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CAPÍTULO VIII

TIPOLOGÍA DE LAS DESVIACIONES DE CONDUCTA

Peligros de una tipología. Errores debidos a los tests. Los tipos activo y pasivo de los niños difíciles. La neurosis no es una regresión, sino un acto creador. Motivación agresiva del suicidio y de la melancolía. Factores psicológicos y sociológicos de la criminalidad. Importancia del factor mimo. Rasgos psicológicos de los toxicómanos.

Sólo con extrema prudencia emprendo el estudio de una tipología, ya que con ello el alumno podría fácilmente caer en el error de creer que un tipo es algo sólido, autónomo, cuyo fundamento descansa en algo más que una estructura más o menos homogénea. Si al oír la palabra criminal o neurosis de angustia o esquizofrenia cree que ha comprendido algo acerca del caso individual, entonces no sólo arruinará todas sus posibilidades de una investigación personal, sino que jamás podrá verse ya libre de los malentendidos que surjan entre él y el enfermo en tratamiento. Los mejores conocimientos que obtuve en mis estudios de la vida psíquica los debo sin duda a las precauciones adoptadas en el empleo de tipologías. Su utilización, de la que, ciertamente, será imposible prescindir por completo, nos permite una comprensión de los rasgos generales, hacer un escueto diagnóstico, pero, poca cosa nos podrá decir acerca del caso especial y de su oportuno tratamiento. Lo mejor que uno puede hacer es recordar siempre que las desviaciones de conducta son solamente síntomas que proceden de un complejo de superioridad, derivado a su vez de un especial sentimiento de inferioridad que hay que buscar, y ello en presencia de un factor exógeno que exige más sentimiento de comunidad del que el individuo hizo acopio desde su niñez.

Empecemos por los niños difícilmente educables. Es cierto que sólo se habla de este tipo cuando se ha comprobado, durante largo tiempo, que un niño se sitúa frente a la tarea de la colaboración en actitud distinta de la que corresponde a un copartícipe con igualdad de derechos y deberes. El sentimiento de comunidad es aquí imprescindible, aunque, en recta justicia, es preciso reconocer que un sentimiento de comunidad, que sería suficiente en circunstancias normales, resulta a menudo insuficiente a causa de indebidas exigencias por parte de la familia o de la escuela. Tales casos se producen con relativa frecuencia y en rasgos generales nos son ya conocidos, lo cual podrá servir de orientación en cuanto al valor de la investigación psicológico-individual, facilitándonos la comprensión de casos más difíciles. Un examen por medio de tests experimentales o por la grafología de un individuo, considerado aisladamente de su ambiente, puede ser fuente de fatales errores y no nos autoriza en ningún caso a proponer planes de vida especiales al individuo así aislado, ni a clasificarle bajo ningún concepto. Estos hechos nos demostrarán que para poder juzgar rectamente cada caso está el psicólogo obligado a adquirir un debido conocimiento de todas las condiciones y defectos sociales posibles. Podríamos ir aún más lejos y exigir que nuestro psicólogo posea una idea de sus deberes y de las exigencias de la vida, así como una concepción del mundo tendente al bien de la colectividad.

La clasificación de los niños difíciles propuesta por mí ha resultado útil bajo varios aspectos. Existe, en efecto, un tipo más bien pasivo como los niños perezosos, indolentes, obedientes, pero con absoluta dependencia, tímidos, miedosos, mentirosos y otros análogos, y otro más bien activo como los niños anhelantes de poder, impacientes, excitados y propensos a explosiones afectivas, traviesos, crueles, jactanciosos o bien inclinados a fugas, a robos, sexualmente excitables, etc. En vez de sutilezas expresivas, es preferible intentar determinar en cada caso concreto el grado aproximado de actividad observable. Esto es tanto más importante cuanto que, en caso de conducta desviada en la vida adulta, podemos contar con un grado de actividad descarriada aproximado al de la infancia. El grado normal de actividad (que aquí denominamos ánimo) lo observamos en los niños que poseen un sentimiento de comunidad suficientemente desarrollado. Si nos esforzamos en buscar este grado de actividad en el temperamento, en la rapidez o la lentitud de los progresos, no debe olvidarse que estas formas de expresión son sólo aspectos del total estilo de vida y que aparecen, por tanto, corregidos en caso de una mejoría. No es sorprendente descubrir entre los neuróticos un tanto por ciento mucho más elevado de desviaciones de conducta infantiles de tipo pasivo, y de tipo activo entre los criminales. La afirmación de que una ulterior desviación de conducta pueda producirse sin el antecedente de una difícil educabilidad, lo atribuyo a un error de observación. Desde luego, las circunstancias ambientales excepcionalmente favorables pueden evitar la aparición de una desviación de conducta infantil que, en cambio, se delatará en circunstancias más difíciles. En todo caso, y frente a las pruebas experimentales, nosotros damos preferencia a aquellas que impone la propia vida, puesto que en las primeras suelen descuidarse las circunstancias que concurren en ésta.

