Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO QUINTO


Primera parte


I

- Tales son la ciudad, la forma de gobierno y el individuo a los que califico de buenos y rectos. Y si esta forma de gobierno es recta, no hay duda que serán malas y viciosas todas las demás, tanto si se refieren a la ciudad como si atañen al carácter peculiar del alma. Limitemos a cuatro estas formas viciosas.

- ¿Y cuáles son? -preguntó.

Iba yo a proceder a su enumeración, tal como me parecían nacer unas de otras, cuando Polemarco -sentado a cierta distancia de Adimanto-, extendiendo el brazo y cogiéndole del manto por la parte superior y junto al hombro, le acercó hacia sí e inclinándose le dijo unas palabras de las que sólo pudimos entender las siguientes:

-¿Te parece que lo dejemos o seguimos adelante?

- En modo alguno -dijo Adimanto levantando la voz.

A lo que yo repuse:

- ¿Qué es eso -pregunté- que no queréis dejar?

- Pues nada menos que a ti -contestó.

- ¿Y con qué motivo? -pregunté.

- Nos parece -repuso- que vas perdiendo el ánimo y que tratas de ocultar a nuestra consideración una parte y no la menos importante de lo que venimos tratando; has creído que podías despacharte a tu gusto diciendo sencillamente que en cuanto a las mujeres y a los niños estaba claro que todas las cosas de los amigos debían ser comunes.

- ¿Y no es así entonces, Adimanto? -pregunté.

- Desde luego -contestó-. Pero eso, como muchas otras cosas, necesita una explicación para dejar en claro de qué comunidad se habla. Pues piensa que ésta puede revestir varias formas, por lo cual no deberás omitir a cuál deseas referirte. Nosotros, por lo pronto, hace tiempo que estamos a la espera de tus declaraciones sobre la procreación de los hijos, sobre la manera de educarlos después de nacidos y, en general, sobre esa comunidad de mujeres y de hijos que tú mencionas. Porque estimamos que es sobremanera importante para una ciudad el que una cuestión como la presente tenga o no feliz realización. Así, pues, al ver ahora que atendías a otra forma de gobierno sin haber tratado de ésta suficientemente, nos ha parecido oportuno, como ya has oído, no dejarte pasar adelante sin haber aclarado antes este punto, como has hecho con los demás.

- Uno mi voto al vuestro -dijo en ese momento Glaucón.

- Sin duda, Sócrates -dijo Trasímaco-, piensa que todos nosotros nos hallamos enteramente de acuerdo en esto.


II

- ¡Pues sí que os habéis tomado buen trabajo -exclamé- al arrojaros así sobre mí! ¿Qué nueva discusión queréis promover, como al principio, sobre la forma de gobierno? ¡Y yo que ya me sentía contento de haber salido bien de esto, satisfecho también de que hubieseis aceptado mis palabras tal como entonces las había dicho! Pero quizá no supongáis el enjambre de cuestiones que promovéis al desear volver sobre este asunto. Yo, desde luego, ya lo había previsto y omitido intencionadamente, para que no nos causase demasiada molestia.

- Pero, entonces -dijo Trasímaco-, ¿crees acaso que hemos venido aquí para fundir oro y no para escuchar tus razonamientos?

- -respondí-, por lo menos para razonar con mesura.

- Pero para los hombres sensatos, Sócrates -replicó Glaucón-, la vida entera no es medida suficiente de estos debates. Déjanos, pues, a nosotros, y tú, por tu parte, en modo alguno omitas el contestarnos, pues se trata de saber, de tus labios, cuál es la comunidad propia de los guardianes en relación con sus mujeres y sus hijos, y cómo se ha de criar a éstos en su niñez, en ese tiempo que media entre el nacimiento y el inicio de su educación y que parece ser el más trabajoso de todos. Intenta, pues, decimos cómo ha de tener lugar todo esto.

- No es fácil, mi querido Glaucón -dije yo-, el discurrir sobre esta cuestión, puesto que provocará mucha más desconfianza que todo lo dicho anteriormente. Porque o bien lo que diga no se considerará realizable, o, si así se estima, aún podrá pensarse que existe algo mejor. Por ello, siento repugnancia a tocar estas cosas, no sea, mi querido amigo, que parezca mi deseo fuera de lugar.

- No temas, en absoluto -dijo-. Porque no son insensatos, ni incrédulos, ni malévolos los que van a escucharte.

A lo cual contesté:

- ¿Quieres darme ánimos, excelente Glaucón, al hablarme de ese modo?

- En efecto -dijo.

- Pues bien -contesté-, vas a conseguir lo contrario de lo que te propones. Si yo mismo confiase en todo lo que digo, tus exhortaciones tendrían razón de ser. Ante hombres sensatos y amigos puede hablarse con seguridad y confianza si se conoce la verdad sobre objetos importantes y queridos; pero en cambio, si existen dudas y se investiga a la vez sobre lo que se está tratando, se produce una situación peligrosa y resbaladiza, cual es la mía ahora, y no porque tema provocar la risa (lo que sería realmente pueril), sino porque al no acertar yo con la verdad, arrastre conmigo en la caída a mis propios amigos en todo aquello en que menos conviene dar un mal paso. Y suplico a Adrastea, Glaucón, que no me tenga en cuenta lo que voy a decir, esto es, que considero un crimen menor matar a uno involuntariamente que hacerle víctima de engaño en lo referente a la belleza, bondad y justicia de las leyes. Más vale, desde luego, correr este riesgo con los enemigos que con los amigos, de manera que no obras bien al aconsejarme así.

