Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SÉPTIMO


Primera parte


I

- Después de esto -añadí-, represéntate la naturaleza humana en la siguiente coyuntura, con relación a la educación y a la falta de ella. Imagínate una caverna subterránea, que dispone de una larga entrada para la luz a todo lo largo de ella, y figúrate unos hombres que se encuentran ahí ya desde la niñez, atados por los pies y el cuello, de tal modo que hayan de permanecer en la misma posición y mirando tan sólo hacia delante, imposibilitados como están por las cadenas de volver la vista hacia atrás. Pon a su espalda la llama de un fuego que arde sobre una altura a distancia de ellos, y entre el fuego y los cautivos un camino eminente flanqueado por un muro, semejante a los tabiques que se colocan entre los charlatanes y el público para que aquellos puedan mostrar, sobre ese muro, las maravillas de que disponen.

- Ya me imagino eso -dijo.

- Pues bien: observa ahora a lo largo de ese muro unos hombres que llevan objetos de todas clases que sobresalen sobre él, y figuras de hombres o de animales, hechas de piedra, de madera de otros materiales. Es natural que entre estos portadores unos vayan hablando y otros pasen en silencio.

- ¡Extrañas imágenes describes -dijo- y extraños son también esos prisioneros!

- Sin embargo, son semejantes en todo a nosotros -observé-. Porque, ¿crees en primer lugar que esos hombres han visto de sí mismos o de otros algo que no sean las sombras proyectadas por el fuego en la caverna, exactamente enfrente de ellos?

- ¿Cómo -dijo- iban a poder verlo, si durante toda su vida se han visto obligados a mantener inmóviles sus cabezas?

- ¿Y no ocurrirá lo mismo con los objetos que pasan detrás de ellos?

- Desde luego.

- Si, pues, tuviesen que dialogar unos con otros, ¿no crees que convendrían en dar a las sombras que ven los nombres de las cosas?

- Por fuerza.

- Pero supón que la prisión dispusiese de un eco que repitiese las palabras de los que pasan. ¿No crees que cuando hablase alguno de éstos pensarían que eran las sombras mismas las que hablaban?

- No, por Zeus -dijo.

- Ciertamente -indiqué-, esos hombres tendrían que pensar que lo único verdadero son las sombras.

- Con entera necesidad -dijo.

- Considera, pues -añadí-, la situación de los prisioneros, una vez liberados de las cadenas y de su insensatez. ¿Qué les ocurriría si volviesen a su estado natural? Indudablemente, cuando alguno de ellos quedase desligado y se le obligase a levantarse súbitamente, a torcer el cuello, caminar y a dirigir la mirada hacia la luz, todo esto con dolor, y con el centelleo de la luz se vería imposibilitado de distinguir los objetos cuyas sombras percibía con anterioridad. ¿Qué podría contestar ese hombre si alguien dijese que entonces sólo veía bagatelas y que, en cambio, estaba más cerca del ser y de los más verdaderos? Supón además que al presentarle a cada uno de los transeúntes, le obliga a decir lo que es cada uno de ellos. ¿No piensas que le alcanzaría gran dificultad y que vería las cosas vistas anteriormente como más verdaderas que las que ahora se le muestran?

- Sin duda alguna -contestó.


II

- Y si, por añadidura, se le forzase a mirar a la luz misma, ¿no sentiría sus ojos doloridos y trataría de huir, volviéndose hacia las sombras que contempla con facilidad y pensando que son ellas más reales y diáfanas que todo lo que se le muestra?

- Eso ocurriría -dijo.

- Y si ahora le llevasen a la fuerza por la áspera y escarpada subida y no le dejasen de la mano hasta enfrentarle con la luz del sol, ¿no sufriría dolor y se indignaría contra el que le arrastrase, y luego, cuando estuviese ante la luz, no tendría los ojos hartos de tanto resplandor hasta el punto de no poder ver ninguno de los objetos que llamamos verdaderos?

- Es claro que, de momento, no podría hacerlo -dijo.

- Sólo la fuerza de la costumbre, creo yo, le habituaría a ver las cosas de lo alto. Primero, distinguiría con más facilidad las sombras, y después de esto, las imágenes de los hombres y demás objetos, reflejados en las aguas, por último, percibiría los objetos mismos. En adelante, le resultaría más fácil contemplar por la noche las cosas del cielo y el mismo cielo, mirando para ello a la luz de las estrellas y a la luna, y durante el día el sol y todo lo que a él pertenece.

