Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO OCTAVO


Primera parte


I

- Bien, Glaucón, hemos convenido en que en una ciudad debidamente regida habrán de ser comunes las mujeres, los hijos y toda la educación, y, asimismo, cuantas actividades afecten a la guerra y la paz. Serán reyes de ella aquellos hombres que se distingan entre todos en lo concerniente a la filosofía y a las artes bélicas.

- Sí, en eso hemos quedado -asintió.

- Nuestro acuerdo se extendía también a lo siguiente: admitíamos que, una vez instituidos los gobernantes, llevarían a los guerreros a unas viviendas como las descritas, en las que no existiría nada de carácter particular, sino común, para todos. Además de la disposición de las viviendas, recordarás cuáles eran los bienes que acordábamos concederles.

- Recuerdo, en efecto -dijo-, que nos parecía conveniente que nadie poseyera ninguna de las cosas que ahora poseen los demás y que, cual atletas de la guerra y guardianes de la ciudad, les prescribiríamos un salario por su labor, que consistiría en la alimentación anual a entregar por los otros ciudadanos. Ellos, en cambio, deberían atender al cuidado de sí mismos y de la ciudad.

- Bien dices -afirmé-. Pero, ya que hemos dado fin a todo esto, convendrá recordar de dónde nos desviamos para volver de nuevo al punto de partida.

- No resultará difícil -dijo-. Casi aducías las mismas razones que ahora, como si hubieses agotado el repertorio en lo tocante al gobierno de la ciudad. Y decías que considerabas como buena a la ciudad entonces descrita y al hombre adecuado para ella, aunque admitías todavía una ciudad y un hombre mejores que esos. Añadías que si esta ciudad era buena, las demás tendrían que parecer defectuosas, y de los restantes regímenes político afirmabas, según recuerdo, que podrían clasificarse en cuatro especies, de los que habría que examinar y contemplar sus defectos y los hombres que a ellos convenían. Con este examen se nos facilitaría el juicio sobre estos hombres, y ya no sería posible convenir en cuál es el mejor y peor de ellos, para investigar a continuación si el mejor es el más feliz y el peor el más desgraciado, o si, por el contrario, ocurre de otro modo. Cuando yo te preguntaba por esos cuatro regímenes políticos de que hablabas, he aquí que tomaron la palabra Polemarco y Adimanto, con lo que te envolvieron en la digresión que nos ha conducido hasta aquí.

- Tu recuerdo -le dije yo- que es perfectamente exacto.

- Permite entonces que, al igual que si fueses un luchador, vuelva a asirte por el mismo sitio. Por ello, cuando incida en mis preguntas, intenta contestar con lo que antes tenías preparado.

- Si puedo -advertí-, no dejaré de hacerlo.

- Pues créeme -dijo- que estoy deseando escucharte respecto a esos regímenes políticos de que hablabas.

- No será difícil -respondí- dar gusto a tus deseos, pues los regímenes a que me refería tienen un nombre bien conocido y alabado por la mayoría: el de cretenses y lacedemonios. El segundo, y segundo también en popularidad, es el régimen de la oligarquía, lleno por lo demás de innumerables males. A continuación de éste, pero contrario a él, colocaremos a la democracia, y luego a la nobilísima tiranía, que supera a todos los otros como cuarta y última enfermedad de la ciudad. ¿O tienes tú idea de algún otro régimen político que difiera claramente por su forma de los que ahora te ofrezco? Porque las oligarquías y reinos venales y regímenes por el estilo, son intermedios entre los citados y se encuentran de manera parecida tanto entre los bárbaros como entre los griegos.

- Son muchos y extraños -respondió- los regímenes de que se habla.


II

- ¿Y no sabes, además -pregunté-, que existen por fuerza tantos caracteres de hombres como regímenes políticos? ¿O piensas que los regímenes nacen de alguna encina o de alguna piedra; y no de los caracteres que se dan en las ciudades y que arrastran en su misma dirección a todo lo demás?

- De ninguna otra parte -contestó-, sino de ahí.

- Por consiguiente, si son cinco los regímenes que pueden adoptar las ciudades, también serán cinco las disposiciones propias del alma humana.

- ¿Quién lo duda?

- Nos hemos referido ya al hombre que corresponde con el régimen aristocrático, del que decimos con razón que es bueno y justo.

- Sí, hemos hablado de él.

