Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SÉPTIMO


Segunda parte


X

- Pues bien, ¿reservaremos el tercer lugar para la astronomía? ¿O no estás de acuerdo con ello?

- Sí, lo estoy -dijo-. Pues tanto para la labranza como para la navegación es conveniente conocer las estaciones, los meses y los años; no digamos para la eficacia de la estrategia.

- Eres un hombre verdaderamente bondadoso -objeté-, porque te preocupa la opinión de la mayoría y temes prescribirle conocimientos inútiles. Ahora bien, no debe parecer despreciable, aunque sí difícil de creer, el hecho de que con estas ciencias se purifica y reaviva el órgano del alma de cada uno, extinguido y cegado por todas las demás actividades. Y es este órgano el que merece una atención mayor que diez mil ojos, puesto que sólo por él puede contemplarse la verdad. Quienes ya convengan en esta opinión, no hay duda que aplaudirán tus palabras; pero aquellos otros que no se hayan ocupado de estas cosas, pensarán que no tiene valor lo que tú dices, pues no advierten otra utilidad destacable en la ciencia de que hablamos. Considera, pues, desde este momento, a qué personas diriges tus razonamientos. Mira que no sea a ti mismo a quien formulas esos argumentos, sin repulsa alguna, no obstante, para que otro pueda obtener partido de ellos.

- Eso mismo es lo que yo prefiero -dijo-: hablar, preguntar y responder, pero pensando especialmente en mi provecho.

- Entonces -añadí- tendrás que volver hacia atrás, porque no hemos considerado cómo se debe estudiar la ciencia que sigue a la geometría.

- ¿Qué es, por tanto, lo que hemos hecho? -dijo.

- Después de las superficies -dije yo-, hemos pasado a los sólidos en movimiento, pero sin tener en cuenta para nada lo que son en sí mismos. Lo normal sería seguir un orden gradual, y así referirse al desarrollo de los cubos y a lo que participa de la profundidad.

- Tienes razón -asintió-; aunque me parece, Sócrates, que en esto no hemos llegado aún a ningún descubrimiento.

- Y dos son las causas -advertí-. Una de ellas el hecho de que no exista ninguna ciudad que aprecie debidamente estos conocimientos, en los que se trabaja débilmente por su misma dificultad. La otra, el que los investigadores tengan necesidad de echar mano de un guía, sin el cual su búsqueda resultaría estéril. Este guía, en primer lugar, no se encontrará fácilmente, y en segundo lugar, si realmente se encontrase, no sería obedecido por todos aquellos que investigan con manifiesta presunción. Ahora bien, si fuese la ciudad entera la que se preocupase por estas cuestiones, habría ciertamente una aplicación ininterrumpida a ellas, con una tensión renovada en la búsqueda para mostrar dónde se halla la verdad. Pues aún ahora, desdeñadas y entorpecidas por la mayoría e incluso por los que se dedican a ellas, que no alcanzan siquiera la razón de su utilidad, remontan todos los obstáculos y se desarrollan por su mismo encanto, con lo cual nada admirable resulta que se nos ofrezcan en este estado.

- Desde luego -afirmó-, el encanto que poseen es extraordinario. Pero explícame con más claridad lo que decías hace un momento. ¿No era para ti lo primero el estudio de las superficies, o lo que es lo mismo, de la geometría?

- -contesté.

- Después de esta ciencia colocaste primeramente la astronomía, pero en seguida diste marcha atrás.

- La razón está en mi propia premura, que produce efectos contrarios; me retrasa en vez de facilitar mi camino. Debiera haber hablado del desarrollo en profundidad, que dejé a un lado por no referirme a una investigación ridícula. Mencioné, en cambio, a la astronomía después de la geometría, considerando así el movimiento en profundidad.

- Dices bien -asintió.

- Pongamos, pues, a la astronomía en el cuarto lugar -indiqué-, y reservemos el tercero para esa ciencia que ahora hemos omitido, siempre, claro está, que la ciudad quiera adoptarla.

- Es natural -dijo-. Mas, dado que hace un momento me reprendías, Sócrates, por mi importuna alabanza de la astronomía, ahora la ensalzaré con tus mismas razones. Me parece a mí plenamente evidente para todos que esta ciencia obliga al alma a mirar hacia arriba y la conduce de las cosas de aquí abajo a las del cielo.

- Quizá -objeté- sea eso evidente para todos, pero para mí no lo es. Porque yo no comparto esa opinión.

- ¿Cuál es tu opinión, entonces? -preguntó.

- Pues que, tal como la practican los que ahora quieren elevarla al rango de filosofía, obliga a mirar no hacia arriba, sino hacia abajo.

