Índice de El sentido de la vida de Alfred AdlerCapítulo IXCapítulo XIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO X

¿QUÉ ES, EN REALIDAD, UNA NEUROSIS?

Multiplicidad de concepciones de la neurosis. Colaboración del médico y del educador. Carácter negativo de los rasgos de la nerviosidad. Rasgos primarios y secundarios del carácter neurótico. La disminución de actividad como condición ineludible. La constancia de los síntomas neuróticos. El valor de la personalidad y la neurosis. El aseguramiento neurótico. La esencia de la neurosis.

Quien haya dedicado largos años al estudio del problema enunciado, comprenderá que la contestación a la pregunta: ¿Qué es, en realidad, una neurosis? debe ser tan clara e inequívoca como sincera. Pasando revista a la literatura publicada en torno a este problema para obtener la mayor cantidad de datos, nos encontramos ante tal confusión de definiciones que la tarea de lograr una concepción unitaria parece poco menos que imposible.

Siempre que falta claridad en torno a una cuestión, son innumerables las hipótesis y muy enconadas las polémicas que para explicarla se producen. Lo mismo ocurre en este caso. Neurosis equivale a irritabilidad, a debilidad irritable, a una enfermedad de las glándulas endocrinas, a las consecuencias de infecciones dentales o nasales, a una afección genital, a una debilidad del sistema nervioso, a las consecuencias de diátesis hormonal o úrica, del trauma del parto, de un conflicto con el mundo exterior, con la religión, con la ética; de un conflicto entre el intransigente inconsciente y la conciencia siempre dispuesta a transigir; a la represión de impulsos sexuales, sádicos y criminales; del ruido y de los peligros en las grandes ciudades; de una educación demasiado indulgente o demasiado adusta, o de una educación familiar en particular; de determinados reflejos condicionados, etc...

Muchos de estos aspectos son, en efecto, exactos y pueden ser tenidos en cuenta para explicar ciertos fenómenos parciales más o menos importantes de la neurosis. La mayor parte de ellos se observarán hasta en personas que no sufren neurosis alguna. En todo caso contribuyen muy poco a la aclaración del agobiante problema de lo que realmente sea una neurosis. La enorme frecuencia de esta enfermedad, sus repercusiones harto graves para la sociedad, el hecho de que sólo una ínfima parte de las personas nerviosas recurra al tratamiento, mientras otras arrastrarán este mal consigo, como una tortura, a lo largo de toda su vida. Todo esto y el gran interés de los profanos por este problema justifica una investigación desapasionada y científica ante un foro más amplio. Así podremos darnos cuenta que los conocimientos médicos son indispensables para la comprensión y el tratamiento de esta enfermedad. No debemos dejar de lado, tampoco, el punto de vista de que una prevención de la neurosis es posible y deseable, pero tan sólo puede realizarse en caso de un claro conocimiento de los trastornos fundamentales que la originaron. Las medidas que deben tomarse para prevenir, evitar y reconocer los pequeños síntomas del comienzo, las dicta el saber médico. Sin embargo, la ayuda de la familia, del maestro y educador y de otro personal auxiliar es imprescindible. Esto justifica la amplitud que está tomando la divulgación de los conocimientos adquiridos acerca de la naturaleza y el origen de las neurosis.

Es preciso excluir de antemano todas las definiciones arbitrarias que se vienen dando desde un principio, como, por ejemplo, la de que la neurosis es un conflicto entre lo consciente y lo inconsciente. Resulta difícil discutir este problema, ya que los autores que rinden homenaje a esta concepción hubieran debido darse cuenta que nada puede ocurrir sin conflicto. Así, esta afirmación no nos ilustra, pues, sobre la naturaleza de las neurosis; como tampoco esta explicación errónea, basada en una concepción científica presuntuosa, que pretende atribuir a una acción de los quimismos estas modificaciones orgánicas. Esto no añadirá nada en absoluto a nuestros conocimientos, ya que nada sabemos respecto a estos famosos quimismos. Las demás definiciones usuales no aportan tampoco nada nuevo. Lo que suele designarse por el término nerviosidad es irritabilidad, desconfianza, timidez, etc... En una palabra, fenómenos que se distinguen por rasgos de carácter negativos inadecuados a la vida y cargados de afectividad. Todos los autores reconocen que el nerviosismo está relacionado con una vida afectiva intensa.

Cuando hace muchos años me propuse describir lo que llamabamos el temperamento nervioso, puse ante todo de relieve la hipersensibilidad del nervioso. Este rasgo del carácter se descubre sin dificultad en toda persona neurótica, salvo en algunos casos raros en que no nos será tan fácil descubrirlo por estar latente. Pero una observación más detenida nos delata, incluso en estos casos, que, a pesar de las apariencias, la sensibilidad de los nerviosos es extremada.