- Creo que, después de esto, debemos ocupamos de los caracteres inferiores. ¿O es que no vamos a tratar del ansioso de disputas y de honores, tal como se desarrolla en el régimen de los lacedemonios, y luego del oligárquico, del democrático y del tiránico, a fin de que, una vez que hayamos contemplado el más injusto, podamos contraponerle al que nos parezca más justo y nos sirva así de investigación ulterior para determinar la relación de la pura justicia con la injusticia pura respecto a la felicidad o la infelicidad de quien las posee? ¿No podremos así, de acuerdo con la opinión de Trasímaco, seguir el rastro de la injusticia, o bien el de la justicia, ateniéndonos a las razones expuestas?

- Desde luego -replicó-, eso es precisamente lo que debemos hacer.

- Pues bien, del mismo modo que comenzamos a examinar los carácteres en los regímenes políticos antes que en los particulares, por estimar que este sería el método más claro, ¿no debemos también ahora iniciar nuestra consideración por el régimen de los ambiciosos, para el cual no encontraría mejor nombre que el de timocracia o timarquía? ¿No pondremos en relación con éste al hombre que le corresponda, para pasar luego revista a la oligarquía y al hombre oligárquico y volver a continuación la mirada a la democracia y al hombre democrático, y aun por último a la ciudad dominada por la tiranía, en la que habrá que prestar atención al alma tiránica, intentando así resolver como jueces competentes acerca de las cosas que nos hemos propuesto?

- Así, desde luego -afirmó-, ese examen y ese juicio serán perfectamente racionales.


III

- Veamos, pues -añadí-, y tratemos de explicar cómo podrá tener lugar el tránsito de la aristocracia a la timocracia. ¿O no es plenamente cierto que todo régimen político se ve afectado por un cambio cuando la discordia se apodera de los mismos gobernantes, y que, con todo, la escisión no llegará a producirse si se mantiene unidad de criterio entre los disidentes?

- Así es.

- ¿Y cómo concibes, Glaucón -dije yo-, una alteración en nuestro régimen y cuál podría ser la causa de la disidencia entre los auxiliares y los gobernantes, entre sí y consigo mismos? ¿O prefieres que, como Homero, invoquemos a la musas para que nos digan de qué modo surgía la primera discordia y las hagamos hablar en tono trágico, e incluso ponderadamente, cuando lo que hacen es jugar y burlarse de nosotros, como si fuésemos niños?

- ¿Cómo?

- Ahora te lo diré. Difícil resulta que en una ciudad así se produzca una sedición. Pero como todo lo que nace no puede por menos de corromperse, es evidente que ese régimen no perdurará eternamente, sino que también se destruirá. Y su destrucción será esta: no sólo para las plantas que se dan en la tierra, sino también para los animales que viven sobre ella, hay períodos de fertilidad y de esterilidad que sobrevienen a las almas y a los cuerpos cuando los retornos alternativos anudan las circunferencias cíclicas de las distintas especies, las cuales son cortas para los seres de breve tránsito y largas para los seres de larga vida. En lo que respecta a vuestro linaje y a los hombres que educasteis para el gobierno de la ciudad, aun siendo sabios, no serán capaces de fijar, por más que usen del razonamiento y de los sentidos, los períodos de fertilidad y de esterilidad, y así dejarán pasar la ocasión para procrear y, en cambio, engendrarán hijos cuando no debieran hacerlo. Para la generación divina contamos con un período de número perfecto; pero para la humana, con otro número en el que se reflejan primeramente los aumentos predominantes y dominados, con tres intervalos y cuatro límites, tanto de lo semejante como de lo que no lo es, o de lo que aumenta como de lo que disminuye. Aquellos aumentos nos presentarán todas las cosas como concordes y ya convenidas. Y a la vez, su base epitrita, uncida a la péntada y con triple incremento, nos procurará dos armonías: una, que será otras tantas veces igual, con sus partes varias veces mayores que ciento; otra igual de largo en un sentido, pero oblonga, que comprende cien números de la porción convenida de la péntada, cada uno de los cuales se reduce en una unidad, o de la porción no acorde, reducidos en dos, y otros cien cubos de la tríada. Este es el número geométrico, señor de todo lo creado. Si por ignorarlo, vuestros guardianes efectúan matrimonios inoportunos, los hijos de estas uniones no nacerán bien dotados ni bajo buenos auspicios. Sus padres escogerán a los mejores de entre ellos para que los sucedan; pero al ser indignos de los cargos que ocupan, comenzarán por descuidar nuestra vigilancia y, en primer lugar, mostrarán menor estimación de la debida a la música, luego a la gimnasia, y como resultado de esto, vuestros jóvenes perderán todo su gusto. Entonces, la designación de los gobernantes recaerá en personas no muy aptas para guardianes, de acuerdo con la selección de linajes admitida por Hesíodo, pues se producirá entre vosotros la raza de oro, la de plata, la de bronce y la de hierro. Al mezclarse la de hierro con la de plata y la de bronce con la de oro, aparecerá una determinada diferencia, traducida en una desigualdad inarmónica que, al realizarse, traerá siempre consigo la secuela de las guerras y enemistades. He aquí la raza productora de la discordia, dondequiera que esta surja.