Pero Glaucón entonces rompió a reír y dijo:

- Sócrates, si tus razonamientos han de traer por resultado el conducirnos al error, puedes tener por seguro que te absolveremos, como, si se tratase de un homicidio, y que, además te declararemos limpio y no reo de engaño. Habla, pues, con toda confianza.

- En verdad -observé-, en el homicidio la persona absuelta queda limpia de culpa, según la ley. Parece natural que también ocurra lo mismo en este caso.

- Por lo cual -dijo-, con más razón todavía debes hablar.

- Conviene, pues -añadí-, que volvamos ahora atrás para considerar de nuevo lo que ya quizá debiera haberse dicho. Pero posiblemente venga muy a punto dar entrada en la representación al sexo femenino después de haber hecho actuar en escena a los hombres; con ello, seguramente, se dará satisfacción a tus deseos.


III

- En mi opinión, para hombres de naturaleza y educación como la descrita, no hay otra norma más adecuada de posesión y disfrute de sus hijos y mujeres que el continuar por el camino que ya en un principio les hemos señalado. Mas, como sabéis, nuestro propósito fue el de presentar a los hombres como guardianes de un rebaño.

- .

- Continuemos por esta senda y démosles ahora una generación y una formación inicial semejantes; luego tendremos que considerar si es o no de nuestra conveniencia.

- ¿Cómo? -preguntó.

- Pues del modo siguiente. ¿Juzgamos acaso que las hembras de los perros guardianes deben vigilar al igual que ellos, cazar en su compañía y hacer todo lo demas en común, o, por el contrario, que han de quedarse en sus casas, imposibilitadas por los partos y la alimentación de sus cachorros, en tanto los machos realizan los trabajos y se aplican al cuidado de los rebaños?

- A nuestro juicio, todo ha de ser común -dijo-. Pero a las unas las consideraremos como más débiles y a los otros como más fuertes.

- Pero -argüí yo-, ¿podremos exigir de un animal unas tareas determinadas si no le damos la formación y educación necesarias para ellas?

- Desde luego que no.

- Por consiguiente, si nos servimos de las mujeres para las mismas ocupaciones que exigimos a los hombres, habrá que educar a unos y a otras de la misma manera.

- .

- A aquéllos, como sabes, los hemos educado en la música y en la gimnasia.

- .

- Por tanto, también habrá que educar a las mujeres en las mismos artes y, asimismo, en la práctica de la guerra; esto es, deberán ser usadas en todo como los hombres.

- Es una consecuencia de lo que dices -afirmó.

- Pero quizá mucho de lo que ahora propugnamos -dije- parecería risible y contra la costumbre si llegara a realizarse de ese modo.

- En efecto -observó.

- Pero -dije yo-, ¿de todo esto qué es lo que te parece más risible? ¿Será acaso el ver a las mujeres completamente desnudas ejercitándose en las palestras junto a los hombres, y no sólo a las jóvenes, sino también a las viejas, siguiendo el ejemplo de esos viejos que gustan todavía de acudir a los gimnasios a pesar de lo arrugados y faltos de atractivo con que se presentan a la vista?

- ¡Sí, por Zeus! -exclamó-. Parecería risible para nuestras costumbres.

- Mas -dije yo-, puesto que ya hemos iniciado la cuestión, no nos detengamos ante las burlas de los que nos critican, por mucho y grande que sea lo que ellos digan respecto a la innovación que introducimos en el ejercicio de la gimnasia y de la música, y no menos en el manejo de las armas y la monta de los caballos.

- Estás en lo cierto -dijo.

- Pues bien, metidos de lleno en el asunto, tendremos que marchar rectamente hacia lo más escabroso de esas normas. Y para ello hemos de pedir a esos críticos que dejen sus cosas por un momento y que, adoptando un tono más serio, hagan esfuerzos por recordar que, no hace mucho tiempo, parecía vergonzoso y ridículo a los griegos lo que ahora se muestra así a la mayor parte de los bárbaros, esto es, el que los hombres se presentasen desnudos a la vista de los demás. Y cuando los cretenses, por primera vez, y luego los lacedemonios, comenzaron a hacer uso de los gimnasios, los burlones de entonces sacaron de ello materia para sus sátiras. ¿No lo crees?

- Yo, al menos, no lo pongo en duda.

- Pero cuando, a mi entender, la experiencia les hizo ver que era mejor desnudarse que cubrir todas sus partes, también se disipó el ridículo que aparecía ante sus ojos, vencidos por la razón de la conveniencia. Con ello se demostró que es verdaderamente necio quien considera risible algo que no sea el mal en sí, o quien sólo trata de promover la risa ante la contemplación de algo que no sea la insensatez y la maldad, o incluso quien se aplica seriamente a otro objetivo distinto del bien.

- Indudablemente -dijo.


