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CAPÍTULO VI

EL COMPLEJO DE INFERIORIDAD

Carácter positivo del sentimiento de inferioridad. La superación del sentimiento de inferioridad es independiente de la obtención del placer. Sentimiento de inferioridad e instinto de muerte. El principio de aseguramiento en la esfera corporal y en la esfera cultural. Utilidad biológica del sentimiento de inferioridad. Posibilidad y causalidad. Falta de finalidad de la psicología de los instintos. Valor creador del espíritu de negación. El sentimiento de comunidad en el futuro. Omnipotencia del sentimiento de comunidad. Estilos de vida con insuficiente sentimiento de comunidad. Actitud pasiva y actitud activa frente al sentimiento de inferioridad. Sí,pero... Aseguramiento con síntomas corporales. La actitud de vacilación. El complejo de inferioridad.

Hace mucho tiempo puse de relieve que ser hombre equivale a sentirse inferior. Quizá no todos recuerdan haber experimentado este sentimiento de inferioridad. Es también posible que a muchos les extrañe esta expresión y prefieran cambiarla por otra. No me opongo a ello; y tanto menos cuanto que veo que algunos autores han hecho ya este cambio. Para negarme la razón, gentes que se pasan de listas calcularon que el niño debe haber experimentado un sentimiento de plenitud para poder llegar a un sentimiento de inferioridad. La sensación de insuficiencia constituye un sufrimiento duro y tenaz que perdura, por lo menos, hasta que un deber no es resuelto, hasta que una necesidad no es satisfecha o no es neutralizada una tensión. Es, sin duda, un sentimiento natural comparable a una tensión dolorosa, que reclama alivio. Este alivio no ha de ir forzosamente acompañado de placer, como supone Freud, aunque puede ir acompañado de sentimientos de satisfacción, lo cual estaría de acuerdo con la concepción de Nietzsche. En determinadas condiciones, el relajamiento de esta tensión puede ir acompañado también de sufrimiento permanente o temporal, algo así como cuando se va un fiel amigo o como cuando es necesario someterse a una operación dolorosa. Tampoco a un fin penoso -generalmente preferido a una pena sin fin- puede considerársele como placer, a menos que queramos recurrir a ardides sofísticos.

De la misma manera que un lactante traiciona con sus movimientos el sentido de insuficiencia, su constante aspiración a perfeccionarse y a satisfacer sus exigencias vitales, así también el movimiento histórico de la Humanidad debe ser interpretado como la historia del sentimiento de inferioridad y de los intentos realizados para liberarse de él. Desde que se puso en movimiento, la materia viva siempre se ha esforzado por pasar de una situación de minus a una situación de plus. Este movimiento, cuyas características describimos ya en 1907 en nuestro Studie über Minderwertigkeit van Organen (Estudio de las minusvalías orgánicas), es el mismo que comprendemos bajo el concepto de evolución. Dicho movimiento en modo alguno puede considerarse como encaminado hacia la muerte, ni siquiera hacia un estado de equilibrio o de reposo; antes bien, aspira a la dominación del mundo circundante. La tesis de Freud de que la muerte ejerce una cierta atracción sobre el hombre, hasta el punto de llegar a desearla en sueños y demás, representa, aun dentro de su propio sistema, una conclusión precipitada. No cabe, en cambio, duda de que existen hombres que prefieren la muerte a una lucha con las circunstancias ambientales, porque, en su orgullo, tienen un miedo exagerado a un posible fracaso. Son personas que aspiran siempre a ser mimadas y dispensadas de sus obligaciones, a base de que otros las cumplan.

Como fácilmente puede demostrarse, el cuerpo humano se halla estructurado según el principio de seguridad. Meltzer llamó ya la atención sobre este principio en The Harvard Lectures, en 1906 y 1907, esto es, aproximadamente, en la misma época en que yo escribía mi ya citado estudio, sólo que él lo hizo con más profundidad y amplitud. Un órgano dañado es substituido en su función por un órgano sano o emite por sí mismo una energía complementaria. Todos los órganos pueden rendir más de lo que rinden normalmente, y atender muchas veces a múltiples y vitales funciones. La vida, que está regida por el principio de autoconservación, ha adquirido, en el curso de la evolución biológica, la energía y la capacidad para ello imprescindibles. Las divergencias de los hijos y de las generaciones jóvenes, con respecto a los padres y a las generaciones viejas, no son más que un aspecto de este mecanismo de seguridad vital.