- ¿Cómo no?

- Y finalmente, según yo creo, podría ver y contemplar el sol, no en sus imágenes reflejadas en las aguas, ni en otro lugar extraño, sino en sí mismo y tal cual es.

- Necesariamente -dijo.

- Entonces, ya le sería posible deducir, respecto al sol, que es él quien produce las estaciones y los años y endereza a la vez todo lo que acontece en la región visible, siendo, por tanto, la causa de todas las cosas que se veían en la caverna.

- Está claro -dijo- que después de todo aquello vendría a parar en estas conclusiones.

- Por tanto, ¿qué ocurriría cuando recordase su primera morada y la ciencia de que tanto él como sus compañeros de prisión disfrutaban allí? ¿No crees que se regocijaría con el cambio y que compadecería la situación de aquéllos?

- Desde luego.

- ¿Y te parece que llegaría a desear los honores, las alabanzas o las recompensas que se concedían en la caverna a los que demostraban más agudeza al contemplar las sombras que pasaban y acordarse con más certidumbre del orden que ocupaban, circunstancia más propicia que ninguna otra para la profecía del futuro? ¿Podría sentir envidia de los que recibiesen esos honores o disfrutasen de ese poder, o experimentaría lo mismo que Homero, esto es, que preferiría más que nada ser labriego al servicio de otro hombre sin bienes o sufrir cualquier otra vicisitud que sobrellevar la vida de aquéllos en un mundo de mera opinión?

- A mi juicio -dijo-, aceptaría vivir así antes que amoldarse a una vida como la de aquéllos.

- Pues ahora medita un poco en esto -añadí-. Si vuelto de nuevo a la caverna, disfrutase allí del mismo asiento, ¿no piensas que ese mismo cambio, esto es, el abandono súbito de la luz del sol, deslumbraría sus ojos hasta cegarle?

- En efecto -dijo.

- Supón también que tenga que disputar otra vez con los que continúan en la prisión, dando a conocer su parecer sobre las sombras en el momento en que aún mantiene su cortedad de vista y no ha llegado a alcanzar la plenitud de la visión. Desde luego, será corto el tiempo de habituación a su nuevo estado; pero, ¿no movería a risa y no obligaría a decir que precisamente por haber salido fuera de la caverna había perdido la vista, y que, por tanto, no convenía intentar esa subida? ¿No procederían a dar muerte, si pudiesen cogerle en sus manos y matarle, al que intentase desatarles y obligarles a la ascensión?

- Sin duda -dijo.


III

- Pues bien, mi querido Glaucón -dije-: toda esta imagen debe ponerse en relación con lo dicho anteriormente, por ejemplo, la realidad que la vista nos proporciona con la morada de los prisioneros, y esa luz del fuego de que se habla con el poder del sol. No te equivocarás si comparas esa subida al mundo de arriba y la contemplación de las cosas que en él hay, con la ascensión del alma hasta la región de lo inteligible. Este es mi pensamiento que tanto deseabas escuchar. Sólo Dios sabe si está conforme con la realidad. Pero seguiré dándotelo a conocer: lo último que se percibe, aunque ya difícilmente, en el mundo inteligible es la idea del bien, idea que, una vez percibida, da pie para afirmar que es la causa de todo lo recto y hermoso que existe en todas las cosas. En el mundo visible ha producido la luz y el astro señor de ésta, y en el inteligible, la verdad y el puro conocimiento. Conviene, pues, que tenga los ojos fijos en ella quien quiera proceder sensatamente tanto en su vida pública como privada.

- Convengo contigo -afirmó- en la medida en que ello me es posible.

- Tendrás que convenir también -dije yo- en que no hay razón para extrañarse de que los que han llegado a esa contemplación no deseen ocuparse ya de las cosas humanas y anhelen más que sus almas asciendan a lo alto. Parece lógico que ocurra así si lo que digo se muestra de acuerdo con la imagen ya referida.

- Lógico de todo punto -dijo.

- Entonces, ¿juzgas extraño -pregunté- que al pasar un hombre de la contemplación de las cosas divinas a las miserias humanas, obre torpemente y caiga en el más deplorable de los ridículos cuando, con toda su cortedad de vista y no suficientemente habituado a las tinieblas, se vea obligado a discutir sobre las sombras de lo justo o las imágenes de que son reflejo esas mismas sombras, e incluso a luchar por esa causa, precisamente con quienes no han tenido nunca ocasión de admirar la justicia en sí?

