello. Tengo el derecho de derribar a Jesús, Jehová, Dios, etc., si puedo; si no lo puedo, esos dioses quedarán en pie ante mí, fuertes con su derecho y su poder; el temor a Dios encorvará mi impotencia, Yo seguiré sus mandamientos y creeré andar rectamente en tanto que obre en todo conforme a su derecho: así son esos guarda-fronteras rusos que se creen en el derecho de derribar a tiros a los fugitivos sospechosos, desde el momento en que los asesinan en nombre de una autoridad superior, es decir, conforme al derecho. Yo, por el contrario, me doy el derecho de matar desde el momento en que no me prohibo a mí mismo el homicidio y no retrocedo ante él con horror, juzgándolo contrario al derecho. Esta idea forma el fondo de un poema de Chamisso, Das Mordenthal, que nos muestra a un viejo indio asesino forzando al respeto al blanco cuyos compañeros ha sacrificado. Si existe alguna cosa que no tenga el derecho de hacer, es porque no la hago con propósito deliberado, esto es, porque no me autorizo para ello.

A Mí corresponde decidir lo que es para mí el derecho. Fuera de Mí, no existe ningún derecho. Lo que para Mí es justo, es justo. Puede suceder que los demás no juzguen por eso que es justo, pero eso es asunto suyo y no mío; ¡ellos se guarden! Aun cuando una cosa pareciese injusta a todo el mundo, si esa cosa fuera justa para Mí, es decir, si Yo la quisiera, me cuidaría poco de todo el mundo. Así lo acostumbran, más o menos según su grado de egoísmo, todos los que saben estimarse a sí mismos, porque el poder es anterior al derecho y con pleno derecho. (...)

Quien para existir tiene que contar con la falta de voluntad de los otros, es sencillamente un producto de esos otros, como el Señor es un producto del siervo. Si la sumisión llegara a cesar, ello sería el fin de la dominación.

Mi voluntad individual es destructora del Estado; así, él la deshonra con el nombre de indisciplina. La voluntad individual y el Estado son potencias enemigas entre las que es imposible una paz eterna. En tanto que el Estado se mantiene proclama que la voluntad individual es su irreconciliable adversaria, irrazonable, mala, etc. Y la voluntad individual se deja convencer, lo que prueba que lo es, en efecto: no ha tomado aún posesión de sí misma, ni adquirido conciencia de su valor, es decir, todavía es incompleta, maleable, etc.

Todo Estado es despótico, sea el déspota uno, sean varios, o (y así se puede representar una República) siendo todos Señores, o sea cada uno el déspota del otro. Este último caso se presenta, por ejemplo, cuando, a consecuencia de un voto, una voluntad expresada por una Asamblea del pueblo llega a ser para el individuo una ley a la que debe obedecer o conformarse. Imaginad incluso el caso en que cada uno de los individuos que componen el pueblo haya expresado la misma voluntad, suponed que haya habido perfecta unanimidad; la cosa vendría aún a ser la misma. ¿No estaría yo ligado, hoy y siempre, a mi voluntad de ayer? Mi voluntad, en ese caso, estaría inmovilizada, paralizada. ¡Siempre esa desdichada estabilidad! ¡Un acto de voluntad determinado, creación mía, vendrá a ser mi Señor! y Yo que lo he querido, Yo el creador, ¿me vería trabado en mi carrera, sin poder romper mis lazos? Porque Yo era ayer un loco, ¿tendría que serIo toda mi vida? Así pues, en la vida estatal, yo soy en el mejor de los casos -podría decir también en el peor de los casos- un esclavo de Mí mismo. Porque ayer tenía una voluntad, hoy careceré de ella; Señor ayer, seré esclavo hoy.

¿Qué hacer? Nada más que no reconocer deberes, es decir, no atarme ni dejarme atar. Si no tengo deber, no conozco tampoco ley. ¡Pero se me atará! Nadie puede encadenar mi voluntad, y Yo siempre seré libre de rebelarme.

¡Pero si cada uno hiciera lo que quisiera, todo andaría de cabeza! ¿Y quién os dice que cada uno podría hacerlo todo? ¡Defendeos, y no se os hará nada! Quien quiere quebrar vuestra voluntad es vuestro enemigo, tratadlo como tal. Si algunos millones de otros están detrás de vosotros y os sostienen, sois un poder imponente y no os costará gran trabajo vencer. Pero si gracias a vuestro poder llegáis a imponeros al adversario, no os considerará por eso, a menos que sea un pobre diablo, como una autoridad sagrada. No os debe ni respeto ni homenajes, aunque tenga que mantenerse en guardia midiendo vuestro poder.

Clasificamos habitualmente los Estados según la forma en que el poder supremo está distribuido: si pertenece a uno solo, es una monarquía; si pertenece a todos, una democracia, etc. Este poder supremo, ¿contra quién se ejerce? Contra el individuo y su voluntad de individuo. El poder del Estado emplea la fuerza, el individuo no debe hacerlo. En manos del Estado la fuerza se llama derecho, en manos del individuo recibirá el nombre de crimen.

Crimen significa el empleo de la fuerza por el individuo; sólo por el crimen puede el individuo destruir el poder del Estado, cuando considera que está por encima del Estado y no el Estado por encima de él.