También la creciente civilización que nos rodea acusa idéntica tendencia a la seguridad y nos muestra al hombre en un continuo estado afectivo de sentimiento de inferioridad que estimula incesantemente su actividad para alcanzar una mayor seguridad. La satisfacción y el dolor que acompañan a esta lucha no son sino ayudas y premios que se le ofrecen al caminar por esta vereda. Pero una adaptación definitiva a la realidad del momento, ya creada, no sería otra cosa que la explotación de los esfuerzos de otros en armonía con la imagen que del mundo tienen los niños mimados. La continua aspiración a la seguridad impulsa al individuo hacia la superación de la realidad actual en favor de otra realidad mejor. Sin esta corriente de la civilización, que nos arrastra hacia delante, la vida humana sería imposible. El hombre habría sucumbido ante el embate de las fuerzas de la Naturaleza si no hubiera aprendido a utilizarlas en provecho propio. El hombre carece de cosas que, poseídas por seres más fuertes, hubiesen podido ser causa de su aniquilamiento. Los rigores del clima le obligan a defenderse contra el frío mediante las pieles que quita a animales mejor dotados. Su organismo requiere una habitación artificial y una preparación igualmente artificial de sus alimentos. Su vida no está asegurada más que bajo ciertas condiciones, como son una conveniente división del trabajo y una suficiente multiplicación de los individuos. Sus órganos y su espíritu trabajan de continuo para superarse, para afianzarse. A esto hay que añadir su mayor conocimiento de los peligros de la vida y una menor ignorancia de la muerte. ¿Quién puede dudar seriamente de que para el individuo, tan mal dotado por la Naturaleza, la sensación de inferioridad es una verdadera bendición, que sin cesar le empuja hacia una situación de plus hacia la seguridad, hacia la superación? Y esta formidable e inevitable rebelión contra este sentimiento de inferioridad consubstancial al hombre se repite como base de la evolución en la infancia de cada individuo.

Todo niño que no esté tan anormal, como el idiota, gravemente tarado en su vida psíquica, se halla bajo el imperativo de este desarrollo ascensional que anima tanto a su cuerpo como a su alma. También a él le es impuesta por la Naturaleza la tendencia a la superación. Su pequeñez, su debilidad y su incapacidad para satisfacer sus propias necesidades, las más o menos importantes negligencias son aguijones determinantes para el desarrollo de su fuerza. Bajo la presión de su existencia precaria, el niño crea para sí mismo nuevas formas de vida, tal vez hasta entonces inéditas. Sus juegos, siempre orientados hacia el porvenir, demuestran su energía autocreadora, que en modo alguno podrían explicarse mediante los llamados reflejos condicionados. El niño construye sin cesar en el vacío del porvenir, impelido por la necesidad imperativa de vencer. Hechizado por las necesidades e imperativos de la vida, sus anhelos siempre crecientes le arrastran inexorablemente hacia un objetivo final, superior al destino terrestre que le era asignado. Y este objetivo que lo atrae, le conduce a las alturas, se anima y llega a adquirir colores dentro del reducido ambiente en que el niño lucha por triunfar.

No me es posible dedicar aquí más que unas breves palabras a unas consideraciones teóricas que, juzgándolas fundamentales, publiqué en 1912 en mi libro Ueber den nervösen Charakter (El carácter neurótico). Si existe dicho objetivo de conquista y la evolución nos lo demuestra de modo palpable, entonces el grado de evolución que el niño alcanza y se plasma en él, se transforma a su vez en material de construcción para el desarrollo ulterior. En otras palabras, su herencia, física o psíquica, se expresa en posibilidades, y no cuenta sino en la medida en que puede ser y es utilizada con vistas al objetivo final. Lo que luego observamos en la evolución del individuo ha sido originado por el material hereditario, y su perfección es debida a la potencia creadora del niño. Puse ya anteriormente de relieve la brecha que abre el material hereditario. Sin embargo, debo negar que ofrezca significación causal alguna, porque la variación constante y multiforme del mundo exterior exige un empleo creador y elástico de ese material. La orientación hacia el triunfo final permanece invariable, aunque el objetivo, una vez plasmado en la corriente del mundo, imponga a cada individuo una dirección diferente.

