Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO OCTAVO


Segunda parte


XI

- ¿Podrás indicarme entonces -pregunté- cuál será el carácter distintivo de este régimen y cuál su constitución? Porque está claro que el hombre que se corresponda con él se presentará como el hombre democrático.

- Sí, lo está -contestó.

- En primer lugar, ¿no contará el régimen con hombres libres y no se verá inundada la ciudad de libertad y de abuso desmedido del lenguaje, con licencia para que cada uno haga lo que se le antoje?

- Eso es lo que dicen -afirmó.

- Si esa licencia existe, es evidente que cada uno dispondrá su propia vida en la ciudad de la manera que más le guste.

- En efecto.

- Creo yo -añadí- que en un régimen de esa clase habrá hombres de todas las procedencias.

- ¿Cómo no?

- Es muy posible -dije yo- que sea también el más hermoso de todos los regímenes. Pues así como resplandece de hermosura un manto artísticamente trabajado y adornado con toda clase de flores, no otra cosa ocurre con un régimen en el que florecen toda clase de caracteres. Y quizá -proseguí- haya muchos que, como los niños y las mujeres enamorados de todo lo artificioso, consideran ese régimen como el más bello.

- Desde luego -dijo.

- ¡Ah!, mi querido amigo -exclamé-, la ciudad de que hablas es la más apropiada para toda clase de regímenes políticos.

- ¿Por qué?

- Porque esa misma licencia permite toda clase de constituciones. Lo cual hará posible organizar la ciudad a gusto de cada uno, al modo como hacíamos nosotros. Vaya, pues, quien quiera a un régimen democrático, donde podrá elegir, como en un bazar, el sistema que más le agrade. Una vez que lo haya elegido, se asentará en él y se adaptará a sus leyes.

- Quizá -dijo- no carecería de modelos para obrar así.

- El que en esa ciudad no haya necesidad de gobernar -argumenté-, ni de que se imponga esto a quien puede hacerlo, como tampoco el ser gobernado, si uno no lo desea, o el no entrar en guerra cuando los demás así lo hacen, o el mismo hecho de no vivir en paz, si así lo quieres, a despecho de que la prefieran los otros, e incluso aunque la ley te prohíba gobernar y juzgar, el prescindir de esas mismas acciones, si no te parece todo ello verdaderamente extraordinario y agradable, ya sin parar mientes en otras cosas?

- Posiblemente lo sea -contestó-, por lo menos de primera intención.

- ¿Pues qué? ¿No resulta admirable la mansedumbre con que se reciben a veces los castigos? ¿O es que no has visto en un régimen como éste a hombres que, después de haber sido condenados a muerte o al destierro, permanecen todavía en la ciudad y siguen paseando por ella cual si fueran héroes, entre gentes que ni les prestan atención ni se preocupan de mirarlos?

- He visto a muchos -repuso.

- ¿Y te has fijado en esa su indulgencia reñida con todo espíritu mezquino, pero que desdeña cuantas cosas exigíamos nosotros para la fundación de nuestra ciudad, hasta el punto de que quien no dispusiese de una naturaleza extraordinaria no podría convertirse en un hombre de bien, de no haber jugado de niño entre cosas hermosas que le inclinasen luego a otras semejantes? Parece como si se pisotease todo ello con verdadera generosidad, sin pensar en la educación que han recibido los que llegan a detentar los cargos públicos. Muy al contrario, se prodigan los honores a todo aquel que pregona una sola cosa: su favorable disposición hacia la multitud.

- Mucha generosidad revela eso -dijo.

- Pues estas y otras análogas -advertí- son las características de la democracia. Se trata, según parece, de un régimen agradable, sin jefe, pero artificioso, que distribuye la igualdad tanto a los iguales como a los que no lo son.

- Es bien comprensible lo que dices -afirmó.


XII

- Considera, pues -dije yo-, lo que es este hombre privadamente. ¿O convendrá primero ver cómo se forma, siguiendo el ejemplo del régimen descrito?

- -contestó.

- ¿Y no será de esta manera? A mi juicio, el hijo del ahorrativo oligárquico abundará en las mismas costumbres que su padre.

- ¿Por qué no?

- Por tanto, dominará por la fuerza los deseos de placer que en él se den y cuantos le resulten costosos y no productivos, esto es, los llamados innecesarios.