Las desviaciones de conducta infantil tributarias de la psicología médica -prescindiendo de las desencadenadas por un trato brutal- se observan casi exclusivamente en niños mimados, que viven en una dependencia absoluta, y pueden ir acompañadas de una menor o mayor actividad. Así, la enuresis, la oposición para aceptar alimentarse, el pavor nocturno, la tos nerviosa, la retención de excrementos, el tartamudeo, etc., se exteriorizan como protesta contra el despertar del espíritu de independencia y de colaboración y a fin de arrancar el apoyo y sostén de las personas circundantes. La masturbación infantil, que persiste largo tiempo después de haber sido descubierta, es característica también de esta falta de sentimiento de comunidad. El tratamiento sintomático con vistas a eliminar tan sólo las anomalías es insuficiente. El éxito no será seguro si el sentimiento de comunidad no es susceptible de ser elevado.

Los vicios infantiles y las dificultades de tipo pasivo presentan un rasgo afín con la neurosis, y es la fuerte acentuación del , y la aún más fuerte del ...pero, mas en éste, la retirada ante los problemas de la vida resulta más patente, si el complejo de superioridad no está francamente acentuado. Podemos observar en todo caso que estos individuos permanecen mágicamente aprisionados en la retaguardia de la vida, alejados de la colaboración o buscando atenuantes y excusas para el caso de que el éxito falte. La decepción continua, el temor a nuevos desengaños y derrotas se manifiestan en la conservación de los síntomas de shock, que justifican el alejamiento ante los problemas de la vida. A veces, como muy a menudo suele acontecer en la neurosis compulsiva, el enfermo llega hasta a proferir maldiciones que expresan claramente su disgusto para con los demás. En el delirio de persecución, el sentimiento de hostilidad hacia la vida en el enfermo se delataría aún con mayor claridad si no se hubiera ya manifestado en el alejamiento de los problemas que le plantea. Pensamientos y sentimientos, juicios y concepciones fluyen todos hacia la línea de retirada, de modo que cualquiera podrá advertir perfectamente que la neurosis es un acto creador y no una mera recaída en formas infantiles o atávicas. Este acto creador, debido al estilo de vida y a la ley de movimiento autónomamente originada, tiende siempre a alguna forma de superioridad. Y es también el que, siempre dentro de la órbita del estilo de vida, ofrece las formas más variadas, en el intento de poner obstáculos a la curación, hasta que la convicción y el sentido común lleguen a preponderar en el paciente. Según he descubierto, no es raro que el objetivo se oculte tras la perspectiva, entre triste y consoladora, de las grandes cosas que el paciente hubiera podido realizar si su ejemplar empuje no hubiese sido desvirtuado por algún nimio detalle del que generalmente echa la culpa a los demás. El fuerte sentimiento de inferioridad, la aspiración de superioridad personal y un deficiente sentimiento de comunidad son siempre reconocibles, si se tiene experiencia, en la fase precedente a la desviación de conducta.