Y ahora, si quisiera ironizar, podría, con un mohín de ortodoxia, exhortaros a no hacer ley que contraríe mi desarrollo individual, mi espontaneidad y mi personalidad creadoras. No doy ese consejo, porque si lo siguieseis Vosotros, seríais cándidos y yo sería estafado. No os pido absolutamente nada, porque por poco que os pida, seríais siempre autores de leyes autoritarias; lo seríais y debéis serIo, porque un cuervo no sabe cantar, y un ladrón no puede vivir sin robar. Me dirigiré más bien a quienes quieren ser egoístas, y les preguntaré lo que les parece más egoísta, recibir Vuestras leyes y respertar las existentes, o resolverse a la insubordinación, a la desobediencia total.

Buenas almas dicen que las leyes no deberían prescribir más que lo que el sentimiento del pueblo estima bueno y justo. Pero ¿qué me importa el valor que tienen las cosas entre el pueblo y para el pueblo? El pueblo será quizá enemigo de los blasfemos; de ahí, la ley contra la blasfemia. ¿Será ésa una razón para que Yo no blasfeme? ¿Será esa ley para Mí algo más que una orden? ¡Yo os lo pregunto! (...)

Los crímenes surgen de las ideas obsesivas. La santidad del matrimonio es una idea obsesiva. De que la fe conyugal es sagrada, se sigue que traicionarla es criminal y, en consecuencia, cierta ley matrimonial castiga el adulterio con una pena más o menos grave. Pero los que proclaman la libertad sagrada, deben considerar esa pena como un crimen contra la libertad; y sólo bajo ese punto de vista la opinión pública reprueba la ley de que se trata.

La Sociedad quiere, es cierto, que cada uno obtenga su derecho; pero este derecho no es sino aquél que la Sociedad ha sancionado; es el derecho de la Sociedad y no de cada uno. Yo, por el contrario, fuerte con mi propio poder, tomo o me doy un derecho, y frente a todo poder superior al mío, soy un criminal incorregible. Poseedor y creador de mi derecho, no reconozco otra fuente del derecho que Yo, y no Dios, ni el Estado, ni la Naturaleza, ni siquiera el hombre con sus eternos derechos del hombre; no reconozco derecho humano, ni derecho divino.

Derecho en sí y para sí. ¡Luego en modo alguno relativo a Mí! Derecho absoluto. ¡Luego separado de Mí! ¡Un ser en sí y para sí! ¡Un absoluto! ¡Un derecho eterno como una verdad eterna!

El derecho, tal como lo conciben los liberales, me obliga, porque es una emanación de la razón humana, frente a la cual mi razón no es más que sinrazón. En nombre de la razón divina se condenaba en tiempos pasados a la débil razón humana; en nombre de la poderosa razón humana se condena hoy a la razón egoísta bajo el nombre despreciativo de sinrazón. Y, sin embargo, no hay más razón real precisamente que esa sinrazón. Ni la razón divina, ni la razón humana tienen realidad; solas Tu razón y Mi razón son reales, lo mismo y precisamente por lo mismo que Tú y Yo somos reales.

Por su origen, el derecho es un pensamiento; es mi pensamiento, es decir, tiene su fuente en Mí. Pero tan pronto como ha brotado fuera de Mí al pronunciar la palabra, el Verbo se ha hecho carne, y ese pensamiento se convierte en una idea obsesiva. Desde entonces no puedo ya desembarazarme de ella; a cualquier lado que me vuelva, ella se levanta ante Mí. Así los hombres han llegado a ser ya incapaces de dominar esa idea del derecho que ellos mismos habían creado; su propia criatura les ha reducido a la esclavitud. En tanto que lo respetamos como absoluto, no podemos ya utilizarlo y nos consume nuestro poder creador. La criatura es más que el creador, es en sí y para sí.

Ya no dejes vagar en libertad al derecho; vuélvelo a su fuente, es decir, a ti, y será tu derecho; será justo lo que para ti sea justo. (...)

No me queda, para acabar, sino suprimir de mi vocabulario la palabra derecho, que sólo he requerido mientras indagaba sus entrañas, no pudiendo al menos emplear provisionalmente el nombre. Pero en el presente la palabra no tiene ya sentido. Lo que yo llamaba derecho no es, en modo alguno, un derecho, pues un derecho no puede ser conferido más que por un Espíritu, ya sea este Espíritu de la naturaleza, de la especie, de la humanidad o de Dios, de Su Santidad, de Su Eminencia, etc. Lo que yo poseo independientemente de la sanción del Espíritu, lo poseo sin derecho, lo poseo únicamente por mi poder. No reivindico ningún derecho, ni tengo, pues, ninguno que reconocer. Aquello de que puedo apoderarme, lo agarro y me lo apropio; sobre lo que se me escapa, no tengo ningún derecho y no son esos mis derechos imprescindibles de que me enorgullezco o que me consuelan.

El derecho absoluto arrastra en su caída a los derechos mismos, y con ellos se derrumba la soberanía del concepto del derecho. Porque no debe olvidarse que hasta ahora hemos sido dominados por ideas, conceptos, principios, y que entre tantos Señores, la idea de derecho o la idea de justicia ha desempeñado uno de los principales papeles. ¿Legítimo o ilegítimo, justo o injusto, qué me importa? Lo que me permite mi poder, nadie más tiene necesidad de permitírmelo; él me da la única autorización que me hace falta. El derecho es la alucinación con la que nos ha agraciado un fantasma; el poder soy Yo, que soy poderoso, poseedor del poder.

El derecho está por encima de Mí, es absoluto, Yo existo como un ser superior que me lo concede como un favor; es una gracia que me hace el juez. El poder y la fuerza sólo existen en Mí, que soy el Poderoso y el Fuerte.


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