- Evidentemente -dijo.

- ¿Te parece bien -inquirí-, para no deambular entre sombras, precisar antes de nada cuáles son los deseos necesarios y cuáles no?

- Sí, desde luego -contestó.

- ¿Y no debiera llamarse justamente necesarios a aquellos deseos que no podemos rehusar y a cuantos una vez realizados nos prestan alguna ayuda? Creo que nuestra naturaleza necesita por fuerza de ambos. ¿O no convienes en ello?

- En efecto.

- Diremos, por tanto, con toda justicia, que son plenamente necesarios.

- Sí, con toda justicia.

- ¿Pues qué? Hablemos de los deseos que, con empeño juvenil, podríamos alejar de nosotros, sin que perdiésemos nada con ello, antes al contrario. ¿No estaríamos en lo cierto al calificarlos de deseos innecesarios?

- Indudablemente.

- ¿Tomaremos, pues, un ejemplo de lo que son unos y otros para darnos una idea de ambos?

- Es preciso hacerlo.

- ¿No es acaso necesario el deseo de satisfacer nuestro apetito con el alimento adecuado a nuestra salud y a nuestro bienestar?

- Eso pienso yo.

- Esa necesidad de alimento responde a dos razones: el provecho que proporciona y la preocupación por nuestra propia vida.

- .

- El condimento procura en cambio la necesaria ayuda para el bienestar corporal.

- Efectivamente.

- Mas el deseo que sobrepasa el ansia normal de alimento y que puede reprimirse en la mayoría de los hombres cuando ya lo ha sido en la juventud, por medio de la educación, ese deseo, perjudicial para el cuerpo y para el alma en lo que respecta a la sensatez y a la templanza, ¿no deberá considerárselo con toda justicia necesario?

- Con toda justicia.

- ¿Llamaremos entonces a estos deseos costosos y, por contrario, crematísticos, a los que resultan más útiles para la acción?

- ¿Qué otra cosa cabe?

- ¿Y cómo calificar los deseos amorosos y los demás?

- Pues de la misma manera.

- Y del hombre al que poco ha llamábamos zángano, ¿no decíamos que estaba lleno de esos placeres y deseos innecesarios, e incluso dominado por ellos? ¿No ocurría justamente lo contrario en el hombre ahorrativo y oligárquico?

- ¿Cómo no?


XIII

- Volvamos ahora al problema planteado: cómo del hombre oligárquico sale el hombre democrático. La mayoría de las veces acontece del modo siguiente.

- ¿Cómo?

- Cuando un joven, educado de la manera que decíamos, mejor dicho, privado de educación e imbuido de afán de lucro, gusta de la miel de los zánganos y traba relación con animales como éstos, ardientes y temibles, que pueden producir en él toda clase de placeres de las más variadas clases, entonces ponte a pensar que se da ya en su alma el cambio de gobierno, pasando por tanto del régimen oligárquico al democrático.

- Necesariamente -dijo.

- Pues bien, si la ciudad sufría una alteración al recibir una de las facciones que la componen, ayuda de fuera de otra análoga a ella en sus designios, ¿no es explicable ese mismo cambio en el momento en que el joven cuenta con apoyo externo, por afinidad y semejanza, para una clase de sus deseos?

- No hay duda alguna.

- Y si a la facción oligárquica que hay en él se le otorga auxilio por algún aliado, ya provenga de su mismo padre o de sus parientes y en forma de amonestación y de reproche, se origina en su interior una verdadera guerra que le destroza.

- ¿Cómo no?

- En ocasiones, a mi juicio, la facción democrática cede ante el empuje de la oligarquía, y entonces una parte de los deseos es destruida, mientras la otra es arrojada fuera del alma. Por efecto de ello, nace en el alma del joven un cierto sentimiento de pudor que endereza de nuevo su vida.

- Sí, eso sucede algunas veces -dijo.

- Pero en seguida, creo yo, otros deseos análogos a los ya expulsados prolifican en gran número y con gran fuerza en virtud de la falta de educación paterna.

- Así suele ocurrir, en efecto -asintió.

- Y le arrastran hacia las mismas compañías, surgiendo luego de esta furtiva relación una multitud de nuevos deseos.

- ¿Cómo no?