Las insuficiencias orgánicas, el mimo o el abandono inducen con frecuencia al niño a establecer fines concretos de superación que se hallan en contradicción tanto con el bienestar del individuo como con el perfeccionamiento de la Humanidad.

Existe, empero, un considerable número de casos y de desenlaces que nos autorizan a hablar, no de causalidad, sino de una probabilidad estadística y de una desviación engendrada por un error. Además, se ha de tener en cuenta que cada mala acción es distinta a las demás, que cada defensor de una determinada concepción del mundo la presenta desde una distinta perspectiva, que cada escritor pornográfico ofrece sus peculiaridades, que todo neurótico se distingue de los demás y que tampoco hay dos delincuentes completamente iguales. Precisamente es en esta peculiaridad que distingue a cada individuo que se pone de relieve la creación propia del niño y la manera como utiliza y aprovecha sus posibilidades y aptitudes congénitas.

Lo mismo debe decirse de los factores ambientales y de las medidas educativas. El niño los acoge y utiliza para la concreción de su estilo de vida; se crea un objetivo que nunca abandona, percibiendo, pensando, sintiendo y actuando con las miras puestas siempre en él. Una vez reconocido el dinamismo del individuo, ningún poder del mundo puede impedir la suposición de que existe un objetivo hacia el cual este movimiento está orientado. No existe ningún movimiento sin objetivo, y este objetivo no puede ser alcanzado nunca. La causa de esto reside en la conciencia primitiva del hombre, de que nunca podrá ser el amo del mundo, de modo que si esta idea asoma se ve obligado a transferirla a la esfera del milagro o de la omnipotencia divina (1).

La vida psíquica está dominada por el sentimiento de inferioridad, y esto es fácilmente comprensible si se parte de los sentimientos de insuficiencia, de imperfección, y de los esfuerzos ininterrumpidos provistos por los seres humanos y la humanidad.

Cada uno de los mil problemas del vivir cotidiano pone al individuo en guardia y en disposición de ataque. Todo movimiento constituye una marcha hacia adelante para pasar de la imperfección a la perfección. En 1909, en mi estudio Aggressionstrieb im Leben und in der Neurose (El impulso de agresión en la vida y en la neurosis) intenté dilucidar más de cerca este hecho, llegando a la conclusión de que las formas de esta inclinación a la agresividad, desarrolladas bajo las necesidades de la evolución, derivan del estilo de vida, y son una parte de la totalidad. Concebirlas como radicalmente malas o explicarlas postulando un impulso sádico congénito, es algo completamente gratuito. Aun si pobremente pretende construir una vida psíquica sobre impulsos ciegos y descarriados, no se debería al menos olvidar el imperativo de la evolución, ni tampoco la inclinación hacia la comunidad adquirida por el hombre en el curso del desarrollo evolutivo. Tomando en cuenta el gran número de seres humanos mimados y decepcionados, no es de admirar que personas de todas las capas de la sociedad, desprovistas de espíritu crítico, hayan adoptado esta noción -incomprendida de la vida psíquica de los niños mimados y por lo tanto fuertemente decepcionados, que nunca reciben lo suficiente- como una teoría psicológica fundamental.