Desde entonces, las investigaciones psicológico-individuales nos han revelado el origen de esa sensibilidad. Cualquier persona que en este valle terrenal se halle a su gusto y esté persuadida de que le son propias tanto las cosas agradables como los inconvenientes y que, además, esté dispuesta de continuo a la cooperación, no llegará nunca a acusar rasgos de hipersensibilidad, que es expresión del sentimiento de inferioridad. De la misma manera podremos interpretar fácilmente otros rasgos del carácter de los neuróticos, como, por ejemplo, la impaciencia, de la que nunca dará muestras una persona que confíe en sí misma, que se sienta segura y se haya educado en la lucha con las dificultades de la vida. Si tenemos en cuenta estos dos rasgos del carácter, hipersensibilidad e impaciencia, comprenderemos que se trata aquí principalmente de personas con una emotividad acentuada. Si, además, añadimos que este sentimiento de inseguridad impone violentos esfuerzos con el fin de alcanzar un estado de equilibrio, de seguridad, podremos comprender por qué el neurótico tiende a buscar la superioridad y la perfección y por qué este rasgo, que implica una tendencia a la preeminencia, se manifiesta como una ambición que sólo toma en cuenta su propia persona. Esto será muy comprensible en una persona que ve su situación seriamente amenazada. A veces, esta tendencia a la preeminencia se exterioriza en formas rechazadas de antemano por la comunidad, como, por ejemplo, en la avidez, la avaricia, la envidia, los celos. Se trata, sin duda, de personas que tienden a dominar violentamente y con artimañas las dificultades, al no tener la confianza suficiente para enfrentarse con ellas y encontrar la solución más fácil y directa. A esto hay que añadir que el sentimiento extremo de inferioridad corre parejo con un insuficiente desarrollo de ánimo, de tal forma que éste es suplantado por un sinfín de ardides con que soslayar los problemas de la vida y hacérsela más fácil a base de abusar constantemente del apoyo ajeno. Este huir de las responsabilidades expresa claramente una absoluta falta de interés por el prójimo. No pretendemos, ni de lejos, censurar o enjuiciar a todas esas numerosísimas personas que acusan tal conducta en un mayor o menor grado; sabemos muy bien que ni siquiera las faltas más graves se cometen bajo la consciente responsabilidad del individuo, sino que éste es un mero juguete de su equivocada actitud frente a la vida. Tales personas pretenden una finalidad cuya prosecución está en conflicto con la sana razón.

Mas con todo lo dicho nada hemos aclarado todavía sobre la naturaleza, el origen y la estructura de la neurosis. Algo hemos avanzado al poder determinar -teniendo en cuenta la falta de ánimo del neurótico- su actitud vacilante y la actividad vital relativamente reducida que desarrolla frente a los problemas de la vida. No cabe duda de que la escasa capacidad de acción puede ser retrotraída hasta la infancia. Nosotros, los psicólogos individuales, no podemos mostrarnos sorprendidos por ello, puesto que la trama de vida queda trazada en los primeros años, persistiendo inmutable, a menos que en el curso de la evolución comprenda el individuo el error cometido y sea capaz de volver al seno de la comunidad con miras al bienestar de la humanidad toda.

Si un niño muestra intensa actividad, en el peor sentido de la palabra, podemos pronosticar que más tarde, al desviarse de la normalidad, no seguirá la vía de la neurosis, sino el camino de la delincuencia, del suicidio, del alcoholismo. Podrá presentársenos bajo el aspecto del tipo de niño más difícilmente educable, sin que, a la vez, acuse ningún rasgo neurótico. Ahora bien, ahondando en el problema, podremos comprobar que el radio de acción de estos sujetos no alcanza una gran amplitud. Si comparamos al neurótico, con el más normal, vemos que aquél posee un radio de acción muy reducido. Es importantísimo aclarar aquí el origen de esa mayor actividad. Si llegamos a persuadirnos de que existe la posibilidad de ampliar o reducir el radio de acción de cualquier niño, y de que una educación errónea llega a limitar al extremo este radio de acción, comprenderemos ipso facto cuán poco podría interesarnos el problema de la herencia. Todo lo que se desarrolla ante nosotros es un producto propio de la actividad creadora del niño. Los factores corporales y las influencias del mundo exterior son materiales de que se sirve el niño para la construcción de su personalidad. Los síntomas observados en los trastornos nerviosos son todos crónicos, así las conmociones corporales de determinados órganos y las conmociones psíquicas tales como los fenómenos de angustia, las ideas compulsivas, los estados depresivos (especialmente significativos), los dolores nerviosos de cabeza (cefaleas nerviosas), el temor a ruborizarse, la obsesión por la limpieza y otras formas de expresión semejantes, perduran largo tiempo, y a menos que nos dejemos arrastrar a los obscuros ámbitos de absurdas teorías, suponiendo que se han desarrollado sin objeto alguno, comprenderemos que se deben a la dificultad insuperable del problema con que hubo de enfrentarse el niño y que, además, subsiste la exigencia de solución de ese problema. De este modo queda establecida y explicada la constancia del síntoma nervioso, cuya aparición está determinada por la reacción ante un problema.

Hemos realizado detenidas investigaciones a fin de averiguar en qué consiste la dificultad que hace tan ardua la solución de un problema. Y, en efecto, la Psicología individual consiguió arrojar una claridad definitiva sobre esta cuestión al descubrir que el individuo se enfrenta de continuo con problemas cuya solución exige una preparación de orden social, y que esta preparación debe ser adquirida en la primera infancia al ser esta comprensión absolutamente indispensable para su desarrollo. Hemos conseguido señalar que el planteamiento de tales problemas ejerce una acción conmocional, permitiéndonos, por consiguiente, hablar con plena justificación en estos casos de efectos de shock. Éstos pueden ser de muy distinta clase. Puede ser un problema de tipo social; por ejemplo, un desengaño en la amistad. ¿Quién no lo ha experimentado alguna vez? La conmoción no es por sí sola un signo de neurosis, lo es sólo si perdura, si se hace permanente, si induce al afectado a apartarse con desconfianza de la gente, si la sociabilidad de éste está disminuida al manifestar timidez, miedo y al presentar síntomas orgánicos como palpitaciones, transpiración, trastornos gastrointestinales, ganas urgentes de orinar. De hecho, un estado que, si entendemos las verdades fundamentales de la Psicología individual, nos demostrará elocuentemente un insuficiente desarrollo del necesario sentido de contacto, cosa que se desprende también del aislamiento provocado por el desengaño.

Ahora bien, estas reflexiones nos aproximan al problema de la neurosis y nos facilitan su debida comprensión. Si alguien, por ejemplo, pierde dinero en su negocio y queda hondamente afectado por tal pérdida, esto no es nerviosismo. Llegará a serlo únicamente si perdura, si el sujeto permanece conmocionado y nada más. Tal fenómeno se puede explicar solamente aceptando que el sujeto en cuestión no ha adquirido el suficiente espíritu de colaboración y que no avanza si no es a condición de que le salga todo bien. Lo mismo podemos decir con respecto al problema del amor. ¿Qué duda cabe de que la solución de este problema no es un juego de niños? Presupone cierta experiencia, comprensión e incluso determinado grado de responsabilidad. Si a un individuo le agita o irrita este problema, si una vez rechazado, no vuelve a intentar nunca solucionarlo, si en su retirada surgen todas aquellas emociones que lo protegen y aseguran y el individuo saca de ello una conclusión definitiva que le induce a mantener la retirada, sólo entonces podemos hablar de neurosis. Ante un graneado fuego de metralla todos nosotros experimentaremos síntomas de shock, sin embargo, estos síntomas no se harán duraderos más que en el caso de que estemos insuficientemente preparados para enfrentarnos con aquellos problemas que la vida, de continuo, plantea. El neurótico queda como atascado en medio del camino. Hemos explicado ya este atascamiento, diciendo que se trata de una falta de preparación para la debida solución de los problemas, deficiencia propia de todos aquellos que, desde la infancia, no han mostrado nunca un verdadero espíritu de colaboración. Pero a esto debemos añadir algo todavía y es que, en último análisis, lo que se nos ofrece como nerviosismo es un evidente sufrimiento y ningún placer. Si pido a un individuo que experimente dolores de cabeza como los que surgen ante cualquier problema que no estamos preparados para resolver, no los podrá experimentar. Debemos, pues, excluir desde un principio, a limine, toda discusión acerca de la tesis de que un individuo se produzca la dolencia motu proprio, porque desea estar enfermo; tal afirmación es absolutamente falsa. No cabe duda de que el individuo sufre, pero prefiere este sufrimiento a otros mayores, como son los que resultan de sentirse desprovisto de toda valía al fracasar en sus empeños. Prefiere aceptar todas las dolencias neuróticas del mundo a que se descubra que carece de valor humano. Ambos, tanto el hombre neurótico como el normal, opondrán la mayor resistencia a la comprobación de su absoluta nulidad social. Pero claro está que la resistencia del neurótico será mucho mayor. Si tomamos en cuenta la hipersensibilidad, la impaciencia, la exaltación de la efectividad, la ambición personal, entonces comprenderemos fácilmente que estos hombres serán incapaces de seguir adelante en tanto crean en el peligro de que se descubra su falta de valía. Ahora bien, ¿cuál es el estado afectivo que sigue a los efectos de estos shocks? El individuo que es víctima de éstos, no los ha provocado; no desea sufrirlos; no obstante, se le presentan como consecuencia de una intensa conmoción anímica, de un sentimiento de derrota o de miedo a que se ponga de relieve su escasísimo valor social. No está realmente decidido a luchar contra estos efectos, ni comprende cómo podría hacerle para librarse de ellos. Seguramente deseará que desaparezcan, y dirá con insistencia: ¡yo bien quisiera curarme!, ¡yo quisiera verme libre de los síntomas que me aquejan!... Y esto será también lo que le llevará, por fin, al médico. Pero lo que no sabe es que tiene aún mayor miedo a otras cosas: a que se descubra su insignificancia, a que pudiera desentrañarse el sombrío secreto de su absoluta nulidad o mengua de su valía social.

Ahora empezamos ya a ver claramente lo que es la neurosis: un intento destinado a evitar un peligro mayor, un intento de mantener a toda costa la apariencia de que se posee valía y de que se está dispuesto a pagar todo lo que esto cueste -con ¡dolor!- pero sin cejar por eso en el deseo de alcanzar este mismo objetivo gratuitamente. Desgraciadamente, esto es imposible. La única posibilidad de curación para afrontar los problemas de la vida, incorporándole paulatinamente a la colectividad mediante estímulos, nunca con amenazas o coacciones. Como es sabido, son muchas las personas que, disponiendo de un cierto grado de actividad, prefieren suicidarse a enfrentarse con la solución de sus problemas. Nada podemos esperar, por tanto, de una coacción indiscriminada, y sí, en cambio, de la preparación sistemática que permita al sujeto sentirse seguro de sí mismo y proceder a la solución de sus problemas. Y es que, por otra parte, se trata de un ser que cree hallarse ante un profundo abismo en el que teme verse precipitado si da un paso adelante. Lo cual equivale a decir que teme, sobre todo, que pueda ser notada su falta de valía.

Un abogado de treinta y cinco años se quejaba de nerviosidad, de constantes dolores en el occipucio, de toda clase de molestias en el estómago, de una sensación de vacío en toda la cabeza, de una debilidad general y de cansancio. Además, siempre estaba excitado e inquieto. Muchas veces temía perder la conciencia de sus actos al tener que entrevistarse con personas extrañas. En casa, entre sus padres, se sentía aliviado, aunque la atmósfera que allí reinaba tampoco le satisfacía. Estaba convencido de que estas molestias eran la única causa de su falta de éxito.

El examen clínico no dio ningún resultado positivo, si se exceptúa una escoliosis que podría explicar la pérdida del tono muscular, la depresión anímica, los dolores occipitales y espinales. El cansancio podría atribuirse a su continua agitación, aunque pudiera ser también explicado, lo mismo que la sensación de vacío, como síntomas de depresión. Las molestias de estómago son más difíciles de explicar dentro de la gran simplicidad del diagnóstico general que enunciamos aquí; tal vez se deban a la escoliosis y sean, por tanto, resultado de una mera irritación nerviosa, Sin embargo, podrían ser también expresión de cierta predilección, esto es, la respuesta de un órgano minusvalente a una irritación psíquica. Por esta última interpretación aboga la frecuencia de los trastornos gastrointestinales en la infancia y análogas molestias en el padre, que tampoco presenta ninguna alteración orgánica. El paciente se acuerda, además, de que sus excitaciones pasajeras iban siempre acompañadas de anorexia y, a veces, incluso de vómitos.

Una queja que tal vez pueda parecer insignificante nos hará comprender con mayor claridad su estilo de vida. Su agitación continua nos hace sospechar que no ha abandonado aún por completo la Iucha por el éxito. Esto queda confirmado por otra declaración suya de que no se encuentra a gusto en casa, ya que ahí también, teme encontrar a personas extrañas, o sea a volver a tomar contacto con el mundo. Su miedo a perder la conciencia de sus actos nos permite echar una ojeada a la elaboración de su neurosis: declara que, sin saber por qué, la excitación que le produce la necesidad de entrevistarse con extraños se acentúa de modo artificial ante la idea preconcebida de perder la conciencia. Podríamos señalar dos causas que le impiden saber por qué aumenta artificialmente su excitación, hasta convertirse en una confusión verdadera. Una de esas causas salta a la vista (aunque raras veces sea comprendida) : el paciente sólo se fija descuidadamente en sus síntomas y no ve la relación que guardan con toda su conducta. La segunda causa es que la retirada, el avance hacia atrás (como lo hemos llamado hace mucho tiempo, al describir tan importante síntoma neurótico en Uber den nervösen Charakter (El carácter neurótico), 4ª edición, I. F. Bergmann, Munich), no puede ser interrumpida aunque, como ocurre en nuestro caso, se acompaña de débiles intentos para reponerse. La excitación que se produce en el paciente -y que falta todavía comprobar, puesto que hasta ahora no ha sido más que vislumbrada con ayuda del diagnóstico general, de la experiencia psicológico-individual y de la intuición médico psicológica- cada vez que se encara con los tres problemas vitales, que son: comunidad, profesión y amor, problemas para los cuales carece manifiestamente de preparación, no solamente afecta al cuerpo, produciendo trastornos funcionales, sino incluso a la psiquis. La falta de preparación de esta personalidad origina trastornos funcionales corporales y anímicos. El paciente, aleccionado quizá por pequeños fracasos anteriores, retrocede ante el factor exógeno, por el temor continuo a una derrota, tanto más si se le antoja inasequible su objetivo de buen niño mimado (una nueva prueba aportaremos en lo sucesivo), el objetivo de superioridad personal; objetivo, sin el menor interés por los demás. Estos síntomas, que encontramos en la neurosis y en la psicosis, se manifiestan a consecuencia de ese estado afectivo de intensa emoción provocada por el miedo a una derrota definitiva (aunque el miedo en el sentido propio del término no se revela en todos los casos) y están siempre en correspondencia con la constitución corporal, en su mayor parte hereditaria, y con la constitución psíquica, en todo caso adquirida, y aparecen íntimamente mezclados y sometidos a influencias reciprocas.

Pero, ¿se reduce a esto la neurosis? La Psicología individual ha hecho, sin duda, mucho para aclarar esta cuestión. Se puede estar bien o mal preparado para la solución de los problemas de la vida, pero entre ambos extremos se dan miles y miles de variantes. Ha aclarado también que el sentimiento de incapacidad para resolver los problemas de la vida, experimentado en presencia de lo que hemos llamado factor exógeno, hace vibrar cuerpo y alma de mil diversos modos. Ha demostrado también que la falta de preparación se origina en la más tierna infancia, y que no se deja corregir ni por vivencias ni por emociones, sino solamente por el conocimiento. Descubrió igualmente el sentimiento de comunidad como factor integrante del estilo de vida y averiguó que este sentimiento es condición previa decisiva para la solución de todos los problemas vitales. Los fenómenos corporales y anímicos que acompañan y caracterizan al sentimiento del fracaso fueron descritos por nosotros como complejo de inferioridad. Desde luego, en el caso de un complejo de inferioridad, los shocks son mucho más fuertes en los individuos peor preparados y menores en individuos animosos que en los descorazonados y deseosos de ayuda exterior. Todo el mundo experimenta conflictos que le desequilibran en mayor o menor grado, y los acusa corporal y anímicamente. Nadie escapa al sentimiento de inferioridad frente al mundo exterior, cualesquiera que sean las condiciones sociales y las circunstancias de su corporeidad. Las minusvalías orgánicas hereditarias son demasiado frecuentes para no ser reveladas por las duras exigencias de la vida. Los factores del ambiente que ejercen su influjo sobre el niño no son apropiados para facilitar la formación de un estilo de vida adecuado. El mimo, el descuido o abandono, verdadero o sólo imaginado (sobre todo el primero) inducen al niño con demasiado frecuencia a colocarse en posición hostil frente a la comunidad. A esto se agrega el hecho de que el niño adquiere por sí mismo su ley de movimiento sin ser convenientemente dirigido; basándose sólo en la engañosa ley del ensayo y tanteo, y sin otros límites que los del humano capricho, persiguiendo siempre bajo múltiples apariencias el objetivo de superioridad. La fuerza creadora del niño utiliza las impresiones y sensaciones todas como impulsos hacia una actitud definitiva y hacia el desenvolvimiento de su ley de movimiento individual. Este hecho, puesto de relieve por nuestra Psicología individual, fue más tarde designado como actitud (Einstellung) o también como forma (Gestalt); sin tener debidamente en cuenta la integridad del individuo y su correlación con los tres grandes problemas de la vida y sin reconocer, desde luego, los méritos de esta Psicología individual.

El conflicto de un niño difícil, de un suicida, de un criminal, de un hombre que vegeta, de un superreaccionario o un militante ultrarradical y fanático, de un individuo negligente, agobiado por las necesidades que perturban su agradable pasividad, de un amante de la vida apenado en su bienestar por la miseria que le rodea, ese conflicto, junto con sus consecuencias somáticas y anímicas, ¿es ya la neurosis ? A causa de su propia ley de movimiento errónea y rígida, chocan todos ellos con la verdad que la Psicología individual pone de relieve y llegan a un antagonismo con lo justo concebido sub specie aeternitatis: con las inexorables exigencias de una comunidad ideal. Tanto corporal como psíquicamente, experimentan las consecuencias de este choque multiplicadas en miles de variantes. Pero, ¿es esto la neurosis? Si no existieran las exigencias inexorables de la comunidad ideal, cada cual podría llegar a satisfacer en la vida su defectuosa ley de movimiento, o, para decirlo con más fantasía: satisfacer sus instintos, sus reflejos condicionados. Entonces, claro está, no habría conflicto alguno. Nadie podría, sin embargo, formular una exigencia tan desprovista de sentido. Sólo la exteriorizará tímidamente aquel que haya perdido la visión de conjunto del individuo y de la comunidad e intente separar ambos factores. Más o menos reverentemente, todo el mundo se inclina ante la férrea ley de la comunidad ideal. Sólo el niño extremadamente mimado esperará y exigirá: res mihi subigere conor, tal como dijo Horacio en tono de censura, lo cual, traducido un poco libremente, viene a decir: utilizar en beneficio propio las aportaciones de la comunidad, sin colaborar en absoluto. ¿Por qué he de amar al prójimo? Porque así lo exige la indisoluble y mutua relación entre los hombres y el ideal inexorable que todo lo orienta: el ideal de la comunidad. Sólo aquel que contribuya suficientemente a la consecución del ideal común e incorpore esta contribución a su propia ley de movimiento con la misma naturalidad con que respira, sólo ése podrá resolver todos sus conflictos de acuerdo con los fines de la comunidad.

Como todo el mundo, también el neurótico vive y experimenta sus conflictos, pero los intentos que realiza para resolverlos le diferencian inconfundiblemente de todos los demás. Dada la multiplicidad de las variantes en esa búsqueda de solución, podremos observar en todo caso neurosis parciales y formas mixtas. De la ley de movimiento del neurótico forma parte, desde su más tierna infancia, la retirada ante los problemas que puedan poner en peligro su vanidad, su acusada tendencia a superar a los demás y a ser siempre el primero, tendencia excesivamente desligada del sentimiento de comunidad. Su lema vital: todo o nada, aut Cesar aut nihil (o algo muy cercano), se manifiesta generalmente en formas poco acentuadas, y junto con la susceptibilidad del que siempre se cree amenazado por el fracaso. Su impaciencia, su avidez, su emotividad acrecentada, comparable a la del que vive en país enemigo, engendran conflictos cada vez más agudos y frecuentes que le facilitarán enormemente la retirada ya prescrita por su estilo de vida. La habitual táctica de la retirada, practicada ya desde la infancia, puede simular muy fácilmente una regresión a los deseos infantiles. Sin embargo, al neurótico no le preocupan tales deseos, sino su retirada, que está dispuesto a pagar con enormes sacrificios. También en este caso es fácil confundir tales fenómenos con las supuestas formas de autocastigo. Sin embargo, lo que inquieta sobremanera al neurótico no es el autocastigo, sino el sentimiento de alivio debido a la retirada, ya que este sentimiento salvaguarda al individuo del aniquilamiento de su vanidad y de su orgullo.

Quizá se comprenda ahora, finalmente, lo que el problema del aseguramiento significa para la Psicología individual, problema que no puede ser reconocido, si no es en su totalidad, puesto que no se trata de algo secundario, sino fundamental. El neurótico se asegura mediante su retirada y asegura su retirada mediante el aumento de los fenómenos de shock, de naturaleza somática y anímica, engendrados por el planteamiento de un problema que amenaza con el fracaso.

Y es que el neurótico prefiere sus padecimientos al derrumbamiento del elevado sentimiento de sí mismo, cuya potencia fue exclusivamente puesta de relieve por la Psicología individual. Este orgullo, este complejo de superioridad (como lo hemos llamado nosotros), que sólo en la psicosis se observa de modo patente, resulta ser tan fuerte que hasta el mismo neurótico lo intuye sólo lejanamente en una actitud de tembloroso respeto, y procura desviar su atención no bien necesita enfrentarse con él en la vida real. Este orgullo le impulsa hacia delante; pero la idea de retirada le obliga a rechazarlo todo, a olvidarse de todo lo que podría impedirla. No hay lugar en él sino para los actos que la posibilitan.

El neurótico centra en la retirada todo su interés. Un paso hacia delante significa para él como una caída en el abismo con todos sus horrores. Por esto procura echar mano de toda su fuerza, de todos sus sentimientos, de todos sus comprobados recursos de retirada para permanecer alejado del frente. La serie de vivencias de shock a la cual consagrará toda su atención, -desviándola del único factor importante, que es su miedo a reconocer lo alejado que se halla de su altísimo objetivo egoísta- el enorme consumo de sentimientos generalmente metafóricos y exacerbados, de los que los sueños gustan tanto, y que le permiten persistir en su estilo personal de vida opuesto al sentido común, le ayudan a aferrarse a los acabados aseguramientos, impidiendo que se vea arrastrado al fracaso. La opinión y el juicio ajenos, admitiendo en un principio la neurosis como circunstancia atenuante sin la cual jamás sería reconocido el vacilante prestigio del neurótico, encierran el mayor de los peligros. Para ser breves, podemos decir que la neurosis es la utilización de las vivencias de shock en defensa del prestigio amenazado. o, para ser más breves todavía, la tonalidad afectiva del neurótico se condensa en el sí... pero. El contiene el reconocimiento del sentimiento de comunidad, el pero, la retirada con todos sus mecanismos de aseguramiento. A la religión sólo puede causarle perjuicio el hecho de que la neurosis se haga derivar de ella o de la falta de ella. Del mismo modo perjudica a toda ideología política el hecho de atribuirle virtudes curativas frente a la neurosis.

Volvamos ahora al examen de nuestro caso. Al salir nuestro enfermo de la Universidad, una vez terminada la carrera, intentó colocarse como pasante en el despacho de un abogado. No permaneció en él sino unas cuantas semanas, porque su radio de acción le pareció insignificante. Después de haber cambiado, por éste y por motivos semejantes, más de una vez de empleo, decidió dedicarse a estudios de carácter teórico. Fue invitado a dar conferencias sobre problemas juridicos; sin embargo, declinó siempre la invitación, alegando la imposibilidad en que se hallaba de hablar ante un auditorio tan importante. En esa época, a los treinta y dos años de edad, se iniciaron sus síntomas. Un amigo, que quiso ayudarle, se ofreció a colaborar en una conferencia, aceptando la condición, impuesta por nuestro enfermo, de permitirle hablar primero. Subió temblando a la cátedra, extremadamente cohibido y temiendo perder el conocimiento, y ya no vio más que unas manchas negras que le bailaban delante de los ojos. Poco después de la conferencia se produjeron sus primeros síntomas gástricos, y el individuo llegó a imaginarse que moriría inmediatamente si volvía a hablar, siquiera una vez más, ante un público numeroso. En la siguiente etapa de su vida se limitó a dar clase a niños.

Un médico a quien consultó, le indicó que lo que necesitaba para curarse era tener relaciones sexuales. Podemos comprender de antemano la insensatez de tal consejo. El enfermo, que ya se encontraba en plena retirada, reaccionó entonces con una fobia terrible a la sífilis, con escrúpulos de orden moral y con el temor a ser engañado y acusado de la paternidad de algún hijo ilegítimo. Sus padres le aconsejaron que se casara, con lo cual consiguieron un aparente éxito, sobre todo cuando ellos mismos se cuidaron de encontrarle esposa. Pronto quedó ésta embarazada, pero se fue de casa de su marido para volver a la de sus padres, por no poder sufrir las continuas censuras que en tono de superioridad llovían sobre ella.

Podemos ya ver cuán orgulloso se mostraba nuestro enfermo cuando se le presentaba ocasión para ello y, sin embargo, con qué facilidad se batía en seguida en retirada cuando algún asunto le parecía inseguro. No se interesaba lo más mínimo ni por su esposa ni por su hijo. No se ocupaba sino en disimular su insuficiencia, y esta preocupación era más fuerte que su aspiración al tan anhelado éxito. Así fracasó no bien llegado al frente de la vida; una enorme oleada emotiva, causada por un miedo extremo, perduró en él y fortificó su retirada forjándole espectros, temibles, con los que se facilitaba a sí mismo el avance hacia atrás.

¿Son necesarias pruebas más contundentes? Intentaremos aportarlas de dos lados distintos. En primer término, remontándonos hasta su infancia para descubrir lo que indujo a establecer este estilo de vida que comprobamos en él. En segundo término, recopilaremos una especie de coherentes datos de su vida. De todas maneras, considero que la prueba más concluyente de la exactitud de una comprobación de esta índole está en poder demostrar que las ulteriores aportaciones a la caracterización de una persona están en completa armonía con los síntomas ya comprobados. Si no fuera éste el caso, entonces su concepción debería modificarse en consonancia.

La madre, según me explicó el propio enfermo, era una mujer muy cariñosa, y a la cual se sentía muy ligado. Ella le mimaba extraordinariamente y esperaba de él colosales triunfos. El padre mostrábase menos propenso a animarle, pero cedía sin excepción siempre que el paciente le exponía, entre lágrimas, sus deseos. En cuanto a los hermanos, nuestro enfermo tenía marcada preferencia por su hermano menor, que le admiraba y acataba, cumpliendo todos sus deseos y siguiéndole con la fidelidad de un perro. El enfermo era la esperanza de su familia, y pudo dominar y superar siempre a todos los demás hermanos. Se encontró, pues, en una situación sobremanera fácil y cordial que le hizo inepto para enfrentarse con el mundo.

Esto se demostró en seguida al ir por vez primera a la escuela. Era el más joven de la clase, lo cual le dio pretexto para manifestar su antipatía por semejante situación, cambiando dos veces de escuela. Sin embargo, se dedicó luego al estudio con una aplicación sin par, anhelante de superar a sus restantes condiscípulos. Al no alcanzar su propósito se batió inmediatamente en retirada, dejando de acudir muy a menudo a clase alegando dolores de cabeza y de vientre, o llegando demasiado tarde. Tanto él como sus padres atribuyeron a sus frecuentes ausencias el hecho de no poder clasificarse desde el primer momento entre los mejores de la clase, mientras que nuestro enfermo insistía mucho en que sabía y había leído más que todos sus condiscípulos.

Los pretextos más infimos eran suficientes para que sus padres le pusiesen en seguida en cama, prodigándole los más esmerados cuidados. Había sido siempre un niño miedoso y gritaba inconscientemente en sueños para que su madre se ocupara de él incluso durante la noche.

Fácilmente se comprenderá que no tenía conciencia de la gran importancia que ofrecen las múltiples correlaciones entre tales fenómenos. Todos constituían la expresión, el lenguaje de su estilo de vida. Ignoraba también que al leer siempre en cama hasta altas horas de la madrugada sólo se proponía gozar al día siguiente del privilegio de levantarse tarde, liberándose así de una buena parte de sus trabajos cotidianos. Su timidez era aún mayor ante las muchachas que frente a los hombres, y esta actitud perduró durante todo su desarrollo y en su transición a hombre maduro. Como fácilmente puede comprenderse, en todas las situaciones de la vida mostraba falta de valor, y de ninguna manera hubiera podido decidirse a poner en juego su orgullo. La inseguridad de la acogida de que pudiera ser objeto por parte de las chicas contrastaba marcadamente con la seguridad con que podía esperar la total entrega de su madre. En su matrimonio quiso dominar a su mujer, como anteriormente a su madre y a su hermano, y, como era de esperar, fracasó totalmente. He podido comprobar que los primeros recuerdos de la infancia revelan, desde luego de manera disimulada, el estilo de vida de los individuos. He aquí el primer recuerdo de que guarda memoria nuestro enfermo:

Un hermano menor había muerto, y el padre, ante la puerta de la casa, lloraba amargamente. Recordemos que en una ocasión el enfermo había huido a casa para no dar una conferencia alegando que se moriría en el acto.

La actitud frente a la amistad caracteriza la capacidad social de un individuo. Nuestro paciente no había tenido buenos amigos sino en muy cortos lapsos de tiempo, y siempre había pretendido dominarlos. Podríamos llamar a esto explotación de la amistad, ya que no merece el nombre de amistad verdadera. Cuando en tono muy amistoso le llamé la atención acerca de este hecho, me contestó: No creo que nadie se desviva por el prójimo; cada uno lo hace sólo por sí mismo. La manera como se preparaba para proteger la retirada queda puesta de manifiesto por los hechos siguientes : le hubiera gustado mucho escribir artículos o algún libro; pero cada vez que lo pretendía experimentaba tal grado de excitación, que se sentía incapaz de pensar. Declaró no poder dormir si no leía antes en cama. Sin embargo, al terminar de leer le sobrevenía una sensación de pesadez en la cabeza que le impedía conciliar el sueño. Su padre había muerto algún tiempo antes de trasladarse nuestro enfermo a otra ciudad. Poco después, le ofrecieron allí un puesto, que no quiso aceptar alegando que moriría si iba a aquella ciudad. Cuando se lo ofrecieron en su propia ciudad, lo rechazó también, so pretexto de que la primera noche no podría dormir de excitación y al día siguiente fracasaría en su empleo por dicha causa. Antes tenía que curarse por completo. Aportaremos ahora un ejemplo para demostrar que su ley de movimiento, el sí... pero de los neuróticos, se puede encontrar también en los sueños de nuestro enfermo. La técnica de la Psicología individual nos permite descifrar el dinamismo del sueño. Nada nuevo nos dice que no hubiéramos podido reconocer en las demás formas de conducta individual. De los bien interpretados medios y de la selección de los temas se llega a entender cómo el que sueña guiado por su ley de movimiento está preocupado por la realización de su estilo de vida, antagónico al sentido común, mediante la provocación artificial de sentimientos y emociones. Muy a menudo veremos indicios de cómo el paciente produce sus síntomas bajo la presión del temor a un fracaso. He aquí ese sueño que él me había explicado: Tenía que ir a visitar a unos amigos que vivían al otro lado de un puente. Las barandillas de éste estaban recién pintadas. Quise mirar el agua, y al apoyarme en la barandilla me di un fuerte golpe en el vientre, que empezó a dolerme. Entonces me dije : No debes mirar el agua; podrías caerte. Sin embargo, asumí el riesgo y volví a acercarme a la barandilla, miré hacia abajo y me retiré con precipitación, pensando que lo mejor para mí era quedar a buen recaudo.

La visita a unos amigos y la barandilla recién pintada aluden a la preocupación en torno del sentimiento de comunidad y del establecimiento de un nuevo estilo de vida. El temor del paciente a caer desde su altura al agua, sus sí... pero, son sobradamente claros. Los dolores gástricos consecutivos a un sentimiento de temor los tiene siempre a mano en virtud de un estado constitucional que ya hemos señalado. El sueño muestra la actitud negativa del enfermo frente a los esfuerzos hasta ahora realizados por el médico, y la victoria del antiguo estilo de vida con ayuda de la inminente idea de peligro, una vez puesta en duda la seguridad de la retirada.

La neurosis es la utilización automática de los síntomas producidos por la acción de un shock, sin que el enfermo los comprenda. Propenden a esta utilización aquellas personas que sienten una excesiva preocupación por su prestigio y que, desde su infancia, las más de las veces bajo la influencia del mimo fueron inducidas a emprender el camino de esta explotación de factores externos e internos. Añadiremos algo más acerca de los fenómenos corporales que representan un campo abonado para las fantasías de algunos autores. He aquí los hechos: el organismo constituye una totalidad y posee -don y regalo de la evolución- una tendencia al equilibrio que en la medida de lo posible, se mantiene hasta en circunstancias difíciles. La conservación del equilibrio implica la variabilidad del pulso, la amplitud de la respiración, el número de los movimientos respiratorios, el grado de coagulación de la sangre y la acción de las glándulas de secreción interna. Todo esto demuestra con claridad creciente que los estímulos, especialmente los anímicos, estimulan a su vez los sistemas vegetativo y endocrino, determinando una modificación cuantitativa o cualitativa de las secreciones internas. Dados nuestros conocimientos actuales, las alteraciones que mejor comprendemos son las que en la glándula tiroides se producen a causa de un shock; tales cambios pueden llegar a ser a veces peligrosos, para la misma vida incluso. Personalmente, he conocido más de un caso. El investigador más destacado en este aspecto, Zondek, había pedido mi colaboración para determinar las influencias psíquicas que entran aquí en juego. No cabe duda de que todos los casos de enfermedad de Basedow se presentan como consecuencia de conmociones psíquicas. Y es que los traumas psíquicos pueden alterar la glándula tiroides.

Los estudios acerca de la irritación de la glándula suprarrenal han hecho también grandes progresos. Se puede hablar de un complejo simpáticosuprarrenal que, sobre todo en los estallidos coléricos, aumenta la secreción de dicha glándula. El investigador norteamericano Cannon demostró, mediante experimentos en los animales, que las descargas emocionales producen un aumento de la secreción de adrenalina, que a su vez acentúa la actividad cardíaca. Así, se comprende que causas meramente psíquicas puedan ocasionar dolores de cabeza o de la cara y hasta tal vez ataques epilépticos. En estos casos se trata siempre, desde luego, de personas que son constantemente presas de preocupaciones que no tienen fin. Es evidente que se debe de tomar en consideración la época que se está viviendo. Si se trata de una muchacha neurótica de veinte años de edad, podremos suponer de antemano que los problemas que la atormentan son de indole profesional, si no amorosa. En un hombre o mujer de unos cincuenta años, no será difícil tampoco adivinar que es el problema del envejecimiento, que la persona en cuestión cree no poder resolver o que no puede resolver en realidad. Tales hechos de la vida no los experimentamos nunca de manera directa, sino tan sólo a través de nuestra opinión, que es la única determinante.

La curación sólo puede lograrse recurriendo a la inteligencia, mediante una creciente comprensión del enfermo, que le induzca a reconocer sus errores y le facilite al mismo tiempo el desarrollo del sentimiento de comunidad.
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