Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO CUARTO


Segunda parte


X

- Escucha, pues -advertí-, por si algo puedes aprovechar de lo que yo digo. Justamente, lo que establecimos al principio, cuando echábamos los fundamentos de la ciudad para que se realizase en todas las circunstancias, eso mismo, por lo menos en mi opinión, viene a ser una forma de la justicia o la justicia sin más. Lo que establecimos y dijimos repetidamente, si quieres hacer memoria, es que conviene que cada cual preste atención a una sola cosa de la ciudad, precisamente a aquella para la que por naturaleza esté mejor preparado.

- Sí, convengo contigo.

- Pero también hemos oído a otros muchos y nosotros mismos repetíamos con frecuencia que el hacer cada uno lo suyo y no tratar de meterse en cosas ajenas constituye la justicia.

- Eso hemos dicho.

- Entonces, mi querido amigo -añadí-, parece que ya encontramos en qué consiste la justicia: no en otra cosa que en hacer cada uno lo suyo. ¿Y sabes de dónde saco esta conclusión?

- No, pero dímela tú -objetó.

- A mi entender -dije yo-, lo que faltaba por considerar en la ciudad, después de haber tratado de la templanza, del valor y de la prudencia, era eso que da a estas cualidades la fuerza que necesitan para subsistir. Si permanece en ellas no hay duda de que las conserva. Decíamos en verdad que si encontrábamos las tres cualidades citadas, la cuarta sería sin duda la justicia.

- Y por fuerza que así ha de ser -observó.

- Pero si hubiese necesidad de discriminar -proseguí- qué cualidad hará a nuestra ciudad mejor, estimo que sería difícil de determinar si la igualdad de opiniones de los gobernantes y de los gobernados, o el hecho de que se mantenga en los soldados la idea legítima e inquebrantable sobre lo que es temible o no, o la inteligencia y la vigilancia en los gobernantes, o, en fin, eso mismo que sobre todo hace buena a la ciudad y que descansa en la ocupación propia y limitada del niño, de la mujer, del esclavo, del hombre libre y del artesano, del gobernante y del gobernado, a sus actividades características.

- Desde luego, sería difícil -dijo-. ¿Cómo no?

- Por consiguiente, y al parecer, esa virtud de que cada cual haga en la ciudad las cosas que le corresponden, rivaliza con la prudencia, la templanza y el valor.

- Indudablemente -afirmó.

- Entonces, al menos, mantendrás a la justicia como rival de aquéllas para la perfección de la ciudad.

- En efecto.

- Considera ahora lo que sigue y dime si te parece lo mismo: ¿corresponderá a los gobernantes en la ciudad el administrar justicia?

- ¿Y por qué no?

- Bien, y cuando eso hagan, ¿qué otro fin tendrán sino el de ocuparse de que nadie posea lo que no es suyo ni se vea privado de lo que le pertenece?

- Ningún otro que el que tú dices.

- Pero, ¿con el pensamiento de que eso es justo?

- .

- Con ello, la posesión y la práctica de lo que a cada uno compete se reconocerá como la justicia.

- Eso es.

- Mira, pues, ahora si estás de acuerdo conmigo. Supón que el carpintero se entremete en el oficio del zapatero o el zapatero en el del carpintero, o bien que uno de ellos, el que sea, se apropia de los instrumentos y la autoridad del otro, o que trata de hacer lo de los dos, ¿te parece que podría causar grave daño a la ciudad?

- No me lo parece -contestó.

- En cambio, creo yo, cuando un artesano o un hombre de espíritu comerciante, engreído por su riqueza, por la multitud de adeptos, por su fuerza o por cualquier otra cosa análoga, trata de introducirse en la clase de los guerreros, o por otra parte, el guerrero en la de los consejeros y guardianes, sin que ambos tengan cualidades para ello, intercambiándose al efecto sus instrumentos y autoridad, o cuando uno mismo intenta realizar todas estas cosas, entonces, a mi entender, y seguramente también en tu opinión, se producen un trastorno y una confusión tales que originan la ruina de la ciudad.

- Doy mi aprobación a lo que dices.

- Por consiguiente, la confusión y el intercambio mutuo de estas tres clases constituyen el mayor daño que puede inferirse a la ciudad y con razón deberían ser calificados de verdadero crimen.

- En efecto.

- ¿Y qué otro crimen mayor contra la ciudad que cometer injusticia con ella?

- Ninguno.