- ¿Cómo dices? -preguntó de nuevo.

- Me parece -proseguí- que no das un sentido mezquino a esa ciencia que se ocupa de las cosas de lo alto. Te presentaré el caso de una persona que, al mirar hacia arriba, observará en el techo una gran variedad de colores. Siguiendo tu razonamiento, parecería que contemplas con la inteligencia y no con los ojos. Bien, quizá seas tú el que piensas como se debe y yo, en cambio, de una manera simple. Pero, realmente, no puedo creer que haya otra ciencia que obligue al alma a mirar hacia arriba, sino aquella que tiene por objeto el ser y lo invisible. Digo, pues, que si alguien intenta conocer una cosa sensible, no podrá alcanzar a conocerla mirando hacia arriba con la boca abierta y hacia abajo con la boca cerrada, y ello porque no cae en el campo del conocimiento. Así, pues, su alma no mirará hacia lo alto, sino más bien hacia abajo, aunque se encuentre recostada de espaldas sobre la tierra o sobre el mar.


XI

- Razón tienes en reprenderme -dijo- porque merecido es el reproche. Pero, ¿de qué manera conviene estudiar la astronomía, y no como ahora, para que su conocimiento nos reporte alguna utilidad en relación con lo que decimos?

- Te la expondré en seguida -afirmé-. Hemos de pensar, desde luego, de esa policromía con que está adornado el cielo, que es, con mucho, lo más hermoso y lo más perfecto que puede existir. Ahora bien, esa belleza queda muy por debajo de la belleza verdadera, que es la que produce la velocidad y la lentitud características en la relación de ambas, según el verdadero número y según todas las verdaderas figuras que se mueven a sí mismas y mueven a la vez lo que hay en ellas. Todo esto es accesible a la razón y al pensamiento, pero no a la vista. ¿No lo crees así?

- De ningún modo.

- Hemos de servimos, pues -dije-, de la imagen de ese cielo policromado como ejemplo que nos produce la comprensión de todas esas cosas. Procedamos, por consiguiente, de la misma manera que lo haríamos con dibujos perfectamente diseñados y trabajados por Dédalo o por cualquier otro artista o pintor. Un hombre práctico en la geometría pensaría, sin duda, al contemplar una obra de esta naturaleza, que sería difícil otra igual; mas consideraría ridículo dedicarle un estudio serio, en la idea de descubrir ahí la verdadera igualdad, o la esencia de lo doble o de cualquier otra simetría.

- Claro que sería ridículo -dijo.

- ¿Y no ocurriría lo mismo al astrónomo -añadí- cuando se pare a observar seriamente los movimientos de los astros? Considerará que quien ha hecho el cielo reunió en él y en lo que en él se encuentra la mayor belleza posible para una obra de esta naturaleza; pero en cuanto a la relación de la noche al día y de éstos con respecto al mes, así como del mes con respecto al año y a los demás astros que mantienen relaciones mutuas, ¿no crees que juzgará extraño al que imagine que todo esto ocurre siempre así y que de ninguna manera puede cambiar, aun estando por medio los cuerpos y las cosas que se ven, e intente descubrir a todo trance la verdad que aquí se oculta?

- Conforme con tu opinión -dijo- después de haberte oído hablar.

- Por tanto -advertí-, para la práctica de la astronomía acudiremos a los problemas, lo mismo que cuando empleamos la geometría. Dejaremos a un lado las cosas del cielo, si realmente queremos, ahondando en el estudio de la astronomía, obtener algún provecho de la parte inteligente que por naturaleza hay en el alma.

- Prescribes, pues -dijo-, a quienes se entregan a la astronomía, una tarea mucho más dura que la actual.

- De igual forma debemos proceder respecto a las demás ciencias -añadí-, si es que algún provecho va a derivarse de nuestras leyes.


XII

- ¿Puedes todavía recordarme alguna otra ciencia que nos convenga?

- Ahora, en este preciso momento -dijo-, no me viene ninguna a la memoria.

- Pues el movimiento, a mi entender -insinué-, presenta no una sola forma, sino muchas. Un sabio podría quizá enumerarlas en totalidad; nosotros, si acaso, esas dos que conocemos.

- ¿Cuáles?

- Además de la astronomía -dije yo-, la que se corresponde con ella.

- ¿Cuál?

- Parece en verdad -indiqué- que así como los ojos han sido hechos para la astronomía, los oídos lo fueron para el movimiento armónico, y que estas ciencias son como hermanas, al decir de los pitagóricos y de nosotros mismos, Glaucón, que comulgamos en ello. ¿O pones en duda lo que ahora te digo?

- Lo apruebo -dijo.

