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VIGÉSIMOCUARTA CARTA

sobre la educación estética del hombre

de Friedrich Schiller

1 Así pues, podemos diferenciar tres momentos o estadios de evolución, por los que han de pasar necesariamente, y en un determinado orden, tanto el individuo como la totalidad de la especie, para poder completar el ciclo de su determinación. Por causas accidentales, que yacen en el influjo de elementos externos, o en el libre arbitrio del hombre, estos distintos períodos pueden verse alargados o abreviados, pero no podemos prescindir de ninguno de ellos, y tampoco el orden en que se suceden puede verse alterado ni por la naturaleza, ni por la voluntad. El ser humano, en su estado físico, soporta pura y simplemente el poder de la naturaleza; se libra de este poder en el estado estético, y lo domina en el estado moral.

2 ¿Qué es el hombre, antes de que la belleza suscite en él el libre placer y la serena forma calme su existencia salvaje? Un ser siempre uniforme en sus fines, y eternamente variable en sus juicios, egoísta sin ser él mismo, desatado sin llegar a ser libre, esclavo sin servir a ninguna regla. En esa edad, el mundo sólo significa destino para él, sin ser aún objeto; sólo existe aquello que le hace existir; lo que nada le da, ni nada le quita, carece de existencia para él. Los fenómenos se le presentan aislados y separados de todos los demás, tal y como él mismo se ve en la sucesión de los seres. Todo lo que existe, existe para él según la sentencia del instante, toda variación le parece una creación completamente nueva, porque, junto a lo necesario en él, falta la necesidad fuera de él, que aúna las figuras cambiantes para dar forma a un universo, y mantiene la ley en el escenario del mundo, mientras el individuo pasa, fugitivo. En vano la naturaleza hace desfilar su rica variedad ante los sentidos del hombre sensible; éste no ve en la soberbia plenitud natural nada más que una presa, no ve en su poder y su grandeza nada más que un enemigo. O bien se precipita vehemente hacia los objetos, y pretendiendo en su apetencia, apoderarse de ellos, o los objetos arremeten, devastadores, contra él, y él los aparta de sí, aborreciéndolos. En ambos casos, su relación con el mundo sensible es de contacto inmediato y, acosado continuamente por su embate, atormentado sin cesar por la imperiosa necesidad, no descansa nunca sino en la extenuación, ni halla límites sino en el apetito saciado.

Aunque el pecho violento y el potente
corazón de los Titanes es
su cierta herencia, sin embargo el dios
forjó en torno a su frente un férreo lazo
y ocultó a su mirada esquiva y lúgubre
juicio y temple, sabiduría y paciencia.
Todo apetito se les vuelve ira
y su ira se extiende
inmensa en torno suyo.

Ifigenia en Tauris.

3 Desconociendo su propia dignidad humana, está muy lejos de respetarla en los demás, y consciente de su propio apetito salvaje, lo teme en cualquier criatura semejante a él. No ve nunca a los otros en sí, sino que se ve a sí mismo en los otros, y la sociedad, en lugar de orientarle hacia la especie, lo encierra cada vez más estrechamente en su individualidad. Avanza con esa sórdida limitación por la sombría vida, hasta que una naturaleza favorable aparta de sus lóbregos sentidos la carga de la materia, la reflexión le separa a él mismo de las cosas, y los objetos se muestran por fin en el reflejo de la conciencia.

4 Sin duda, este estado de tosca naturaleza, tal como se ha descrito aquí, no puede encontrarse en ningún pueblo ni edad determinados; es una pura idea, pero una idea con la que coinciden escrupulosamente ciertos rasgos de la experiencia. Puede decirse que el hombre no se ha hallado nunca inmerso del todo en ese estado animal, pero tampoco ha podido evitarlo nunca por completo. Aun en los sujetos más toscos pueden encontrarse huellas inequívocas de libertad racional, de la misma manera que tampoco faltan, en los más cultos, momentos que recuerdan aquel sórdido estado natural. Es propio del hombre reunir en su naturaleza lo más elevado y lo más bajo, y si bien su dignidad consiste en una estricta diferenciación de ambos caracteres, su felicidad descansa en una hábil supresión de esa diferencia. La cultura, que ha de armonizar su dignidad y su felicidad, tendrá que procurar mantener la máxima pureza de esos dos principios en su mezcla más íntima.