La retirada ante los problemas de la vida es completa en el suicidio. En su estructura psíquica cierta actividad está presente, pero ningún valor; es una protesta activa contra la colaboración útil. El golpe que abate al suicida no deja a los demás ilesos. La comunidad que aspira al progreso ininterrumpido siempre se considerará herida por un suicidio. Los factores exógenos que conducen a la extinción de un sentimiento de comunidad harto exiguo son los tres problemas vitales puestos de relieve por nosotros: sociedad, profesión, amor. En todos los casos es la falta de reconocimiento social lo que conduce al suicidio o despierta deseos de morir. La derrota vivida o temida en uno de esos tres problemas se inicia por una fase de depresión o de melancolía. La contribución de la Psicología individual preparó el camino hacia una más honda comprensión de esta psicosis. En mi estudio publicado en 1912 sobre esta última dolencia, pude llegar a la conclusión de que toda melancolía auténtica -así como las amenazas de suicidio y el suicidio mismo- representa un ataque hostil contra otras personas, a causa de una carencia de sentimiento de comunidad del que la padece (véase Praxis und Theorie der Individualpsychologie, Práctica y teoría de la Psicología individual). Esta contribución de la psicología individual abrió el camino hacia una mejor comprensión de esta psicosis. De la misma manera que el suicidio, en el que termina con lamentable frecuencia, esta psicosis representa la substitución de la colaboración útil a la comunidad por un acto de desesperación. La pérdida de bienes materiales, de una situación profesional, un desengaño amoroso, humillaciones de cualquier clase, etc., pueden conducir a este acto de desesperación si existe en el sujeto una correspondiente ley de movimiento. Y esto hasta tal punto, que el afectado no retrocede a veces ni ante el sacrificio de familiares o de otros semejantes. Quien posea un mínimo de sensibilidad psicológica advertirá que se trata aquí de personas a quienes la vida defraudó fácilmente por el simple hecho de que esperaban demasiado de ella. Si investigamos su infancia, podremos descubrir que, en consonancia con su estilo de vida infantil, manifestaron siempre un notable grado de emotividad, seguida de una depresión prolongada y de cierta tendencia a perjudicarse a si mismos con la idea de castigar a los demás. La acción del shock, muy superior a lo normal, desencadena también, como lo han demostrado recientes investigaciones, consecuencias somáticas probablemente influidas por los sistemas vegetativo y endocrino. Una investigación más detenida permitirá, sin duda, como en la mayoría de mis casos, demostrar que las minusvalías orgánicas y, más aún, el régimen de mimos durante la infancia, habían conducido al niño a un determinado estilo de vida, llegando a inhibir considerablemente el normal desarrollo del sentimiento de comunidad. Con mucha frecuencia se acusa en ellos una propensión más o menos consciente a recurrir a explosiones de cólera para la superación de todos los problemas, grandes o pequeños, de su medio ambiente, y para hacer valer de un modo exagerado su propia dignidad.

Un joven de diecisiete años, el benjamín de su familia, mimado extraordinariamente por su madre, quedó bajo la tutela de una hermana mayor al verse aquélla obligada a emprender un viaje. Una noche en que la hermana le dejó solo en casa, tras un día en que precisamente había tenido, en la escuela, dificultades, en apariencia insuperables, se suicidó, dejando la carta que sigue: No digas a mamá lo que he hecho. Su dirección actual es la siguiente... Dile cuando vuelva que yo no tenía ya ninguna alegría en la vida, y que ponga cada día flores en mi tumba.

Una enferma anciana, incurable, se suicidó porque un vecino suyo no quiso prescindir de su aparato de radio.

El chófer de un hombre rico supo, al morir éste, que no recibiría la herencia prometida. Desesperado, mató a su mujer y a su hija y puso fin a su propia vida.

Una mujer de cincuenta y seis años que había sido siempre muy mimada, primero cuando niña y luego por su marido, y que desempeñaba en sociedad un papel destacado, sufrió muchísimo por la muerte de aquél. Sus hijos estaban casados, y demostraron poco interés en dedicarle mucho tiempo. Cuando ya se había restablecido, en un accidente se fracturó el cuello del fémur, lo cual volvió a alejarla de la sociedad. No se sabe de qué manera le vino la idea de que un viaje alrededor del mundo le proporcionaría las agradables sensaciones que tanto echaba de menos en casa. Dos amigas se declararon dispuestas a acompañarla en su viaje; pero en las más importantes ciudades del Continente sus amigas solían dejarla sola debido a que casi no podía andar. Esto le produjo una profunda depresión que se convirtió en melancolía, por lo que decidió llamar a uno de sus hijos. En lugar de éste, llegó una enfermera que se la llevó a casa. Yo vi a la enferma después de tres años de achaques, durante los cuales no había experimentado mejoría alguna. Su principal lamento consistía en pensar lo mucho que sus hijos debían sufrir a causa de sus padecimientos. Los hijos la visitaban alternativamente, pero sin manifestar gran interés por ella, sin duda por la fuerza de la costumbre debida a la prolongada enfermedad de su madre. Ésta exteriorizó entonces sus ideas de suicidio, sin cesar de mostrar aquella exagerada preocupación por la supuesta extrema soledad de sus hijos. Es fácil comprender que, en vista de ello, la enferma fue objeto de mayores atenciones, pero que su reconocimiento por el cuidado y la preocupación de sus hijos estaba en contradicción con la verdad y, sobre todo, con aquel grado de cariño que, por ser una persona extremadamente mimada durante toda su vida, debía esperar de ellos. Si nos ponemos en su lugar, comprenderemos con gran facilidad lo difícil que le resultaría llegar a renunciar a ese interés y a ese cuidado adquiridos a tan alto precio: la propia enfermedad.