- Y bien -dije yo-, puesto que la cuestión es difícil, formularemos nuestras preguntas a los que entienden de estas cosas y quizá todavía de algunas otras. Nosotros, sin embargo, no echaremos en olvido nuestro principio.

- ¿Cuál?

- Cuidar de que aquellos a los que hemos de instruir no se apliquen a un estudio imperfecto de estas cosas, que no alcance el lugar que debe alcanzar, a la manera como decíamos hace un momento refiriéndonos a la astronomía. ¿O no sabes que proceden en parecido sentido con la armonía? Limitándose a la medida de los acordes y sonidos, realizan, al igual que los astrónomos, un trabajo ineficaz.

- Por los dioses -objetó-; no sólo resulta ineficaz, sino ridículo. Refiérense a una cierta combinación y aprestan los oídos como si quisiesen atrapar los sonidos del vecino. Y unos dicen que aún oyen un sonido en medio, que viene a ser el más pequeño intervalo posible, por el cual hay que efectuar la mediación; y otros, en cambio, afirman que los dos sonidos son claramente semejantes. Ahora bien, ambos se inclinan por el oído antes que por la inteligencia.

- Quieres presentarnos -dije yo- a esos virtuosos músicos que acumulan dificultades a las cuerdas e incluso las torturan, valiéndose del tormento de las clavijas. Mas, para no alargar más la descripción hablando, por ejemplo, de cómo golpean las cuerdas con el plectro y de las acusaciones que les dirigen por la negativa y la jactancia de ellas, prescindiré de esta imagen y diré que no es de estos hombres de los que deseaba hablar, sino de aquellos a los que hace un momento pretendíamos interrogar acerca de la armonía. Porque, al fin y al cabo, hacen lo mismo que los que se ocupan de la astronomía. Buscan también los números en esos mismos acordes que escuchan, pero no se consagran a los problemas ni consideran, por tanto, qué números son armónicos y cuáles no, y por qué unos lo son y otros no.

- Hablas de una tarea maravillosa -dijo.

- Útil, sin duda -observé-, para la búsqueda de lo bello y de lo bueno, aunque inútil para perseguir otros objetivos.

- Es natural -dijo.


XIII

- A mi juicio -proseguí-, si el estudio de todas esas cosas que hemos mencionado llega a descubrir la comunidad y parentesco que existe entre ellas, e incluso las relaciones íntimas que mantienen unas con otras, nos proporcionará alguno de los fines que buscamos, con lo cual nuestro trabajo no resultará vano; sí, en cambio, en cualquier otro caso.

- Estoy de acuerdo contigo -afirmó-; pero esa tarea, Sócrates, parece propia de gigantes.

- ¿Quieres decir el preludio o alguna otra cosa? -dije-. ¿No nos damos cuenta acaso que todas estas cosas son como el preludio de esa misma melodía que debemos aprender? ¿O no te parece que son dialécticos los hombres que entienden de estas cosas?

- No, por Zeus, salvo un pequeño número de los hombres con que me he encontrado.

- Dime entonces -pregunté-: ¿crees que sabrán algo de lo que decimos que conviene saber quienes no son capaces de dar o de admitir razón de nada?

- Desde luego que no -contestó.

- ¿No se encuentra ya aquí, Glaucón -dije yo-, esa melodía que verifica el arte de la dialéctica? Es un arte que, a pesar de su raíz inteligible, puede ser imitada por la facultad de la vista, a la que atribuíamos el intento de dirigirse hacia los animales, a los astros y, en fin, al mismo sol. Y así, cuando alguien utiliza la dialéctica y prescinde en absoluto de los sentidos, pero no de la razón, para elevarse a la esencia de las cosas, y no ceja en su empeño hasta alcanzar por medio de la inteligencia lo que constituye el bien en sí, llega realmente al término mismo de lo inteligible, como llegó también el dialéctico antedicho al término mismo de lo visible.

- En efecto -asintió.

- Pues bien, ¿no es esta la marcha propia de la dialéctica?

- ¿Por qué no?

- Vuélvete ahora al hombre de la caverna y considérale libre de sus cadenas, desviada su atención de las sombras y dirigida ya hacia las imágenes y al fuego. Supónte que ha iniciado su ascensión desde la caverna hasta el lugar que ilumina el sol y que todavía no es capaz de mirar allí cara a cara a los animales, a las plantas y a la misma luz del astro solar, sino tan sólo a los reflejos divinos que trasparecen en las aguas y a las sombras de los seres, que ya no son ahora sombras de imágenes proyectadas por otra luz que se toma por el sol. Este es el poder que conferimos a las ciencias de que hemos hablado; por ellas puede elevarse la mejor parte del alma a la contemplación del mejor de los seres, al modo como el más excelente de los órganos del cuerpo se eleva a la contemplación de lo más luminoso en la región de lo corpóreo y de lo visible.