- Nada extraño me parece -dijo.

- Creo, por el contrario -proseguí-, que cualquier hombre sensato recordará que dos son las maneras y dos son las causas que producen la turbación de los ojos: una, al pasar de la luz a la oscuridad; otra, al pasar de la oscuridad a la luz. Seguro que no se echará a reír sin más, luego que haya pensado que en la misma situación se encuentra el alma cuando se turba y no puede distinguir los objetos; entonces comprobará que al porvenir de una vida más luminosa, la falta de hábito le produce esa ceguera, o que, al pasar de una mayor ignorancia a una mayor claridad, se ve deslumbrada por el resplandor de ésta. De igual modo, la primera alma le parecerá feliz por su conducta y por su vida, y la segunda le moverá a compasión, tanto que, aunque quiera reírse de ella, lo hará con menos burla que si se dirigiera al alma que desciende de la región de la luz.

- Muy atinado es lo que dices -asintió.


IV

- Conviene, pues -dije yo-, si esto que se dice es verdad, formular la siguiente conclusión: que la educación no hemos de entenderla como nos la prescriben algunos. Dicen éstos que podrían proporcionar la ciencia al alma que carece de ella, igual que si se tratase de dar luz a unos ojos ciegos.

- Sí, eso dicen -afirmó.

- Mas -observé-, la discusión que sostenemos nos hace ver que esta facultad del alma de cada uno y el órgano con el que aprende, a semejanza de lo que ocurre con el ojo que no puede volverse de las tinieblas a la luz como no sea moviendo la totalidad del cuerpo, han de acompasarse con el alma toda y apartarse de lo que nace en pos de alcanzar la contemplación del ser y de la parte más luminosa de éste. Y decimos que no es otra cosa que el bien, ¿no es así?

- .

- Habrá, pues -dije-, que precisar cuál será el arte que más convenga, por su utilidad y eficacia, para la rotación de la que hablamos. Es claro que este arte no producirá la visión, sino que tratará de enderezar el órgano que, teniendo vista, no se ordena ni mira hacia donde debe.

- Eso parece -afirmó.

- En cuanto a las demás virtudes, las llamadas virtudes del alma, quizá sean bastante cercanas a las del cuerpo. No hay duda, por lo pronto, de que aún no existiendo en un principio, podrán ser producidas más adelante con ayuda de la costumbre y del ejercicio. La virtud del conocimiento, según parece, es de una naturaleza algo más divina, que jamás hace dejación de su poder, su utilidad y su ventaja, o su inutilidad y su perjuicio, dependerán del giro que se le dé. ¿O no has observado por ventura con qué penetración procede el alma de esos hombres perversos, pero inteligentes, y con qué agudeza se aplica a lo que le interesa, justamente porque no tiene mala vista y debe servir por fuerza a la maldad, de modo que, la medida de esa misma agudeza de su mirada, lo será también de los males que cometa el alma?

- Naturalmente -contestó.

- Sin embargo -proseguí-, si ya desde la infancia se procediese a una poda radical de esas tendencias innatas que, como bolas de plomo empujadas por la glotonería y otros placeres por el estilo, inclinan hacia abajo la visión del alma; si, liberada de ellas, se volviese, en cambio, hacia la verdad, esa alma de esos mismos hombres la vería con gran agudeza, no de otro modo que las cosas que ahora ve.

- En efecto -dijo.

- Por tanto -pregunté-, ¿no es natural y se deduce necesariamente de todo lo dicho con anterioridad que ni los faltos de educación y alejados de la verdad resultan adecuados en ninguna ocasión para regentar la ciudad, ni tampoco los que emplean todo su tiempo en el estudio? Los primeros, porque no tienen en su vida objetivo alguno que regule todas las actividades que deben desarrollar tanto en sus relaciones públicas como privadas; los segundos, porque no consentirán en ello voluntariamente, creyendo que viven ya en las islas de los bienaventurados.

- Es verdad -dijo.

- Corresponde, pues, a nosotros -añadí- obligar a los hombres de mejor condición a que se apliquen al conocimiento que antes considerábamos como el más importante, con objeto de que contemplen el bien y practiquen la ascensión aquella. Luego, después de haber realizado la subida y contemplado de manera suficiente el bien, no podrá permitírseles lo que ahora se les permite.