5 Por ello, la primera aparición de la razón en el hombre no constituye aún el comienzo de su humanidad. La humanidad nace sólo con la libertad, y la primera tarea de la razón es acabar con la dependencia sensible del hombre; un fenómeno que, por su importancia y universalidad, no me parece aún desarrollado debidamente. La razón, como sabemos, se da a conocer en el hombre exigiendo lo absoluto (lo que se fundamenta a sí mismo, y lo necesario) y, dado que el hombre no puede satisfacer esa exigencia en ningún estado concreto de su existencia física, se ve obligado a abandonar por completo la materia y a remontarse, desde una realidad limitada, hacia las ideas. Pero, a pesar de que el verdadero sentido de esa exigencia de la razón es arrancarlo a los límites del tiempo, y llevarlo del mundo sensible al mundo de las ideas, puede, sin embargo, basándose en una falsa interpretación (apenas remediable en esa época de predominio de la sensibilidad), dirigirse a la existencia física, y precipitar al hombre en la más terrible de las servidumbres, en lugar de hacerlo independiente.

6 Y así ocurre de hecho. Con las alas de la imaginación, el hombre abandona el limitado horizonte del presente; en el que se encierra la pura animalidad, para aspirar a un futuro sin limitaciones; pero mientras que el infinito va naciendo ante su vertiginosa imaginación, su corazón no ha dejado aún de vivir en lo particular, ni de servir al instante. Inmerso en su animalidad, le sorprende el impulso hacia lo absoluto, pero como en ese sórdido estado todas sus aspiraciones se dirigen tan sólo a lo material y a lo temporal, y se limitan únicamente a su ser individual, aquella exigencia le induce sólo a extender hacia el infinito su ser individual, en lugar de hacer abstracción de él, a buscar una materia inagotable, en lugar de la forma, una variación incesante y una afirmación absoluta de su existencia temporal, en lugar de la permanencia. El mismo impulso que, aplicado a su pensamiento y a sus actos, debería conducirlo a la verdad y a la moralidad, no da origen ahora, referido a su pasividad y a su sentir, a otra cosa que a un ilimitado afán, una exigencia absoluta. Los primeros frutos que recoge en el reino del espíritu son, pues, la inquietud y el temor, ambos efecto de la razón, no de la sensibilidad, pero de una razón que ha equivocado su objeto, y que impone su imperativo directamente a la materia. Fruto de este árbol son todos los sistemas categóricos que prometen la felicidad, ya se refieran al día presente o a la vida entera o, lo que no los hace más dignos de respeto, a toda la eternidad. Una duración ilimitada de la existencia y del bienestar, sólo por esa existencia y bienestar mismos, es un mero ideal forjado por la apetencia, y, por consiguiente, se trata de una exigencia que sólo puede ser planteada por una animalidad que aspira a lo absoluto. Así pues, sin ganar nada para su humanidad con una manifestación racional de este tipo, el hombre sale perdiendo además la feliz limitación del animal, al cual sólo aventaja por el hecho nada envidiable de haber perdido la posesión del presente en aras de su aspiración a lo absoluto, sin buscar, sin embargo, en toda esa lejanía ilimitada otra cosa que el mismo presente.