XI

- Pues entonces queda precisado el alcance de la injusticia. Y en sentido inverso podremos decir también: lo contrario de la injusticia y lo que hace que la ciudad sea justa no es otra cosa que la aplicación a su privativo trabajo del linaje de los comerciantes, auxiliares y guardianes.

- Opino -dijo él- que no puede ser de otra manera.

- Sin embargo -advertí yo-, no lo digamos todavía con mucha firmeza. Hemos de trasladar esta idea de la justicia a cada uno de los hombres para comprobar si se realiza en ellos, porque, de ser así, ¿qué más podemos pedir? De lo contrario, tendremos que lanzarnos en otra dirección. Pero ahora debemos dar fin a nuestra investigación considerando si no estaría mejor tratar de observar la justicia antes de nada en aquellos seres más extensos que también la poseen; luego, resultaría mucho más fácil encontrarla en un hombre solo. Hemos juzgado a la ciudad como ese algo más extenso, y así hemos fundado una que se estima la mejor posible, enteramente convencidos de que únicamente en la ciudad buena podría hallarse la justicia. Lo que allí se nos mostró lo trasladaremos al hombre; caso de mantenerse el acuerdo, nada habrá que objetar. Ahora bien, si en el hombre se observan diferencias apreciables, volveremos a la ciudad para realizar de nuevo la prueba, y así, mirando a uno y a otra y poniendo a ambos en contacto, conseguiremos seguramente que salte la chispa de la justicia. Al hacerla vible, la consolidaremos todavía más en nosotros mismos.

- Creo -afirmó- que nos encontramos en el buen camino, y convendrá seguir por él.

- Contéstame ahora -proseguí-; si se dice de una cosa que es lo mismo que otra, aun siendo mayor o más pequeña, ¿puede atribuírsele la semejanza o la desemejanza con ella?

- La semejanza -contestó.

- Por tanto, el hombre justo no diferirá en nada de la ciudad justa en lo que concierne a la idea de justicia, sino que será semejante a ella.

- Indudablemente -afirmó.

- Y, sin embargo, ya se echó de ver que la ciudad es justa cuando las tres clases de naturalezas que existen en ella hacen lo que les corresponde; y moderada, valerosa y prudente, atendiendo a las condiciones y hábitos de esas mismas naturalezas.

- Así es -dijo.

- Por consiguiente, querido amigo, estimaremos que el individuo que tenga en su propia alma esas mismas partes de que hablamos, merecerá ser llamado con razón con el nombre de la ciudad que reúne estas condiciones.

- Será completamente necesario -afirmó.

- Pues entonces, admirado amigo -dije yo-, nos encontramos con una embarazosa cuestión respecto al alma, y es la de saber si tiene o no esas tres partes ya mencionadas.

- Desde luego que no me parece nada fácil -contestó-. Porque posiblemente, Sócrates, sea verdad el dicho de que lo bello es difícil.

- Eso parece -añadí-. Pues has de saber, Glaucón, que en mi opinión, sirviéndonos de los métodos habitualmente empleados, no lograremos nunca nuestro propósito. Mucho más largo y complicado será el camino que nos lleve a él. Pero quizá el método usado sea el adecuado para todo lo que hemos dicho e investigado hasta ahora.

- ¿Y no debemos darnos ya por contentos? -dijo-. A mí, al menos, me parece suficiente con lo dicho.

- -afirmé-, y para mí también basta.

- Pues bien -recalcó-, no te desanimes y prosigue tu consideración.

- ¿Y no tendremos que reconocer por necesidad -añadí- que en cada uno de los ciudadanos se dan las partes y modos de ser que se encuentran en la ciudad? Es a ésta a la que pasan aquéllos. Porque sería ridículo pensar que a las ciudades a las que se atribuye un carácter ardiente, cual ocurre con las de Tracia, Escitia y casi todas las de la zona Norte, no les viene ese carácter de los mismos individuos; o, por ejemplo, el amor al saber atribuible en mayor grado a nosotros, y no menos la afición a las riquezas que es característica de los fenicios y de los habitantes de Egipto.

- Indudablemente -dijo.

- Así es -confirmé yo-, y no resulta difícil reconocerlo.

- No, por cierto.


XII

- Lo que ya no parece fácil es decidir si hacemos todas las cosas por medio de estas tres partes o si aplicamos cada una a la suya propia. ¿Entendemos con uno de los principios, nos irritamos con otro y aún deseamos con un tercero los placeres de la comida, de la generación y otros análogos a éstos, o bien es el alma entera la que nos pone en movimiento para todo ello? Esto es lo que parece difícil de precisar con exactitud.

