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VIGÉSIMOQUINTA CARTA

sobre la educación estética del hombre

de Friedrich Schiller

1 En tanto el hombre, en su primer estado físico, acoge sólo pasivamente el mundo sensible, mientras sólo siente, se identifica con ese mundo sensible, y precisamente porque él es sólo mundo, no existe aún para él ningún otro mundo. Sólo cuando, en el estado estético, coloca ese mundo fuera de sí, o lo contempla, separa su personalidad del mundo, y se le aparece un mundo, porque ha dejado de identificarse con él (1).

2 La contemplación (o reflexión) es la primera relación liberal del hombre con el mundo que le rodea. Mientras que el apetito vehemente aprehende directamente su objeto, la contemplación aleja el suyo de sí y, al protegerlo de la pasión, lo convierte en su propiedad verdadera e indeleble. La necesidad natural, que dominaba absolutamente al hombre en el puro estado sensible, lo abandona en la reflexión, una paz momentánea se apodera de los sentidos, el tiempo mismo, lo eternamente cambiante, se detiene, mientras se concentran los dispersos destellos de la conciencia, y un reflejo de lo infinito, la forma, proyecta su luz en el efímero fondo. Cuando se hace la luz en el hombre, ya no hay más noche fuera de él, cuando alcanza la serenidad, se aplaca también la tormenta del universo, y las fuerzas naturales en pugna encuentran la calma entre límites permanentes. Por eso no ha de extrañar que los poemas fundacionales hablen de ese gran suceso en el interior del hombre como si de una revolución en el mundo exterior se tratara, y que representen al pensamiento, que triunfa sobre las leyes del tiempo, con la imagen de Zeus poniendo fin al reino de Saturno.

3 El hombre pasa de ser un esclavo de la naturaleza, mientras sólo siente, a ser su legislador, tan pronto como empieza a pensar. Lo que antes le dominaba sólo en cuanto poder, es ahora un objeto para su mirada que juzga. Y lo que es objeto para él, no puede ejercer sobre él ningún poder, puesto que, para ser objeto, ha de experimentar el poder del hombre. Allí donde el hombre da forma a la materia, y mientras le dé forma, es invulnerable a sus efectos; pues no puede herirse a un espíritu sino privándole de su libertad, y el hombre demuestra su libertad dando forma a lo informe. El temor se asienta sólo allí donde domina la masa pesada e informe, y donde los borrosos contornos de las cosas oscilan entre inseguros límites; el hombre, empero, supera cualquier horror de la naturaleza, tan pronto como es capaz de darle forma y transformarlo en su objeto. Así como comienza a afirmar su independencia frente a los fenómenos naturales, el hombre afirma también su dignidad frente al poder de la naturaleza, y se alza con noble libertad contra sus dioses. Los dioses se desprenden de sus máscaras fantasmagóricas, con las cuales habían atemorizado la infancia de la humanidad, y asombran al hombre con su propia imagen, convirtiéndose en su propia representación. El dios monstruoso del Oriente, que rige el mundo con la fuerza ciega de un depredador, adopta en la fantasía griega el benévolo perfil de la humanidad, el reino de los Titanes cae, y la fuerza infinita es dominada por la infinita forma.

4 Pero mientras yo sólo trataba de encontrar una salida del mundo material y un paso hacia el mundo espiritual, el libre curso de mi imaginación me ha puesto ya en medio de este último. La belleza que buscábamos queda ya detrás nuestro, y hemos saltado por encima de ella al pasar inmediatamente de la simple vida a la forma pura y al objeto puro. Pero un salto así es contrario a la naturaleza humana, y para avanzar al mismo paso que ella hemos de volver al mundo sensible.