- Finalmente, creo yo, hacen suya la fortaleza del alma juvenil, al darse cuenta de que está vacía de ciencia, de actividades hermosas y de pensamientos verdaderos, que son los mejores guardianes y vigilantes de la razón en los propósitos de los hombres amados de los dioses.

- Son los mejores, con mucha diferencia sobre los demás -dijo.

- Sigo creyendo, además, que muchas razones y opiniones falsas y vanidosas se lanzan a ocupar el lugar de aquéllos.

- Y no piensas ninguna tontería -afirmó.

- Pero, ¿no vuelve entonces a reunirse con los lotófagos, y a convivir abiertamente con ellos, hasta el punto de que, si por parte de los allegados, se le presta alguna ayuda al elemento ahorrador de su alma, aquellas vanidosas razones cierran las puertas del palacio real y no permiten la entrada de ningún socorro, ni siquiera admiten los consejos que les prodigan los ancianos en calidad de embajadores? Al contrario, ellas mismas triunfan en la lucha y califican al pudor de verdadera simpleza y aun llegan a echarlo fuera del alma como si fuese algo indigno; destierran también a la templanza dándole groseramente el nombre de cobardía, y con el auxilio de muchos deseos perjudiciales expulsan a la moderación y a la previsión tomándolas por rusticidad y tacañería.

- En efecto.

- Después de vaciar y de purificar el alma de este joven, cual si se tratase de un iniciado en grandes misterios, llevan a él un gran acompañamiento de figuras coronadas, entre las que se cuentan la soberbia, la anarquía, el desenfreno y la desvergüenza. Y las llenan de encomios y de halagos, llamando por ejemplo a la soberbia buena educación; a la anarquía, libertad; al desenfreno, magnificencia, y a la desvergüenza, virilidad. ¿Y no es de este modo -pregunté- como el joven deja de satisfacer sus deseos necesarios, en los que había sido inculcado, para volver la vista a la libertad y a la disolución que suponen los placeres innecesarios e inútiles?

- Lo expones con absoluta élaridad -contestó.

- Yo no dudo que, después de esto, ese hombre tendrá que vivir entregado tanto a los placeres necesarios como a los innecesarios. En unos y en otros empleará su dinero, sus esfuerzos y su tiempo. Si realmente tiene éxito en la vida y no se deja llevar por un delirio báquico, sino que, entrado ya en años, y después de apaciguada la gran revuelta de su espíritu, acoge en su seno a una parte de los deseos desterrados y sin entregarse del todo a ellos se dedica a poner orden en los placeres, echando a suertes, por decirlo así, a quien, en primer lugar, habrá de corresponder el mando de sí mismo. Una vez que éste se sacie, verificará el relevo y, sin despreciar a ninguno, atenderá por igual a todos.

- Desde luego.

- No dará crédito -proseguí-, ni dará entrada en su fortaleza a quien se atreva a decirle que hay placeres de dos clases, unos que son resultado de deseos hermosos y buenos y otros que responden a deseos perversos; que deben cultivarse y estimarse los primeros, pero en cambio refrenarse y dominarse los segundos. Volverá la cabeza atrás en señal de denegación, y dirá, por el contrario, que todos los placeres son semejantes y que merecen la misma estimación.

- Así hace, en efecto -dijo-, quien se encuentra en esa disposición de ánimo.

- Como que pasa su vida -añadí-, ininterrumpidamente, entregado al primer deseo que se le presente, bien embriagado tocando la flauta, o bebiendo sólo agua y desnutriendo su cuerpo, bien ejercitándose en la gimnasia, o incluso reduciendo al mínimo su actividad y despreocupándose de todo, cual si pensase únicamente en la filosofía. Muchas veces participará en la administración pública y, subido a la tribuna, dirá y hará todo lo que se le antoje. Pero llega un día en que siente envidia de los guerreros y allá se va a la milicia; o se entrega a los negocios, si la ocasión le es propicia. Así, pues, no hay nada ordenado ni invariable en su vida, que, por encima de todo, le parece agradable, libre y feliz, y así la llama y usa de ella.

- Has descrito perfectamente -dijo- la vida de un hombre deseoso de igualdad.

- Y a mi entender -dije yo-, este hombre reúne toda clase de caracteres y está lleno de todos los placeres, de tal modo que es hermoso y variado, al igual que la ciudad de que hablábamos. Por ello, muchos hombres y mujeres mirarán su vida con admiración, tomándola como modelo polifacético de los regímenes y caracteres que existen.