Otra de las actividades, que no está dirigida contra uno mismo sino contra el prójimo, es la adquirida precozmente por aquellos niños que caen en la errónea opinión de que todos los demás pueden ser considerados como objetos de su pertenencia y exteriorizan esta opinión amenazando con su actitud, el trabajo, la salud y la vida del prójimo. Su comportamiento dependerá del grado de su sentimiento de comunidad. En cada caso concreto habremos de tomar en consideración este aspecto. Es natural que esta opinión acerca del sentido de la vida, exteriorizada en pensamientos, sentimientos y estados afectivos, mediante obras y rasgos de carácter, pero nunca a través de palabras apropiadas, haga difícil la vida real, como lo es en realidad con sus exigencias sociales. La sensación de que la vida les es hostil no falta nunca en estos individuos que exigen y esperan siempre, según ellos de manera justificada, la inmediata satisfacción de sus demandas. Aún más, este estado mental está estrechamente ligado a un sentimiento de frustración, que aguijonea continuamente la envidia, los celos, la avidez y la propensión a dominar a quienes escogen por víctimas. El hecho de que la tendencia hacia el desarrollo útil quede detenida a causa del deficiente sentimiento de comunidad, y de que las exageradas esperanzas, alimentadas por el delirio de superioridad, permanezcan irrealizadas, da lugar a exaltaciones emocionales que muy a menudo son el motivo de agresiones hacia otras personas. El complejo de inferioridad se hace constante tan pronto como el fracaso se deja sentir en la esfera de la comunidad: en la escuela, en la sociedad, en el amor.

La mitad de los sujetos que llegan a cometer un delito son trabajadores sin una profesión determinada, que fracasaron ya en la escuela. Un gran número de los criminales detenidos por la policía sufren de enfermedades venéreas, señal de que resolvieron de manera imperfecta el problema del amor. No buscan sus amigos sino única y exclusivamente entre sus iguales, demostrando así lo reducido de sus sentimientos de amistad. Su complejo de superioridad procede de la convicción de que son superiores a sus víctimas, y de que con cada delito que llevan a cabo les hacen una mala jugada a las leyes y a sus defensores. En efecto, quizá no haya un solo criminal que no se jacte de haber cometido más delitos de los que se le acusa, haciendo abstracción del desde luego considerable número de crimenes que quedan sin esclarecer. El criminal realiza su delito en la seguridad de que no será descubierto si hace las cosas bien. Si es atrapado in fraganti, se hallará completamente convencido de que lo que le perdió fue la omisión de algún nimio detalle. Investigando los orígenes infantiles de propensión a la criminalidad, observaremos, entre los motivos principales del desarrollo de este estilo de vida, una actividad ya precozmente perniciosa, hostiles rasgos de carácter, falta de sentimiento de comunidad, inferioridades orgánicas y despego. Quizá el mimo sea el motivo más frecuente. Tomando en cuenta que el estilo de vida siempre puede ser mejorado, es preciso examinar cada caso concreto a partir del grado de sentimiento de comunidad, y considerar la importancia del factor exógeno. Nadie sucumbe con tanta facilidad al peligro de la tentación como un niño mimado, acostumbrado a obtener siempre todo cuanto desea. La importancia de la tentación debe ser medida con exactitud, ya que en una persona propensa a la criminalidad es tanto más funesta cuanto mayor sea su campo de actividad. También en estos casos está completamente claro que es preciso establecer la relación entre el individuo y sus circunstancias sociales. En numerosos casos el sentimiento de comunidad que el individuo posee sería suficiente para impedirle realizar todo acto criminal, si no se le exigiese a su mencionado sentimiento más de lo que puede rendir. Estas circunstancias explican también por qué la miseria fomenta de modo tan extraordinarío el aumento de la delincuencia, como puede comprobarse estadísticamente. Estas circunstancias no son, sin embargo, la causa de la criminalidad, como nos lo demuestra el hecho de que en los Estados Unidos se haya podido constatar, en épocas de prosperidad, un aumento de la delincuencia debido a que las incitaciones a la adquisición rápida y fácil de riquezas eran numerosas. El hecho de que al investigar las causas de la criminalidad en los individuos topemos a menudo con el pésimo ambiente que rodeaba al niño y de que la mayoría de los crímenes se cometan en cada ciudad en determinados distritos, no nos autoriza a sacar la conclusión de que la causa de la criminalidad es la miseria. En cambio, es fácil comprender que sería extraño que en tales condiciones se desarrollase normalmente el sentimiento de comunidad. No debe olvidarse tampoco cuán insuficiente suele ser la preparación del niño para su madurez, si desde muy temprano crece en medio de necesidades y escaseces, en una actitud, por así decirlo, de protesta contra la existencia, viendo a diario la buena vida que se dan no pocos de los que le rodean, y sin que nadie intente estimular su sentimiento de comunidad. Una instructiva ilustración de cuanto hasta aquí llevamos dicho nos la proporcionan las investigaciones del doctor Young acerca del desarrollo de la criminalidad en una secta religiosa de inmigrados. En la primera generación, que había llevado una existencia recluida y austera, no hubo criminales. En la segunda generación, cuyos hijos frecuentaban ya las escuelas públicas, siendo, empero, educados en las tradiciones de su secta, en la piedad y en la vida sencilla, hubo ya determinado número de criminales, los cuales aumentaron enormemente en la generación tercera.

