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VIGÉSIMOTERCERA CARTA

sobre la educación estética del hombre

de Friedrich Schiller

1 Retorno ahora el hilo de mi investigación, que sólo interrumpí para aplicar al arte y al juicio de las obras de arte los principios establecidos anteriormente.

2 El tránsito del estado pasivo del sentir al estado activo del pensar y del querer no puede producirse sino en virtud de un estado intermedio de libertad estética, y aunque este estado intermedio en sí mismo no influye para nada en nuestros conocimientos ni en nuestra manera de ser y pensar y, por consiguiente, deja absolutamente sin resolver nuestro valor intelectual y moral, es, sin embargo, la condición necesaria para llegar a un conocimiento y a una manera de ser y pensar. En una palabra: no hay otro camino para hacer racional al hombre sensible, que el hacerlo previamente estético.

3 Pero querréis objetarme, ¿ha de ser absolutamente necesaria esa mediación? ¿Es que la verdad y el deber no pueden encontrar ya de por sí, y por sus propios medios, un acceso al hombre sensible? A esto replicaré: no es sólo que no puedan, sino que su fuerza determinante debe provenir únicamente de sí mismos, y nada contradiría más mis afirmaciones anteriores, que el que pudieran dar pie a la opinión contraria. He puesto explícitamente de manifiesto que la belleza no tiene ninguna consecuencia ni para el entendimiento, ni para la voluntad, que no se inmiscuye en ningún asunto del pensar ni del decidir, y que simplemente concede a ambos la capacidad de pensar y decidir, pero sin determinar para nada el uso real de esa capacidad. En este uso, se prescinde de toda ayuda ajena: la forma lógica pura, el concepto, ha de dirigirse directamente al entendimiento, y la forma moral pura, la ley, directamente a la voluntad.

4 Pero que esto pueda realizarse, es decir, el hecho de que haya sólo una forma pura para el hombre sensible, esto, afirmo, únicamente puede hacerlo posible la disposición estética del ánimo. La verdad no es algo que, como la realidad o la existencia sensible de las cosas, pueda recibirse desde fuera; es algo que el pensamiento hace surgir por sí mismo, haciendo uso de su libertad; y esa actividad propia, esa libertad, es precisamente lo que echamos de menos en el hombre sensible. El hombre sensible está ya determinado, y carece, por consiguiente, de toda libre determinabilidad. Ha de recuperar esa determinabilidad perdida, antes de poder sustituir su determinación pasiva por una determinación activa. Pero no puede recuperarla de otro modo que perdiendo la determinación pasiva que tenía, o conteniendo ya en sí la determinación activa a la que debe pasar. Si sólo perdiera la determinación pasiva, perdería también con ella la posibilidad de una determinación activa, porque el pensamiento necesita de un cuerpo, y la forma sólo puede realizarse en una materia. Por lo tanto, el hombre sensible tendrá que contener ya la forma en sí mismo, tendrá que estar determinado de un modo pasivo y activo a la vez, es decir, tendrá que llegar a ser estético.

5 Así pues, mediante esta disposición estética de ánimo, la actividad propia de la razón comenzará ya en el terreno de la sensibilidad, el poder de las sensaciones será contenido ya dentro de sus propios límites, y el hombre físico se verá ennoblecido de tal modo, que de aquí en adelante al hombre espiritual le bastará con desarrollarse a partir del hombre físico, siguiendo las leyes de la libertad. El paso del estado estético al lógico y moral (de la belleza, a la verdad y al deber) es por ello infinitamente más fácil que el paso del estado físico al estético (de la pura y simple existencia ciega, a la forma). El hombre puede dar aquel paso por medio de su simple libertad, porque lo que ha de hacer es tomarse, no darse a sí mismo, fragmentar su naturaleza y no ampliarla. El hombre de temple estético juzgará y actuará universalmente, sólo con quererlo. La naturaleza debe facilitar al hombre el paso de la materia bruta a la belleza, donde se le revela una actividad del todo nueva para él, y su voluntad nada puede imponer a una disposición que, de hecho, da origen a esa voluntad. Para conducir al hombre estético hacia el conocimiento y los nobles sentimientos morales, sólo es preciso darle una ocasión adecuada; para conseguir esto mismo del hombre sensible, hay que transformar antes su naturaleza. En el caso del primero no se necesita a menudo más que el requerimiento de una situación sublime (que es la que más directamente actúa sobre la voluntad) para convertirlo en un héroe o en un sabio; al hombre físico hay que llevarlo a vivir bajo otro cielo.

6 Por lo tanto, uno de los cometidos más importantes de la cultura consiste en someter al hombre, ya durante su mera existencia física, a la forma, y en hacerlo tan estético como le sea posible al reino de la belleza, porque el estado moral sólo puede desarrollarse a partir del estado estético, pero no a partir del físico. Para que el hombre, en cada caso determinado, posea la capacidad de hacer de su juicio y de su voluntad un juicio válido para toda la especie, para encontrar el paso de una existencia limitada a otra infinita, para ser capaz de dar el salto desde un estado de dependencia a la independencia y a la libertad, ha de procurarse que en ningún momento sea sólo individuo, ni se atenga sólo a las leyes naturales. Para que sea capaz y esté dispuesto a elevarse desde el estrecho círculo de los fines naturales a los fines de la razón, ha de haber puesto en práctica esos fines racionales ya en el ámbito de la naturaleza, y ha de haber cumplido ya su déterminación física con una cierta libertad de espíritu, es decir, según las leyes de la belleza.