IV

- ¿Y no hemos de convenir ante todo si es esto posible o no y conceder el derecho a discutirlo a quien así lo desee, ya sea en tono de broma o en serio? ¿No entra dentro de ello la discusión acerca de si las mujeres son capaces por naturaleza de acomodarse a todas las tareas masculinas o, por el contrario, a ninguna de éstas, o si acaso a unas sí y a otras no? ¿Y en qué número incluiremos los ejercicios propios de la guerra? Si este es el mejor comienzo que propugnamos, ¿no es también natural que lleguemos al mejor fin?

- En efecto -contestó.

- ¿Deseas, por tanto -pregunté a mi vez-, que discutamos entre nosotros acogiendo las razones de éstos para que la parte contraria no quede sin defensa?

- Nada lo impide -afirmó.

- Digamos, pues, por ellos: Sócrates y Glaucón, no hay necesidad de que otros acudan a mantener la discusión, ya que vosotros mismos, cuando comenzabais a establecer la ciudad que habéis fundado, reconocíais la necesidad de que cada uno hiciese lo que por naturaleza le correspondía.

- Creo que conveníamos en ello, ¿cómo no?

- ¿Y no es verdad que la naturaleza de la mujer difiere grandemente de la del hombre?

- No podríamos negarlo.

- Y de acuerdo con esto, ¿no serán también diferentes los trabajos que deban asignarse a cada sexo?

- ¿Cómo no?

- Por tanto, ¿no os equivocáis ahora y manifestáis contradicción con vosotros mismos al decir que los hombres y las mujeres deben hacer las mismas cosas, aun existiendo una radical diferencia entre sus naturalezas? Mi querido Glaucón, ¿podrás rechazar estos argumentos?

- De momento -respondió- no resultaría fácil. Pero querría pedirte, y te lo pido sin más, que traduzcas en palabras nuestras razones, cualesquiera que éstas sean.

- Esta y muchas otras dificultades parecidas, Glaucón -dije yo-, hace tiempo que habían sido previstas por mí; por ello sentía temor y vacilación a tratar de la adquisición y cuidado de las mujeres y de los hijos.

- No, por Zeus -dijo-, no parece cosa fácil.

- Y no lo es -repliqué-, pero también ocurre que tanto si uno cae en un pequeño estanque como en un inmenso piélago, no menos se verá precisado a nadar.

- Desde luego.

- Apliquemos el cuento y tratemos de nadar y de salir a salvo de la discusión, en la esperanza de que pueda recogemos un delfín o de que acontezca otra salvación impensada.

- Eso debemos hacer -dijo.

- Pues manos a la obra -afirmé-, a ver si encontramos alguna solución afortunada. Porque hemos convenido en que cada naturaleza ha de aplicarse a un determinado trabajo, y no hay duda de que aquella difiere en el hombre y en la mujer. Decimos ahora, sin embargo, que la mujer y el hombre deberán tener las mismas ocupaciones. ¿Se basa en esto vuestra acusación?

- En efecto.

- ¡Qué gran poder, Glaucón -exclamé-, poseer el arte de la contradicción!

- ¿Por qué?

- Porque -proseguí- me parece que son muchos los que, bien a pesar suyo, caen en la discusión creyendo no que disputan, sino que discurren sobre algo. Y caen en ella precisamente por no ser capaces de establecer las distinciones necesarias en lo que dicen, ateniéndose tan sólo al sentido literal de las palabras, lo que da lugar a la disputa, que sustituye así al diálogo.

- Sí, es cierto que eso ocurre con la mayoría. Pero, ¿estamos nosotros también en ese caso?

- Desde luego -dije yo-, y sin quererlo nos vemos en peligro de caer en la contradicción.

- ¿Cómo?

- Porque ateniéndonos a la letra de la argumentación sostenemos firmemente y sin cejar en la disputa que las naturalezas diferentes no deben dedicarse a los mismos trabajos. Y es el caso que no hemos considerado todavía hasta dónde alcanza esa diversidad de naturaleza para precisar con exactitud sus justos límites, aunque sí atribuimos trabajos diferentes a naturalezas diferentes y los mismos trabajos a las mismas naturalezas.

- Efectivamente -asintió-, no hemos procedido a esa consideración.

- Por tanto -dije yo-, nos es lícito, según parece, preguntarnos a nosotros mismos si es la misma o diferente la naturaleza de los calvos y la de los peludos. Cuando hayamos encontrado que son de naturaleza opuesta, hemos de impedir que los peludos sean zapateros si lo son ya los calvos, o viceversa, que lo sean los calvos si lo son ya los peludos.

- Pero eso movería a risa -observó.

- ¿Y qué razón hay para ello -añadí-, sino el que en ese caso no considerábamos de manera absoluta la identidad y diversidad de naturalezas, sino sólo aquella clase de diversidad y semejanza que se refería a los mismos oficios? Porque, en nuestra opinión, los hombres dotados para la medicina tienen la misma naturaleza, ¿o no lo crees así?

- Yo, al menos, no lo pongo en duda.

- Pero, en cambio, poseen naturaleza diferente el médico y el carpintero.

- Completamente diferente.