El de criminal nato es otro concepto caducado. A estos errores, así como a la idea de delincuencia por sentimiento de culpabilidad, solamente se llega si se prescinde de los resultados de nuestras investigaciones, que ponen cada vez más de relieve el gran papel desempeñado en este aspecto por el grave sentimiento de inferioridad despertado en la infancia, por el sentimiento de comunidad insuficientemente desarrollado y por el complejo de superioridad. En ellos observamos una larga serie de signos de minusvalías orgánicas: el shock moral de la condena produce, en muchos casos, fuertes oscilaciones del metabolismo basal, lo cual es un indicio de probabilidad que nos delata una constitución difícilmente equilibrable; un elevado número de delincuentes han sido mimados, o aspiran a serIo. Pero entre ellos figuran también muchos cuya infancia ha transcurrido en medio del mayor abandono. Un examen objetivo que no pretenda abordar la realidad con frases hechas, con tópicos y rígidas fórmulas, podrá descubrir siempre esos factores que hemos denunciado. El papel de las minusvalías orgánicas se acusa a menudo modo flagrante en los casos de fealdad del delincuente. Por otra parte, la observación de gran número de personas bien parecidas entre los criminales confirma, a su vez, la existencia del factor mimo.

N. era un guapo mozo que, tras seis meses de prisión, fue puesto en libertad condicional. Su delito había sido sustraer una respetable suma de la caja de su jefe. A pesar del inminente riesgo de tener que cumplir la condena anterior de tres años en caso de reincidencia, volvió a apoderarse poco tiempo después de una pequeña cantidad. Me enviaron ese joven antes de que se descubriera su delito. Era el hijo mayor de una familia muy honrada, el favorito, mimado por su madre. Siempre se había mostrado extremadamente ambicioso, queriendo ser en todo el jefe. No trabó amistad más que con gente de nivel inferior al suyo, revelando así su sentimiento de inferioridad. Sus recuerdos más lejanos de la infancia le muestran siempre en un papel pasivo, y nunca desempeñando un activo papel. En donde cometió el mayor de sus robos estaba en contacto con gente extremadamente rica, en momentos en que su padre había quedado sin empleo y no podía atender como de costumbre a las necesidades de la familia. Sus sueños de alto vuelo y otras situaciones soñadas, en las cuales figuraba siempre como un héroe, caracterizan su ambicioso anhelo y, al mismo tiempo, el convencimiento de hallarse predestinado al éxito. Realizó su hurto en cuanto se le presentó ocasión, con el objetivo, más o menos consciente, de mostrarse superior a su padre. Su segundo hurto -el de menos importancia- lo realizó como protesta contra la condena condicional y contra el empleo de subordinado que luego se le había sido asignado. Ya en la cárcel, soñó que le servían los platos que más le agradaban; sin embargo, aun en sus sueños recordaba que esto en la cárcel no es posible. Este sueño revela, aparte de su glotonería, su protesta contra el fallo condenatorio.