- Apruebo enteramente lo que dices -afirmó-. Y ello, a pesar de que algunas cosas no me parecen fáciles de admitir, ni, por otra parte, de rechazar. Sin embargo, como esto no ha de ser oído tan sólo en la presente ocasión, sino que habrá de merecer pródigo examen, demos por hecho que es así como se dice y volvamos a la melodía en sí para estudiarla en la misma forma que el preludio. Dinos, pues, cuál es el modo característico de la facultad dialéctica, en cuántas especies se divide y por qué caminos se llega a ellas. Son éstos, al parecer, los que nos pueden conducir a ese lugar en el que, una vez llegados, se nos reserva ya el descanso como al término de la jornada.

- Creo, querido Glaucón -dije yo-, que no vas a ser capaz de seguirme, y no porque te falte todo mi buen deseo. Si así fuese, podrías contemplar, no la imagen de los que decimos, sino la verdad en sí misma, o lo que a mí me parece ser la verdad. Si estoy en lo cierto o no, es cosa que no vale la pena discutir. De lo que no podemos dudar es de la conveniencia de ver algo semejante. ¿No lo estimas así?

- ¿Por qué no?

- ¿No es verdad, pues, que sólo la facultad dialéctica puede realmente mostrarlo a quien se halle práctico en las ciencias de que hemos hablado? Porque de cualquier otro modo no sería posible.

- Tampoco ofrece duda alguna -dijo.

- Con lo cual -afirmé- se nos ofrece ya algo que nadie podrá discutir, y es que únicamente por este método podrá llegar a descubrirse la esencia de cada cosa. Porque casi todas las demás artes se ocupan o de las opiniones de los hombres o de sus deseos, o de la generación de las producciones, o del cuidado absorbente de las cosas nacidas o fabricadas. Las artes restantes, como la geometría y las que siguen a ésta, a las que atribuíamos la aprehensión de una parte del ser, vemos que sólo sueñan con la esencia sin que puedan verla en modo alguno en el estado consciente, a no ser que limiten el uso de la hipótesis al no poder dar razón de ellas. Pues si se desconoce el principio y, asimismo, la conclusión y las proposiciones intermedias que le sirven de base, ¿cómo será posible otorgar el nombre de ciencia a todo este proceso?

- No es posible -contestó.


XIV

- Es, pues -añadí-, el método dialéctico el único que se encamina a aquel fin, prescindiendo en absoluto de las hipótesis para robustecer su mismo principio. Y saca suavemente alojo del alma del bárbaro cieno en el que se encuentra sumido y le eleva hacia lo alto, sirviéndose para ello, como compañeras de trabajo y colaboradoras suyas, de las artes que hemos enumerado. Por seguir la costUmbre, dábamos muchas veces a éstas, el nombre de ciencias; pero reconocemos que están necesitadas de otro nombre, de más evidencia que la opinión, pero a la vez más oscuro que la ciencia. Ya con anterioridad utilizábamos la denominación de pensamiento, aunque, a mi entender, no conviene detenerse en una disputa de nombres cuando hay otras muchas cosas que investigar.

- En efecto -afirmó.

- Por tanto, ¿será suficiente mostrar tan sólo con claridad la constitución de la cosa?

- Sí, lo será.

- Y también -añadí- llamar, como antes, ciencia a la primera parte; pensamiento, a la segunda; fe y conjetura, a la tercera. Estas dos últimas constituyen la opinión, y las dos primeras, la inteligencia. Aplícase la opinión a la generación, y la inteligencia a la esencia; de modo que la misma relación hay entre la inteligencia y la opinión que entre la esencia y la generación, igualmente entre la inteligencia y la opinión que entre la ciencia, de una parte, y la fe y la conjetura, de otra. Séanos permitido, Glaucón, prescindir por ahora de la analogía que se nos ofrece, incluso de la división en dos partes de lo opinable e inteligible, para no recaer en una discusión mayor que la que nos ha envuelto.

- En cuanto puedo seguirte -dijo-, me parece que puedo concordar contigo.

- ¿No das tú, por cierto, el nombre de dialéctico al que alcanza la esencia de cada cosa? ¿Y no dices también del que no la alcanza, ya para percatarse de ella o para hacerla conocer a los demás, que no la ha visto con su inteligencia?

- No podría decir otra cosa -afirmó.