- ¿Y qué es eso?

- El que permanezcan en la situación referida, sin querer bajar de nuevo hasta la caverna de los prisioneros ni participar en los trabajos y en los honores de éstos, sean de poco o de mucho valor.

- Si es así -dijo-, ¿no cometeremos una injusticia con ellos y haremos que vivan peor cuando les es posible vivir mejor?


V

- Creo que echas en olvido, querido amigo -objeté-, que es indiferente para la ciudad que exista en ella una clase de hombres privilegiados, pues el objetivo importante es que alcance este honor a todos los ciudadanos. Lo que interesa a la leyes llevar el orden a los que viven en la ciudad, bien sea por el convencimiento o por la fuerza, haciendo a la vez que unos ciudadanos presten a los otros el apoyo que necesiten para el bien de la comunidad y formando ciudadanos de esa clase en la ciudad, no para dejarles cumplir su capricho, sino para servirse de ellos con miras a la unificación de aquélla.

- Ciertamente -repuso-, ya lo echaba en olvido.

- Ten presente, querido Glaucón -dije-, que no podemos cometer injusticia con los filósofos que se encuentran entre nosotros, sino que, por el contrario, hemos de obligarles con palabras justas a que cuiden y vigilen a los demás. Les diremos que, en efecto, en las demás ciudades los filósofos no participan naturalmente de esos trabajos; ahora bien, en éstas se forman solos, sin intromisión alguna en su vida del régimen político, por lo cual también es justo que al no deber protección a nadie, tampoco la prodiguen a los demás. Pero a vosotros os hemos dado nosotros el ser, con objeto de que lo empleéis en vuestro provecho y en el de la ciudad, como jefes y reyes de la colmena, mejor y más celosamente educados que aquéllos y con más posibilidad de participar de ambas cosas. Os convendrá descender a la morada de los demás para acostumbrar vuestros ojos a las tinieblas. Y una vez que hayáis adquirido ese hábito, veréis mucho mejor que los de allí y conoceréis a la perfección cada imagen y a qué seres corresponde, porque habréis visto ya la verdad en relación con lo bello, lo justo y lo bueno. De este modo, nuestra ciudad y la vuestra será una plena realidad y no un sueño, como ocurre ahora a la mayoría de ellas, con las luchas fútiles y las disputas de unos ciudadanos con otros por el poder, al igual que si se tratase de algún gran bien. La verdad, sencillamente, se reduce a esto: la ciudad en la que muestren menos deseos de gobernar los que deben hacerlo será, sin duda, la mejor y necesariamente la más tranquila; y ocurrirá lo contrario en aquella que presente un cariz de gobierno distinto.

- Seguramente -dijo.

- ¿Crees, por tanto, que nuestros pupilos no darán oídos a nuestras palabras y que no desearán también compartir los trabajos que les correspondan en la ciudad, conviviendo después en un mundo de pureza durante largo tiempo?

- Imposible -dijo-, pues estas son cosas justas, ordenadas a hombres justos. Ahora bien, cada uno de ellos aceptará el gobierno como algo inevitable, al contrario de lo que acontece ahora a los gobernantes de las ciudades.

- Esto es, en efecto, mi querido amigo -afirmé-. Busca si acaso para los que han de gobernar una vida mejor que la actual y podrás contar entonces con una ciudad bien gobernada. Ser esta la única ciudad cuyo gobierno detenten los verdaderamente ricos, pero no en oro, sino en lo que conviene poseer para disfrutar de la felicidad, esto es, una vida buena y sensata. Si son, en cambio, pobres y hambrientos los que ansían el mando en la idea de que ahí encontrarán dónde satisfacerse, ese fin no será alcanzado. Porque una vez desatada la lucha por el poder, esa misma disputa doméstica e intestina traerá consigo la ruina de los gobernantes y de la ciudad.

- Tienes razón -asintió.

- Pero, ¿puedes presentar otra vida -pregunté- que desprecie los cargos de gobierno y que no sea la del verdadero filósofo?

- No, por Zeus -dijo.

- Sin embargo, será eso precisamente lo que convenga: que no vayan a los cargos con pasión por ellos, porque en este caso surgirán disputas de rivalidad.

- ¿Cómo no?