En los toxicómanos suele observarse menos actividad. El medio ambiente, la seducción, el contacto con tóxicos como morfina y cocaína, durante las enfermedades o en el ejercicio de la profesión médica, son otras tantas ocasiones de contraer toxicomanías. No olvidemos, sin embargo, que estos factores sólo actúan sobre los predispuestos, en aquellos momentos de su vida en que se encuentran ante algún problema que juzgan insoluble. De la misma manera que en los suicidas, muy raras veces falta en el toxicómano un motivo de ataque velado contra aquellos sobre los cuales pesará desde entonces la obligación de cuidar de él. Tal como hemos intentado demostrar, en el alcoholismo interviene sin duda un factor especial gustativo, mientras que el hecho de no encontrar satisfacción en el alcohol es un factor que facilita extraordinariamente la abstinencia. El comienzo de la toxicomanía pone de relieve muy a menudo un grave sentimiento de inferioridad, cuando no un complejo de superioridad desarrollado y exteriorizado ya antes bajo la forma de timidez, propensión al aislamiento, hipersensibilidad, impaciencia, irritabilidad, síntomas nerviosos como angustia, depresión, impotencia sexual, o en un complejo de superioridad que reviste la tendencia a vanagloriarse, a la crítica maliciosa, al deseo de dominar, etc. También la necesidad de fumar en exceso y el deseo insaciable de tomar café, muchas veces caracterizan un estado de ánimo de indecisión y desaliento. Gracias a un subterfugio, el sentimiento de inferioridad puede quedar en suspenso momentáneamente o, como en los casos de criminalidad, entrar en un estado de actividad exacerbada. Todo fracaso puede ser atribuido, en los casos de embriaguez, al vicio insuperable, tanto si se refiere a las relaciones sociales como a la profesión o al amor. Así el efecto inmediato del tóxico puede proporcionar a la víctima un sentimiento de alivio en sus responsabilidades.

Un hombre de veintiséis años, que había venido al mundo ocho años después que su hermana, fue educado con todo esmero, siendo extraordinariamente mimado y terco. Recuerda haber estado a menudo vestido de muñeco en brazos de su madre y de su hermana. Cuando, a la edad de cuatro años, pasó sólo dos días bajo la tutela mucho más severa de su abuela, a la primera observación un poco represiva de ésta, lió sus pequeños bártulos y se dispuso a volver a su casa. El padre bebía, con gran disgusto de la madre. Además, la influencia de que disponían los padres en la escuela, se hizo sentir desfavorablemente para su educación. Al relajarse un poco el mimo de que su madre le hacía objeto, abandonó la casa paterna, como a los cuatro años había intentado abandonar la de la abuela. Pero una vez lejos de los suyos, tal como suele acontecer con quienes fueron mimados en su infancia, no pudo arraigar en parte alguna. En las reuniones de carácter social, en las tareas profesionales y frente a las muchachas reaccionaba siempre con ansiedad y excitación. Más a su gusto se hallaba en compañia de unos individuos que le enseñaron a beber. Cuando su madre se enteró de ello, y sobre todo de que en estado de embriaguez había llegado incluso a tener conflictos con la policía, fue a verle y le rogó con sentidas palabras que abandonara la bebida. La consecuencia fue que no sólo continuó como antes, buscando alivio en el alcohol, sino que logró aumentar los antiguos mimos e inquietudes maternas.

Un estudiante de veinticuatro años se quejaba de constantes dolores de cabeza. Ya en la escuela acusó graves síntomas nerviosos de agorafobia, por lo cual le fue permitido examinarse del bachillerato en casa. Después del examen se encontró notablemente mejorado. Durante el primer año de carrera universitaria, se enamoró de una muchacha y se casó con ella. Poco después reaparecieron los antiguos dolores de cabeza. Los motivos que solía alegar eran un continuo descontento en relación con su mujer y celos, motivos que se acusaban bien claramente tanto en sus actitudes como en sus sueños, que me contó, pero que nunca Ilegaron a ser en él conscientes. Tuvo, por ejemplo, un sueño en que su mujer se le apareció vestida de cazadora. De niño había sufrido raquitismo y recordaba que si su nana, molesta por sus incesantes exigencias de niño mimado, deseaba tener paz, solía colocarlo de espaldas, aun a los cuatro años, sin que pudiera incorporarse solo a causa de su obesidad. En la familia era el hijo segundo, y sostenía interminables conflictos con su hermano mayor, ya que quería ser siempre el primero en todo. Circunstancias favorables le proporcionaron más tarde una posición de importancia que habría podido desempeñar por sus condiciones intelectuales si no lo hubieran impedido sus rasgos caracterológicos. En la inevitable excitación que su encumbrado puesto le causaba echó mano de la morfina. Librado de la morfinomanía repetidas veces, volvía siempre a ser dominado por ella, y como consecuencia agravante entraron en juego otra vez sus infundados celos. Cuando corría ya peligro de perder su situación, se suicidó.
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