- Pues con el bien nos encontramos en el mismo caso. De todo aquel que no es capaz de precisar con la razón la idea del bien, distinguiéndola de todas las demás, y como en una batalla triunfar de todas las objeciones, pero no fundándose en la opinión, sino apoyándose fervientemente en la esencia de las cosas, que le pondría al cabo de todos los obstáculos, ¿no dirás que, precisamente por ser de ese modo, ni alcanza a conocer bien en sí ni ninguna otra cosa que sea buena y que, a lo sumo, podrá percibir alguna imagen del bien por la vía de la opinión, pero no por la vía de la ciencia? ¿No afirmarás también que pasa por esta vida como dominado por el letargo del sueño y en un continuo ensueño, que no tendrá ya fin hasta que marche al Hades y duerma allí para siempre el sueño verdadero?

- Sí, por Zeus -contestó-, diré todo eso con plena convicción.

- Por tanto, de tener que educar en alguna ocasión a esos hijos tuyos, que ahora formas y educas imaginariamente, no les permitirías, a mi juicio, que fuesen gobernantes en la ciudad ni dueños en ella de las cosas más importantes, si se portan como líneas irracionales.

- Desde luego que no -dijo.

- ¿Les impondrías, en cambio, que se preocupasen en mayor grado de aquella educación que les haga más hábiles para preguntar y responder?

- Se lo impondría -dijo-, en pleno acuerdo contigo.

- ¿No te parece, pues -pregunté-, que la dialéctica viene a ser como un coronamiento en lo más alto de las demás enseñanzas, y que ninguna de éstas puede ser colocada en un plano superior, ya que es ella, precisamente, la culminación de todas?

- Sí, me lo parece -contestó.


XV

- Sólo resta precisar -añadí- la distribución de estas ciencias y de qué modo las enseñaremos.

- Sin duda -dijo.

- ¿Recuerdas la primera elección de nuestros gobernantes y cuáles eran realmente los elegidos?

- ¿Cómo no? -dijo.

- Bajo cualquier punto de vista -advertí- considera las naturalezas que deben ser elegidas. Habrá que escoger, sin duda, a los más firmes y a los más valerosos y, siempre que sea posible, a los más hermosos. Además, procuraremos no sólo que sean nobles y graves de carácter, sino también que posean las condiciones adecuadas a esta educación.

- ¿Y cuáles podrán ser esas condiciones?

- Les convendrá disponer, querido amigo -contesté yo-, de una agudeza especial para las ciencias, en las que no habrán de encontrar dificultad alguna. Porque las almas se acobardan más en los estudios difíciles que en la práctica de la gimnasia; en este caso, el trabajo es exclusivo de ella y no se hace común con el cuerpo.

- Verdaderamente -dijo.

- Deberá contarse, pues, con personas dotadas de memoria, firmes de carácter y laboriosas a ultranza. De otro modo, ¿cómo crees que iba nadie a esforzarse, no solamente con esos trabajos corporales, sino también con una dedicación y una solicitud de tal naturaleza?

- Nadie, desde luego -advirtió-, que no disfrutase de unas condiciones de carácter excepcionales.

- El error y la infamia -proseguí- que ahora se atribuyen a la filosofía, y que antes ya fueron tratados por nosotros, son debidos a que privan en ella hombres indignos de este estudio, esto es, espíritus bastardos y no legítimos.

- ¿Cómo? -dijo.

- En primer lugar -dije yo-, no deberá ser un hombre vacilante en cuanto a su laboriosidad aquel que se dedique a la filosofía; su amor al trabajo tendrá que ser total y no distribuirse en partes, que es lo que ocurre cuando uno ama la gimnasia y la caza y toda clase de esfuerzos corporales, pero no es, en cambio, amigo de la ciencia, ni ansioso de escuchar o de investigar, sino, al contrario, odiador de todas estas actividades. Hombre de esta clase puede considerarse al que procede de manera contraria.

- Ni más ni menos -afirmó.

- ¿No merecerá igualmente el nombre de lisiada, en relación con la verdad -pregunté-, aquella alma que odia la mentira voluntaria y la sobrelleva con dificultad, irritándose en extremo con los que la practican, pero que acepta complacida la mentira involuntaria y no se molesta cuando se la advierte de su ignorancia, sino que, antes bien, procede a ensuciarse en ella como lo haría un vulgar puerco?

- Claro que sí -dijo.

- Así, pues, la vigilancia que deberemos observar -añadí-, habrá de extenderse a la templanza, al valor y a todas las demás virtudes, por lo que respecta a la distinción entre el hombre bastardo y el de buen linaje. Porque es bien sabido que cuando un particular o una ciudad no aciertan con esta distinción, se ven precisados a utilizar el servicio de la amistad o del gobierno, de hombres cojos, en un caso, o bastardos, en otro.