- También lo creo yo así -dijo.

- Con lo cual la elucidación de esos tres principios deberá realizarse del modo siguiente.

- ¿Y cómo?

- Está claro que un mismo ser no querrá hacer o sufrir al mismo tiempo y con respecto a lo mismo cosas contrarias, de manera que si encontramos que eso ocurre en dichos principios, sabremos en realidad que no son uno solo, sino muchos.

- Desde luego.

- Mantén tu atención en lo que vaya decir.

- Habla.

- ¿Es posible -dije- que una misma cosa se mantenga quieta y se mueva al mismo tiempo y con relación a lo mismo?

- De ningún modo.

- Habrá que asegurarse más para no tener que disentir en adelante. Porque si alguien dijese de un hombre que se encuentra parado y que mueve los pies y la cabeza, que está quieto y se mueve al mismo tiempo, pienso que no sería del todo conveniente lo que dice y que mejor se expresaría afirmando que una parte del hombre está quieta y otra se mueve. ¿No es eso?

- Sin duda.

- Y si el que hablase así quisiese todavía mostrarse gracioso y añadiese que las peonzas se mantienen quietas y giran a la vez cuando se fijan en un punto y dan vueltas sin salirse de este sitio o que lo mismo ocurre con cualquier otro objeto que gira sobre el mismo punto de apoyo, no le daríamos crédito alguno, ya que para nosotros no permanecen quietos y se mueven respecto a la misma parte de sí mismos. Consideraríamos en ellos dos partes, la línea recta y la circunferencia, y afirmaríamos que se mantienen quietos en cuanto a la línea recta, puesto que no se inclinan a ningún lado, pero que en cuanto a su circunferencia se mueven en círculo, y que cuando inclina su línea recta hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia adelante o hacia atrás al mismo tiempo que dan vueltas, entonces no están de ningún modo quietos.

- Así es -dijo.

- Por tanto, no nos llenará de estupor nada de lo dicho, ni podrá tampoco persuadirnos de que hay algo que sea capaz de sufrir, de ser o de hacer cosas contrarias, al mismo tiempo y con relación a lo mismo.

- A mí, desde luego, no me convencerá -afirmó.

- Sin embargo -proseguí-, para que no tengamos necesidad de prolongar nuestras discusiones respecto a todo esto, asegurando que no es verdadero, admitamos que realmente es así y sigamos adelante. Y reconozcamos sobre todo que si en alguna ocasión se aparece de modo distinto, todas las cosas que deduzcamos quedarán sin efecto.

- Es menester hacerlo así -dijo.


XIII

- Pues vamos a ver -añadí-. ¿Querrás admitir que el asentimiento y la negación, o desear un objeto y luego rechazarlo, así como atraerlo y repudiarlo y todo lo que es análogo, son cosas contrarias entre sí, sean acciones o pasiones? Porque nada de esto importa.

- -repuso-, las considero contrarias.

- Pues, ¿qué? -pregunté-. El hambre, la sed y en general todos los apetitos, así como el querer y el desear, ¿no se refieren a esas partes que ahora hemos enumerado? ¿No se dirá, por ejemplo, que el alma del que algo desea tiende siempre a lo que apetece, o que atrae hacia sí lo que desearía poseer, o que en cuanto quiere que se le proporcione, asiente ella a sí misma como si aumentase sus exigencias respondiendo a la pregunta de alguien?

- Estoy de acuerdo con ello.

- Pero, ¿no pondremos el no querer, el no desear y el no apetecer, con el rechazar y alejar de sí, entre las cosas contrarias a las de antes?

- ¿Cómo no?

- Si esto es así, ¿no diremos que hay una clase de apetitos y que los que más claros se nos presentan son los que llamamos sed y hambre?

- Sí, lo admitiremos -asintió.

- Y la primera clase, ¿no es un apetito de bebida, así como la otra de comida?

- En efecto.

- Por tanto, la sed en cuanto sed, ¿será en el alma deseo de algo más que lo que hemos dicho? ¿Podrá admitirse que la sed sea sed de algo caliente, o frío, o de mucha o poca bebida, o, en una palabra, de alguna bebida determinada? ¿O no añade el calor a la sed el deseo de la bebida fría, o el frío el deseo de la bebida caliente? ¿Y no ocurre también que al ser grande la sed se quiere beber mucho, en tanto cuando es pequeña se desea beber poco? Pero la sed en sí misma no es nunca deseo de otra cosa, sino de lo que la naturaleza le exige, esto es, de la bebida en sí misma, al igual que el hambre lo es de la comida.