La incorporación del niño a su primer ambiente es, por tanto, el primer acto creador que, recurriendo a sus aptitudes, realiza impulsado por su sentimiento de inferioridad. Esta incorporación, distinta en cada caso concreto, es movimiento, interpretado luego por nosotros como forma, como movimiento congelado, como forma de vida que parece prometer un objetivo de seguridad y de triunfo. Los límites dentro de los cuales se desarrolla esa evolución son los de la humanidad en general, que vienen dados por el estado actual de la evolución de la sociedad y del individuo. Sin embargo, no todas las formas de vida utilizan esta situación como es debido, contradiciendo así el sentido de la evolución. En capítulos anteriores he demostrado que el completo desarrollo del cuerpo y del espíritu humanos está mejor garantizado cuando el individuo encuadra sus aspiraciones y sus actos dentro de la comunidad ideal apetecible. Entre aquellos que consciente o inconscientemente adoptan este punto de vista y los muchísimos otros que no lo hacen, se abre un abismo infranqueable. La contradicción en que se mueven ocasiona, en la existencia humana, innumerables discrepancias y formidables luchas. Los ambiciosos (en el sentido favorable del término) hacen gala de un espíritu constructivo, contribuyendo así al provecho de la Humanidad. Pero tampoco sus antagonistas están desprovistos de valor. Mediante sus errores -por los cuales llegan a perjudicar a sectores más o menos amplios- estimulan el esfuerzo de los contrarios. Se asemejan por tanto, a aquel espíritu que siempre quiere lo malo, más siempre crea lo bueno (Goethe, Fausto). Despiertan el espíritu de crítica de los demás, proporcionándoles de este modo indirecto una mejor comprensión. Y, finalmente, contribuyen a suscitar ese sentimiento de inferioridad realmente actuante.

La dirección del desarrollo del individuo y de la comunidad está, por tanto, preestablecida por el grado del sentimiento de comunidad. Esto nos proporciona un punto de vista sólido para juzgar lo que es justo o injusto, y nos muestra además un camino que ofrece una seguridad sorprendente tanto en orden a la educación y curación como al enjuiciamiento de las anomalías. La medida que se emplea a este efecto es mucho más precisa que la que supondrá cualquier experimento. Y es que la vida misma nos sirve en este caso de piedra de toque. Todo movimiento expresivo, por débil que sea, puede ponerse a prueba desde el punto de vista de su orientación y distancia de la comunidad. El cotejo con las medidas de la psiquiatría clásica, que sólo pretende valorar los síntomas nocivos o los perjuicios causados a la comunidad, aunque tratando al mismo tiempo de perfeccionar sus métodos poniéndolos en armonía con el desarrollo ascendente de la sociedad, será, con todo, favorable a los de nuestra Psicología individual. Y ello por la sencillísima razón de que ésta no pretende culpar al individuo, sino que más bien intenta mejorarlo al atribuir la culpa, no al individuo mismo, sino a nuestra civilización, de cuyas enormes deficiencias todos resultamos responsables, y al invitarnos además a colaborar en la corrección de estas últimas. El hecho de que aun hoy estemos obligados a laborar por el incremento del sentimiento de comunidad se debe al grado todavía muy insuficiente de nuestra evolución. No cabe duda alguna de que las generaciones venideras habrán incorporado a su vida el sentimiento de comunidad como nosotros tenemos incorporadas a la nuestra la respiración, la marcha erecta o la percepción de las oscilaciones luminosas como imágenes quietas.

Incluso aquellos que no comprenden que en la vida psíquica del hombre se encuentra el elemento generador del sentimiento social o de su imperativo: el ama a tu prójimo -todos aquellos que no aspiran más que a descubrir en el hombre el perro que llevamos dentro que astutamente procura no ser reconocido y castigado- representan un valioso estimulante para el hombre en su esfuerzo por elevarse; insisten con una sorprendente obstinación sobre los estadios retardatarios de su desarrollo. Su sentimiento de inferioridad busca un contrapeso totalmente personal en la certidumbre de la falta de valor de los demás. Me parece peligroso el abuso de la idea del sentimiento de comunidad en un sentido negativo -es decir de aprovechar una eventual falta de claridad que encamine al sentimiento social para aprobar formas de vida o concepciones del mundo hostiles a la sociedad, y para imponerlas a la sociedad actual e incluso futura, por todos los medios dables, so pretexto de salvaguardarla. Tal es el caso de aquellos que abogan por la pena de muerte, la guerra o el sacrificio despiadado de los adversarios. Pero hasta éstos -tal es la omnipotencia del sentimiento de comunidad- se ven obligados a cobijarse bajo su manto. Todas estas concepciones anticuadas tienen su origen, evidentemente, en la falta de confianza en poder encontrar un camino nuevo y mejor: esto es, es un sentimiento de inferioridad claramente reconocible. Es patente el hecho de que ni aun el asesinato detiene la marcha inexorable de las ideas progresistas, ni al derrumbamiento de las ideas que agonizan, y todo el mundo podía haber sacado ya de la historia humana esta enseñanza elemental. No existe, en lo que alcanzamos a ver, sino un único caso en que matar podría tener alguna justificación: el de defensa propia hallándose en peligro de muerte o el de defensa de otros que se hallaran en situación análoga. Nadie presentó tan magníficamente como Shakespeare, en Hamlet, este problema a la Humanidad, aunque sin ser enteramente comprendido. Shakespeare, que, a la manera de los poetas griegos, envía en persecución del delincuente a las Erinias vengadoras, floreció en una época más pródiga aún en hechos sangrientos que la nuestra, e hizo estremecer el sentimiento de comunidad de aquellos que aspiraban al ideal de la comunidad humana y que a la postre quedaron vencedores. Todas las aberraciones del criminal nos denuncian los límites extremos a que llegó el sentimiento de comunidad en los caídos.

