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CAPÍTULO IX

EL MUNDO FICTICIO DE LA PERSONA MIMADA

La comprensión del individuo a partir de sus movimientos. Criterios de la verdad absoluta. El punto de vista de la posesión y de la utilización en psicología. Distancia entre individualidad y tipo. Misión educativa de la madre. Pesimismo y mimo. Origen secundario de los rasgos de carácter del niño mimado. Los recursos del sujeto mimado. El abismo entre el mundo real y el mundo ficticio. Transformación curativa de la personalidad de la persona mimada.

Las personas mimadas no suelen tener buena reputación. No la han tenido nunca. Ningún padre se siente satisfecho si se le dice: Está usted mimando a su hijo. Toda persona mimada rehusa el ser considerada como tal. Pero siempre tropezamos con dudas acerca de lo que hemos de llamar en realidad mimo. A pesar de la falta de claras definiciones, todo el mundo considera el mimo, por intuición, como un lastre y un obstáculo para el desarrollo normal.

A pesar de ello, no hay nadie a quien no le guste ser objeto de mimos. Hay personas a las que esto agrada especialmente, y no pocas madres serían incapaces de educar a sus hijos sin mimarlos. Por suerte, hay muchos niños que se defienden eficazmente contra tal educación, y los daños son entonces menores. El problema del mimo es un hueso duro de roer para las acostumbradas fórmulas psicológicas. Estas fórmulas nunca podrán servirnos como directrices para el descubrimiento de los fundamentos de la personalidad o para explicar las actitudes y el carácter. Y es que, en este aspecto, hay que esperar en todos los sentidos millones de variantes y matices. Lo que creemos descubierto ha de ser confirmado y continuamente cotejado con hechos análogos. También hay que tener en cuenta que si un niño resiste al mimo, se excede generalmente en su resistencia y desplaza su autodefensa a posiciones en las cuales aceptar una ayuda amistosa desde fuera sería la única solución razonable.

Si el mimo continúa hasta la edad adulta y no corre parejo, como suele acontecer en estos casos, y tampoco llega a destruir la voluntad independiente, puede en ocasiones llegar a cansar al individuo. Sin embargo, su estilo de vida adquirido desde la tierna infancia ya no podrá cambiar por ello.

La Psicología individual afirma que no hay más camino para comprender a una persona que el de la observación de los movimientos que realiza para resolver los problemas que le plantea su vida. Al afectuar este examen debemos observar con mucho cuidado el cómo y el por qué. Su vida se inicia en posesión de posibilidades de evolución humana, que son, sin duda alguna, muy distintas en cada uno, sin que nos sea posible determinar estas diferencias de otra manera que gracias a los actos realizados. Lo que se ofrece a nuestra contemplación en los comienzos de la vida está ya notablemente influido, desde el primer día del nacimiento, por factores externos. La herencia y el medio ambiente, que son las dos influencias más importantes, llegan a convertirse en una posesión del niño que éste maneja libremente para encontrar su camino evolutivo. Sin embargo, los conceptos de camino y de movimiento presuponen ineludiblemente una noción de orientación y del objetivo perseguido. El alma humana aspira a la superación, a la perfección, a la seguridad y a la superioridad.

El niño que empieza a experimentar las influencias de su cuerpo y del medio ambiente que le rodea, depende en mayor o menor grado de su propia fuerza creadora y de su propia intuición en cuanto a los caminos a seguir. Aquella opinión sobre la vida que es la base de su actitud, y que no podría ser formulada ni expresada por él en conceptos claros, es su propia obra maestra. De este modo llegará a establecer su peculiar ley de movimiento que, mediante cierto hábito, le proporciona el estilo de vida en que le vemos pensar, sentir y actuar durante toda su existencia. Este estilo de vida nace casi siempre de una situación en que el niño cuenta con el apoyo externo.Tal estilo de vida se muestra luego como inapropiado cada vez que en las siempre cambiantes circunstancias de la existencia le es necesario recurrir a una ayuda desinteresada en un medio distinto al familiar.