- No hay duda de ello -afirmó-; pues todo deseo lo es sólo de lo que le conviene por naturaleza, y de tal o cual cualidad, según lo que se le añada.

- Que no nos conturbe nadie -añadí- de manera imprevista advirtiendo que no se desea la bebida en sí, sino bebida buena, ni la comida en sí, sino comida buena. Porque ciertamente todos apetecemos las buenas cosas, y si la sed es un apetito, lo será de algo bueno, bebida o comida, y lo mismo los otros apetitos.

- Quizá resulte de importancia -arguyó- lo que ahora se dice.

- Sin embargo -dije yo-, todas aquellas cosas que tienden a un objeto se refieren indudablemente a él en cuanto son tales cosas, pero a mi entender solamente a su objeto propio consideradas en sí m1smas.

- No lo comprendo -afirmó.

- ¿Y no comprendes asimismo -pregunté- que lo que es mayor lo es por ser mayor que algo?

- Desde luego.

- ¿Y que la relación se manifiesta porque algo también es menor?

- .

- ¿Y que la distancia aumenta entre una cosa mucho mayor y otra mucho más pequeña?

- .

- ¿Tienes algo que oponer a que lo que fue mayor lo haya sido en relación a algo más pequeño, y a que esa relación no se mantenga en el futuro?

- ¿Qué voy a oponer? -contestó.

- La misma relación subsiste no sólo entre lo más con respecto a lo menos, sino entre lo doble con respecto a la mitad y entre las demás cosas de este tipo. Igual ocurre si reparamos en lo más pesado relativamente a lo más ligero, y en lo caliente respecto a lo frío, y en todo lo que sea semejante a esto.

- Desde luego.

- ¿Y qué decir de las ciencias? ¿No se razona con ellas del mismo modo? La ciencia en sí es ciencia del conocimiento en sí o de todo aquello que, sea lo que sea, conviene que se convierta en objeto de conocimiento. Una ciencia, y determinada ciencia, lo es asimismo de un determinado conocimiento. Así, por ejemplo, cuando surgió la ciencia de la construcción, ¿no quedó ya aparte de las demás ciencias y se la denominó en lo sucesivo con el nombre de arquitectura?

- Efectivamente.

- ¿Y no ocurrió así por ser una ciencia especial distinta de todas las demás?

- .

- Pero con ello lo que se hacía era precisarla como ciencia de un objeto determinado. ¿Y no podría decirse lo mismo de las demás artes y ciencias?

- Indudablemente.


XIV

- Creo que ahora comprenderás -dije yo- cuál era mi pensamiento anterior, si es que has entendido mi razonamiento. No he querido afirmar otra cosa sino que las cosas consideradas en sí mismas se refieren a sí mismas, pero que son también tales o cuales cosas cuando hacen relación a tales o cuales objetos. Y no quiere decirse con ello que serán tal cual sean los objetos, pues en este caso habría que hablar de una ciencia de la salud sana y de una ciencia de la enfermedad enferma. Antes bien, el objeto de la ciencia médica no es el objeto de la ciencia en sí, sino uno determinado, en un caso la enfermedad y en otro la salud, lo que hace que ella misma pase a ser ciencia, pero no ciencia simplemente, sino de algo que se le añade y que es el arte médica.

- Ya comprendo lo que quieres decir y me parece que debe ser así -afirmó.

- Y en cuanto a la sed -proseguí-, ¿no la considerarás entre aquellas cosas que tienen un objeto propio y que no es otro que ...?

- Sí, no sigas -dijo-; la bebida.

- Parece, pues, que la sed podrá serlo de una o de otra bebida, aunque la sed en sí no lo sea ni de mucha ni de poca, ni de buena ni de mala bebida, ni, en una palabra, de una bebida especial, sino sólo y por naturaleza de la bebida en sí.

- Enteramente de acuerdo.

- Por tanto, el alma de un hombre que tiene sed no desea otra cosa que beber, y eso es lo único a que tiende y se lanza.

- En efecto.

- Así, pues, si alguna vez, aun teniendo sed, algo tira de ella en sentido opuesto, es que hay en ella otro principio de abstinencia de la sed y distinto del que la empuja brutalmente hacia la bebida. Decíamos ya a este respecto que una misma cosa no puede producir efectos contrarios en relación con el mismo objeto y al mismo tiempo.

- Desde luego.