V

- Por consiguiente -dije yo-, si se nos hace ver que el linaje de los hombres y el de las mujeres difieren en relación con algún arte u oficio, diremos que convendrá asignarles arte u oficio diferente a cada uno. Pero si la diferencia estriba únicamente en que la mujer da a luz y el hombre engendra, entonces en modo alguno admitiremos como evidente que la mujer difiere del hombre respecto a todo lo que decíamos. Por el contrario, seguiremos creyendo que conviene asignar los mismos oficios a nuestros guardianes y a sus mujeres.

- Y estás en lo cierto -afirmó.

- Después de esto, habrá que invitar a nuestro contradictor a que nos enseñe en relación con qué arte u oficio propios de la ciudad no son idénticas, sino diferentes, la naturaleza de la mujer y la del hombre.

- Justo será obrar así.

- Pero posiblemente algún otro nos contestase como tú decías hace poco, que no es fácil dar al instante una respuesta satisfactoria, aunque nada difícil resultaría después de alguna reflexión.

- Sí, en efecto, eso diría.

- ¿Quieres, pues, que a ese contradictor le supliquemos atención a nuestro razonamiento, en la idea de demostrarle que no hay en el gobierno de la ciudad menester privativo de la mujer?

- Desde luego.

- Vamos a ver -le diremos-, responde: ¿no eres tú el que admitías que quien está bien dotado para algo suele aprenderlo con facilidad, mientras que el que carece de disposición para ello no halla sino dificultades? ¿Y no estimabas que al primero le son suficientes unas ligeras enseñanzas para llevar sus descubrimientos más allá de lo que ha aprendido, y que en cambio al segundo le cuesta trabajo retener lo que aprendió a través de una larga dedicación y estudio? ¿Y que en aquéllas actividades del cuerpo sirven a satisfacción a la inteligencia, mientras que en el otro ocurre precisamente lo contrario? ¿Son estas u otras tal vez las cualidades para distinguir si un hombre está bien dotado para una cosa o no?

- Nadie -dijo- podrá disentir de ello.

- ¿Sabes de algún menester desempeñado por los seres humanos, en el cual no se aprecie de modo especial la superioridad de los hombres sobre las mujeres? ¿O tendremos que hablar largamente del arte de tejer, del cuidado de los pasteles y de los guisos, en los que parece que el sexo femenino aventaja al hombre, evitando el ridículo a que su inferioridad daría lugar?

- Estás en lo cierto -dijo-, porque, por así decirlo, uno de los dos sexos aventaja al otro en todo. Y esto no impide, sin embargo, que muchas mujeres superen a muchos hombres en muchas cosas; pero, generalmente, es cierto lo que tú dices.

- No hay, por tanto, querido amigo, en el gobierno de la ciudad, oficio alguno que corresponda a la mujer como tal mujer, o al hombre como tal hombre, sino que, diseminadas en unos y en otras las condiciones naturales de manera semejante, a la mujer, lo mismo que al hombre, competen por naturaleza todos los oficios. Pero, naturalmente también, la mujer es en todo más débil que el hombre.

- En efecto.

- ¿Reservaremos, pues, todos los trabajos para los hombres, y ninguno para las mujeres?

- ¿Y cómo?

- A mi entender, existen mujeres con disposición para la medicina, y otras negadas para ello, como hay asimismo mujeres con aptitud para la música y otras que naturalmente no la tienen.

- ¿Cómo no?

- ¿Y no las hay también con disposición para la gimnasia y para la guerra, y otras en cambio que son pacíficas y no amigas de la gimnasia?

- Eso creo yo.

- Y, en fin, ¿no las hay amantes y enemigas de la sabiduría? ¿Y apasionadas y faltas de ánimo?

- En efecto, las hay que reúnen esas condiciones.

- Por tanto, hay mujeres aptas para la guardia de la ciudad y otras que no lo son. ¿No son esas, por cierto, las cualidades naturales por las que elegimos a los guardianes?

- Sí, lo son.

- Por consiguiente, en cuanto a la vigilancia de la ciudad, el hombre y la mujer tienen la misma naturaleza, pero la del hombre es más fuerte y la de la mujer más débil.

- Así parece.


VI

- Entonces, habrá que escoger mujeres de esa clase para compañeras de los hombres destinados a la guarda de la ciudad, la cual compartirán con ellos en virtud de su afinidad natural.

- Indudablemente.

- ¿Y no es necesario adecuar los mismos cometidos a las mismas naturalezas?

- Los mismos.

- Hemos llegado, pues, después de dar tanta vuelta, a nuestra afirmación primera, y convendremos de nuevo en sostener que no va contra la naturaleza el que las mujeres de los guardianes practiquen la música y la gimnasia.

- Completamente cierto.

- Lo que nosotros legislábamos, no era de ningún modo imposible ni quimérico, puesto que la ley establecida se ajustaba a la naturaleza. Al parecer, los usos de nuestros días son los que se oponen a ella.

- Parece que sí.

- Pero, ¿no era nuestro propósito examinar si era posible y, a la vez, si era lo mejor?

- En efecto.

- ¿Y no hemos convenido ya en que era posible?

- .

- Después de ello, sólo nos resta afirmar que también es lo mejor.

- Naturalmente.