7 Y esto puede llevarlo a cabo sin contradecir en lo más mínimo su finalidad física. Las exigencias que le impone la naturaleza se refieren sólo a lo que hace, al contenido de sus acciones, pero los fines de la naturaleza no determinan el modo de actuación, la forma del mismo. En cambio, las exigencias de la razón se refieren rigurosamente a la forma de su actividad. Tan necesario es, pues, para la determinación moral del hombre que éste sea puramente moral, que ponga de manifiesto una autonomía absoluta, como irrelevante es, para su determinación física, que sea o no puramente físico, que se comporte o no de una manera completamente pasiva. Con respecto a esta última, se deja totalmente al libre arbitrio del hombre si éste quiere o no realizarse únicamente como ser sensible y como fuerza natural (es decir, como una fuerza que sólo actúa pasivamente respondiendo al estímulo de fuerzas exteriores), o bien si quiere o no realizarse a la vez como fuerza absoluta, como ser racional, y no puede haber duda de cuál es el estado que más conviene a la dignidad humana. Antes bien, tanto envilece y humilla al hombre realizar, a raíz de un impulso sensible, aquello a lo que debería verse determinado puramente por el deber, como le honra y ennoblece aspirar a la conformidad con las leyes, a la armonía, a la ilimitación, allí donde el hombre común, en cambio, sólo se limita a calmar sus lícitas apetencias. (1) En una palabra: la sensibilidad nada puede determinar en el ámbito de la verdad y de la moralidad, pero en el terreno de la felicidad puede haber forma e imperar el impulso de juego.

8 Así pues, ya aquí, en el ámbito neutro de la existencia física, el hombre ha de comenzar su existencia moral; ha de comenzar ya en la pasividad su actividad propia, y su libertad racional todavía dentro de sus límites sensibles. El hombre debe imponer ya a sus inclinaciones la ley de su voluntad; debe, si me permitís expresarme de este modo, luchar contra la materia en su propio campo, para no tener que enfrentarse a este terrible enemigo en el campo sagrado de la libertad; debe aprender a imprimir en sus apetitos un carácter más noble, para no verse obligado a conferirle a su voluntad un carácter sublime. Esto se consigue por medio de la cultura estética, la cual somete a las leyes de la belleza todos aquellos actos en los que el libre albedrío escapa tanto a las leyes naturales como a las racionales y, por la forma que da a la existencia exterior, abre ya el camino a la existencia interior.

**NOTA**

(1).- Esta manera tan ingeniosa y estéticamente libre de tratar la realidad común, es, donde quiera que se la encuentre, el rasgo característico de un alma noble. Podemos llamar en general noble a aquel ánimo que, gracias a su especial forma de tratar las cosas, posee el don de convertir en algo infinito incluso el asunto más limitado y el objeto más nimio. Se llama noble a la forma que imprime un sello de autonomía a aquello que, por naturaleza, sólo sirve para algo (es decir, a aquello que es sólo un medio). Un espíritu noble no se da por satisfecho con ser él mismo libre, ha de liberar también todo lo que le rodea, incluso lo inanimado. Ahora bien, la belleza es la única manifestación posible de la libertad en la apariencia sensible. Una expresión predominante del entendimiento en un rostro humano, en una obra de arte, etc. no puede, pues, resultar noble, como tampoco puede ser nunca bella, porque revela la dependencia (que no puede separarse de la finalidad), en lugar de ocultarla.
El filósofo moral nos enseña que nunca podemos hacer nada más que nuestro deber, y tiene toda la razón si se refiere sólo a la relación de las acciones con la ley moral. Pero en el caso de aquellas acciones que se refieren sólo a un fin: ir más allá de ese fin, hacia lo suprasensible, (lo cual no puede significar aquí otra cosa que llevar a cabo lo físico de una manera estética), significa a la vez ir más allá del deber, en tanto éste sólo puede prescribir que la voluntad es sagrada, pero no que haya de sacralizarse también la naturaleza. No es posible, pues, superar moralmente el deber, pero sí superarlo estéticamente, y a este comportamiento, lo denominamos noble. Pero precisamente por eso, porque en lo noble se percibe siempre un elemento superfluo, es decir, porque aquello que sólo precisa de un valor material, posee además un valor formal y libre, o bien porque al valor interno que ha de tener, se le añade otro externo del que podría carecer perfectamente, algunos han confundido ese carácter superfluo de lo estético con un carácter superfluo de la moralidad y, seducidos por la apariencia de la nobleza, han introducido en la moralidad una arbitrariedad y una contingencia, que, de hecho, la suprimirían. Hay que distinguir una conducta noble de una sublime. La primera va más allá de la obligación moral, pero no así la última, aunque la consideremos mucho más elevada qué aquélla. No es que respetemos la conducta sublime porque supere el concepto racional de su objeto (de la ley moral), sino porque supera el concepto de experiencia de su sujeto (nuestro conocimiento de la bondad y de la fuerza de voluntad humanas), y del mismo modo, tampoco apreciamos un comportamiento noble porque vaya más allá de la naturaleza del sujeto, de la cual ha de surgir más bien sin ninguna coacción, sino porque se eleva hacia el reino del espíritu por sobre la naturaleza de su objeto (la finalidad física). Podríamos decir qué, en el primer caso, nos sorprende la victoria del objeto sobre el hombre, y en el segundo, admiramos el empuje que el hombre da a los objetos.

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