- De la misma manera, pienso yo, no sería lícito decir del arquero que sus manos rechazan y atraen el arco, sino que una de ellas lo rechaza y la otra lo atrae.

- Estás en lo cierto -dijo.

- ¿Podremos decir que algunas personas aun teniendo sed no desean beber?

- Claro que sí -afirmó-, pues son muchas y ello ocurre también en muchas ocasiones.

- ¿Qué explicación -pregunté- cabe entonces dar a esto? ¿Es que no hay en el alma de estas personas algo que las impulsa a beber y algo que las retiene? ¿Y no es este último principio más poderoso que el primero?

- Eso me parece a mí -replicó.

- Y cuando se origina ese principio que las impide beber, ¿no nace de la razón, en tanto que aquellos otros que las mueven y las arrastran tienen como cansa los padecimientos y las enfermedades?

- También parece ser así.

- No sin razón -dije yo-, hemos de estimar que se trata aquí de dos cosas diferentes, una de las cuales, que es la parte con que se razona, es el principio racional del alma, y la otra, aquello con lo que se desea, se siente hambre y sed. Este último principio también absorbe los demás apetitos y todo lo irracional y concupiscible, como amigo que es de las satisfacciones cumplidas y de los placeres.

- Es natural -asintió- que sea este nuestro pensamiento.

- Precisemos, pues -añadí-, estos dos principios que se encuentran en el alma. Mas, y la cólera y aquello con que nos encolerizamos, ¿deberá ser considerado como un tercer principio o antes bien de la misma naturaleza de los otros dos?

- Quizá -dijo- haya que hermanarlo con el apetito concupiscible.

- Sin embargo -argüí yo-, en cierta ocasión hube de escuchar una historia a la que ciertamente doy mi aprobación: Leoncio, hijo de Aglayón, al subir del Pireo por la parte exterior de la muralla norte, advirtió unos cadáveres que yacían al lado del verdugo. Se desencadenó entonces en él una terrible lucha: sentía irreprimibles deseos de ver los cadáveres, pero a la vez clara aversión y repugnancia hacia ellos. Se cubría el rostro sin cesar hasta que, cediendo a sus deseos, abrió enteramente los ojos y, echando a correr hacia los muertos, exclamó: ¡Ahí los tenéis, desgraciados disfrutad ampliamente del hermoso espectáculo!

- También yo había oído esa historia -afirmó.

- Y habrás visto por ella -observé- que la cólera combate a veces con los apetitos como si fuese algo distinto de ellos.

- En efecto -dijo-, eso parece.


XV

- ¿Y no observamos igualmente -añadí- en muchas otras ocasiones, cuando nuestros deseos se rebelan contra la razón, que nos irritamos contra nosotros mismos y contra el apetito que priva en nuestro interior, y que, como en una lucha partidista de dos enemigos, la cólera se alía entonces con la razón? En cambio, no creo que hayas podido experimentar ni en ti mismo ni en ningún otro que la cólera se ponga de acuerdo con el apetito concupiscible cuando la razón proclame que ya nada queda por hacer.

- No, por Zeus -dijo.

- ¿Y qué hemos de afirmar -añadí- cuando uno piensa que es injusto? ¿No es verdad que cuanto más generoso se muestre, tanto menos podrá irritarse, aunque sufra en sí mismo los rigores del hambre, del frío o de cualesquiera otros males, aplicados por quien estima que obra justamente? Como digo, su cólera no llegará al extremo de despertarse contra ese individuo.

- Así es -dijo.

- Sin embargo, otra es la cuestión si uno piensa que padece la injusticia. ¿No hierve en él la cólera, no se irrita y se alía con todo lo que le parece justo, y a pesar de sufrir hambre, frío y todas las demás cosas análogas a éstas, se sobrepone a ellas, las vence y no cesa en sus esfuerzos hasta que las realiza enteramente o le alcanza la muerte, o, si acaso, se aquieta ante el llamamiento de la razón como un perro a la voz de su pastor?

- Me parece muy bien lo que dices -afirmó-; por eso en nuestra ciudad hemos puesto a los auxiliares como si fuesen perros obedientes a los gobernantes, que son los verdaderos pastores de la ciudad.

- Has comprendido perfectamente -dije yo- qué quería mostrar con mi comparación. Pero presta atención ahora a la reflexión que voy a hacerte.

- ¿Cuál es?

- Que la cólera se nos muestra en estos momentos como todo lo contrario de lo que decíamos hace poco. Pensábamos entonces que en algo concupiscible, mas ahora se aparece tomando las armas en favor de la razón en cuanto se suscita una querella en el alma.