Incumbe, por tanto, al sector progresista de la Humanidad la estricta tarea de ilustrar y educar, sin excesivo rigor ni dureza, a aquel que se halla falto de sentimiento de comunidad, considerándole como un posible y eficiente colaborador en el caso de que logre adquirir dicho sentimiento, mas no en caso contrario. No hay que olvidar que para el hombre que carece de tal preparación supone un choque topar con un problema que requiere un fuerte sentimiento de comunidad y que este choque puede engrendar un complejo de inferioridad susceptible de hacerle incurrir en todo género de errores. La estructura mental del delincuente obedece sin duda al estilo de vida de una persona activa, pero, poco propensa a la vida en común, que ya desde su infancia se ha formado una opinión tal de la vida que considera justo aprovecharse del sudor ajeno. El hecho de que este tipo de sujeto se observe preferentemente entre niños mimados y, con menor frecuencia, en las personas cuya infancia ha transcurrido sin ser objeto de especiales cuidados, poco podrá extrañarnos después de lo que venimos explicando. Considerar la criminalidad como un autocastigo, o como consecuencia de primitivas formas de perversión sexual (hasta del mismo supuesto complejo de Edipo), es algo que resulta fácilmente refutable al darnos cuenta de que el hombre, a quien en la vida real encantan las metáforas, cae con demasiada facilidad en las redes de símiles y comparaciones. Dice Hamlet: Esta nube, ¿no parece un camello?, y Polonio contesta: En efecto, es igual a un camello.

Defectos y vicios infantiles como la retención de excrementos, la enuresis nocturna, la excesiva inclinación hacia la madre, etc., son manifiestas señales de mimo en un niño cuyo ámbito vital no se extiende más allá de la esfera maternal, ni de aquellas funciones cuya vigilancia corresponde a la que le dio el ser. Si a estos defectos infantiles se añade una sensación de gozo, como sucede, por ejemplo, al chuparse el dedo o al retener los excrementos, lo cual puede ocurrir fácilmente en niños hipersensibles en donde si se agrega a la vida parasitaria de los niños mimados y a su apego a la madre, un sentimiento sexual naciente, éstas son complicaciones y consecuencias de las que son amenazados sobre todo estos niños mimados. Ahora bien, el mantener estos defectos, así como la masturbación infantil, desvía el interés del niño por la cooperación, lo más a menudo, no sin que una seguridad del lazo entre la madre y el niño sea reafirmada por una aun mayor vigilancia de aquella (lo que no equivale en ningún modo a una defensa, sentido que Freud intentó atribuir falsamente a mi concepto de seguridad). Por diferentes motivos, esta cooperación no ha sido adquirida, sobre todo por el niño mimado, que es impulsado a buscar de manera constante un apoyo que le exima, cuando menos en parte, de las tareas de la convivencia. La falta del sentimiento de comunidad y la agudización del de inferioridad, ambos íntimamente enlazados, quedan aparentados con toda claridad en esta fase de la vida infantil, manifestándose por lo general a través de todas esas formas de expresión que suelen darse cuando se vive en un ambiente que se supone hostil: susceptibilidad, impaciencia, incremento de las emociones, temor a la vida, cautela y avidez, esta última como resultado de la pretensión infantil de que todo debe pertenecerle.