- Cosa muy frecuente, por cierto -asintió.

- Por tanto, hemos de poner un cuidado sumo en todas estas cosas -advertí-. Si realmente prodigamos nuestra educación a hombres bien conformados en cuerpo y en espíritu y, además, lo aplicamos a estas enseñanzas y ejercicios, la justicia misma no podrá censurarnos nada, y salvaremos así la ciudad e incluso el régimen político. De cualquier otro modo, esto es, dedicando a estos trabajos a hombres de condición distinta, el resultado será totalmente contrario, con lo cual procuraremos a la filosofía un ridículo todavía mucho mayor.

- Cosa vergonzosa, por supuesto -dijo.

- En efecto -afirmé-. Pero me parece que yo mismo estoy cayendo en el ridículo.

- ¿Qué quieres decir? -preguntó.

- Pues que me he olvidado -añadí- de que todo esto no es más que un proyecto, y lo he tomado con mucho calor. Y es que al hablar miré a la vez a la filosofía, y viéndola tan indignamente ultrajada, subió de punto mi irritación, e indignado contra los culpables, puse un celo desmedido en su defensa.

- No, por Zeus -dijo-; no me parece esa la opinión del que escucha.

- Pero sí me parece la mía -atajé-, que soy el que habla. Pon empeño en recordar que en nuestra primera elección escogíamos a hombres ancianos, cosa que no sería posible en ésta. Porque no debe creerse a Solón cuando dice que un anciano puede aprender muchas cosas. Más fácil le resultará correr, pues todos los trabajos grandes y numerosos son de competencia de los jóvenes.

- Necesariamente -dijo.


XVI

- Por consiguiente, será preciso inculcar a los niños la ciencia de los números, la geometría y cualquier otra instrucción que preceda y conduzca a la dialéctica. Pero toda esa didáctica no deberá en modo alguno hacer uso de la fuerza.

- ¿Por qué?

- Porque un hombre libre -advertí- no podrá recibir su enseñanza como si se tratase de un esclavo. Pues si es verdad que los trabajos corporales no disminuyen la fortaleza del cuerpo, sí lo es que no persevera en el alma cualquier conocimiento adquirido por la fuerza.

- Desde luego -dijo.

- No habrá, pues, querido amigo, que emplear la fuerza para la educación de los niños; muy al contrario, deberá enseñárseles jugando, para llegar también a conocer mejor las inclinaciones naturales de cada uno.

- Tienes razón en lo que dices -asintió.

- ¿Y no recuerdas -pregunté- que hablábamos de llevar a los niños a la guerra, para que la contemplasen de cerca montados en sus caballos, pero en condiciones de seguridad? Así podrían gustar de la sangre, como ocurre con los cachorros.

- Ya lo recuerdo -afirmó.

- Pertenecerá, por tanto -dije-, al grupo de los elegidos aquel que demuestre siempre una mayor agilidad en todas estas cosas, esto es, en los trabajos, los estudios y los peligros.

- ¿Y a qué edad? -preguntó.

- Pues cuando quede libre -dije yo- del período de gimnasia obligatoria. Porque en este tiempo (sean dos o tres los años que transcurran), será imposible que emprendan ninguna otra acción, ya que la fatiga y el sueño son enemigos de las ciencias. Una de las pruebas a que habrán de someterse, y no la menos importante, será precisamente la de los ejercicios gimnásticos.

- ¿Cómo no? -dijo.

- Transcurrido este período -agregué-, todos los elegidos de veinte años recibirán mayores honores que los demás, y todos aquellos conocimientos adquiridos profusamente en la niñez los obtendrán ahora en una visión sinóptica de las relaciones entre unas y otras ciencias y entre éstas y la naturaleza del ser.

- Ese conocimiento -dijo- es el único que proporciona firmeza a los que lo hayan adquirido.

- Y es también -añadí- la mejor prueba de una naturaleza dialéctica. Porque reúne las condiciones del dialéctico aquel que posee la visión de conjunto de las cosas, y no las reúne el que no la alcanza.

- Convengo en ello -afirmó.

- Aun después de hecha esta elección -dije yo-, deberás considerar quiénes son los caracteres más firmes para las ciencias y los más resistentes para la guerra y para las demás actividades. Y una vez llegados a los treinta años, cogerás todavía a los mejores y les concederás mayores recompensas. Entonces habrán de ser probados con el poder de la dialéctica, para distinguir quién es capaz de alcanzar el ser en sí válido de la verdad, pero sin ayuda alguna de la vista y de los demás sentidos. Labor, querido amigo, que requiere un escrupuloso cuidado.

- ¿Por qué razón? -preguntó.