- Nada más cierto -dijo.

- ¿Y habremos de considerarla como algo distinto de la razón o bien como una de las formas de ella, de tal modo que no sean tres, sino dos, lo racional y lo concupiscible, los principios existentes en el alma? ¿O de la misma manera que en la ciudad se mantenían estos tres linajes, el de los comerciantes, el de los auxiliares y el de los magistrados, se encontrará también un tercero en el alma, el apetito irascible, auxiliar por naturaleza de la razón siempre que no se le haya deformado por una mala educación?

- Es necesario -contestó- que exista un tercer principio.

- -afirmé-, a condición de que se muestre distinto del racional, como ya se mostró distinto del concupiscible.

- Cuestión que no parece difícil -dijo-. Porque cualquiera puede observar que los niños, al nacer, están dominados por la cólera, y que algunos incluso no parece que lleguen nunca al uso de la razón; muchos, por lo pronto, demasiado tarde.

- Sí, por Zeus -observé-, es justa tu aclaración. Podría también comprobarse en las bestias lo que tú dices referido a los hombres. Pero, por encima de todo, nos confirmará el aserto la expresión de Homero citada anteriormente:

y golpeándose el pecho, reprendió de esta manera a su corazón.

Aquí se evidencia claramente que Homero quiso representar dos principios distintos: de una parte, la razón que reprende al valor, después de haber reflexionado sobre lo que conviene o no hacer; de otra, el valor irracional.

- Nada tengo que objetar a lo que dices -afirmó.


XVI

- Por tanto -concluí-, aunque con dificultad, hemos llegado a poner de manifiesto que en el alma de cada uno de nosotros se encuentran los mismos principios, y en el mismo número, que en la ciudad.

- Así es.

- ¿No será, pues, necesario que el individuo demuestre ser prudente en la misma medida y por la misma razón que la ciudad?

- ¿Cómo no?

- ¿Y que por el mismo motivo sea valeroso, a la manera de la ciudad, y obre en la misma forma que ésta en todo lo referente a la virtud?

- Necesariamente.

- Pienso yo, Glaucón, que reconoceremos al individuo justo por las mismas razones que a la ciudad.

- También eso es necesario.

- Pero no debemos echar en olvido, sin embargo, que la ciudad era justa porque lo eran también las tres clases de que se componía.

- No creo que lo hayamos olvidado -dijo.

- Recordemos, pues, que cada uno de nosotros sólo será justo en la medida en que haga lo que le corresponde e igualmente las partes que le componen.

- Desde luego -observó-, conviene que lo recordemos.

- ¿Y no es al principio racional al que compete el gobierno, precisamente por su prudencia y la previsión que ejerce sobre toda el alma, y al principio irascible la condición de auxiliar y aliado?

- En efecto.

- ¿No se logrará eso, como decíamos, merced a la combinación armónica de la música y de la gimnasia, que mantendrá la tensión de uno de los principios con sus buenos preceptos y su enseñanza y hará a la vez que el otro se apacigüe y se someta con la armonía y el ritmo?

- Enteramente -dijo.

- Con esta educación y esta instrucción, que es la propia de ellos, dichos principios gobernarán el apetito concupiscible (que ocupa la mayor parte del alma en cada uno y manifiesta por naturaleza su ansia de bienes) y tendrán sumo cuidado de que, lleno aquél hasta el máximo de los llamados placeres del cuerpo, no se haga fuerte en tal grado que deje de realizar las cosas que le competen y trate de doblegar y gobernar aquello que no le corresponde, alterando así por completo la vida de todos.

- Sin duda alguna -dijo.

- ¿No serán también esos dos principios -añadí yo- los que mantengan mejor la vigilancia sobre el alma toda y el cuerpo contra los enemigos externos, tomando por una parte las determinaciones necesarias, luchando y siguiendo por otra al que manda y procurando obedecerle sin mengua alguna de su valor?

- Así es.

- A mi entender, llamaremos a cada uno valeroso, atendiendo a este segundo principio cuando lo irascible conserve su lucidez racional respecto a lo que es temible y a lo que no lo es a través de sus penas y placeres.

- Eso creo yo también -asintió.

- Y será prudente en razón a esa su pequeña parte que manda en él y le da tales enseñanzas, pues así posee la ciencia de lo que conviene a cada cual y a toda la comunidad, con las tres partes que la componen.

- En efecto.