- Ni más ni menos -asintió.

- Pues bien, ¿se colocará a este hombre frente a la democracia, y se le dará la recta denominación al llamarle hombre democrático?

- Debe hacerse -contestó.


XIV

- Entonces -dije yo-, sólo queda tratar del régimen más hermoso y también del hombre más hermoso, esto es, de la tiranía y del tirano.

- Perfectamente -dijo.

- Veamos, pues, mi querido amigo, cuál es el origen de la tiranía. Parece claro, por lo pronto, que procede de la democracia.

- Sí, lo parece.

- ¿No habrá quizá que poner en parangón con el paso de la oligarquía a la democracia el de la democracia a la tiranía?

- ¿Cómo?

- ¿No era la riqueza el bien que anticipábamos como asiento de la oligarquía?

- .

- Pero fue también el deseo insaciable de esa misma riqueza y la despreocupación de todo lo demás lo que trajo su ruina.

- En verdad que sí -contestó.

- ¿Y no ocurrirá otro tanto con la democracia? ¿No será, pues, el deseo insaciable de su propio bien lo que ocasiona su perdición?

- Tendrías que precisarnos cuál es ese bien.

- No es otro que la libertad -añadí-. Oirás decir por doquier en una ciudad gobernada democráticamente que la libertad es lo más hermoso y que sólo en un régimen así merecerá vivir el hombre libre por naturaleza.

- Desde luego -afirmó-, eso es lo que se dice repetidamente.

- Pero, y a esto venía yo, ¿no es el deseo insaciable de libertad y el abandono de todo lo demás lo que prepara el cambio de este régimen hasta hacer necesaria la tiranía?

- ¿Qué dices? -preguntó.

- Pues mira: a mi juicio, cuando una ciudad gobernada democráticamente y sedienta de libertad cuenta con unos escanciadores que la derraman más allá de lo debido y sin mezcla alguna, halla pretexto para reprender a sus gobernantes y calificarlos de malvados y oligárquicos, si no son enteramente complacientes con ella y no le procuran la mayor libertad posible.

- Eso hace, sin duda alguna -dijo.

- Y hay más: a los que se muestran sumisos a los gobernantes, los insulta cual si se tratase de esclavos voluntarios y que no sirven para otra cosa; a los gobernantes que semejan a los gobernados, así como a los gobernados que semejan a los gobernantes, los ensalza y los honra tanto en público como en privado. ¿No resulta, pues, necesario que en una ciudad de esta naturaleza la libertad lo domine todo?

- ¿Cómo no?

- ¡Ah!, querido -dije yo-, pero en tales condiciones la anarquía se adentrará en las familias y terminará incluso por infundirse en las bestias.

- ¿Qué quieres decir con ello? -preguntó.

- Que nace en el padre -respondí- el hábito de considerarse igual a sus hijos y de temerlos, y recíprocamente, en los hijos con respecto al padre, hasta el punto de que ni respetan ni temen a sus progenitores para dar fe de su condición de hombres libres. Así se igualan también el meteco y el ciudadano, y el ciudadano y el meteco; y otro tanto ocurre con el extranjero.

- En efecto, así ocurre -asintió.

- Pues anota, además de eso -dije yo-, otras menudencias de que voy a hablar: en ese régimen el maestro teme y halaga a sus discípulos, los discípulos se despreocupan de sus maestros y menosprecian a sus ayos y, generalmente, los jóvenes se comparan con los viejos y disputan con ellos de palabra y de hecho, mientras los ancianos condescienden ante los jóvenes y remedan su buen humor y sus gracias con gran espíritu de imitación para no parecer antipáticos ni despóticos.

- Muy cierto es eso -dijo.

- Pues bien, querido amigo -indiqué-, el abuso mayor de libertad se produce en la ciudad cuando los esclavos y quienes les han comprado disfrutan en este sentido de las mismas ventajas. Y casi nos olvidábamos de decir qué grado de igualdad y de libertad preside las relaciones de ambos sexos.

- Por consiguiente -preguntó-, ¿repetiremos las palabras de Esquilo y diremos lo que ahora nos venga a la boca?