Los problemas difíciles de la vida, los peligros, las decepciones, las penas, las preocupaciones, las pérdidas (sobre todo de personas queridas) y toda especie de presiones sociales han de considerarse casi siempre a la luz del sentimiento de inferioridad. Éste se exterioriza generalmente en emociones y estados de ánimo universalmente conocidos, que distinguimos bajo los nombres de miedo, tristeza, desesperación, vergüenza, timidez, perplejidad, asco, etc., y que se traducen en la expresión facial y en la actitud del cuerpo. Parece en unos casos como si faltase el tono muscular, mientras se manifiesta en otros esa forma de movimiento que tiende a alejarnos del objeto inquietante o de las exigencias que constantemente nos crea la vida. En armonía con esa tendencia a la evasión, surgen de la esfera del pensamiento planes de retirada. La esfera afectiva en la medida en que tenemos la posibilidad de examinarla, refleja el estado de inseguridad y de inferioridad, contribuyendo así a fortalecer el impulso hacia la huida, en su irritación y en la forma que se presenta. El sentimiento humano de inferioridad, que suele diluirse en el afán de progresar, se revela con más claridad en los avatares de la vida, y con claridad deslumbradora en las duras pruebas que ésta nos depara. Distinta es su expresión según el caso, y si, en cada uno, hicieramos un resumen de sus manifestaciones , delataría en todos sus fenómenos el estilo individual de vida que se manifiesta de modo uniforme en todas las situaciones de la existencia.

Sin embargo, no hay que perder de vista que en el solo intento de superar las tendencias emocionales que acabamos de describir, en el hecho de exaltarse, de estallar en cólera y, a veces, en el asco y el desdén, puede verse el resultado de un activo estilo de vida impuesto por el objetivo de superioridad y aguijoneado por el sentimiento de inferioridad. Persistiendo en la línea de retirada ante los problemas amenazantes, la primera de estas formas de vida, la intelectual, puede conducir a la neurosis, a la psicosis o a actitudes de masoquismo, mientras que la segunda, la forma emotiva, prescindiendo de las formas neuróticas mixtas y en correspondencia con su estilo de vida, tienda a una mayor actividad (no olvidando, sin embargo, que actividad no es ánimo, el cual sólo se observa del lado del progreso social), y de ahí la propensión al suicidio, al alcoholismo, a la criminalidad o a una perversión activa. Es evidente que se trata aquí de transmutaciones de un mismo estilo de vida y no de ese ficticio proceso que Freud denomina regresión. La semejanza de estas formas de vida con otras anteriores o con determinados rasgos de ellas mismas no debe interpretarse como identidad, y el hecho de que cada ser vivo no disponga de más patrimonios que los de su propio caudal espiritual y corporal no representa recaída alguna en ningún estadio infantil o primitivo. La vida exige la solución de los problemas de la comunidad y por esto toda conducta humana apunta al porvenir, incluso en el caso de que extraiga del pasado los medios para el logro de su finalidad.

La falta de preparación para enfrentarse a los problemas de la vida puede obedecer en todo caso a un insuficiente desarrollo del sentimiento de comunidad, sea cual sea el nombre que queramos darle: solidaridad humana, cooperación, humanismo o incluso ideal del Yo. Esta falta de preparación es la que engendra ante los problemas y su desarrollo, las múltiples formas de expresión de inseguridad y de inferioridad física y psíquica. Tales actitudes anímicas originan pronto toda clase de sentimientos de inferioridad, que, si bien no se manifiestan claramente, se expresan ya en el carácter, en el movimiento, en la actitud, en la manera de pensar sugerida por el sentimiento de inferioridad, y en el hecho de apartarse del camino del progreso. Todas estas formas de expresión del sentimiento de inferioridad acentuado por la falta de sentimiento de comunidad llegan a ponerse de relieve en el momento en que surgen los problemas de la vida, la causa exógena; lo que no puede faltar jamás en caso de un fracaso típico, aun cuando no todos lleguen a encontrarla. Este fracaso típico se debe, ante todo, al intento de aferrarse a determinadas conmociones para aliviar la tensa situación creada por un acentuado sentimiento de inferioridad y como consecuencia del incesante afán de liberarse de una situación minus. Pero en ninguno de estos casos puede ponerse en duda la vigencia del sentimiento de comunidad ni borrarse la diferencia entre bueno y malo; en todos ellos encontramos un que subraya la presión del sentimiento de comunidad; mas siempre seguido de un ...pero, el cual posee mayor fuerza y obstaculiza el oportuno fortalecimiento del sentimiento de comunidad. Este ...pero, en todos los casos, que sean típicos o peculiares, implicara un matiz propio a cada individuo. Las dificultades de la curación corresponden precisamente a su potencia. Ésta es más pronunciada en el suicidio y en las psicosis, producto de conmociones anímicas en las que el desaparece casi por completo.