- Nosotros diremos -afirmó- que las musas contestan admirablemente.

- Y así deben hacerlo -dije yo-, puesto que son musas.

- Pues bien -inquirió-, ¿qué más podrán decir después de esto?

- Producida ya la escisión -añadí-, se formarán dos grupos de razas: el uno, que comprenderá la de hierro y la de bronce, inclinadas ambas hacia la posesión de riquezas, de tierras, de casas, de oro y de plata; el otro, esas otras dos razas, de oro y de plata, que aun sin ser pobres, sino ricas por naturaleza, llevan a las almas en pos de la virtud y de la antigua constitución. Luego de muchas luchas y resistencias, unas y otras razas llegaron a un acuerdo para repartir entre sí las tierras y las casas; y a los que antes vigilaban y mantenían, considerándolos como hombres libres y amigos, en lo sucesivo los esclavizarán, convirtiéndolos en periecos y criados. Sin embargo, persistirán en su preocupación por la guerra y por la vigilancia de sus sometidos.

- Me parece, en efecto -dijo-, que ese y no otro es el origen del cambio.

- Y el régimen político a que te refieres -pregunté-, ¿no se encontrará entre la aristocracia y la oligarquía?

- Desde luego.


IV

- Así, no cabe duda, se producirá el cambio. Pero, ¿cómo será el nuevo gobierno que siga? ¿No parece evidente que imite en algo al antiguo régimen y también a la oligarquía, puesto que ambos participan, pero con una característica peculiar suya?

- Claro que sí -dijo.

- Imitará al antiguo régimen en el honor que dispense a los gobernantes, así como en la aversión de las clases dirigentes a la agricultura, a las profesiones manuales y demás oficios lucrativos, o en la preparación de las comidas en común y en la práctica de los ejercicios gimnásticos y militares.

- .

- Pero; ¿no serán rasgos propios del sistema el temor a que los sabios ocupen el gobierno, cuando ya no se encuentren con hombres sencillos y fuertes, sino mezclados, y el inclinarse hacia los espíritus coléricos y simplicísimos, más adecuados por su naturaleza para la guerra que para la paz, o el tener en gran estima los engaños y las maquinaciones de aquélla, manteniendo así de continuo el ansia de pelea?

- Efectivamente.

- Los hombres de ese régimen serán, pues -añadí-, amantes de las riquezas, ni más ni menos que los de las oligarquías y honrarán feroz y desmedidamente el oro y la plata, hasta el punto de sostener almacenes y tesoros privados en los que oculten las riquezas conseguidas. Rodearán de murallas sus viviendas, que serán para ellos unos sencillos nidos particulares, en los que prodigarán a manos llenas el dinero, tanto para sus mujeres como para todo aquello que les venga en gana.

- Estás en lo cierto -dijo.

- Pero no por ello dejarán de ahorrar de lo suyo, lo mismo que si venerasen un dinero que poseen clandestinamente. Mas, amigos de derrochar los bienes del prójimo y de satisfacer sus pasiones, se procurarán a sí mismos placeres secretos, rehuyendo las leyes a la manera como los niños escapan a sus padres. Y todo esto por haber sido educados no persuasivamente, sino con la fuerza, o por haber desoído a la verdadera musa, compañera de la dialéctica y de la filosofía, y haber honrado, en cambio, con mayor veneración a la gimnasia que a la música.

- Ciertamente -dijo-, el régimen que mencionas es una mezcla de mal y de bien.

- Apruebo tu opinión -asentí-. Y por predominar en él de manera bien clara ese único rasgo del carácter colérico, se producen las porfías y las ostentaciones.

- En grado sumo -dijo.

- Así se nos presenta, pues -añadí-, el origen y la contextura del régimen descrito, del cual, por cierto, sólo he trazado un esbozo no muy detallado, pero suficiente para revelar y dar a conocer al hombre más justo y al más injusto. Improba tarea sería el tratar por extenso de todos los regímenes y de todos los caracteres, sin omitir siquiera uno solo de ellos.

- En efecto -afirmó.