- Desde luego -respondí-. Y eso mismo es lo que yo digo. Porque difícilmente podría creerse que los animales domésticos son más libres en este gobierno que en ningún otro. Las perras, se hacen sencillamente como sus dueñas, e igualmente los caballos y los asnos; incluso terminan por acostumbrarse a marchar libre y pomposamente, lanzándose por los caminos contra todo aquel que les sale al encuentro, si buenamente no les cede el paso. En todo lo demás reina también la misma plenitud de libertad.

- Acabas de decirme -afirmó- cuanto me habían revelado los sueños. Porque yo mismo he experimentado esto con frecuencia en mis salidas al campo.

- ¿Y no te das cuenta -pregunté- de la consecuencia principal de todas estas cosas? ¿No ves que se ablanda el alma de los ciudadanos, de modo que a la menor muestra de esclavitud se irritan contra ella y no la resisten? Ya, por fin, como sabes, dejan de interesarse por las leyes, escritas o no, para no temer así de ningún modo a señor alguno.

- Sí que lo sé -dijo.


XV

- Tal es el inicio, mi buen amigo -dije yo-, por cierto, bien hermoso y juvenil, del que, a mi parecer, proviene la tiranía.

- Es verdaderamente juvenil -asintió-; pero, ¿qué tienes todavía que añadir?

- Pues que esa enfermedad producida en la oligarquía y que terminó con ella, es la que en este régimen se agudiza y se hace más peligrosa hasta llegar a esclavizar a la democracia. En realidad, todo exceso en la acción busca con ansia el exceso contrario, y no otra cosa comprobamos en las estaciones, en las plantas y en los cuerpos, no menos que en los regímenes políticos.

- Naturalmente -dijo.

- Por tanto, parece que el exceso de libertad no trae otra cosa que el exceso de esclavitud, tanto en el terreno particular como en el público.

- Así es.

- Y, naturalmente -dije yo-, la tiranía no tiene como origen más régimen que la democracia; de éste, esto es, de la más desenfrenada libertad, surge la mayor y más salvaje esclavitud.

- Tienes razón -asintió.

- Ahora bien: según creo -proseguí-, no era esto lo que me preguntabas, sino cuál es esa enfermedad que teniendo su origen en la oligarquía produce la esclavitud en la democracia.

- Dices verdad -afirmó.

- Al hablar de esa enfermedad -dije yo-, me refería al linaje de los hombres holgazanes y pródigos, una parte de los cuales, la más valerosa, se convierte en guía de la otra, falta por completo de virilidad. Recuerda que establecíamos la semejanza con los zánganos, provistos los unos de aguijón y carentes los otros de él.

- En efecto -dijo.

- Esas dos clases de hombres -añadí- producen en cualquier régimen político la misma perturbación que la flema y la bilis en el cuerpo. Se hace necesario, pues, que el buen médico y legislador de la ciudad, no menos que el experto apicultor, tomen a su tiempo las debidas precauciones, especialmente para que no arraigue esa plaga o para que, si ya se ha producido, acaben con ella lo antes posible e igualmente con sus panales.

- Sí, por Zeus -dijo-, habrá que exterminarla por completo.

- Tomemos otro aspecto de la cuestión -indiqué-, para llegar a una comprensión más clara de lo que queremos ver.

- ¿Cómo?

- Hagamos una separación mental de las tres partes que realmente componen la ciudad democrática. Una de éstas es ese mismo linaje que origina en ella el desenfreno y que alcanza aquí tanto desarrollo como en el régimen oligárquico.

- Así es.

- Con la diferencia de que en el régimen democrático es mucho más agudo que en aquel.

- ¿Cómo?

- Porque así como en el régimen oligárquico no recibe honra alguna y se le aparta de los cargos públicos, con lo cual se ve privado de ejercicio y de poder, en la democracia, en cambio, dicho linaje detenta el poder con raras excepciones, y sus hombres más violentos hablan y actúan a su gusto; los demás tienen bastante con sentarse alrededor de la tribuna, zumbar con estrépito y no permitir que se aireen otras opiniones. Así, pues, en un régimen como éste todas las cosas se administran según se ha dicho, salvo contados casos particulares.

- Sí, por cierto -dijo.

- Pero hay otra parte que se separa en todo momento de la multitud.

- ¿Y cuál es?

- Al pensar todos en su propio enriquecimiento, los más ordenados por naturaleza se hacen con la mayor parte de las ganancias.

- Es natural.

- De ellos, a mi juicio, extraen los zánganos más miel y de manera más cómoda.