7 Pero aun cuando la razón no yerre su objetivo, ni se equivoque de planteamiento, la sensibilidad seguirá falseando aún por mucho tiempo la respuesta. En cuanto el hombre empieza a hacer uso de su entendimiento, y a relacionar entre sí los fenómenos que le rodean de acuerdo a causas y efectos, la razón, conforme a su concepto, exige una relación absoluta y un fundamento incondicionado. Para poder plantearse una exigencia como ésta, el hombre ha de haber dejado ya tras de sí la sensibilidad; pero la sensibilidad se sirve precisamente de esa exigencia para recuperar al fugitivo. Pues, en este punto, para cumplir esa exigencia de la razón, el hombre tendría que abandonar por completo el mundo sensible, y alzar el vuelo hacia el mundo puro de las ideas, porque el entendimiento permanece siempre dentro de los límites de lo condicionado, y seguirá haciendo siempre una pregunta tras otra, sin llegar nunca a la respuesta final. Pero como el hombre al que nos referimos aquí no es todavía capaz de una abstracción semejante, buscará aquello que no puede encontrar en su ámbito sensible de conocimiento, y que aún no busca en el plano superior de la razón pura, lo buscará en un ámbito inferior, en el de su sentimiento, y le parecerá que lo encuentra. Si bien la sensibilidad no le enseña ninguna cosa que tenga en sí su propio fundamento y que se dé a sí misma una ley, le enseña sin embargo algo que ignora todo fundamento y no respeta ninguna ley. Ya que no puede dar respuesta a las preguntas del entendimiento con ningún fundamento último e interior, las acalla al menos con el concepto de lo infundado, y sigue sometido a la ciega coacción de la materia, porque no es capaz de comprender la sublime necesidad de la razón. Puesto que la sensibilidad no conoce otra finalidad que su propio provecho, ni se siente guiada por ninguna otra causa que por el ciego azar, el hombre convierte al primero en el principio determinante de sus actos, y al segundo en el principio rector del mundo.

8 Ni siquiera el elemento sagrado del hombre, la ley moral, puede sustraerse, en su primera aparición sensible, a esta falsificación. Como la ley moral se manifiesta sólo prohibiendo, y en contra del interés del sensible amor propio del hombre, tendrá que parecerle algo ajeno a él, en tanto no haya llegado a considerar ese amor propio como lo ajeno, y la voz de la razón como su verdadero yo. Sólo siente las cadenas que le impone la razón, y no la liberación infinita que ésta le procura. Sin presentir la dignidad del legislador que hay dentro de él, siente sólo la coacción y la impotencia del súbdito. Ya que, en su experiencia, el impulso sensible precede al impulso moral, da a la ley de la necesidad un principio en el tiempo, un origen positivo, e incurriendo en el más desafortunado de los errores, convierte lo invariable y eterno que hay en él en un accidente pasajero. Se convence a sí mismo de que los conceptos de derecho e injusticia son estatutos impuestos por una determinada voluntad, y no admite que sean válidos en sí mismos y para siempre. Del mismo modo que, para explicar fenómenos naturales particulares, va más allá de la naturaleza y busca fuera de ella lo que sólo puede encontrar en el seno de la ley natural, va también más allá de la razón para explicar la moralidad, y se burla de su propia humanidad, buscando por este camino el carácter de la divinidad. No es de extrañar que aquella religión que consiguió renunciando a su humanidad se muestre digna de tal origen, que no considere leyes necesariamente vinculantes para toda la eternidad, aquellas que no vinculan desde la eternidad misma. No se trata de un ser sagrado, sino de un ser poderoso. El espíritu que inspira su adoración de dios es, pues, el temor, que envilece al hombre, y no la veneración, que aumenta la estima que el hombre siente por sí mismo.

9 Aunque estas numerosas discrepancias del hombre con respecto al ideal de su determinación no pueden tener lugar todas en la misma época, ya que el hombre debe recorrer varios niveles para pasar desde el estado en que carece de pensamiento al de un pensamiento equivocado, desde la carencia de voluntad a la corrupción de esa voluntad, sin embargo estas discrepancias son, todas, consecuencia del estado físico, porque en todas ellas el impulso vital domina al impulso formal. Ya sea que la razón aún no se haya manifestado en el hombre y lo físico lo domine aún con ciega necesidad, o bien que la razón no se haya purificado aún lo bastante de los sentidos y que la moralidad obedezca todavía a lo puramente físico, en ambos casos el único principio que domina al hombre es un principio material, y el ser humano es, al menos conforme a su tendencia última, un ser sensible; con la única diferencia de que, en el primer caso, es un animal irracional, y en el segundo, un animal racional. Pero no ha de ser ni lo uno ni lo otro, ha de ser hombre; ni la naturaleza puede dominarlo de manera exclusiva, ni la razón condicionadamente. Ambas legislaciones han de coexistir, siendo por completo independientes una de la otra, y, sin embargo, han de concordar perfectamente entre sí.

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