Aquí se nos plantea el problema de determinar cuál es la actitud que hay que adoptar ante la vida, y qué soluciones habremos de dar a sus grandes problemas. La Psicología individual trata de contribuir en todo lo posible a una solución de estos problemas. Nadie puede atribuirse la posesión de la verdad absoluta. Una solución concreta, para ser universalmente comprobable y justa, debería mostrarse exacta por lo menos en dos determinados puntos. No se puede llamar justo a un sentimiento, a una idea o a un acto si no es sub specie aeternitatis (desde el punto de vista de la eternidad). Tampoco si está en contradicción con los intereses de la comunidad humana. Esto vale tanto para los problemas tradicionales como para los que se plantean por vez primera; vale también lo mismo para los problemas capitales como para los más secundarios. Los tres grandes problemas que cada uno debe resolver y se ve obligado a resolver a su manera, los de la comunidad, del trabajo y del amor, no pueden ser resueltos más o menos adecuadamente sino por personas poseedoras de un vivo espíritu de comunidad. No cabe duda de que ante los problemas que se nos plantean por vez primera y de modo inesperado, la vacilación está plenamente justificada; pero sólo la voluntad de comunidad puede salvaguardamos en tal caso de cometer graves errores.

Si en estas investigaciones tropezamos con tipos más o menos definidos, ello no nos dispensa de tener que buscar en cada caso aislado lo peculiar y privativo. Esto vale también forzosamente para el niño mimado -este lastre, cada día creciente, de la familia, la escuela y la comunidad-. Debemos resolver siempre el caso individual y concreto, tanto si se trata de niños difícilmente educables, como de individuos neuróticos o alienados, suicidas, delincuentes, toxicómanos, pervertidos, etc. Todos ellos padecen de una falta de sentimiento de comunidad que se puede explicar casi siempre por un mimo inicial en la infancia o por un exagerado deseo de verse mimado y de verse librados de las exigencias de la vida. La actitud activa de un sujeto sólo puede ser diagnosticada mediante una justa comprensión de su conducta frente a los problemas de la vida. Lo mismo puede decirse, desde luego, de la falta de actividad. Acerca del caso concreto e individual, no hemos sentado todavía si -a la manera de aquellos psicólogos que no miran sino las propiedades que el sujeto posee (Besitzpsychologen) -remontamos el origen de los síntomas erróneos a las obscuras regiones de una herencia totalmente incierta, o a los influjos del ambiente, que suelen considerarse inadecuados a pesar de que el niño los acepta, los asimila y reacciona ante ellos de un modo arbitrario.

La Psicología individual es una psicología de utilización, no de posesión, e insiste especialmente en la apropiación creadora y la explotación de todos estas influencias. Aquel que considere los problemas siempre diferentes de la vida como algo invariable, sin advertir lo peculiar de cada caso, puede caer con gran facilidad en el error de tomar las causas actuantes, los instintos y los impulsos por demoníacos guías del destino. Quien no reconozca que a cada una de las generaciones que afloran a la vida se le plantean nuevos problemas antes inexistentes y que exigen soluciones distintas, creerá fácilmente en la efectividad de un inconsciente hereditario. La Psicología individual conoce demasiado bien los tanteos, la búsqueda, y la actividad creadora -buena o mala- del espíritu humano en la resolución de sus problemas, como para aceptar esa creencia. La obra del hombre es la que condiciona siempre, de acuerdo con su estilo de vida, la solución individual a sus problemas. La tipología pierde en gran parte su valor si consideramos la pobreza del idioma humano. ¡Cuán distintas son las relaciones que designamos con la palabra amor! ¿Pueden ser iguales dos personas introvertidas? ¿Puede pensarse que la vida de dos gemelos completamente idénticos que, dicho sea de paso, acusan muy a menudo la tendencia y el deseo de serlo por completo, se desarrolle de idéntica manera en las distintas fases de la cambiante luna? Podemos y debemos servirnos de la tipología, de igual modo que de la estadística; sin embargo, no hay que olvidar, por grandes que sean las semejanzas, las diferencias propias de cada individuo, siempre peculiar y único. En nuestras hipótesis podemos valernos de las verosimilitudes para iluminar el campo visual en que confiamos descubrir lo peculiar y único; debemos, sin embargo, renunciar a este auxilio tan pronto como surjan cualesquiera contradicciones.