- ¿Podrá, acaso, ser otra y distinta la educación que reciban las mujeres de los guardianes? ¿No es, en verdad, la misma la naturaleza de ambos?

- No podrá ser distinta.

- Y bien, ¿cuál es tu opinión sobre lo que ahora voy a decir?

- ¿Sobre qué?

- ¿Te imaginas, quizá, que hay unos hombres mejores y otros peores? ¿O piensas que todos son iguales?

- De ningún modo.

- ¿Crees, por ejemplo, que en la ciudad que hemos fundado, los guardianes vienen obligados a ser mejores por la educación que señalamos, o habrán de serlo los zapateros, educados en su arte respectivo?

- Formulas una pregunta ridícula -afirmó.

- De acuerdo -dije yo-. Pero, ¿no son los guardianes los mejores de todos los ciudadanos?

- Sin duda.

- Entonces, ¿no tendrán que ser sus mujeres las mejores de todas?

- Sí, con mucho.

- ¿Y puede haber cosa más excelente para la ciudad que el disponer de hombres y mujeres dotados de las mejores cualidades?

- Desde luego que no.

- Pero sólo será posible con la adopción de la música y de la gimnasia, a la manera que hemos señalado.

- ¿Cómo no?

- Por tanto, no solamente era posible la ley que establecíamos, sino también la mejor para la ciudad.

- En efecto.

- Así, pues, las mujeres de los guardianes deberán también desnudarse, ya que cubrirán su cuerpo con la virtud, en vez de hacerlo con vestidos, y participarán al igual que sus maridos tanto en la guerra como en cualquier otra clase de vigilancia de la ciudad, sin practicar ya ninguna otra cosa. Sin embargo, habrá que otorgar las más leves de estas tareas antes a las mujeres que a los hombres, a causa de la debilidad de su sexo. Del hombre que se ría al ver a las mujeres desnudas y llevando a cabo un noble fin, diremos que con su risa recoge todavía verde el fruto de su sabiduría, sin saber, al parecer, por qué se ríe ni lo que hace. Pues siempre se dice y se dirá con razón que lo útil es bello y lo dañoso, feo.

- Indudablemente.


VII

- ¿Podremos afirmar entonces que al establecer esa legislación femenina hemos sorteado ya la primera oleada, puesto que no sólo no nos ha llevado consigo cuando formulábamos la conveniencia de que todos los oficios deben ser practicados en común por nuestros guardianes y sus mujeres, sino que ella misma nos ha ayudado a probar que resulta posible y ventajosa?

- En realidad -dijo-, no era pequeña ni mucho menos la ola de la que has escapado.

- Pues no dirás lo mismo -observé- cuando veas la que viene detrás de ella.

- Habla -dijo-, y la veré.

- En mi opinión -continué-, esta ley que voy a decir se sigue de la anterior y de las ya conocidas.

- ¿Y cuál es?

- Las mujeres de estos hombres serán comunes para todos ellos, y ninguna convivirá en privado con ninguno de éstos. Los hijos serán también comunes, y ni el padre conocerá a su hijo ni el hijo a su padre.

- Estimo que esa ley va a provocar mucha más desconfianza que la precedente en cuanto a la posibilidad de su aplicación y a la ventaja que ofrezca.

- No creo -dije yo- que se ponga en duda su utilidad ni que nos proporcionaría el mayor de los bienes, de ser realizable, la comunidad de las mujeres y de los hijos. Pienso justamente que lo que más discusiones originará es la viabilidad o no de esta ley.

- Desde luego -objetó-, ambas tesis se prestan a amplias discusiones.

- Dejas ante mí -repliqué- una coalición de argumentos. Y yo, en cambio, esperaba librarme de uno de ellos, si tú confirmases su utilidad, quedando sólo para consideración posterior la de su posible realización o no.

- Pues no podrás escapar sin que nosotros lo advirtamos -dijo-; tendrás que dar razón de las dos tesis.

- Me avengo -respondí- a sufrir el castigo. Pero concédeme si acaso este favor: permíteme que celebre una fiesta, al igual que la que suelen ofrecerse a sí mismos, cuando pasean a solas los hombres de carácter indolente. Pues, efectivamente, esta clase de personas, antes de llegar a averiguar de qué modo se realizarán sus deseos, dejando esto a un lado para ahorrarse la fatiga de discutir si son posibles o no, dan ya por hecho lo que quieren y disponen lo demás con el mayor regocijo, discurriendo a sus anchas sobre su realización y haciendo al alma todavía más indolente. Yo también, perezoso como ellos, deseo retrasar la cuestión y dejar para más tarde la consideración de si es posible o no. Ahora, si te parece bien, la tendré como posible y te haré ver cómo la ejecuten los gobernantes, mostrándote así mismo que no hay cosa más beneficiosa que ésta para la ciudad y para los guardianes. Si no te opones a ello, intentaré primeramente examinar esto contigo y luego todo lo demás.

- Puedes verificar la investigación -dijo-, que yo no opondré reparo alguno.

- A mi parecer -proseguí-, si los gobernantes son dignos de tal nombre, y lo mismo sus auxiliares, éstos desearán hacer lo que se les ordene, y los primeros estarán prestos a mandar, pero obedeciendo a su vez a las leyes o imitándolas en todo aquello que les confiemos.