V

- ¿Cuál es, por tanto, el hombre que se corresponde con ese régimen? ¿Cómo habrá de formarse y cuál tendrá que ser su carácter?

- Pienso -dijo Adimanto- que, cuando menos en punto a ambición, deberá semejarse mucho a Glaucón.

- Quizá sea así en eso -advertí-; pero a mí me parece que no se le semeja en nada en todo lo que voy a decir.

- ¿Y en qué?

- Conviene que sea más presuntuoso -dije yo- y un poco más despegado de las musas, aunque conserve su aprecio por ellas. Será también amigo de escuchar, pero en modo alguno de hablar. Se mostrará duro para con los esclavos, pero no con fatuo engreimiento, como los que quieren alardear de suficiente educación; se abrirá con sentido humano hacia los hombres libres, ofreciéndose humilde y sumiso a los gobernantes. En suma: amará los cargos públicos y los honores, pero no estimará digno alcanzar el poder por medio de la elocuencia o por cualquier otra práctica análoga, sino por sus acciones bélicas y otras por el estilo; completará su condición con la pasión por la gimnasia y por la caza.

- Has reflejado exactamente -dijo- el carácter adecuado para ese régimen político.

- Y es claro -dije yo- que, mientras sea joven, hará caso omiso de las riquezas; pero, en cambio, las acogerá con alborozo a medida que pasen los años, dejando ver entonces ese fondo avaricioso de su carácter, impuro en cuanto a la virtud, por estar falto del mejor guardián.

- ¿De quién? -atajó Adimanto.

- De la dialéctica -repuse- mezclada con la música. Es ese el único guardián que preserva la virtud cuando habita de por vida en una persona.

- Muy bien dicho -asintió.

- Tal es -dije yo- el muchacho de carácter timocrático, adecuado a una ciudad en la que impera ese régimen.

- Efectivamente.

- Poco más o menos -dije-, este joven se forma del modo siguiente. En ocasiones, se aparecerá como hijo de un padre bueno, ciudadano de una ciudad mal gobernada y que huye de los honores de los cargos públicos, de los procesos y de todo los entremetimientos ajenos, deseando a la vez perjudicarse él mismo antes que verse envuelto en los asuntos de Estado.

- Bien; pero, ¿cómo se forma? -preguntó.

- En primer lugar -añadí-, influirá grandemente en su conducta el continuo disgusto de su madre, quejosa porque su marido no disfruta cargos de gobierno, lo cual la rebaja ante las demás mujeres. Luego, el que ella vea la falta de interés de aquél por aumentar su capital o por intervenir con invectivas, públicamente o en los procesos privados, y sobre todo su despreocupación por las cosas de ese tipo; pues ella se dará cuenta de que su marido tiene siempre el pensamiento en sí mismo y de que la vida de la esposa le resulta por completo indiferente; y así, disgustada por todo esto, repetirá a su hijo que su padre es un hombre demasiado indolente y cuantas otras cosas gustan de deplorar las mujeres.

- Desde luego -dijo Adimanto-, esas cosas y otras muchas son muy propias de ellas.

- Sabes también -dije yo- que los criados de la casa, justamente los que parecen mejor dispuestos, refieren, a escondidas, a los hijos otros pormenores análogos, y si ven que el padre no persigue judicialmente al que le debe dinero o le ha hecho objeto de alguna injuria, animan al hijo para que, una vez llegado a la mayoría de edad, se vengue de todos ellos y demuestre ser más hombre que su padre. Al salir de su casa, oye y ve otras cosas por el estilo; comprueba, en efecto, que los ciudadanos que se ocupan de lo suyo son tenidos por imbéciles y merecen escasa consideración, en tanto se honra y se ensalza a los que se mezclan en lo que no les importa. En esta situación, el joven que escucha y ve todo esto, y escucha también las palabras de su padre o ve con sus propios ojos todas sus acciones, que pone en comparación con las de los demás, se encuentra solicitado a la vez por estas dos fuerzas: su padre hace madurar y desarrollarse la parte razonable de su alma, y los demás, la parte apasionada y colérica. Como no es hombre perverso por naturaleza, y sólo actúan sobre él las malas compañías de los demás, cogido por estas dos fuerzas, adopta entonces un término medio y entrega el gobierno de sí mismo a esa parte en la que priva el espíritu colérico y la porfía, haciéndose así un hombre orgulloso y amante de la gloria.

- Me parece -afirmó- que has dado a conocer perfectamente la génesis de este carácter.

- Por tanto -dije yo-, tenemos ya delimitado el segundo régimen y el segundo hombre.