- Claro que sí -contestó-; pues, ¿cómo iban a obtenerla de los que tienen poco?

- Esos ricos son, a mi juicio, los denominados hierba de zánganos.

- Poco más o menos -dijo.


XVI

- El tercer linaje quedará constituido por el pueblo, esto es, por cuantos viviendo del trabajo de sus manos y a espaldas de la política, no tienen ocasión de hacerse ricos. Es esta clase, precisamente, la más numerosa y la que disfruta de más autoridad en las reuniones democráticas.

- No lo pongo en duda -advirtió-, pero con frecuencia prefiere no reunirse, si no va a recibir el premio de la miel.

- Y lo reciben -añadí- siempre que puedan otorgárselo los que detentan el poder, quienes privarán de su hacienda a los ricos para distribuirla entre el pueblo, pero reservándose ellos mismos la mayor parte de aquélla.

- Esa es la distribución que adoptan -dijo.

- Entonces, a mi entender, los que se han visto privados de su fortuna, vienen obligados a defenderse, hablando ante el pueblo y empleando todos los medios a su alcance.

- ¿Cómo no?

- Pero, por eso mismo, se les acusa por los otros de que tienden asechanzas al pueblo y de que se comportan como hombres oligárquicos, aunque en realidad no deseen preparar innovaciones.

- Es bien cierto.

- Mas, al fin, cuando ven que el pueblo, no voluntariamente, desde luego, sino por ignorancia y seducción de los calumniadores, trata de actuar contra ellos, entonces, quieran o no quieran, se tornan verdaderamente oligárquicos. Y ya la culpa no podrá cargarse a aquéllos, sino al mismo zángano que, al introducirles el aguijón, engendra ese mal que padecen.

- Perfectamente.

- En seguida están a la orden del día las denuncias, los procesos y las disputas entre unos y otros.

- En efecto.

- De ahí que el pueblo acostumbre ante todo a elegir un protector, a quien procura alimentar y hacer poderoso.

- Sí, eso tiene por costumbre.

- Por consiguiente -dije yo-, se muestra claramente que cuando surge un tirano, brota de esa raíz de protectores y no de ninguna otra.

- Desde luego.

- Bien, ¿y cómo se produce la transformación de esos hombres en tiranos? ¿O no se evidencia su inicio cuando se repite lo de la fábula del templo de Zeus Liceo en Arcadia?

- ¿A qué fábula te refieres? -preguntó.

- A la que dice que quien ha probado entrañas humanas mezcladas con las de otras víctimas, necesariamente se convierte en lobo. ¿No has escuchado este relato?

- .

- Pues de la misma manera ocurre cuando el protector del pueblo, teniendo a su cargo una multitud fácilmente sumisa, no perdona la sangre de su misma raza, sino que, levantando falsas acusaciones, como suele suceder, lleva a sus adversarios a los tribunales y se mancha de sangre en ellos, inmolando sus vidas y gustando de la misma sangre de su linaje con su boca y su lengua impuras. Su labor se cifra en desterrar y matar y en proponer el perdón de las deudas y el reparto de las tierras, por lo que no es extraño deba perecer a manos de sus enemigos o convertirse en tirano y en lobo de hombre que era.

- Necesariamente -dijo.

- Este sujeto -añadí- es el que acostumbra a levantarse contra las gentes acaudaladas.

- Eso es.

- Pero supón que se le destierra y que luego regresa a la patria a pesar de sus enemigos: ¿no volverá convertido en un verdadero tirano?

- En efecto.

- Y si sus enemigos no son capaces de expulsarle o de darle muerte lanzando a la ciudad contra él, conspiran en la sombra para asesinarle.

- Así suele ocurrir -afirmó.

- Todos los que pasan por esta situación formulan al pueblo la petición de los tiranos, esto es, piden una guardia personal para conservarle su defensor.

- Cierto es.

- Y se los dan, creo yo, con verdadero temor por aquél, pero sin preocuparse lo más mínimo por ellos mismos.

- Enteramente.

- Mas el hombre rico que ve estas cosas y que, por razón de su fortuna, es acusado de enemigo del pueblo, ese hombre, querido amigo, conforme a la predicción manifestada en Creso, huye hacia el Hermo pedregoso y no se detiene ni se avergüenza de su cobardía.