- Así debe ser -dijo.

- Y tú -añadí-, que actuarás en concepto de legislador, elegirás a las mujeres lo mismo que los hombres y las agruparás de acuerdo con naturaleza. Al disponer de viviendas comunes al realizar también sus comidas en común, pues no se permitirá que nadie posea nada en privado, la convivencia les llevará a entremezclarse, tanto en los gimnasios como en cualquier otro punto, y por una necesidad innata, a mi juicio, colmarán esta unión cohabitando unos con otros. ¿O no te parece necesaria esta unión a que me refiero?

- Pues mira -observó-, según creo, no se tratará de una necesidad geométrica, sino de una necesidad erótica, más aguda quizá que aquélla y, cuando menos, más capaz de convencer y arrastrar a las multitudes.


VIII

- Estás en lo cierto -dije-. Pero, querido Glaucón, en una ciudad de seres felices no sería decorosa esa promiscuidad ni cualquier otra cosa por el estilo, que los gobernantes estarían encargados de impedir.

- Y lo harían con justicia -afirmó.

- Se evidencia, por tanto, que conforme a esto habremos de instituir matrimonios lo más santos posibles. No hay duda de que los más ventajosos a la ciudad serán también los más santos.

- Enteramente.

- ¿Y cómo podrán producir esas ventajas? Tú tienes ahora la palabra, Glaucón, porque veo que posees en tu casa perros de caza y una gran cantidad de aves seleccionadas. Dime: ¿no prestas especial atención al apareamiento y a la cría de estos animales?

- ¿Qué quieres saber de mí?

- En primer lugar, ¿no hay entre estos animales, aunque todos ellos estén seleccionados, algunos mejores que los demás?

- Sí, los hay.

- ¿Tienes la misma consideración para las crías de todos ellos o prefieres las de los mejores?

- Las de los mejores.

- Bien; pero, ¿de los más jóvenes, de los más viejos o de los que están en la flor de la edad?

- De los que están en la flor de la edad.

- Y si los apareamientos no se produjeran así, ¿no crees que sería mucho peor para tu raza de aves y carnes?

- Eso creo yo -dijo.

- ¿Y piensas -pregunté- que acontecerá otro tanto con los caballos y los demás animales? ¿O bien ocurrirá de otro modo?

- Absurdo sería, desde luego -contestó.

- ¡Ay, mi querido amigo! -dije yo-. Nos van a ser necesarios excelentes gobernantes, si es que ocurre lo mismo con el linaje de los hombres.

- Pues, ¿cómo va a ser de otro modo?

- Necesariamente, se verán obligados a usar de muchos medicamentos. Porque en nuestra opinión, será suficiente un médico de poco alcance cuando los cuerpos no necesitan de medicamento y se someten dócilmente a un determinado régimen. Pero cuando hay que echar mano de ellos entonces no dudamos en llamar a un médico más versado.

- En efecto; pero, ¿a qué viene esa digresión?

- A lo siguiente -dije yo-: Quizá convenga que nuestros gobernantes usen muchas veces de la mentira y del engaño en favor de sus gobernados. Decíamos ya en alguna ocasión que la mentira puede resultar útil usada como medicina.

- Desde luego.

- Y justamente, parece que con referencia al matrimonio y a la procreación será muy útil y no de poca importancia.

- ¿Cómo no?

- Conviene, por tanto -añadí-, en virtud de lo que venimos diciendo, que sean muy numerosas las relaciones de sexo entre los mejores, y muy raras, en cambio, entre los peores. Y si se quiere que el rebaño progrese, habrá que atender a los hijos de los primeros y no a los hijos de los segundos; todo ello sin que lo sepan otras personas que los gobernantes, si es que se pretende que el rebaño de los guardianes permanezca lo más tranquilo posible.

- Nada más razonable -dijo.

- Por consiguiente, habrá que establecer determinadas fiestas para reunir en ellas a las novias y a los novios. Y éstas irán acompañadas de sacrificios, así como de himnos que compondrán los poetas en homenaje a los matrimonios que se celebren. El número de los matrimonios se da cuenta de los gobernantes, quienes, en razón de las guerras, epidemias y todos los demás accidentes, procurarán mantener inalterable el número de los ciudadanos, para que apenas se modifique la ciudad tanto en más como en menos.

- Buena cosa -asintió.

- A mi juicio, deberá procederse a unos ingeniosos sorteos, de modo que los ciudadanos de condición inferior tengan que culpar del emparejamiento antes a su mala suerte que a los propios gobernantes.

- En efecto -dijo.


IX

- Y a los jóvenes que se distingan en la guerra o en otra actividad, habrá que concederles entre otros premios una mayor facultad para cohabitar con las mujeres, con lo cual se dará ocasión a que nazca de estos hombres el mayor número de hijos.

- Ciertamente.

- Los hijos que así nazcan serán recogidos por personas competentes, que bien pueden ser hombres, mujeres o de ambos sexos, pues esas funciones resultan apropiadas para las mujeres y para los hombres.

- .

- Y creo, además, que deberán tomar a los hijos de los mejores y llevarlos al redil, donde los cuidarán unas ayas que habitarán en un lugar aislado de la ciudad; en cambio, a los hijos de los peores o a cualquiera de los otros que nazca lisiado, los mantendrán ocultos, en un lugar secreto y desconocido.