- Pero, ¿no surgirá la templanza por el amor y la armonía de estas mismas partes, cuando lo que gobierna y lo que es gobernado se muestran de acuerdo en que el principio racional debe gobernar y no se sublevan contra él?

- Tanto para el individuo como para la ciudad -afirmó-, no hay otro modo de entender la templanza.

- Y aquél será justo por las razones que ya hemos repetido muchas veces.

- Necesariamente.

- Aunque -dije-, ¿no podrá ocurrir que se nos embote la justicia y que parezca distinta a la que se nos mostró en la ciudad?

- No lo estimo así -contestó.

- Bien, pues si nuestra alma permaneciese todavía en la duda -afirmé-, tendríamos que hacerla desaparecer recurriendo al procedimiento de los absurdos.

- ¿Cuál es?

- Supongamos que hemos de llegar a un acuerdo acerca de la ciudad que mencionamos y del individuo que por naturaleza y educación es semejante a ella. ¿Es de creer que un hombre así, que hubiese recibido un depósito de oro o de plata, sería capaz de cometer un fraude? ¿Quiénes juzgas que habrían de pensar de esta manera sino precisamente los que no estuviesen formados como él?

- Opino como tú -contestó.

- ¿No estaría este hombre muy lejos de cometer sacrilegios, robos y traiciones, tanto públicas como privadas, contra sus amigos o contra las ciudades?

- Desde luego, muy lejos estaría de ello.

- Además, de ningún modo faltaría a sus juramentos y a todas las demás concesiones que hiciese.

- ¿Cómo habría de faltar?

- Los adulterios, el abandono de los padres y la falta de veneración a los dioses, serán cosas atribuibles a otro cualquiera, pero no a él.

- En efecto -contestó.

- ¿Y no hemos de considerar como causa de todo esto el hecho de que están reglamentadas todas las partes de su alma, tanto en lo referente a gobernar como a ser gobernadas?

- Esa y no otra parece ser la causa.

- ¿Podrías encontrar otra virtud que no fuese la justicia, capaz de producir tales hombres y tales ciudades?

- No, por Zeus -contestó.


XVII

- Se ha realizado, pues, aquel ensueño que al principio veíamos con desconfianza. Ya que una vez se han puesto los cimientos de la ciudad, se advierte que, con la ayuda de la divinidad, es posible cierto hallar principio y señal de la justicia.

- Enteramente de acuerdo.

- Para nosotros ya existía, Glaucón, una imagen de la justicia, que nos ha sido de mucha utilidad: no es otra que la de considerar que quien es zapatero por naturaleza debe dedicarse a hacer zapatos y no a otra cosa, y que quien es constructor habrá de emplear su tiempo en las construcciones, y de igual modo todos los demás.

- Así parece.

- Realmente, la justicia parece que es algo de esta clase, pero no en lo que concierne a la acción externa del hombre, sino respecto a su acción interna; es ella la que no permite que ninguna de las partes del alma haga lo que no le compete ni que se entremeta en cosas propias de otros linajes, sino que, ordenando debidamente lo que le corresponde, se rige a sí misma y se hace su mejor amiga al establecer el acuerdo entre sus tres elementos, como si fuesen los términos de una armonía, el de la cuerda grave, el de la alta y el de la media, y todos los demás tonos intermedios, si es que existen. Una vez realizada esta ligazón, y conseguida la unidad a través de la variedad, con templanza y concierto, el hombre tratará de actuar de algún modo, ya para la adquisición de riquezas, ya para el cuidado de su cuerpo, ya para dedicarse a la política o para consagrarse a los contratos privados, juzgando y denominando justa y buena en todas las ocasiones a la acción que conserve y mantenga en él dicho estado, y dando el nombre de prudencia al conocimiento que la presida, así como el de acción injusta a la que corrompa esa ordenación, e ignorancia a la opinión que la gobierne.

- Gran verdad es lo que dices, Sócrates -dijo.

- No creo, pues, que nos engañemos -repliqué-, si decimos que hemos encontrado ya no sólo al hombre justo, sino también a la ciudad justa, así como a la justicia que en ambos existe.

- Por Zeus, desde luego que no -dijo.

- ¿Sentaremos esa afirmación?

- No hay inconveniente.


XVIII

- Sigamos, entonces -añadí-, pues pienso que después de esto todavía tendremos que examinar lo que es la injusticia.

- Indudablemente.