- En efecto -dijo-, no podría avergonzarse por segunda vez.

- Y yo estimo que si le aprehenden, pagará a buen seguro con la vida.

- Por necesidad.

- Está claro, desde luego, que ese protector no yace grande él, en un gran espacio- sino que, apoderándose de otros muchos, se coloca en el carro de la ciudad y termina por convertirse en tirano.

- No podría ser de otra manera -dijo.


XVII

- ¿Quieres que pasemos revista ahora -pregunté- a la felicidad propia del hombre y de la ciudad en la que nace ese mortal?

- Me parece muy bien -contestó.

- Veamos. ¿No sonríe indulgentemente y acoge con cariño a todo aquel que le sale al paso de los primeros días de su mando? ¿Y no dice que no es tirano y hace promesas múltiples, tanto privada como públicamente, liberando de deudas y repartiendo tierras al pueblo y a los que se encuentran a su alrededor? Esa su benevolencia y mansedumbre la prodiga con todo el mundo.

- Necesariamente -dijo.

- Y creo también que cuando se ha reconciliado con una parte de los enemigos y ha destruido a la otra, con la consiguiente tranquilidad de todos ellos, empieza siempre por promover algunas guerras, a fin de que el pueblo tenga necesidad de un jefe.

- Naturalmente.

- De ese modo, al verse obligados a tributar, los ciudadanos concluirán en la pobreza y forzados por sus necesidades diarias no se preocupan tanto de tenderle asechanzas.

- Claro que sí.

- Sigo pensando que al sospechar del ansia de libertad de algunos y de las trabas que han de poner a su gobierno, hallará un pretexto para deshacerse de ellos y para entregarlos a los enemigos. Por todas estas razones, un tirano tendrá siempre necesidad de promover guerras.

- Desde luego.

- Pero, ¿no le acarreará ese mismo proceder el odio de los ciudadanos?

- ¿Cómo no?

- Por lo pronto, algunos de los que procuraron su encumbramiento y comparten con él el poder le hablarán con toda libertad e incluso se franquearán unos con otros, y los más valientes llegarán a censurar lo que está ocurriendo.

- En efecto.

- Con lo cual, el tirano, si quiere conservar el poder, deberá alejar de su lado a todos los que le rodean, hasta prescindir de todas las personas de provecho, ya sean amigos o enemigos.

- Evidentemente.

- Le convendrá, pues, observar atentamente si hay algún hombre valeroso, o magnánimo, o inteligente, o rico. Y su felicidad será tal, que por necesidad, quiera o no quiera, se volverá enemigo de todos ellos y les tenderá asechanzas hasta dejar limpia la ciudad.

- ¡Hermosa limpieza hará entonces! -exclamó.

- -contesté-, la contraria precisamente de la que hacen los médicos en el cuerpo; porque éstos quitan lo peor y dejan lo mejor, mientras el tirano hace lo contrario.

- Según parece -dijo-, es necesario que obre así, caso de que quiera gobernar.


XVIII

- Ni más ni menos; bajo esa forzosa necesidad discurre su vida: o convive con la multitud de los hombres malvados, odiado además por ellos, o no vive en realidad.

- Esa es su disyuntiva -afirmó.

- ¿Y no es verdad que cuanto más odioso se haga a los ciudadanos con su proceder, mayor y más leal habrá de ser la guardia armada que necesite?

- ¿Cómo no?

- Pero, ¿quiénes serán esos hombres leales? ¿Y de dónde los hará venir?

- Espontáneamente y en gran multitud -dijo- acudirán a su llamada, siempre que les asigne un sueldo.

- Me parece, por el perro -observé-, que quieres referirte a otros zánganos, extranjeros y de todas partes.

- Es verdad lo que así te parece -contestó.

- ¿Pues qué? ¿No querría confiarse a los de su patria?

- ¿Cómo?

- Privando de sus esclavos a los ciudadanos, dándoles luego la libertad y haciéndoles guardianes suyos.

- Es claro -atajó-, porque esos hombres resultarían con mucho los más adictos a su causa.

- ¡Vaya negocio para el tirano! -exclamé-. Según tú dices tendrá que servirse de esos esclavos como amigos y leales, luego de haber destruido a los mejores ciudadanos.

- Pues no le quedará más remedio -dijo- que servirse de ellos.