- Eso, si se quiere conservar puro el linaje de los guardianes.

- Esas mismas personas se ocuparán de la alimentación de los niños y cuidarán de llevar a sus madres al redil cuando juzguen que están en época de lactancia. Ahora bien, impedirán por todos los medios que ninguna de ellas conozca a su hijo, y se procurarán otras mujeres que tengan leche, en el caso de que las madres no la posean en una cantidad suficiente. Asimismo, habrán de atender a que la lactancia no se prodigue más de lo debido, encargando de las velas y demás cuidados inferiores a las nodrizas y a las ayas.

- ¡Cómoda maternidad -exclamó- reservas tú para las mujeres de los guardianes!

- Es la que conviene -dije yo-. Pero continuemos por el camino emprendido. Afirmábamos la necesidad de que la procreación de los hijos tenga lugar en la flor de la edad.

- Es verdad.

- ¿Te muestras de acuerdo conmigo en que los límites propios de esa edad son unos veinte años para la mujer y unos treinta para el hombre?

- ¿A qué años te refieres? -preguntó.

- Entiendo -dije yo- que la mujer debe dar hijos a la ciudad desde los veinte a los cuarenta años. Y que el hombre, una vez que haya pasado su época más fogosa, ha de proporcionar hijos al Estado hasta los cincuenta y cinco años.

- En efecto -dijo-, tanto en la mujer como en el hombre, esa es la época más vigorosa de su cuerpo y de su espíritu.

- Por consiguiente, si algún ciudadano, antes o después de los límites señalados procura hijos a la comunidad, diremos que su falta es impía e injusta, ya que el niño engendrado para la ciudad en forma oculta, nacerá no bajo la protección de los sacrificios y de las súplicas, que tanto las sacerdotisas y los sacerdotes, como toda la ciudad, dirigirán a los dioses por cada matrimonio para que de esos buenos y útiles ciudadanos nazcan hijos mejores y más útiles, sino entre tinieblas y como producto de una funesta incontinencia.

- Desde luego -afirmó.

- Esta ley tiene aplicación -proseguí- en el caso de que alguien en edad de procrear trabe relación carnal con alguna mujer en las mismas condiciones, sin consentimiento de los gobernantes. El hijo que nazca de esta unión lo consideraremos como bastardo, ilegítimo e impío.

- Con mucha razón -dijo.

- Sin embargo, creo yo que cuando las mujeres y los hombres hayan sobrepasado la edad fijada para la procreación, deberán tener libertad para cohabitar con quien deseen, menos con sus hijas o con sus madres, o con las descendientes y ascendientes de éstas. Esta excepción alcanzará a las mujeres con sus hijos y con su padre, o con sus respectivos descendientes y ascendientes. Ahora bien, aún en este caso tendrán que ser advertidos de la necesidad de no dar a luz ningún fruto, el cual, si en efecto naciese a pesar de los obstáculos puestos a ello, no podrá contar con ayuda alguna para su desarrollo.

- Muy atinadas me parecen tus observaciones -observó-. Pero, ¿cómo podrán conocerse unos a otros, los padres y las hijas y todos los demás parientes a los que ahora te referías?

- De ningún modo -respondí-, sino que cada uno considerará como hijos a todos los varones y como hijas a todas las hembras que hayan nacido en el décimo mes, o en el séptimo, a partir de su matrimonio. Y ellos, a su vez, le considerarán como padre. Dará la denominación de nietos a los hijos de sus hijos, y éstos, por su parte, le llamarán abuelo. Y cuantos nazcan en la época de procreación de sus madres y de sus padres, se considerarán como hermanas y como hermanos. Así que, como ahora decíamos, no tendrán contacto alguno entre sí, salvo si se trata de hermanos y de hermanas, a los que la ley dará permiso para que cohabiten, caso de que la suerte decida en este sentido y la pitonisa lo declare abiertamente.

- Sin duda alguna -dijo.


X

- Tal es, Glaucón, la comunidad de mujeres y de hijos que hemos de establecer entre los guardianes de la ciudad. Después de esto convendrá precisar el acuerdo de esta comunidad con todas las demás leyes y la ventaja que posee sobre ellas. ¿O procederemos de otro modo?

- Así, desde luego, por Zeus -replicó.

- ¿Y no señalaremos el comienzo de nuestro acuerdo preguntándonos a nosotros mismos cuál es el mayor bien para la organización de una ciudad, que convenga proponer al legislador como objetivo de sus leyes, y cuál también el mayor mal? Después habrá que investigar si todo lo que ahora hemos considerado se adapta a la huella del bien o si se aparta de la del mal.

- Exactamente -dijo.

- ¿Pero no estimamos como el mayor mal de una ciudad aquello que la divide y hace de ella muchas ciudades en vez de una sola? ¿Y como el mayor bien aquello que la agrupa y la unifica?

- Sin duda alguna.

- ¿Y no une precisamente la comunidad de placeres y de penas, cuando la mayor parte de los ciudadanos gozan y se afligen de la misma manera ante idénticas felicidades o desgracias?