- Sí, lo tenemos -dijo.


VI

- Así, pues, después de esto no repetiremos las palabras aquellas de Esquilo: Otro hombre junto a otra ciudad, y atenderemos a la ciudad según nuestra primera hipótesis.

- Así es -dijo.

- Según creo, a continuación del régimen anterior conviene considerar el oligárquico.

- ¿Y qué es lo que entiendes tú por oligarquía? -preguntó.

- Para mí -agregué-, es un régimen en el que decide la tasación de la fortuna y, por tanto, en el que mandan los ricos, sin que los pobres tengan participación en él.

- De acuerdo -dijo.

- ¿Y no deberá decirse cómo se cambia la timarquía en oligarquía?

- .

- Ciertamente -añadí-, hasta para un ciego es claro cómo se realiza ese cambio.

- ¿Cómo?

- Ese tesoro acumulado por cada uno -dije yo- es precisamente el que pierde al régimen. Porque primeramente se procuran nuevos dispendios, sin reparar para ello en la transgresión de las leyes, a las que faltan hombres y mujeres.

- Naturalmente -dijo.

- Después, a mi entender, cada uno se dedica a contemplar al vecino y a hacerle objeto de imitación, terminando por inducir a la mayoría a que haga lo mismo.

- En efecto -dijo.

- Desde ese momento -advertí- se deslizan ya por la pendiente de los negocios y aumentan su interés por ellos a medida que disminuyen el que otorgan a la virtud. ¿O no podemos representar la distancia entre la virtud y la riqueza con la imagen de los platillos de una balanza, siempre moviéndose en sentido contrario?

- Claro que sí -dijo.

- Por consiguiente, cuanto más se honra en una ciudad a la riqueza y a los hombres ricos, menos se estima a la virtud y a los hombres buenos.

- Sin duda.

- Mas se practica siempre lo que se honra y se descuida lo que no se estima.

- Así es.

- Por ello, los hombres poseídos de la envidia y de la ambición terminan por volverse ansiosos de riquezas y aficionados al dinero. Y entonces alaban y admiran al rico, pero desdeñan y desprecian al pobre.

- Desde luego.

- Promulgan, pues, una ley, que es un verdadero límite del régimen oligárquico, ya que condicionan el ejercicio del poder a la mayor cantidad de riqueza. Esa cantidad aumenta o disminuye según la fortaleza o debilidad del régimen, de tal modo que dejan sin acceso a los cargos a los que no disponen de una determinada renta. Y llevan a término su plan valiéndose de la fuerza o de las armas, o imponiendo este régimen simplemente por el temor. ¿O no lo crees así?

- En efecto, no lo pongo en duda.

- He aquí, por tanto, cómo se instaura, por así decirlo, el régimen de que hablamos.

- -dijo-. Pero, ¿cuáles son sus características y cuál es también su defecto fundamental?


VII

- En primer lugar -dije yo-, ese límite que antes le atribuíamos. Porque, presta atención a lo que voy a decir: si para elegir al piloto de una nave hubiese que seguir el sistema antedicho y se desatendiese por completo al pobre, no obstante sus excelentes condiciones ...

- ¡Menudo viaje iban a realizar así! -exclamó.

- Pues otro tanto ocurriría con el mando de cualquier otra cosa.

- Yo así lo creo.

- ¿Y con el de la ciudad? -pregunté-. ¿Tendríamos que admitir un gobierno de esta clase?

- Nuestro cuidado debería prodigarse más -dijo-, porque gobernar la ciudad es asunto de difícil y vital importancia.

- Ahí tienes, por tanto, uno de los defectos primordiales de la oligarquía.

- Eso parece.

- ¿Pues qué? ¿No es menos grave el que voy a decir?

- ¿Cuál?

- El de que una ciudad como ésa será necesariamente no una, sino dos, la ciudad de los pobres y la ciudad de los ricos, que conviven en el mismo lugar y se tienden asechanzas entre sí.

- En efecto -dijo-, no resulta menos grave el efecto apuntado.

- Pues, por otra parte, no podrá considerarse una buena cosa la imposibilidad de hacer una guerra, o por necesitar de la multitud armada y temerla más que al enemigo, o por no servirse de ella y parecer entrar en lucha con un ejército de oligarcas. Aunque, justamente por ser amantes del dinero, no querrán cargar con los gastos de la guerra.

- Estás en lo cierto.

- Volvamos ahora a lo que antes censurábamos. ¿Te parece bien que en un régimen así los mismos hombres se ocupen de muchas cosas diferentes y que sean, por ejemplo, labradores, comerciantes y guerreros?