- Y entonces -añadí-, los nuevos ciudadanos se convertirán en sus admiradores y camaradas, mientras que los verdaderamente discretos le odiarán y escaparán de él.

- ¿Qué otra cosa iban a hacer?

- No sin razón -agregué- se considera especialmente a la tragedia, y sobre todo a Eurípides, como escuela de sabiduría.

- ¿Por qué?

- Porque sólo una mente despierta como la de él púdo pronunciar aquellas palabras de que los tiranos son sabios por su convivencia con los sabios. Claramente se refería a esos hombres al hablar de la convivencia con los sabios.

- Tanto Eurípides como los demás poetas -dijo él-, encomian a la tiranía y la hacen semejante a los dioses. Y aún otras muchas cosas dicen de ella.

- Mas, como son sabios los poetas trágicos, nos perdonarán a nosotros y a todos cuantos comulgan con nuestros principios políticos el que no les demos cabida en este régimen cual cantores que son de la tiranía.

- A mi juicio -contestó-, no tendrán inconveniente en perdonamos, sobre todo los más discretos de entre ellos.

- Pero con todo, creo yo, recorren las otras ciudades, reúnen a la multitud y alquilan voces hermosas, sonoras y de gran efecto, que arrastran a los regímenes políticos a la tiranía y a la democracia.

- Sin duda alguna.

- Con ello, además, consiguen dinero y honores, especialmente, como es lógico, de parte de los tiranos, y en segundo lugar, de la democracia. No obstante, a medida que suben a la cumbre de los regímenes políticos, debilitan su honra y les ocurre como si perdiesen la respiración.

- En efecto.


XIX

- Ahora bien -dije yo-, con esto nos salimos de nuestro tema. Sigamos hablando, como antes, del ejército del tirano, hermoso en verdad, numeroso, multicolor y siempre renovado, y digamos de dónde proviene su alimento.

- Dilapidará -dijo él- los tesoros sagrados que se encuentren en los templos, y en tanto duren los productos de su venta serán menores las contribuciones que imponga al pueblo.

- Bien, ¿y qué hará cuando termine con esos tesoros?

- Naturalmente -contestó-, se sustentará con los recursos paternos, y no sólo él, sino también sus convidados, sus camaradas y cortesanas.

- Ya lo entiendo -dije yo-: será el pueblo, engendrador del tirano, el que mantenga a éste y a los suyos.

- Por fuerza tendrá que ser así -afirmó.

- ¿Cómo dices? -pregunté-. Supón que el pueblo se irrita y aduce que no es justo que un hijo en la flor de la edad, sea alimentado por su padre, sino al contrario, el padre por el hijo. ¿Acaso no deberá pensar que al engendrarle y elevarle lo hizo no para seguir otorgándole alimento, en su mayoría de edad, a él, y por añadidura a sus propios esclavos y a cuantos otros constituyen su cortejo, sino para liberarse, bajo el mando de aquél, de los ricos y de los llamados en la ciudad hombres de bien? Por eso, le ordenará salir de la ciudad, y también a sus camaradas, con la misma decisión que un padre arroja de casa a su hijo, con sus molestos comensales.

- Y será entonces, ¡por Zeus! -exclamó-, cuando el pueblo se dé cuenta de la clase de hijo que engendró, cuidó amorosamente e hizo crecer, y verá asimismo que aun siendo más débil trata de expulsar a los más fuertes.

- ¿Cómo dices? -pregunté-. ¿Acaso se atreverá el tirano a usar de la fuerza contra su padre e incluso a golpearle, caso de que no le obedezca?

- -contestó-, una vez que le haya quitado las armas.

- Con ello -dije yo- llamas al tirano parricida y perverso sustentador de la ancianidad. Al parecer, esto es lo que todos convienen en tildar de tiranía. Como suele decirse, el pueblo, queriendo huir del humo de la esclavitud entre hombres libres, cae de lleno en el fuego despótico de los esclavos. De ese modo, a una desmedida e inoportuna libertad sucede la más dura y la más amarga de las esclavitudes: la que se sufre bajo el dominio de los esclavos.

- Así es, efectivamente -dijo él.

- Entonces -pregunté-, ¿no diremos algo fuera de tono si afirmamos haber desarrollado suficientemente ese cambio de la democracia en tiranía y el mismo carácter de ésta?

- Creo que está bien expuesto -dijo.

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