- ¿Quiénes habrán de ser, pues, los llamados a vigilar la ciudad, sino aquellos que además de los mejores conocimientos sobre el gobierno, atesoran en sí mismos unos honores y una vida mejor que la del político?

- No otros que los que tú dices -afirmó.


VI

- ¿Quieres, pues, que consideremos de qué manera se formarán esos hombres y cómo podrá conducírseles hasta la luz, al modo como, según dice, ascendieron algunos desde la mansión del Hades hasta la de los dioses?

- ¿Cómo no voy a querer? -contestó.

- No se trata aquí, al parecer, de practicar el juego de la teja. Lo que importa es que el alma pase de la región de las tinieblas a la de la verdad; entonces se producirá la ascensión hacia el ser, a la que llamaremos la verdadera filosofía.

- Y con razón.

- ¿No convendrá investigar para ello el poder que pueden ejercer las distintas ciencias?

- ¿Cómo no?

- ¿De qué riendas nos valdremos, amigo Glaucón, para conducir el alma desde lo que nace hasta lo que es? Estoy pensando en esto y tengo que decirte lo que sigue: ¿no afirmábamos la necesidad de que nuestros filósofos fuesen ya de jóvenes atletas a la guerra?

- Sí, lo afirmábamos.

- Añadiremos, pues, a aquella ciencia esta otra que ahora buscamos.

- ¿Cuál es?

- La de que no sean inútiles a los guerreros. Desde luego -dije-, siempre que resulte posible. El plan de educación que antes habíamos propuesto comprendía la gimnasia y la música.

- En efecto -dijo.

- La gimnasia se ocupa, como sabes, de todo lo que tiene relación con el nacimiento y la muerte. Es ella la que regula el crecimiento y la decadencia del cuerpo.

- Así parece.

- Entonces no es esa la ciencia buscada.

- No.

- ¿Será si acaso la música, tal como la describíamos anteriormente?

- Ahora bien, recuerda -dijo- que la música se encuentra en correspondencia con la gimnasia. Y que es ésta la que forma las costumbres de los guerreros, según una cierta proporción y armonía, pero no procurando ciencia, sino, por medio del ritmo, euritmia. En cuanto a los discursos, fabulosos o verídicos, presenta rasgos muy parecidos -añadió-. Mas, referente a la ciencia que tú buscas, nada hay en ella que la procure.

- Me lo recuerdas de manera muy precisa -agregué-. Realmente, no reconocíamos nada igual. Porque, bendito Glaucón, ¿cuál podría ser esa ciencia? Por lo pronto, todas las artes nos parecían muy vulgares ...

- ¿Cómo no? ¿Y a qué otra parte podremos recurrir si prescindimos de la música y de la gimnasia?

- Yo creo que si no podemos utilizar ninguna de éstas, debemos acudir a una ciencia que se aplique a todas.

- ¿A cuál?

- Pues a la que resulta tan común por el uso que hacen de ellas las artes, los discursos y las ciencias. Con ésta habrá que contar entre las primeras.

- Sigo formulándote la pregunta -dijo.

- Es la que enseña -añadí- lo que es uno, dos y tres, cosa bien vulgar por cierto. En resumen, trata del número y del cálculo. Porque, ¿no es verdad que todo arte y toda ciencia se ven obligadas a participar de ella?

- Desde luego -asintió.

- ¿No acude a esta ciencia -pregunté- el arte militar?

- Necesariamente -dijo.

- Ridículo general -añadí- es el Agamenón que nos presenta repetidamente Palamedes en las tragedias. ¿No te has fijado que habla de haber inventado los números, de que ordenó el ejército situado ante Ilión, de que procedió al recuento de las naves y a todo lo demás, como si Agamenón, al parecer por no saber contar, no pudiese decir siquiera cuántos pies tenía? ¿Qué clase de juicio podrás formar de un general de este talante?

- Muy extraño resultaría -respondió- si eso que antecede es verdad.


VII

- ¿Qué otra ciencia, pues, será más necesaria para el guerrero que la de poder contar y calcular?

- Ésa antes que ninguna otra -dijo- si quiere llegar a entender algo sobre la manera de ordenar un ejército o si, al menos, desea hacerse un hombre.

- ¿Estás, por tanto, de acuerdo conmigo -pregunté- respecto a esta ciencia?

- ¿A qué te refieres?