Rasgos de carácter, como la anxiedad, la timidez, el recelo, el hermetismo, el pesimismo, etc.. que acusan, ya de antiguo, un deficiente contacto con el mundo, se intensifican notablemente cuando hay que luchar contra los rigores del destino y aparecen en las neurosis, por ejemplo, como síntomas patológicos más o menos pronunciados. Lo mismo puede decirse, de manera impactante, del dinamismo aminorado del individuo que siempre se halla en la retaguardia y a notable distancia del problema planteado (V. Adler, Praxis und Theorie der lndividualpsychologie (Práctica y teoría de la Psicología individual). Esta preferencia por la zona más alejada del campo de lucha de la vida está reforzada por la manera de pensar y de argumentar del individuo, y a veces también, por ideas obsesivas o por estériles sentimientos de culpabilidad. No es difícil comprender que no son los sentimientos de culpabilidad los que llevan al individuo a desfilarse ante el problema que se le plantea, sino que la preparación y la inclinación insuficientes de toda su personalidad encuentran aprovechables los sentimientos de culpabilidad para poner trabas al avance. Las autoacusaciones absurdas, por ejemplo en caso de masturbación, proporcionan excelentes pretextos de remordimientos. También el hecho de que cada ser humano, al echar una mirada a su pasado, encuentre algo que desearía no hubiera ocurrido, sirve a tales individuos como excusa para no colaborar.

Pretender reducir a este ardid de los sentimientos de culpabilidad, fracasos tales como la neurosis o la criminalidad es desconocer la gravedad de la situación. La misma orientación que toma el individuo en caso de un deficiente sentimiento de comunidad pone siempre de manifiesto una mayor incertidumbre ante un problema de naturaleza social; esta incertidumbre refuerza la conmoción del organismo, con las modificaciones orgánicas resultantes, y permite al individuo irse por otros caminos. Estos trastornos corporales causan un desorden pasajero o permanente en todo el organismo, pero se localizan generalmente de un modo flagrante en aquellos puntos del organismo que a causa de una inferioridad congénita o de una sobrecarga de atención responden más intensamente al trastorno psíquico. La perturbación funcional puede manifestarse por la desaparición del tono muscular o su exaltación por una erección capilar, por un aumento de la transpiración, por síntomas cardíacos, gástricos e intestinales, por una dificultad respiratoria, por una sensación de nudo en la garganta, por la necesidad imperiosa de orinar y por una excitación o apatía sexual. En el seno de una misma familia se observan a menudo, cuando una situación difícil se presenta, los síntomas citados acompañados de dolor de cabeza, jaqueca, rubor intenso o palidez. Las recientes investigaciones de Cannon y Marañón, entre otros, demuestran de manera perfecta que el sistema simpáticosuprarrenal participa notablemente en estos trastornos, como participa también la parte craneal y pelviana del sistema vegetativo, que reaccionan de un modo distinto ante las emociones. Todo esto viene a confirmar nuestras antiguas sospechas de que normalmente las funciones de las glándulas de secreción interna, el tiroides, las suprarrenales, la hipófisis y las glándulas genitales se hallan bajo la influencia del mundo circundante y responden siempre a las impresiones psíquicas, según la intensidad con que son subjetivamente experimentadas y en correspondencia con el estilo individual de vida, a fin de restablecer el equilibrio corporal. Y cuando la aptitud del individuo frente a los problemas de la vida es deficiente, responden de una manera exagerada, sobrecompensadora (V. Adler, Studie über Minderwertigkeit von Organen, (Estudio sobre minusvalías orgánicas). cap. 1).