- De ningún modo.

- Mira, pues, si no será este el mayor y el primero de todos los males que habrá de soportar el régimen.

- ¿Cuál?

- El permitir la venta de los bienes propios y la adquisición de los ajenos, y que el que ha procedido a la venta de lo suyo pueda seguir en la ciudad sin formar parte de ella, ni ser comerciante, ni artesano, ni caballero, ni hoplita, ni merecer otro calificativo que el de pobre e indigente.

- El primero, desde luego -dijo.

- En los regímenes oligárquicos no hay nada que ponga coto a esto. Si ello se intentase, no abundarían los unos en riquezas, ni serían los otros pobres de solemnidad.

- En efecto.

- Pues ahora considera esto: ¿era más útil a la ciudad un ciudadano de esta clase cuando dilapidaba su riqueza? ¿No ves que, aunque pareciese ser uno de los gobernantes, en realidad, ni era gobernante, ni era servidor de la ciudad, sino más bien derrochador de sus bienes?

- Eso mismo -dijo-; aunque otra cosa pareciese, sería sólo un derrochador.

- ¿Quieres que digamos de él -afirmé- que, al igual que el zángano, plaga de la colmena, es en su casa otro zángano, plaga de la ciudad?

- Tienes razón, Sócrates -dijo.

- ¡Ah!; pero si la divinidad, Adimanto, produjo todos los zánganos alados desprovistos de aguijón, no hizo lo mismo con los de dos pies, algunos de los cuales no lo poseen, mientras otros sí que lo tienen y de efectos terribles. De los que carecen de aguijón resultan al final los hombres indigentes, y de los que lo tienen, todos cuantos reciben el nombre de ladrones.

- Muy atinadas son tus palabras -asintió.

- Es claro -dije yo- que en una ciudad donde veas hombres indigente s habrá también ladrones ocultos, cortabolsas, saqueadores de templos y artesanos de todos estos males.

- Ciertamente -dijo.

- ¿Pues qué? ¿Y no se encuentran mendigos en las ciudades de régimen oligárquico?

- Poco faltará para que lo sean todos los ciudadanos -afirmó-, a excepción de los gobernantes.

- ¿No tendremos que pensar entonces -pregunté- que hay en esas ciudades muchos ladrones provistos de aguijones, a los que los gobernantes procuran someter por la fuerza?

- Sí, eso tendremos que pensar -contestó.

- ¿Atribuiremos acaso la presencia de esos ladrones a la falta de educación, a la mala instrucción y a vicios análogos de la organización política?

- Sí, la atribuiremos.

- Así quedará definida la ciudad oligárquica y tales serán los males que la vicien, y aun quizá más.

- Posiblemente -dijo.

- Y el cuadro ya perfilado -añadí- nos presentará ese régimen al que denominan oligarquía y en el que decide sobre el gobierno la tasación de riquezas. Ahora consideremos al hombre que se corresponde con ese régimen: precisemos cómo nace y cómo es, después de haber nacido.

- Me parece muy bien -dijo.


VIII

- ¿No es de esta manera sobre todo como se cambia el hombre timocrático en oligárquico?

- ¿Cómo?

- El hijo de un timócrata emula primeramente a su padre y procura seguir sus huellas, pero pronto le ve estrellarse contra la ciudad, como si hubiese encontrado un escollo, y comprueba que echa a perder sus bienes y se echa a perder a sí mismo, bien en el mando de un ejército o al frente de algún cargo importante, lo cual le acarrea su conducción ante un tribunal, calumniado por los sicofantas, o la muerte, o el destierro, o la pérdida de su honra y de toda su hacienda.

- Es cierto -dijo.

- Al ver sufrir todo esto, querido amigo, ese hijo, que ya ha perdido todos sus bienes, siente temor por sí mismo, y al punto, creo yo, arroja del trono que ocupaban en su alma a la presunción e iracundia propias. Humillado por el estado de indigencia a que ha llegado, consigue rehabilitar su fortuna y se hace con dinero a fuerza de sacrificios y pequeños ahorros. Y ya en ese estado, ¿no crees que entonces ascenderá al trono a esa misma iracundia y amor al dinero, que convertirá en sus soberanos, revestidos de tiara, collar y cimitarra?

- Efectivamente -dijo.

- A los pies de ellos quedarán, creo yo, la razón y la pasión, sentadas a uno y otro lado y sujetas al yugo de la esclavitud. A la una no la permitirán pensar ni considerar otra cosa que el modo de aumentar sus riquezas, y a la otra la forzarán a admirar y a honrar, por encima de todo, a la riqueza y a los ricos, así como a poner todo su empeño en la adquisición de bienes o en cualquier otra cosa que a ello conduzca.