En la búsqueda de las raíces del sentimiento de comunidad, si damos por supuesta la posibilidad de su desarrollo en el hombre, nos encontramos en seguida con la madre, que representa nuestra primera y más importante guía. La Naturaleza la destinó a este fin. Su relación con el niño es la de una cooperación íntima (comunidad de vida y de trabajo), de la cual ambas partes salen gananciosas, y no, como parecen creerla algunos, una explotación unilateral y sádica de la madre por el niño. El padre, los hermanos, los parientes cercanos y los vecinos están llamados a fomentar esta cooperación, induciendo al niño para que no llegue a ser un enemigo de la sociedad, sino un colaborador igual en derecho. Cuanto mayor sea la impresión que le produce al niño el grado en que pueda confiar en los demás y en la colaboración de éstos, tanto más dispuesto se mostrará a vivir en íntima solidaridad humana y a colaborar espontáneamente. El niño pondrá entonces todo cuanto posea al servicio de la cooperación.

Sin embargo, si la madre se excede visiblemente en su cariño, imbuyendo en el niño la idea de que es superflua su colaboración tanto en su conducta como en su pensar, tanto de obra como de palabra, ese niño mostrará más propensión a desarrollarse en un sentido de parasitismo (explotación), para esperarlo todo del prójimo. Tratará siempre de constituirse en el centro del interés de los demás y deseará poner a todo el mundo a su servicio. Desarrollará tendencias egoístas y considerará como un legítimo derecho oprimir a los que le rodean, verse constantemente mimado por ellos y recibir siempre sin dar nunca nada. Uno o dos años de entrenamiento en tal sentido bastan para poner fin al desarrollo del sentido de comunidad y para anular toda inclinación a colaborar.

Ora en su solicitud de apoyo, ora en su manía de dominar a todo el mundo, las personas mimadas tropiezan bien pronto con la para ellas insuperable resistencia de ese mundo que exige solidaridad y colaboración. Perdidas sus ilusiones, culpan a los demás y no ven en la vida más que el principio hostil y adverso. Sus interrogaciones suelen ser de naturaleza pesimista: ¿Qué sentido puede tener la vida?, ¿Por qué debo amar al prójimo? Si se someten, por fin, a las legítimas exigencias de una idea activa de la comunidad, lo hacen sólo por el temor, en caso de que se opondrían, a repercusiones y a posibles castigos. Colocados ante problemas de la comunidad, del trabajo y del amor, no encuentran el camino del interés social, sufren un shock, padecen las consecuencias de éste, tanto somática como psíquicamente, y se baten en retirada antes o después de haber sufrido la correspondiente derrota. Sin embargo, perseveran siempre en su habitual actitud infantil, suponiendo que son víctimas de una injusticia.

Ahora bien: es fácil comprender que ninguno de esos rasgos del carácter es congénito, sino ante todo, la expresión de unas relaciones subordinadas por entero al estilo de vida del niño. El niño mimado, inducido al amor a sí mismo, desarrollará forzosamente un mayor número de rasgos de egoísmo, de envidia y de celos, aunque en medida muy distinta. Como si viviera de continuo en país enemigo, mostrará susceptibilidad, impaciencia, inconstancia, inclinación a las explosiones afectivas y un modo de ser ávido. La tendencia a recogerse en si mismos y a ser exageradamente precavidos son características muy comunes en tales individuos.