5 Ciertamente, la belleza es obra de la contemplación libre, y con ella entramos en el mundo de las ideas, pero hay que hacer notar que no abandonamos por ello el mundo sensible, como ocurre con el conocimiento de la verdad. Éste es el producto puro que obtenemos tras prescindir de todo aquello que es material y contingente, un objeto puro en el que no puede persistir ninguna limitación impuesta por el sujeto, es decir, pura autonomía sin ningún rasgo de pasividad. Es cierto que hay un camino que nos retorna a la sensibilidad, incluso desde la máxima abstracción, puesto que el pensamiento llega a tocar las fibras más profundas de nuestro sentimiento, y la representación de la unidad lógica y moral se transforma en un sentimiento de armonía sensible. Pero cuando nos deleitamos en el conocimiento, diferenciamos con extrema precisión nuestra representación de nuestra sensibilidad, y consideramos esta última como algo contingente, como algo que bien podría desaparecer, sin que cesara por ello el conocimiento, y sin que la verdad dejara de ser verdad. Sin embargo, sería una tarea completamente vana que pretendiéramos abstraer de la representación de la belleza esta relacíón con la sensibilidad, porque no nos basta con imaginarnos a una como el efecto de la otra, sino que hemos de considerar a ambas a la vez, y recíprocamente, como efecto y como causa. En el deleite que nos proporciona el conocimiento, distinguimos fácilmente el paso de la actividad a la pasividad, y apreciamos claramente que la primera acaba cuando aparece la otra. Por el contrario, en la complacencia que nos proporciona la belleza no puede distinguirse esa sucesión entre la actividad y la pasividad, y la reflexión se funde aquí tan completamente con el sentimiento, que creemos estar sintiendo directamente la forma. Así pues, la belleza es un objeto para nosotros, porque la reflexión es la condición por la cual tenemos una sensación de belleza; pero es al mismo tiempo un estado de nuestro sujeto, por que el sentimiento es la condición por la cual tenemos una representación de la belleza. La belleza es, pues, forma, porque la contemplamos, pero es a la vez vida, porque la sentimos. En una palabra: es al mismo tiempo nuestro estado y nuestro acto.

6 Y por ser precisamente ambas cosas, nos sirve como prueba concluyente de que la pasividad no excluye de ningún modo la actividad, ni la materia excluye la forma, ni la limitación la infinitud; y que, por consiguiente, la necesaria dependencia física del hombre no suprime de ninguna manera su libertad moral. La belleza da prueba de esto y, he de añadirlo, ella es la única que puede demostrárnoslo. Dado que en el gozo que nos proporciona la verdad o la unidad lógica, no es necesario que la sensación esté unida con el pensamiento, sino que sigue a éste arbitrariamente, la sensación sólo puede probarnos que a una naturaleza racional puede seguir una naturaleza sensible, y viceversa, pero no que ambas existan conjuntamente, no que actúen recíprocamente la una sobre la otra, no que sea absolutamente necesario reunirlas. Más bien debería argumentarse justamente lo contrario, que de esa exclusión del sentimiento en el pensar, y del pensamiento en el sentir se deduce la incompatibilidad de ambas naturalezas, tal como se demuestra el que los filósofos analíticos se hayan visto impotentes hasta ahora para aportar una prueba mejor de la viabilidad de la razón pura en el género humano que la de afirmar que es imperativa. Pero como en el placer que nos proporciona la belleza o la unidad estética, se dan una unión y una permutación reales de la materia con la forma, y de la pasividad con la actividad, queda probada así la compatibilidad de ambas naturalezas, la viabilidad de lo infinito en el seno de la finitud, y con ello la posibilidad de la humanidad más sublime.

7 Así pues, no ha de preocuparnos más el hecho de encontrar un tránsito desde la dependencia de los sentidos a la libertad moral, después de haber visto que, mediante la belleza, la última puede coexistir perfectamente con la primera, y que el hombre, para manifestarse como espíritu, no tiene por qué escapar de la materia. Pero si el hombre es libre ya en el seno de la sensibilidad, como nos enseña el hecho de la belleza, y si la libertad es algo absoluto y suprasensible, como implica necesariamente su concepto, la cuestión ya no puede ser cómo el hombre consigue elevarse de las limitaciones a lo absoluto, cómo llega a oponerse a la sensibilidad en su pensamiento y en su voluntad, porque eso ya se ha realizado en la belleza. En una palabra, ya no puede tratarse de cómo el hombre pasa de la belleza a la verdad, la cual ya está contenida en potencia en la belleza, sino de cómo se abre camino de una realidad común a una realidad estética, de cómo se llega de los puros sentimientos vitales a los sentimientos de belleza.

**NOTA**

(1).- Vuelvo a recordar aquí que, si bien en la idea hay que separar necesariamente estos dos períodos, sin embargo en la experiencia se entremezclan en mayor o menor grado. Tampoco hay que pensar que haya habido un tiempo en el que el hombre se hallaba sólo en ese estado físico, y otro tiempo en el que haya llegado a liberarse completamente de él. Tan pronto como el hombre ve un objeto, ya no se halla en un estado puramente físico, y mientras siga mirándolo, tampoco podrá escapar de ese estado físico, porque sólo puede ver en tanto que siente. Aquellos tres momentos a los que me he referido al principio de la carta vigesimocuarta, son ciertamente, considerados de manera global, tres épocas distintas de la evolución de la humanidad, y de la entera evolución de todos y cada uno de los seres humanos, pero se presentan también diferenciadas en cada percepción concreta de un objeto y constituyen en una palabra las condiciones necesarias de todo conocimiento que logremos por medio de los sentidos.

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