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LIBRO QUINTO
Segunda parte
XII
- Justamente, habíamos convenido ya en que este era el mayor bien de la ciudad, a cuyo efecto comparábamos una ciudad bien constituida con un cuerpo que siente en sí mismo el dolor o el placer de una parte suya.
- No era descaminado ese acuerdo -afirmó.
- Se presenta, por tanto, ante nosotros como el mayor bien de la ciudad la comunidad de hijos y de mujeres entre los elementos auxiliares.
- No hay duda de ello -dijo.
- Pero la convicción común se extiende también a las afirmaciones anteriores: porque decíamos que esos hombres no debían tener ni casa, ni tierra, ni posesión alguna de carácter particular, sino que, recibiendo de los demás su sustento, como pago de su vigilancia, habrían de hacer sus gastos en común para ser considerados como verdaderos guardianes.
- Así es -asintió.
- ¿No les hará, por tanto, más perfectos guardianes todo lo que antes hemos dicho y lo que ahora hemos añadido y, por otra parte, no impedirá que desgarren la ciudad dando el nombre de mío no a una misma cosa, sino uno a una y otro a otra, como sería el caso si cada uno se apropiase de una vivienda para sí y dispusiese de mujer y de hijos a título personal, e incluso considerase como propios y privativos suyos los placeres y las penas? Está claro que con un mismo pensamiento sobre todas estas cosas y tendiendo todos a un mismo fin, compartirán, en la medida de lo posible, los mismos placeres y las mismas penas.
- No puede ponerse en duda -replicó.
- Pero veamos. ¿No desaparecerían también entre ellos los procesos y las acusaciones mutuas, ya que, por así decirlo, no les restaría otra posesión personal que el cuerpo, al ser todo lo demás común? En realidad, ¿cómo iban a producirse ahora aquellas discusiones que se originan entre los hombres por la adquisición de riquezas, o por los hijos y los parientes?
- Necesariamente -dijo-, quedarían libres de ellas.
- No será justo, asimismo, que se den entre ellos procesos por abuso de fuerza o por ultrajes. Pero estimaremos como bueno y conforme a la justicia el que los hombres de la misma edad se defiendan de los coetáneos, imponiéndoles como necesaria la preocupación por su cuerpo.
- Bien dices -asintió.
- Con ello -proseguí- esta ley favorecerá un resultado feliz, a saber, el de que si alguien se deja llevar de la cólera con otro, una vez que la desahogue en éste no tendrá que acudir a mayores disputas.
- Seguramente.
- Se dispondrá igualmente que el más anciano mande y castigue a los más jóvenes.
- Es natural.
- Y en adecuación con esto, el más joven no intentará, como es lógico, usar de la violencia ni golpear al más anciano, sin consentimiento de los gobernantes. A mi juicio, tampoco debe ultrajarle bajo ningún pretexto, pues no se lo permitirán dos guardianes tan celosos como el temor y el respeto; el respeto prohibiéndole tocarle cual si fuera su propio padre, el temor recelando que los demás tomen la defensa del ofendido, unos en calidad de hijos, otros en calidad de hermanos, otros, en fin, en calidad de padres.
- Así ocurre, efectivamente -dijo.
- Por todo ello, nuestros hombres disfrutarán entre sí de una paz completa, en virtud de las leyes.
- Al menos, de una gran paz.
- Y no produciéndose disputas entre ellos, tampoco habrá temor a que surja disensión alguna en la ciudad por parte del resto de los ciudadanos o a que la ciudad misma extreme su desacuerdo.
- Desde luego que no.
- No me atrevo ya a enumerar aquellos males menores de los que se verían libres. Pero es lo cierto que los pobres no tendrán necesidad de adular a los ricos ni experimentarán los disgustos que ocasiona la educación de los hijos y el mantenimiento de los esclavos, con la consiguiente acumulación de riqueza. Privados de esta atención, no habrá lugar a que pidan dinero prestado, ni a que nieguen sus deudas, y menos a que se procuren recursos por cualquier medio para que los administren sus mujeres y sus esclavos. ¡Esas y otras cosas por el estilo, mi querido amigo, que aunque manifiestas para todos, son verdaderamente viles e indignas de referirse!
XIII
- Las ven hasta los ciegos -asintió.
- Apartados, pues, de todo esto, vivirán una vida mucho más feliz que la de los mismos vencedores de los juegos olímpicos.
- ¿Cómo?
- Por la sencilla razón de que esos hombres distan sólo de una parte de la felicidad que se otorga a nuestros guardianes. La victoria de éstos es más hermosa y el alimento que les proporciona el pueblo, más completo. Pues con su victoria alcanzan la salvación de todo el pueblo y ellos mismos y sus hijos reciben por corona el alimento y todas las cosas que la vida exige. Además, a las recompensas que su propia patria les concede, en vida, se añaden unas solemnes ceremonias fúnebres a la hora de la muerte.