Descubrir a una persona mimada cuando se encuentra en una situación favorable, es tarea difícil. Mucho más fácil es hacerlo en una situacion desfavorable en la cual es puesto a prueba el grado de sentimiento de comunidad que posee. Entonces se observa su actividad vacilante y vemos cómo se detiene a considerable distancia del problema que debería resolver. El individuo basa tal alejamiento en pretextos que demuestran que no se trata en absoluto de la precaución propia del hombre prudente. Cambia muy a menudo de amistades y de ambiente, de pareja amorosa y hasta de profesión, sin llegar nunca a alcanzar puerto alguno. A veces, estos individuos se precipitan hacia delante en una empresa con un empuje tal que el sagaz conocedor de hombres comprenderá inmediatamente que tales individuos poseen poca confianza en sí mismos y que su afán decaerá muy pronto. Otros tipos de mimados se convierten en solitarios extravagantes; otros adoptan actitudes raras: les gustaría poder retirarse a un desierto y evitar así toda obligación. O bien resuelven los problemas sólo en parte, limitando considerablemente su radio de acción en correspondencia con su sentimiento de inferioridad. Si disponen de una cierta reserva de actividad, que no merece siquiera el nombre de coraje, pueden desviarse, en el caso de encontrarse en una situación algo difícil, hacia ese sector de lo socialmente inútil y nocivo, llegando a convertirse en criminales, suicidas, bebedores habituales o gente perversa.

No es facil identificarse con la vida de una persona muy mimada, es decir, comprenderla plenamente. Para ello es preciso dominar este papel como un buen actor y posesionarse del personaje, comprender cómo busca convertirse en el centro de interés, cómo acecha cada situación para tomar posiciones y dominar la que sigue, cómo trata de oprimir a los demás sin mostrar nunca asomo alguno de espíritu de colaboración, cómo lo espera todo, sin dar nada a cambio. Es preciso haber captado cómo tales sujetos tratan de explotar en su favor la colaboración de los demás en la amistad, en la profesión y en el amor, pensando sólo en su propio provecho, sin otro interés que el de su propia gloria, imaginando de continuo qué ayuda podrían obtener para la solución de sus problemas, aunque sea en perjuicio de los demás, para poder comprender que no les guía ni el sentido común ni la razón.

El niño psíquicamente normal ostenta un ánimo, una razón vigente para todos y una activa capacidad de adaptación. El niño mimado no posee ninguna de estas cualidades, o las posee en escasísima medida. Cuenta, en cambio, con su cobardía y sus trucos. El sendero que recorre es tan extremadamente angosto que parece recaer continuamente en los mismos errores. El niño tiránico desempeñará siempre el papel de tirano. Un ladrón no cambia jamás de ocupación. El neurótico angustiado reacciona con miedo ante todos los problemas de la vida. El toxicómano no abandona nunca su droga. El perverso sexual no muestra ninguna tendencia a abandonar su perversión. En el hecho de descartar toda posible actividad en otros sectores y siguiendo el angosto sendero que tiene trazado en su vida, cada vez pone de manifiesto y con creciente claridad su cobardía ante la vida, su falta de confianza en sí mismo, su complejo de inferioridad y su tendencia a la exclusión.

El mundo de ensueño de las personas mimadas, su perspectiva, su opinión y su comprensión de la vida son harto distintas del mundo real. Su adaptación a la evolución de la humanidad está más o menos inhibida, lo que es causa de continuos conflictos con la vida, cuyas consecuencias han de sufrir los que le rodean. En la infancia encontramos este tipo entre los niños hiperactivos y pasivos; en la madurez, entre los delincuentes, suicidas, nerviosos y toxicómanos, siempre distintos entre sí. Casi siempre descontentos, se consumen de envidia al contemplar los éxitos de los demás, sin ser capaces de una reacción enérgica. Son presa continua del miedo a una derrota y de que su falta de valor sea descubierta; les observamos generalmente en retirada ante los problemas de la vida, para lo cual nunca carecen de excusas.

No debe ser ignorado el hecho de que, entre ellos, algunos llegan a alcanzar éxitos en la vida. Son aquellos que pudieron superarse y aprendieron a costa de sus propios defectos.

La curación y la transformación de tales individuos no puede resultar factible más que a través de la vía del espíritu, mediante la creciente comprensión de las faltas que antaño cometieron al construirse un estilo de vida falso. Mucho más importante sería la prevención. La familia, y en particular las madres, deberían comprender su obligación de no extremar su amor al niño, hasta el mimo excesivo. Más deberíamos esperar todavía de un magisterio que hubiera aprendido a descubrir y a corregir esta falta. Entonces se vería más claramente como no lo ha sido hasta ahora, que no hay peor mal que el de mimar a nuestros hijos, y se comprenderían todas las funestas consecuencias de esta manera de obrar.
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