- ¿No te das cuenta -respondí yo- del gran mal que reina en estos momentos en la dialéctica?

- ¿Cuál es? -inquirió.

- Esa infracción de la ley -dije yo- que la vicia por todas partes.

- Efectivamente -dijo.

- Pero, ¿no consideras algo extraño -pregunté- lo que les ocurre a los dialécticos? ¿No les perdonas su falta?

- Explícate mejor -dijo.

- Supón -añadí- que un hijo ilegítimo se hubiese formado entre grandes riquezas, en el seno de una familia noble y numerosa y rodeado muchos aduladores. Supón también que, al llegar a la mayoría de edad, se apercibe de que no es hijo de los que dicen ser sus padres, pero que encuentra a los que realmente lo son, ¿podrías imaginarte la situación de este hombre en relación con sus aduladores y con sus pretendidos padres antes y después de conocer la suplantación de que fue objeto? ¿O quieres escuchar lo que yo pienso?

- Sí, prefiero escucharte -dijo.


XVII

- Yo me imagino -proseguí- que honraría más al padre, a la madre y a todos los demás pretendidos parientes que a los aduladores, y que llevaría a mal el que estuviesen privados de algo, procurando no decir o hacer cosas que les molestasen. Desde luego, en el tiempo en que no conociese la verdad mostraría más obediencia a aquellos que a los aduladores respecto a las cosas más importantes.

- Naturalmente -dijo.

- Me imagino también que, una vez sabedor de la verdad, honraría y trataría con más interés a los aduladores que a los pretendidos padres y que obedecería a aquellos en mucho mayor grado que antes, viviendo y relacionándose con ellos de una manera más abierta. Ya, pues, no se preocuparía en absoluto de aquel padre y de los pretendidos parientes, a no ser que dispusiese de una naturaleza virtuosa.

- Todo ocurriría como tú dices -contestó-. Pero, ¿qué relación tiene la imagen que presentas con los hombres que usan de la dialéctica?

- La siguiente. Hay en nosotros, desde niños, los principios sobre lo justo y lo bello, en los que hemos sido educados como por unos padres, obedeciéndolos y honrándolos a la manera debida.

- Así es.

- Pero hay asimismo otros principios contrarios a éstos, detentadores del placer y que halagan nuestra alma y la atraen hacia sí, aunque sin convencer a los hombres mesurados que honran y obedecen a los principios heredados de sus padres.

- En efecto.

- Pues bien -dije yo-, cuando al hombre que así procede se le pregunta qué es lo bello y al responder con lo que escuchó del legislador se le refutan sus razones, y por insistir muchas veces y de muchas maneras se le inclina a pensar que no hay nada bello que no pueda ser considerado como vergonzoso y que lo mismo puede decirse de lo justo y de lo bueno y de todas las cosas que él más estimaba, ¿no crees que, después de esto, mostrará una disposición análoga respecto a la honra y a la obediencia que debe?

- Por fuerza -dijo-, y ya no las honrará ni obedecerá de la misma manera.

- Por tanto -indiqué-, cuando no las considere como preciadas y propias ni, por otra parte, alcance a encontrar la verdad, ¿a qué otra vida podrá acercarse con más razón que a aquella que le llena de lisonjas?

- A ninguna otra -contestó.

- A mi juicio, parecerá haber cambiado de actitud, presentándose ahora como contrario a las leyes.

- Necesariamente.

- ¿No es pues natural -inquirí- esta caída de los que se dedican a la dialéctica, y, como antes decía, no son merecedores de que se los perdone?

- E incluso de que se tenga compasión de ellos -añadió.

- Pues bien, para que no den lugar a esa compasión unos muchachos entrados ya en los treinta, ¿no habrá de precavérseles a todo evento en el uso de la dialéctica?

- Desde luego -dijo.

- ¿Y no será también una excelente medida de precaución la de que no tanteen la dialéctica cuando todavía son jóvenes? No se te habrá escapado que cuando los adolescentes han llegado a probar los argumentos dialécticos, se sirven de ellos como si estuviesen en un juego, tomándolos siempre como base de sus objeciones. Y a imitación de los que los contradicen, refutan a su vez a los demás y gozan como cachorros, maltratando y denostando a cuantos se acercan hasta ellos.

- Maravillosa descripción -dijo.

- Y luego, cuando ya han refutado a muchos y han sufrido también sus refutaciones, concluyen rápidamente por no creer en nada de lo que antes creían. Con ello no sólo se desacreditan ante los demás, sino también en todo lo que concierne a la filosofía.

- Efectivamente -dijo.