- Me parece que es ella una de las que buscamos como conducente por naturaleza al conocimiento puro. Ahora bien, nadie se sirve de esta ciencia con rectitud, aunque nos arrastre enteramente hacia la esencia de las cosas.

- ¿Cómo dices? -preguntó.

- Trataré de mostrarte -proseguí- cuál es mi opinión a este respecto. Pero, desde luego, deberás distinguir conmigo las cosas que pueden conducirnos al fin indicado. Después podrás afirmar o negar según lo creas oportuno, para que veamos con más claridad si todo eso ocurre como yo lo imagino.

- Habla entonces -dijo.

- Te haré patente, si quieres aceptarlo así, lo que acontece con los objetos de la sensación. Hay unos que no invitan a la inteligencia a su examen, por caer de lleno en el juicio de los sentidos; otros, en cambio, la exhortan con insistencia a que reflexione sobre ellos, porque de los sentidos nada sano puede esperarse.

- Te refieres, sin duda -advirtió-, a las cosas percibidas a lo lejos y a las pinturas en claroscuro.

- No pareces entender lo que digo -contesté.

- Dime, pues, a qué te refieres -inquirió.

- Estimo como objetos que no invitan a la inteligencia -añadí- cuantos no desembocan a la vez en dos sensaciones contrarias. Y considero como objetos que la invitan aquellos que sí desembocan, puesto que con la sensación no se nos manifiesta que el objeto sea esto o su contrario, aunque se encuentre cerca o lejos de ella. Quizá se te presenten más claras las cosas de la siguiente manera: aquí tenemos tres dedos, a los que llamamos el más pequeño, el segundo y el medio.

- En efecto -dijo.

- Estoy hablando de ellos como si los hubiese visto de cerca. Pero haz conmigo esta observación.

- ¿Cuál?

- Es evidente que cada uno de ellos se nos aparece igualmente como un dedo, para lo cual no importa que se le vea en medio o a un extremo, de color blanco o negro, gordo o delgado, o de cualquiera otra manera parecida. En todas estas cosas el alma de la mayoría no viene obligada a preguntar a la inteligencia qué es un dedo, porque la vista no le ha mostrado que el dedo sea a la vez lo contrario de un dedo.

- Desde luego, no se lo ha mostrado -dijo.

- Es natural -proseguí- que una cosa de esta naturaleza no llame la atención ni despierte el entendimiento.

- Sí que lo es.

- ¿Por qué? ¿Puede la vista apreciar como es debido la grandeza o la pequeñez de los dedos, sin tener en cuenta para nada que uno de ellos se encuentre en el medio o en un extremo? ¿Cabría decir lo mismo del tacto con respecto al grosor y a la delgadez, o a la blandura y a la dureza? Y los demás sentidos, ¿no se muestran también deficientes respecto a sus objetos? ¿No ocurre con cada uno de los sentidos que primero se ve forzado a juzgar de una cosa y después de otra, y así, por ejemplo, juzga de lo blando el sentido preparado para lo duro, anunciando luego al alma que el objeto que la afecta es al mismo tiempo duro y blando?

- Eso ocurre -afirmó.

- ¿Y no es necesario -dije yo- que en tales circunstancias el alma no sepa con seguridad qué es lo que la sensación le presenta como duro, ya que a esto mismo le atribuye la blandura, y qué es también lo que considera como ligero y pesado, cuando da el nombre de ligero a lo pesado y viceversa?

- Es claro -repuso- que esos testimonios resultan extraños para el alma y se ven necesitados de consideración.

- Será natural, pues -indiqué-, que en casos así el alma intente primeramente ayudarse con el cálculo y la inteligencia, tratando de averiguar si son una o dos cada una de las cosas que los sentidos le presentan.

- ¿Cómo no?

- Pero si parecen ser dos, ¿no se mostrarán distintas una de otra?

- .

- Y, en cambio, si cada una le parece ser una, y ambas dos, se le mostrarán realmente como separadas. Porque si así no fuese, entonces no podría pensarlas como dos, sino como una.

- Ciertamente.

- Decíamos en verdad que la vista percibía lo grande y lo pequeño, pero no separado, sino mezclado. ¿No es eso?

- .

- En orden a la clarividencia de esto, el entendimiento se ve forzado a considerar lo grande y lo pequeño no como realmente mezclado, sino como separado. Procede, pues, de manera contraria a la vista.