- Ningún otro cambio -objetó- se produce tan rápida y violentamente como éste de que hablamos.

- Pero, ¿es el propio del hombre oligárquico? -pregunté.

- Desde luego, y tiene lugar en un hombre que se parece al régimen político del que procede la oligarquía.

- Examinemos, pues, si se parece a ella.

- Hagámoslo así.


IX

- ¿No se le parece primordialmente por el gran aprecio que dispensa a las riquezas?

- ¿Cómo no?

- Y se le parece también por su afán de lucro y por su amor al trabajo. Satisface únicamente sus imprescindibles deseos, aunque no se procura ningún otro gasto, puesto que mantiene sojuzgados como insensatos a los demás deseos.

- En efecto.

- Hombre sórdido -añadí-, aplica a todas las cosas su espíritu de ahorro y se convierte en un hombre que atesora riquezas y da gusto a las ansias de la multitud. ¿O no serán estas las características del hombre que semeje un tal sistema?

- Eso al menos creo yo -dijo-. Realmente, las riquezas son las cosas de más valor para esa ciudad y para ese hombre.

- A mi juicio -indiqué-, ese hombre no ha pensado nunca en su educación.

- No lo parece -dijo-; pues si así fuera, no se dejaría conducir por un ciego, ni lo estimaría más que ninguna otra cosa.

- Desde luego -advertí-. Y considera ahora lo que voy a decir. ¿No es verdad que por falta de educación hay en él deseos propios de un zángano, que se corresponden con los de un mendigo o los de un ladrón, pero que están fuertemente retenidos?

- Sin duda alguna -dijo.

- Mas, ¿cuándo podrás apreciar esos malos deseos?

- ¿En qué ocasión? -preguntó.

- Pues cuando se convierten en tutores de huérfanos o realizan cualquier otra cosa que les permite la libertad de ser injustos.

- Es verdad.

- ¿Y no es evidente que lo que hace ese hombre en todos los demás contratos, en los que goza de buena reputación por su apariencia de justo, es contener todos sus malos deseos a fuerza de ejercitar su prudencia, sin llegar por ello a convencerse de que ha obrado bien o de que ha procurado ablandarse con razones, ya que la represión de esos mismos deseos tiene lugar por necesidad y por temor, al sentir su buen miedo por el resto de su hacienda?

- Así es -dijo.

- Por Zeus, mi querido amigo -dije yo-, sólo cuando haya que gastar lo ajeno llegarás a descubrir en la mayoría de los hombres los deseos propios de los zánganos de que ahora hablas.

- Muy bien dicho -asintió.

- Pero la tranquilidad tendrá que faltar en el ánimo de un hombre como ése; y al faltar también la unidad, convertida ahora en duplicidad, preferirá, sin duda, los buenos deseos sobre los peores.

- En efecto.

- Por esta razón, a mi juicio, el hombre a que nos referimos presentará mejor apariencia que muchos otros, aunque habrá volado lejos de él la verdadera virtud de un alma acorde y unida.

- Tal me parece a mí.

- Y ciertamente, en el terreno particular o en las luchas en la ciudad será un contrincante de escasa importancia para la disputa de alguna victoria o de cualquier otra competencia honrosa. Porque no querrá gastar dinero alguno a cuenta de su honor y en esa clase de certámenes, temeroso de despertar sus costosos deseos y de pedirles su alianza para la lucha. Combatirá, por tanto, con una parte de sus fuerzas y a la manera oligárquica; será derrotado casi siempre, y, no obstante, continuará siendo rico.

- Y en alto grado -dijo.

- ¿Habrá duda todavía -pregunté- del lugar que corresponde a ese indigente y amante de los negocios dentro del régimen oligárquico?

- Creo que ninguna -contestó.


X

- Por tanto, después de esto, según parece, hemos de pasar revista a la democracia y considerar cómo se origina y desarrolla una vez nacida, a fin de que, luego que conozcamos el carácter del hombre que a ella corresponde, procedamos a un juicio comparativo.

- En ese caso -dijo-, emplearemos el método acostumbrado.

- Pero, vamos a ver -pregunté de nuevo-, ¿no se produce el cambio de la oligarquía a la democracia a causa del deseo insaciable de proponerse como un bien la posesión del mayor número de riquezas?

- ¿Y cómo?