- Cosa que no ocurrirá al hombre adulto -agregué-, porque no querrá participar de esta manía sino que tratará, antes bien, de imitar a quien desea esforzarse para descubrir la verdad de los que se entregan a la discusión tan sólo por juego y diversión. Procediendo así, ese hombre pasará por persona moderada y reportará a la actividad filosófica un crédito del que antes carecía.

- Sin duda alguna -asintió.

- ¿Y no fue como medida de precaución por lo que se había dicho lo anterior, esto es, que el cultivo de la dialéctica debe reservarse a los hombres de natural ordenado y firme y no, como ahora, al primero que llega y sin disposición alguna para ella?

- Desde luego -dijo.


XVIII

- ¿Bastará, pues, con que se fije para el estudio de la dialéctica una asiduidad e intensidad que excluya cualquier otra dedicación, y que ese estudio se corresponda perfectamente con los ejercicios corporales, pero en un número de años doble que éstos?

- ¿Cuántos años quieres decir? ¿Seis o cuatro? -preguntó.

- No te preocupes por eso -dije-. Admite que sean cinco. Ahora bien, después de esto, los obligarás a que bajen a la caverna y se verán en la necesidad de desempeñar los empleos militares y cuantos sean propios de la edad juvenil, para que no cedan a nadie en experiencia. Y aún habrá de ponérselos a prueba para comprobar si se mantienen firmes o si cambian de lugar cuando se los arrastra en todas direcciones.

- ¿Y qué tiempo señalan para esta prueba? -dijo.

- Quince años -contesté-. Luego, una vez llegados a los cincuenta, a los que hayan superado todos los obstáculos y descollado extraordinariamente tanto en la ciencia como en la práctica, habrá que inclinarlos a que dirijan la mirada de su alma al ser que proporciona la luz a todos, pues así, viendo el bien mismo, se servirán de él como modelo cuando, en el resto de su vida, les llegue el turno de atender a la ciudad, a los particulares o a sí mismos. Es cierto que dispondrán del mayor tiempo posible para el estudio de la filosofía; pero, a la vez, y llegada la ocasión, tomarán con más celo los asuntos políticos y se dispondrán a gobernar la ciudad no ya poseídos de que es un bien el que hacen, sino una imperiosa necesidad. Con el cumplimiento de esta tarea y la preparación de otros hombres que puedan sucederlos en el cuidado de la ciudad, aquellos de que hablamos podrán partir felizmente hacia las islas de los bienaventurados. Y la ciudad perpetuará su memoria con mausoleos y sacrificios públicos no como si se tratase de genios, sino de espíritus bienaventurados y divinos, siempre que así lo autorice la pitonisa.

- ¡Bien hermosos resultarían, Sócrates -exclamó-, esos gobernantes que acabas de modelar a la manera de los escultores!

- Gobernantes y gobernantas, Glaucón -dije yo-. Pues no vayas a pensar que en todo lo que he dicho me refería más a los hombres que a las mujeres igualmente dotadas de una natural conveniente.

- Perfectamente -aprobó-, si como hemos dicho, todas las tareas han de ser comunes entre las mujeres y los hombres.

- Pues bien -dije-, ¿concederéis entonces que no son vanos deseos los que acabamos de formular en torno a la ciudad y a su régimen político, sino proyectos que, aunque difíciles, son de algún modo realizables, una vez que gobiernen la ciudad uno o varios hombres que, como verdaderos filósofos, muestren desprecio por las horas de ahora, considerándolas impropias de ser libres e indignas de estimación? Su mayor aprecio, por el contrario, lo aplicarán a lo recto y a los honores que esto procura, en el pensamiento de que es lo justo cosa más importante y necesaria, a la cual servirán y tratarán de engrandecer cuando emprendan la reforma de su ciudad.

- ¿Cómo? -dijo.

- Relegarán al campo -advertí- a cuantos haya en la ciudad que cuenten más de diez años y se harán cargo de sus hijos para sustraerlos a las costumbres de esta hora, que también practican sus padres, educándolos, en cambio, de acuerdo con sus costumbres y sus leyes, tal como anteriormente se ha indicado. De esta manera, quedará establecido en la ciudad, rápida y fácilmente, el régimen político a que nos referíamos, el cual es realmente feliz y reportará también las mayores ventajas al pueblo que lo disfrute.

- En efecto -dijo-. Y me parece, Sócrates, que te has expresado muy bien respecto a la realidad de ese régimen, si es que alguna vez se lleva cabo.

- ¿Son entonces suficientes -pregunté yo- las razones aducidas en favor de esta ciudad y del hombre que deba habitarla? Porque se muestra claro también cómo debe ser el hombre que hemos de proponer.

- No hay duda -contestó-. Y como tú dices, me parece que la cuestión ha quedado zanjada.

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