- Verdaderamente que sí.

- ¿No será este el motivo de que comencemos a preguntarnos qué es lo grande y qué es lo pequeño?

- Sin duda alguna.

- Y del mismo modo, claro está, distinguimos de una parte lo inteligible y de otra lo visible.

- Justamente.


VIII

- Pues a eso quería referirme yo hace un momento, cuando decía que hay cosas que invitan a la reflexión y otras no; y así, consideraba en el primer caso a las que producen al mismo tiempo sensaciones opuestas, y en el segundo a las que, por ofrecer una sola sensación, no despiertan para nada la inteligencia.

- Ya te comprendo -dijo- y convengo contigo en todo.

- Entonces, ¿dónde te parece que deben incluirse el número y la unidad?

- No acierto a contestar -replicó.

- Puedes hacerlo con lo que acabo de decir. Supón que la unidad es contemplada de manera suficiente y en sí misma por uno cualquiera de los sentidos. Seguro que con esa contemplación no podríamos alcanzar su esencia, como en el caso concreto del dedo. Ahora bien, si se ve al mismo tiempo algo que es opuesto a ella, de manera que haya motivos para afirmar lo contrario, entonces habrá necesidad de un juez y será necesario también que el alma despeje sus dudas, haga que trabaje la inteligencia y se pregunte qué es la unidad en sí. Se evidencia con ello que el conocimiento de la unidad es una de las cosas que conducen y vuelven al alma hacia la contemplación del ser.

- Otro tanto ocurre, igualmente -objetó-, con la visión de la unidad. Porque la misma cosa es vista por nosotros como una y como multitud infinita.

- Pero eso que acontece a la unidad -dije yo-, ¿no deberá ocurrir también con cualquier otro número?

- ¿Cómo no?

- No cabe duda que la ciencia del cálculo y la aritmética se ocupan por entero del número.

- Desde luego.

- Una y otra, pues, parece que conducen hacia la verdad.

- Son perfectamente aptas para ello.

- He aquí, según parece, que tenemos ya dos de las ciencias que buscamos. Ambas son necesarias de todo punto al guerrero y al filósofo; al primero para la mejor ordenación de los ejércitos, y al segundo para que emerja del mundo perecedero hacia la esencia de las cosas, si es que se precia de hombre calculador.

- Así es -afirmó.

- Y bien sabes tú que nuestro guardián habrá de ser guerrero y filósofo.

- En efecto.

- Convendrá, por tanto, Glaucón, imponer esta enseñanza por medio de una ley y convencerlos de que deben ocupar los puestos de gobierno en la ciudad para que desarrollen su gusto por la ciencia del cálculo, pero no de una manera superficial, sino hasta alcanzar la contemplación de la naturaleza de los números sirviéndose de la inteligencia. Porque aquélla no es de uso exclusivo de los comerciantes y chamarileros, ni se ciñe tan sólo a las compras y a las ventas, sino que puede aplicarse a la guerra y a facilitar una vuelta del alma misma al mundo de la verdad y de la esencia.

- Tienes razón -dijo.

- Ahora caigo yo -añadí-, después de lo dicho sobre la ciencia del cálculo, en lo excelente y útil que resulta en muchos aspectos para el fin que perseguimos. Pero se trata de utilizarla para adquirir conocimiento y no para traficar con ella.

- Qué intención te guía entonces? -preguntó.

- Pues la que has oído. Porque es lo cierto que esa ciencia conduce al alma hacia lo alto y la obliga a razonar sobre los números, sin permitir de ningún modo que nadie presente el ejemplo de números corpóreos y tangibles. Sabes bien que cuantos tienen conocimiento de estas cosas toman a mofa y no dan oídos al que trata de dividir la unidad en sí. Y si tú la divides, ellos mismos la multiplican, temerosos de que la unidad no parezca lo que es, sino una reunión de partes.

- Verdad es lo que afirmas -dijo.

- Pues bien. ¿Y si se les hiciese, Glaucón, la siguiente pregunta: ¡Oh, admirables varones! ¿Sobre qué números razonáis y dónde se encuentran ciertamente los que vosotros suponéis, iguales por entero entre sí y sin que ofrezcan diferencia alguna ni partes que los compongan? ¿Serías capaz tú de adelantar la respuesta?

- Creo yo, al menos, que hablan de cosas a las que sólo debe aplicarse la inteligencia y de ningún modo cualquier otra facultad cognoscitiva.