- Pues sencillamente, quienes gobiernan en esta ciudad detentan sus cargos, a mi juicio, con el apoyo de grandes riquezas, por lo cual no quieren prohibir la indisciplina de los jóvenes disolutos ni les impiden que gasten y dilapiden todos sus bienes, para hacer posible así la compra de ellos, los préstamos con garantía y el aumento de su crédito.

- Efectivamente.

- Ahora bien: ¿no se evidencia en una ciudad que resulta imposible a los ciudadanos honrar la riqueza y adquirir a la vez suficiente templanza, y que, por el contrario, es necesario despreocuparse de una u otra cosa?

- Es de todo punto evidente -contestó.

- Pues esa despreocupación propia de las oligarquías y ese dejar hacer que en ellas impera reduce muchas veces a la indigencia a hombres de buen linaje.

- Eso ocurre.

- Son estos mismos hombres, a mi juicio, los que llevan una vida sedentaria en la ciudad; pero dotados de aguijón y armados con toda clase de armas, algunos de ellos se ven agobiados por las deudas, otros llegan a perder sus derechos y algunos también ambas cosas a la vez. Lo cual da por resultado el odio y la conspiración contra los que adquirieron sus bienes y contra el resto de los ciudadanos, en un ansia clarísima de revoluciones.

- Así es.

- Y en cambio, los comerciantes rehúyen dirigirles la mirada, como si no quisiesen verles. Su objetivo no es otro que herir con su aguijón a todos los demás a su alcance, haciéndose así con un interés muchas veces mayor y procurando a la ciudad muchos más zánganos y mendigos.

- ¿Cómo no ha de ser así? -preguntó.

- No se deciden además a apagar ese fuego -dije yo-, bien impidiendo que cada cual haga con lo suyo lo que se le antoje, bien aplicando otra ley que resolviese la situación.

- ¿Y cuál sería ella?

- Pues una ley que ocuparía el segundo lugar después de aquélla y que obligaría a los ciudadanos a preocuparse por la virtud. Porque si los contratos voluntarios tuviesen que realizarse en su mayor parte con riesgo propio del que presta, la usura brillaría con menos desvergüenza en la ciudad y menores serían también los males semejantes a esos de que estamos hablando.

- Desde luego -dijo.

- Por todas estas cosas puede deducirse fácilmente a qué condición se ven relegados los ciudadanos que se corrompen a sí mismos y a sus hijos. ¿Y no es así como ven incapaces de adiestrar su cuerpo y su alma, y blandos para resistir los placeres, las penas y aun el ocio?

- En efecto.

- Sin otra preocupación que la de las riquezas, esos padres no toman más interés por la virtud que el que puedan tomar los indigentes.

- Evidentemente.

- Así, pues, cuando preparados de este modo gobernantes y súbditos se encuentren juntos en un viaje por tierra o de cualquier clase que éste sea, por ejemplo, una expedición de carácter religioso o una expedición militar que permita la convivencia en la navegación y en la guerra, o se vean unos a otros en los mismos peligros, sin que de manera alguna los pobres sufran el desprecio de los ricos, sino que, al contrario, muchas veces un hombre pobre, seco y tostado por el sol, tenga que formar en orden de combate junto a un rico educado a la sombra y vencido por la obesidad, ¿qué crees que podrá pensar el pobre al vede falto de respiración y en situación apurada? ¿No se dirá asimismo que los ricos deben su riqueza a la cobardía de los pobres y no se transmitirán unos a otros la consigna siguiente cuando se reúnan en privado: estos hombres son nuestros; de nada valen?

- Yo, al menos, no dudo de que es eso lo que hacen -dijo.

- Y así, al modo como un cuerpo enfermo sólo con recibir un pequeño ataque de fuera se halla propenso a la enfermedad y aun a veces disiente en sí mismo sin actuar sobre él esa causa externa, otro tanto le acontece a la ciudad que se encuentra en las mismas condiciones, en la cual, con el menor pretexto, los ricos y los pobres llaman en su ayuda a los habitantes de una ciudad oligárquica o democrática, produciendo su enfermedad y su división, que a veces ni siquiera necesita del acicate externo.

- Muy cierto es lo que dices.

- La democracia se origina, a mi entender, cuando los pobres, después de vencer a los ricos, a unos les dan muerte, a otros les destierran y a los demás les reservan equitativamente cargos de gobierno que, en este sistema, suelen otorgarse por sorteo.

- De esa manera -dijo-, se produce el establecimiento de la democracia; unas veces haciendo uso de las armas, otras por el temor que se apodera de los demás y les obliga a retirarse.

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