El sentimiento de inferioridad de un individuo puede también ser delatado por la dirección que sigue en su camino. Hemos hablado ya de cómo el individuo podía alejarse, desinteresarse, desapegarse de los problemas de la vida, y también de la manera en cómo son soslayados. No cabe duda de que, a veces, se podría demostrar que tal manera de proceder puede ser justa, esto es, adecuada al sentimiento de comunidad. El hecho de que este punto de vista pueda ser justificado afecta particularmente a la Psicología individual, ya que esta ciencia no atribuye a las reglas y fórmulas sino una validez condicional, cuya comprobación exige una incesante aportación de pruebas. Una de estas pruebas nos la proporciona el comportamiento habitual del individuo en cuanto a una u otra actitud más arriba descrita. Otro tipo de movimiento, distinto de la actitud vacilante y que también delata el sentimiento de inferioridad, es el de rehuir total o parcialmente cualquier problema de la vida. Es total en la psicosis, en el suicidio, en la criminalidad inveterada, en la perversión habitual; parcial en el alcoholismo y en las demás manías. Quisiera mencionar como último ejemplo del sentimiento de inferioridad, la reducción sorprendente del propio ámbito vital y el encogimiento del camino de superación, dejando así excluidos importantes aspectos de los problemas de la vida. También es necesario aquí reconocer algunas excepciones en cuanto a la abstención total en resolver determinados aspectos parciales de dichos problemas, pero con miras a poder servir en mayor grado a la sociedad: así, el artista o el genio.

Hace ya largo tiempo que llegué a reconocer la evidencia del complejo de inferioridad en todos los casos de fracaso típico. Sin embargo, tuve que esforzarme mucho para contestar a la pregunta más importante, a saber: ¿cómo a partir de un sentimiento de inferioridad -y sus consecuencias físicas y psíquicas- puede nacer el complejo de inferioridad por el impacto con un problema de la vida ? A mi entender, este problema nunca llegó a ocupar el primer plano del interés de los autores, y por ello no pudo ser resuelto antes. La solución se me impusó de la misma manera que son resueltos los demás problemas planteados a la luz de la psicología individual, buscando explicar la particularidad a partir del todo y el todo a partir de casos particulares. El complejo de inferioridad, esto es, el fenómeno permanente de las consecuencias del sentimiento de inferioridad, y la fijación de éste, se explica por una exagerada carencia del sentimiento de comunidad. Las mismas vivencias, los mismos traumas, las mismas situaciones y los mismos problemas de la vida (suponiéndolos completamente idénticos), se manifiestan de manera distinta dependiendo del individuo. Por eso el estilo de vida y el caudal de sentimiento de comunidad que éste encierra, ofrecen, desde luego, una importancia decisiva. Lo que puede inducirnos a error en ciertos casos, haciéndonos dudar de la exactitud de tales experiencias, es el hecho de que, a veces, personas con indudable ausencia del sentimiento de comunidad (lo cual sólo un observador experimentado puede confirmar) acusen, pasajeramente, manifestaciones de sentimiento de inferioridad, pero nunca, en cambio, del complejo de inferioridad. Este caso se da en las personas que, poseyendo escaso sentimiento de comunidad, tienen a su favor las circunstancias ambientales. El complejo de inferioridad del paciente podrá ser deducido de su conducta y actitudes, de su pasado de niño mimado, de la existencia de órganos minusvalentes, del sentimiento de menoscabo y abandono en su infancia. A ello contribuirán otros valiosos medios de la Psicología individual, que más tarde detallaremos: el esclarecimiento de los recuerdos más lejanos de la infancia, toda nuestra experiencia en torno al estilo de vida, la influencia ejercida por la familia (en la serie de hermanos y hermanas) y la interpretación de los sueños. En el complejo de inferioridad la conducta sexual y la evolución individual son sólo una parte de la totalidad y se hallan englobadas en dicho complejo.

(1) JAHN y ADLER, Religion und Individualpsychologie (La Religión y la Psicología del Individuo). edit. Dr. Passer. Viena. 1933
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