- Compruebas entonces, querido amigo -dije yo-, que esa ciencia se nos presenta con visos de necesaria, puesto que parece forzar al alma servirse de la inteligencia pura para alcanza la verdad en sí.

- Y lo hace -dijo- con maravillosa propiedad.

- Entonces, ¿no te has parado a observar que los hombres calculadores por naturaleza manifiestan notable facilidad por así decirlo para todas las ciencias, y que, por otra parte, los espíritus torpes, si son educados y ejercitados en aquel conocimiento, obtienen de él, si no otra cosa, una mayor agudeza de la que antes carecían?

- Así es -asintió.

- Sin embargo, a mi entender, pocas ciencias podrás encontrar que ofrezcan más dificultades que tratar de aprenderla y ejercitarse en ella.

- Pocas, en efecto.

- Por eso mismo, no convendrá desdeñarla. Y deberá consagrarse a ella a los que demuestren mejor disposición natural.

- Convengo contigo -dijo.


IX

- Queda, pues, adoptada -advertí- como primera de las ciencias. Ahora tendremos que considerar si nos conviene la ciencia que sigue a ésta.

- ¿Cuál es? ¿Te refieres -preguntó- a la geometría?

- Tú lo has dicho -contesté.

- Creo que sí nos interesa -afirmó- en cuanto tenga relación con las cosas de la guerra. Mucho diferirá el geómetra del que no lo es al disponer los campamentos de un ejército, o la toma de posiciones, o las concentraciones, o los despliegues de hombres, o cualesquiera otras maniobras que realicen las tropas en el campo de batalla o en una simple marcha.

- Mas, para todo esto -observé yo- poca geometría y poco cálculo se necesitarían. Lo que sin duda debemos examinar es si la parte mayor y más elevada de esta ciencia nos conduce a lo que antes decíamos; es decir, a una contemplación más factible de la idea del bien. Conducen a ella, afirmábamos, todas aquellas cosas que fuerzan al alma a volverse hacia el lugar en el que se encuentra lo más feliz de cuanto es, y a donde conviene que mire de todos los modos posibles.

- Estás en lo cierto -dijo.

- Se evidencia, pues, que si la geometría nos obliga a contemplar la esencia, conviene aceptarla; no así si se detiene en la generación.

- Lo damos por bueno.

- Pues bien -agregué-: no creo que ninguno de los que se dedican a la geometría, por poca práctica que tengan de ella, vayan a ponernos en duda que esta ciencia ofrece perspectivas contrarias a las mantenidas por sus verdaderos usuarios.

- ¿Cómo? -preguntó.

- Dicen muchas cosas que por fuerza resultan ridículas. Pues hablan como si realmente actuasen y como si sus palabras tuviesen tan sólo un fin práctico, adornando su lenguaje de términos como cuadrar, prolongar y adicionar. Y, sin embargo, toda esta ciencia se aplica fundamentalmente al conocimiento.

- Sí, por entero -dijo.

- ¿No querrás convenir aún en lo que voy decir?

- ¿En qué?

- En que esta es una ciencia del conocimiento, del ser, pero no de lo que está sujeto a la generación y a la muerte.

- Conforme en todo con ello -dijo-, pues sin duda la geometría es una ciencia de lo que siempre es.

- Por tanto, mi buen amigo, conducirá al alma hacia la verdad y dispondrá la mente del filósofo para que eleve su mirada hacia arriba en vez de dirigirla a las cosas de abajo, que ahora contemplamos sin deber hacerlo.

- Será esa su gran tarea -advirtió.

- Y no otra -añadí- la que habrá de encomendarse a los que vivan en tu hermosa ciudad, para que de ningún modo desdeñen el estudio de la geometría. Porque tampoco son pequeñas las ventajas que otorga de pasada.

- ¿Cuáles son? -preguntó.

- Además de las que tú has dicho -respondí-, todas ellas referentes a la guerra, aquellas otras que facilitan en mayor grado el estudio de las ciencias, cualesquiera que estas sean. Pues no desconoce nadie que existe una diferencia radical entre quien se ha dedicado a la geometría y quien no.

- Sí, por Zeus, la diferencia es grande -asintió.

- ¿Admitiremos, pues, que sea ésa la segunda ciencia de nuestros jóvenes?

- No hay inconveniente alguno.

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