- ¿Y qué otra cosa podrá ser sino una subversión de esos tres principios, su injerencia indiscreta en cuanto no les corresponde y la sedición de una parte del alma contra la totalidad de ella al objeto de usurpar un mando que no le compete, pues precisamente la Naturaleza ha dispuesto esas partes para obedecer o para mandar, según los casos? A mi entender, debemos decir que la perturbación y extravío de esas partes es lo que llamamos injusticia, intemperancia, cobardía e ignorancia y, en una palabra, maldad total.

- Así es -dijo.

- Por tanto -proseguí-, el hacer cosas injustas, el obrar de acuerdo con la justicia o contra ella, ¿no son cosas que conocemos ya perfectamente, sabiendo como sabemos lo que es la injusticia y la justicia?

- ¿Cómo no?

- Porque en esto -dije yo- no hay diferencia respecto a la salud y a la enfermedad. Éstas afectan, en realidad, al cuerpo, pero aquéllas, al alma.

- ¿Y cómo? -preguntó.

- Pues mira, las cosas sanas es indudable que producen la salud, mientras que las nocivas producen la enfermedad.

- .

- ¿Y no produce también la justicia el realizar cosas justas, y la injusticia el actuar injustamente?

- Necesariamente.- Pero producir la salud no es otra cosa que preparar las partes del cuerpo para que dominen o sean dominadas, según su naturaleza; en tanto que producir la enfermedad es alterar este mismo orden, contra lo naturalmente previsto.

- En efecto -afirmó.

- Apliquemos estas razones a nuestro propósito: ¿no es el producir la justicia preparar las partes del alma para que cumplan su cometido, según su naturaleza, y el producir la injusticia atribuir a unas y a otras un gobierno que va contra su naturaleza.

- Desde luego -contestó.

- En consecuencia, y según parece, la virtud es una especie de salud, belleza y buen estado del alma, mientras que el vicio es una enfermedad, deformidad y flaqueza de la misma.

- Estás en lo cierto.

- ¿Y no sabemos que las acciones buenas nos llevan a la adquisición de la virtud y las malas a la posesión del vicio?

- Por fuerza.


XIX

- Al parecer, no nos queda ya otra cosa por investigar sino si es conveniente ser justos, actuar honradamente y consagrarse a la justicia, se conozcan o no los hechos del que obre así, o cometer injusticias y ser injustos, libres del temor a sufrir el castigo o bien obligados a mejorar de conducta.

- En cuanto a mí, Sócrates, estimo ridículo que nos detengamos en esa investigación, porque si creemos que una vez destruida la naturaleza del cuerpo es imposible vivir, aun poseyendo todos los alimentos y bebidas y toda clase de riquezas y de poder, ¿será posible que vivamos cuando se perturbe y corrompa la naturaleza de aquello con lo que vivimos, no obstante conservar la facultad de hacer cuanto desee, a excepción de lo que pueda liberarle del vicio y ayudarle a la adquisición de la justicia y de la virtud? Así parece que debe ser, suponiendo que las cosas ocurran tal como hemos dicho.

- En efecto, resulta ridículo -dije yo-; aunque, sin embargo, puesto que hemos llegado a un punto en el que meridianamente se nos manifiesta esa verdad, quizá no sea lícito que nos detengamos.

- Por Zeus -observó-, de ningún modo debemos desfallecer.

- Atiéndeme un momento -dije- para que puedas advertir bajo cuántas formas se presenta el vicio, por lo menos según lo entiendo yo, y cuáles son las dignas de consideración.

- Ya te sigo -afirmó-; sólo queda que tú hables.

- Pues bien -añadí-, desde la altura de la discusión a la que hemos llegado y que nos revela, como desde una atalaya, la forma única de la virtud y las innumerables que reviste el vicio, podemos precisar las cuatro clases de este último que merecen nuestro examen.

- ¿Qué quieres decir? -preguntó.

- Quiero decir -repuse- que los modos del alma guardan justa relación con los modos de gobierno.

- ¿Y cuántos son?

- Cinco -dije-, tanto en uno como en otro caso.

- Pues enuméramelos -observó.

- Yo digo -repliqué- que es una la forma de gobierno a la que nos hemos referido, pero que puede recibir dos denominaciones: cuando hay un hombre sólo que sobresale entre los demás gobernantes, se llamará monarquía; mas si son muchos, aristocracia.

- Dices la verdad -afirmó.

- Pero esto en nada priva para que la forma de gobierno sea única -observé-. Porque ya sea uno, ya sean muchos los que gobiernen, no se alterarán las leyes fundamentales de la ciudad si se mantienen la educación y la instrucción de que hablamos.

- No es verosímil -repuso.

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