- Bien hermoso es todo ello -dijo.
- Y no recuerdas -pregunté- la objeción que nos formuló anteriormente, aduciendo que no hacíamos felices a los guardianes, puesto que, pudiendo poseer todo lo que poseen los demás ciudadanos, nada se les deja en propiedad? Contestábamos a ello que, si a mano venía examinaríamos de nuevo el asunto, pero que por el momento nos interesaba conseguir verdaderos guardianes y hacer a la ciudad lo más feliz posible, sin que nos preocupase en absoluto alcanzar la felicidad para uno solo de los linajes de la ciudad.
- Lo recuerdo -contestó.
- Entonces, ¿cómo consideras ahora la vida de los auxiliares? Si realmente se nos aparece mucho más hermosa y mejor que la de los vencedores en los juegos olímpicos, no hay razón para compararla con la vida de los zapateros o de cualesquiera otros artesanos o labradores.
- No me lo parece -contestó de nuevo.
- Pues bien, aún conviene que repita ahora lo que entonces dije: que si el guardián intenta alcanzar una felicidad que no es la adecuada a su menester, y no le basta la vida llena de moderación y solidez, y mejor que ninguna otra, que nosotros le ofrecemos, sino que llevado de su insensatez y de su elucubración juvenil, trata de apoderarse de cuanto hay en la ciudad, haciendo uso de su poder, conocerá en ese momento la gran sabiduría de esta máxima de Hesíodo: La mitad es más que el todo.
- A mi entender -dijo-, debiera permanecer en su condición primera.
- Te muestras de acuerdo, por tanto -dije yo-, en la comunidad de ambos sexos a que ya nos hemos referido, y que debe manifestarse tanto en la educación de los hijos como en la vigilancia de los demás ciudadanos. Y crees conmigo que las mujeres, bien permanezcan en la ciudad, bien acompañen a sus maridos a la guerra, deberán compartir con ellos, como lo hacen los perros, la vigilancia y las tareas de la caza. Esa comunidad la extenderán hasta donde sea posible, en la convicción de que obrando así no proceden contra la naturaleza de la mujer en sus relaciones con el hombre, pues todo ha de ser común para ambos.
- De acuerdo -dijo.
XIV
- Por consiguiente -añadí-, resta sólo por examinar si es posible, y hasta qué punto, en los hombres, una comunidad como las que existen con los demás animales.
- Te has adelantado a sugerir lo mismo que yo iba a decirte -observó.
- Creo yo -continué- que en lo referente a la guerra está bien claro el modo de hacerla.
- ¿Cómo? -preguntó.
- Pues han de pelear en común y, asimismo, han de llevar a la guerra a sus hijos ya crecidos, para que, al igual que los demás artesanos, vean por sus propios ojos las tareas que les aguardan una vez llegados a la madurez. Y no sólo verán, sino que servirán, ayudarán y obedecerán a sus padres y a sus madres en todo lo referente a la guerra. ¿No has observado cómo se aprende la práctica de los oficios y cómo, por ejemplo, los hijos de los alfareros contemplan y ayudan a sus padres durante mucho tiempo antes de atreverse a trabajar por sí solos?
- Sí, lo he observado.
- ¿Y es que ha de ser menor el cuidado y el empeño que pongan los guardianes en educar a sus hijos que los que demuestran los alfareros con esa práctica y observación tan necesarias?
- Resultaría ridículo -contestó.
- Es cierto, además, que todo animal pelea con más fiereza cuando sus hijos están presentes.
- Sí que lo es. Pero no será también pequeño peligro, Sócrates, el de los que caigan vencidos, lo cual sucede muy bien en la guerra, ya que de esta manera arrastrarán consigo a sus hijos, sin dar ocasión a la ciudad para que pueda resarcirse de esta pérdida.
- Dices verdad -afirmé-; pero, ¿es que piensas acaso que nuestra primera preocupación deba ser la de no exponerles a peligro alguno?
- De ningún modo.
- Entonces, si ha de correrse peligro en algún momento, ¿no podrá ser éste el que proporcione el éxito?
- Claro que sí.
- ¿Y piensas, pues, que resulta de poca monta y no adecuado al peligro el hecho de que contemplen las acciones guerreras esos niños que después, al llegar a hombres, tendrán que intervenir en ellas?
- En relación con lo que dices, es, desde luego, una ventaja.
- Se procurará, por tanto, que los niños sean testigos de la guerra, aunque alejándoles de las situaciones de peligro. ¿No será esto lo conveniente?
- Sí.
- Esas mismas situaciones peligrosas -proseguí- habrán de determinarlas ante todo los propios padres, que, como hombres maduros, sabrán distinguir los riesgos de las campañas.
- Naturalmente -dijo.
- Y así, los llevarán a las que convenga y los apartarán de las peligrosas.
- En efecto.
- Pondrán -dije yo- como jefes de ellos, no a hombres envilecidos, sino más bien a hombres con experiencia y en edad madura, que tengan calidad de pedagogos.
- Eso conviene.
- ¡Ah!, pero diremos asimismo que ocurren muchas cosas imprevistas.
- Desde luego.
- Así, pues, querido amigo, necesario será que los niños tengan alas desde la edad más temprana, a fin de que, si preciso fuere, puedan huir de los peligros remontando el vuelo.
- ¿Cómo dices? -preguntó.
- Quiero indicarte que ya desde la primera infancia deben ser enseñados a montar a caballo, para conducirles luego, una vez adiestrados, a los lugares de la lucha, pero no en caballos ardientes y belicosos, sino en otros más rápidos y más dóciles. De esta forma verán mejor y con más seguridad el menester que les espera, e incluso podrán salvarse, si fuese necesario, siguiendo a sus jefes de más edad.
- Me parece que tienes razón -dijo.
- Vamos ahora con las cosas de la guerra -proseguí-. ¿Cómo habrán de comportarse los guerreros entre sí y con sus enemigos? ¿Te parece bien o no lo que yo pienso?
- ¿Y qué es lo que tú piensas?
- ¿No convendrá relegar al oficio de artesano o de labrador -pregunté- a todo aquel que abandone las filas o arroje de sí el escudo o haga cualquier otra cosa que demuestre su cobardía?
- Indudablemente.
- ¿Y qué diremos del que caiga vivo en poder de los enemigos? ¿No deberá considerarse como botín de guerra de estos para que procedan con él a su libre antojo? Y, en cambio, todo aquel que se distinga por su valor, ¿no deberá ante todo ser coronado en el mismo campo de batalla por sus camaradas de armas, jóvenes y niños? ¿No te parece así?
- Yo, al menos, así lo estimo.
- Entonces, ¿no será también justo que le dé la mano?
- Desde luego.
- Sin embargo, no creo que apruebes lo que voy a decir ahora -añadí.
- ¿Y qué es?
- Pues eso lo considero más justo que ninguna otra cosa -dijo-. Y añadiré a lo ya expuesto que, mientras dure la campaña, debe permitírsele besar a quien él quiera, sin impedimento de ninguna clase. Porque, precisamente, si siente pasión amorosa por alguien, sea hombre o mujer, su corazón arderá en deseos de probar su valor.
- Muy bien dicho -observé-. A disposición del hombre valeroso, y más que de ningún otro, estará la elección de mujer, que podrá realizar con más frecuencia en orden a conseguir un mayor número de hijos.
- Ya se ha dicho eso -afirmó.
XV
- Según Homero, es muy natural que estos jóvenes valerosos sean honrados de otra manera. Y él mismo nos refiere cómo Áyax, héroe de la guerra, fue distinguido con un lomo descomunal, premio que resultaba apropiado para un guerrero joven y valiente, al objeto de que, a la vez que recibía honra, aumentase también en vigor.
- Justa recompensa -dijo.
- Por tanto, seguiremos en esta cuestión a Homero -agregué-. Nuestro deber será honrar a los valientes y a cuantos demuestren serIo, en los sacrificios y ocasiones semejantes, con himnos y con todas las cosas que venimos diciendo. Y además de esto, se les ofrecerán asientos, carnes y copas rebosantes, para que estos hombres y mujeres, calificados por su valor, reciban una honra que les robustezca.
- Nada mejor -dijo.
- Desde luego. Pero para aquellos que mueran gloriosamente y con las armas en la mano, ¿no será menester ante todo la calificación de hombres de la raza de oro?
- En alto grado.
- ¿Seguiremos también a Hesíodo cuando, refiriéndose a la muerte de los de este linaje, dice que se convierten en genios sagrados, que habitan en la tierra, - Sí, le seguiremos. - ¿Y consideraremos oportuno preguntar a la divinidad de qué modo eminente ha de enterrarse a estos genios con apariencia de dioses? No hay duda que hemos de proceder conforme a sus indicaciones. - ¿Qué otra cosa podríamos hacer? - Ya en lo sucesivo, sobre sus tumbas prodigamos nuestra veneración y nuestras súplicas, cual se tratase de genios tutelares. Y estas mismas honras serán dispuestas para aquellos que mueran viejos o en cualquier otra circunstancia, pero después de una vida altamente encomiable. - Nada más justo -afirmó. - Bien. Y con respecto a los enemigos, ¿cómo procederán nuestros soldados? - Pero, ