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CAPÍTULO VII

EL COMPLEJO DE SUPERIORIDAD

La tendencia hacia la superación en el sentimiento de inferioridad. Los tipos intelectual, emocional y activo, y su especial afinidad con las neurosis. Espíritu de caridad ante las desviaciones del sentido común. El sentimiento de comunidad del criminal. El dolor neurótico. Fenomenología del complejo de superioridad. Abuso de los conocimientos psicológicos. Reacciones legítimas de superioridad. Los ideales y la concepción del mundo de la voluntad primitiva de poder. La protesta varonil femenina. El camino de la redención futura de la mujer.

El lector inquirirá, y no sin razón: ¿dónde hay que buscar, en el complejo de inferioridad el afán de éxito, de triunfo? En efecto, si no llegáramos a demostrar la existencia de esta tendencia en los casos tan numerosos de complejo de inferioridad, entonces la ciencia psicológico-individual encerraría una contradicción fundamental, que acarrearía su fracaso. En parte esta interrogación ha sido ya implícitamente contestada. La tendencia a la superioridad aleja al individuo de la zona peligrosa, tan pronto como su escaso sentimiento de comunidad, que se exterioriza por una cobardía manifiesta o encubierta, se halla en trance de fracaso. La tendencia a la superioridad es también la causa de que el individuo se mantenga en su línea de retirada ante el problema social, o de que intente soslayarlo. Encerrado en su contradictorio sí, pero..., aquella tendencia le impone una opinión que tiene mucho más en cuenta el pero, dominando con tal intensidad todo su pensamiento que apenas si se ocupa de otra cosa que no sean los efectos del shock mismo. Y esto, tanto más cuanto que se trata siempre de individuos que, desde su infancia, han crecido sin verdadero sentimiento de comunidad y que casi no se han ocupado más que de su persona, de su propio placer o de su propio dolor.

Generalizando un poco, se pueden distinguir entre tales individuos tres tipos cuyo estilo de vida inarmónico llegó a desarrollar con particular intensidad un determinado aspecto de su vida anímica. Uno de esos tipos está formado por personas en las que la esfera del pensamiento domina por completo todas las demás formas de expresión. Pertenecen al segundo tipo los hombres con un enorme exceso de vida emocional e impulsiva. El tercer tipo se desenvuelve más bien en el sentido de la actividad. Una ausencia total de esos tres aspectos no se encuentra, desde luego, en ningún caso. Todo fracaso irá, pues, asociado francamente a la acción persistente del shock en uno de dichos aspectos de su estilo de vida. Mientras que en el criminal y los candidatos al suicidio sobresale, generalmente, el elemento actividad, parte de las neurosis se distinguen por la acentuación del aspecto emocional, excepto en el caso en que se produce -como sucede generalmente en la neurosis compulsiva y en las psicosis- una especial acentuación del elemento intelectual (Adler, Die Zwangneurose, Zeitschrift für Individualpsychologie,, 1931, Hirzel, Leipzig). El ebrío es siempre, sin duda, de tipo emocional.

Cualquiera que rehuse el cumplimiento de sus obligaciones vitales impone a la comunidad humana una tarea y la hace objeto de una explotación. La falta de colaboración de unos ha de ser compensada por un mayor rendimiento de los demás dentro de la familia o de la sociedad. Aquí tiene lugar una pugna silenciosa e incomprendida contra el ideal de comunidad: una protesta permanente que en vez de fomentar el sentimiento de comunidad, se propone precisamente quebrantarlo. Pero el afán de superioridad es opuesto a toda colaboración. De lo dicho se deduce que quienes fracasan son individuos cuyo desenvolvimiento hacia un normal espíritu de fraternidad se halla detenido y en los cuales se advierten ya ciertas incorrecciones de visión, de audición, idiomáticas y de juicio. Su sentido común está sustituido por una inteligencia individualista que utilizan sagazmente para asegurar y afianzar un camino apartado. He descrito al niño mimado como un parásito exigente que tiende de continuo a vivir a expensas de los demás. Si esta tendencia informa del estilo de vida, fácilmente se comprenderá que, en su mayoría, estas personas se considerarán acreedoras al rendimiento de los demás, trátese de caricias o de bienes, de trabajo material o intelectual. Sin embargo, por muy fuertes que sean sus medios de defensa y sus palabras de protesta contra tales sujetos, la comunidad ha de hacer uso de una caridad natural, fruto más bien de su más íntima tendencia que de su comprensión, puesto que su eterna tarea no es la de castigar o vengar errores, sino la de aclararlos y eliminarlos. Y es que se trata siempre de una protesta contra el imperativo de la convivencia, imperativo insoportable para aquellos que no han formado su sentimiento de comunidad, porque se opone a su inteligencia individualista y amenaza su anhelo de superioridad personal.

Característico del poder del sentimiento de comunidad es el hecho de que todo el mundo considere irregulares y anormales las desviaciones y los errores más o menos graves de conducta, como si cada uno se sintiese obligado a aportar su tributo a dicho sentimiento. Esos mismos autores que, cegados por su pasión científica -y a pesar de los rasgos geniales que a veces acusan -, consideran la voluntad de poder personal artificialmente cultivada, no en su auténtica realidad, sino en sus disfraces, como un nocivo impulso primitivo, como una tendencia hacia el superhombre y como un impulso sádico ancestral, se ven obligados a reconocer y reverenciar el sentimiento de comunidad en su realización ideal. Incluso el criminal que plantea una mala acción necesita buscar una justificación a sus actos antes de atravesar esa barrera que todavía le separa de una vida totalmente asocial. Desde el punto de vista, invariable y eterno, del sentimiento ideal de comunidad, toda desviación aparece como un ardid que apunta al objetivo de superioridad personal. El hecho de haber evitado felizmente un fracaso en el seno de la comunidad conduce en la mayoría de tales personas a un sentimiento de superioridad. Y cuando el temor a un fracaso les hace alejarse constantemente del círculo de colaboradores, la propia abstención de las tareas de la vida es experimentada como un alivio y un privilegio que les distingue de todos los demás.

Incluso cuando sufren, como, por ejemplo, en las neurosis, se enredan por completo en los recursos de su posición privilegiada, en las mallas de sus sufrimientos, sin reconocer que el camino del dolor les sirve única y exclusivamente para zafarse de los problemas de la vida. Cuanto mayor es su dolor, tanto menos combatidos son y se desligan tanto más del verdadero sentido de la vida. Este dolor, que va inseparablemente ligado al alivio y a la liberación de los problemas de la vida, no aparecerá como un autocastigo sino a aquel que no aprendió a considerar las formas de expresión como parte de la totalidad; es más, como una respuesta a las demandas de la sociedad. Y a semejanza del enfermo mismo, considerará el sufrimiento neurótico como un trastorno independiente.

Lo que al lector o al adversario de mis teorías le costará más comprender será mi afirmación de que incluso la sumisión, el alma de esclavo, la falta de independencia, la pereza y los rasgos de masoquismo, señales manifiestas de un sentimiento de inferioridad, acusan un indudable sentimiento de alivio o hasta de privilegio. Como se comprende fácilmente, se trata de una simple protesta contra la solución activa de los problemas de la vida en el sentido de la comunidad y equivale a un ardid para tratar de alejarse de una derrota allí donde resulta requerido el sentimiento de comunidad, del que andan estos individuos muy escasos, como se revela a través de su estilo de vida. En este caso, tranfieren mayor trabajo a otros, incluso lo imponen -como en el masoquismo- muchas veces en contra de la voluntad de los demás. En todos los casos de fracasos, se percibe claramente la posición especial que el individuo se ha asignado: una situación aparte que tiene muchas veces que pagar con dolores, quejas, sentimientos de culpabilidad, pero que no abandona, porque a causa de su deficiente preparación para el sentimiento de comunidad, la considera una buena coartada para cuando se le dirija la pregunta: ¿Dónde estabas cuando Dios distribuyó el mundo? (1).

El complejo de superioridad, tal como lo hemos descrito, aparece en general claramente expuesto en las actitudes y las opiniones del individuo convencido de que sus propios dotes y capacidades son superiores al promedio de la humanidad. Asimismo puede delatarse con exageradas exigencias hacia si mismo y hacia los demás. El aire pretencioso, la vanidad en cuanto al porte exterior, por elegante o descuidado que éste sea, pueden llamar la atención y revelar un complejo de superioridad, así como toda una serie de datos de diverso orden, como la extravagancia en el vestir, la adopción de una actitud exageradamente varonil en las mujeres o afeminada en los hombres, el orgullo, el sentimentalismo exagerado, el snobismo, la jactancia, el carácter tiránico, la tendencia a desacreditarlo todo (descrita por mi como particularmente característica), el culto exagerado a los héroes, el afán de relacionarse con personalidades destacadas o de dominar sobre débiles, enfermos o personas de menor importancia, la aspiración exagerada a la originalidad, el recurrir a ideas y corrientes ideológicas en sí valiosas para desvalorizar al prójimo. Las exaltaciones afectivas, como la cólera, la sed de venganza, la tristeza, el entusiasmo, el carcajeo ruidoso recurrente, la mirada huidiza, la falta de atención en una conversación, la desviación del tema de ésta hacia uno mismo, un entusiasmo habitual por cualquier circunstancia incluso fútil, acusan también, en general, un sentimiento de inferioridad que por el camino de la compensación neurótica conduce al complejo de superioridad. La credulidad, la fe en aptitudes telepáticas o semejantes, en intuiciones proféticas, despiertan asimismo la justificada sospecha de un complejo de superioridad.

Quisiera prevenir a todo aquel que se halle realmente entregado al sentimiento de comunidad contra el peligro de poner esta idea al servicio de un complejo de superioridad o de aprovecharla para cubrir de irreflexivos reproches al prójimo. Lo mismo cabría decir acerca del conocimiento del complejo de inferioridad y de la superestructura que lo encubre. Quien trata con ligereza estos complejos despierta la sospecha de padecerlos él mismo, y sólo consigue a la postre una animadversión muy a menudo merecida. No hay que olvidar tampoco, en cuanto a la constatación exacta de tales hechos, la general disposición humana a errar, que es causa de que incluso nobles y valiosos caracteres puedan caer en el complejo de superioridad, aun prescindiendo de que, como Barbusse formuló tan bellamente, tampoco el mejor hombre puede en ocasiones substraerse al sentimiento de desprecio. Por otra parte, estos rasgos minúsculos, y por tanto poco disfrazados, nos motivan a enfocar la luz de la psicología individual hacia burdos errores respecto de los problemas de la vida, para comprenderlos y explicarlos. Palabras, frases e incluso el conocimiento de los mecanismos psiquícos ya de por sí fijados contribuyen muy poco al conocimiento del individuo. Lo mismo puede decirse de lo típico. Sin embargo, todos esos factores pueden servirnos para esclarecer un determinado campo de visión en el que contamos descubrir lo exclusivamente peculiar de la personalidad. Esto es lo que debemos comentar en nuestro consultorio, atendiendo siempre a determinar en qué grado es necesario complementar el sentimiento de comunidad.

Si en el proceso evolutivo de la humanidad abarcamos una sumaria perspectiva de las ideas que lo rigen, llegando hasta a quintaesenciarlo, acabaremos por descubrir tres directrices formales que en cada caso confieren sucesivamente su valor a toda actividad humana. Tras un millar de siglos quizá idílicos y después del ¡multiplícaos! las tierras productoras se volvieron demasiado escasas, la humanidad inventó, como ideal de redención, al gigante, al hércules o al emperador. Incluso hoy día encontramos en todas las capas de la sociedad fuertes resonancias de los tiempos pretéritos en el culto a los héroes, el amor a la lucha y la guerra que grandes y chicos no paran de ensalzar como el mejor camino de regeneración para la humanidad. Este impetu muscular, nacido de la escasez de medios susceptibles de proporcionar el alimento, nos conduce, como inevitable consecuencia, a la esclavización y al exterminio del más débil. El bruto ama las soluciones simplistas: cuando hay poco alimento, lo acapara para él. Le gustan las cuentas claras y sencillas en provecho propio. Tal concepción ocupa en nuestra era un lugar preferente. Las mujeres quedan así totalmente excluidas de este género de obras inmediatas y no son tomadas en consideración sino en calidad de parturientas, de admiradoras de los hombres y como ayudantes. Pero el coste de la alimentación y del vivir humano ha aumentado y sigue aumentando cada día hasta límites tan inverosímiles que este afán de poderío sin complicaciones resulta ya de por sí un contrasentido.

Queda aún la preocupación por el porvenir y por la prole. El padre atesora para sus retoños. Se preocupa por las generaciones venideras. Si su preocupación alcanza a la quinta generación, cuidará por lo menos de la descendencia de treinta y dos coetáneos, los cuales, a su vez, tendrán idéntica preocupación con respecto a sus propios descendientes.

Las mercancías se pudren. Pueden ser convertidas en oro. Al oro puede dársele un valor mercantil. Con él puede comprarse la fuerza útil de otros a quienes es posible darles órdenes; más aún, inculcarles determinadas concepciones del mundo y del sentido de la vida. Se les puede educar en el respeto a la fuerza y al oro. Se les pueden imponer leyes que les sujeten al servicio del poder y de la propiedad.

Tampoco en esta esfera desarrolla la mujer actividad creadora alguna. Las tradiciones y la educación le cierran el camino. Puede participar manifestando su admiración o su decepción al apartarse. Puede rendir homenaje al poder o, lo que es más común, defenderse de su propia impotencia, esta última eventualidad llevandola muy a menudo a tomar el camino equivocado, ya que la protesta del individuo aislado conduce a estas situaciones.

La mayoría de los hombres y de las mujeres son susceptibles de rendir culto a la fuerza y a la riqueza, las mujeres en actitud de admiración pasiva, y los hombres haciendo gala de ambiciosas actividades. La mujer, sin embargo, está más distante para alcanzar estos ideales de civilización.

Ahora bien: al filisteo de la fuerza y del tener, se une el filisteo del saber en armónico afán de superioridad personal. Pero, saber es también poder. Y frente a las inseguridades de la vida no se ha encontrado hasta ahora, en general, ninguna solución mejor que el afán de poder. Ha llegado el momento de reflexionar acerca de si verdaderamente es éste el único y el más adecuado camino para el afianzamiento de la vida y el desarrollo de la humanidad. De la estructura de la vida femenina podemos extraer también preciosas enseñanzas, ya que hasta el presente la mujer se ha abstenido de participar en el poder de los filisteos del saber.

Y, sin embargo, fácilmente se podrá comprender que, con la única condición de la igualdad en la preparación, la mujer podría participar con éxito en el usufructo de ese filisteísmo. La idea platónica de la superioridad de la energía muscular ya ha perdido ciertamente su importancia en lo incomprendido (que algunos llaman también inconsciente). ¿De otra manera cómo se podría utilizar la tácita o manifiesta rebeldía del mundo femenino (protesta viril) en sus millares de variantes a favor de la colectividad?

En último análisis, somos unos parásitos que venimos nutriéndonos de las obras inmortales de artistas, genios, pensadores, exploradores e inventores. Ellos son los verdaderos guías de la humanidad, el motor de la historia del mundo. Nosotros somos simples distribuidores. Hasta este momento, la fuerza, la posesión, la fatuidad del saber, han creado una barrera entre el hombre y la mujer.

Esto explica la superabundancia de bibliografía en torno al amor y al matrimonio.

Pero las grandes obras que venimos usufructuando han conseguido imponerse siempre por su valor supremo. Su triunfo no es generalmente celebrado con palabras pomposas, mas no por eso deja de servir a todos. No cabe ignorar que también las mujeres han aportado su contribución a esos grandes trabajos y a esas magnas obras. Pero asimismo es cierto que la fuerza, la propiedad y el snobismo cultural han impedido que esta contribución fuese mayor. A lo largo de toda la historia del arte sólo resuena la voz masculina; en las artes la mujer actúa como alumna del hombre, y, por tanto, como personaje secundario. Esto, hasta que un día aparezca una mujer que descubra en las artes el elemento femenino y lo desarrollará, perfeccionándolo. En dos géneros de arte asistimos ya a esta metamorfosis maravillosa: en el teatro y en la danza. En el cultivo de estas artes la mujer puede ser ella misma, y por esto ha alcanzado la cúspide de su plenitud.

(1) Cita de la poesía de Schiller, Die Schoplung (La Creación).


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