- En efecto -dijo.

- Mas, ¿no desune a la vez la distinción de estos sentimientos, esto es, el hecho de que unos ciudadanos sientan dolor y otros alegría a la vista de lo que ocurre a la ciudad y a los que viven en ella?

- ¿Cómo no?

- ¿Y de dónde tomará origen esta desunión sino de que los ciudadanos no coincidan en la pronunciación de las palabras mío y no mío, y otras por el estilo, referidas a las cosas del prójimo?

- De ahí enteramente.

- Por tanto, ¿consideraremos como la ciudad mejor gobernada aquella en la que se coincida siempre al expresar las palabras mío y no mío?

- Efectivamente.

- ¿Y no será ésta la que tenga más parecido con un solo hombre? Supongamos que uno de nosotros recibe una herida en un dedo: es claro que toda la comunidad corporal que se ordena al alma siente en sí misma la herida en perfecta comunión con la parte rectora, y que además sufre toda ella con el dolor de una de sus partes. Y decimos por eso que el hombre tiene dolor en un dedo. Lo cual ocurre en cualquier otra ocasión, siempre que se habla del dolor de una persona dañada en un miembro, o de su placer cuando aquél se alivia.

- Tienes razón -dijo-. Y como tú decías, la ciudad mejor gobernada es la que vive de manera parecida a ese ser.

- Creo yo, pues, que cuando uno cualquiera de los ciudadanos experimente algo bueno o algo malo, la ciudad que establecimos hará suya esa circunstancia y toda ella se regocijará o sufrirá con él.

- Necesariamente -dijo-, si esa ciudad está bien regida.


XI

- Pues llegado es el momento -añadí- de que vengamos a nuestra ciudad y examinemos si todas estas conclusiones se aplican a ella mejor que a ninguna otra.

- Así debe hacerse -dijo.

- Entonces, ¿hay en las demás ciudades unos gobernantes y un pueblo análogos a los de ésta?

- Sí, los hay.

- ¿Y todos ellos se darán mutuamente el nombre de ciudadanos?

- ¿Cómo no?

- Pero, además de este nombre, ¿qué otro da el pueblo en las demás ciudades a quienes le gobiernan?

- En la mayor parte de ellas, el de señores, y en las democráticas, ese mismo nombre de gobernantes.

- ¿Y qué dice el pueblo de nuestra ciudad? ¿Cómo denomina a sus gobernantes, sin mengua de llamarles ciudadanos?

- Salvadores y protectores -dijo.

- ¿Y ellos al pueblo?

- Pagadores de su sueldo y de su alimento.

- ¿Y cómo llaman en las demás ciudades los gobernantes a los del pueblo?

- Esclavos -dijo.

- ¿Y ellos entre sí?

- Se llaman colegas en el gobierno -afirmó.

- ¿Y los nuestros?

- Compañeros de la misma guardia.

- ¿Podrías decirme, en relación con los gobernantes de las demás ciudades, si tienen entre sí trato de amigos o trato de extraños?

- Debo afirmarte que eso es lo que ocurre.

- Por tanto, ¿al amigo le consideran como algo suyo y al extraño como algo que no lo es?

- En efecto.

- Y, en cambio, ¿tus guardianes podrían considerar o hablar de alguno de sus compañeros como si fuese un extraño?

- De ningún modo -dijo-. Porque estimará que cualquiera de los ciudadanos con los que se encuentren será o su hermano, o su hermana, o su padre, o su madre, o su hijo, o su hija, o un descendiente o ascendiente de éstos.

- Estás en lo cierto al decir eso -observé-, pero contéstame ahora a lo siguiente: ¿les exigirás que usen el nombre familiar o les obligará además a que realicen todas las cosas según ese nombre, demostrando hacia sus padres todo respeto y el cuidado que exige la ley como prueba de sumisión filial? ¿No les harás ver que obrar de otro modo sería indisponerse con los dioses y con los hombres, hasta el punto de que no resultaría piadoso ni justo su comportamiento? ¿Qué otras advertencias sino éstas deberán repetir todos los ciudadanos desde muy pronto en los oídos de sus hijos? ¿No se referirán ante todo al trato que hay que dispensar a los que les designen como padres o en calidad de parientes?

- En efecto -dijo-. Pues sería ridículo que sólo se limitasen a pronunciar sus nombres sin poner de acuerdo los hechos con las palabras.

- En esta ciudad, pues, más que en ninguna otra, se compartirá la felicidad o la desdicha de uno solo y, como hace poco decíamos, estará en boca de todos esa frase de lo mío marcha bien o lo mío marcha mal.

- Nada más cierto -dijo.

- ¿Y no decíamos también que a este modo de pensar y de hablar seguiría la comunidad de placeres y de penas?

- Eso decíamos y con razón.

- Nuestros ciudadanos, en mayor grado que los de otra ciudad, se harán partícipes de todo lo que personalmente se denomina lo mío. Así, con esta participación, tendrán igualmente la mayor comunidad de penas y de alegrías.

- Desde luego.

- ¿Y no habremos de considerar como causa de esto, además de la constitución de la ciudad, a la comunidad de mujeres y de hijos entre los guardianes?

- Sí, más que ninguna otra -dijo.

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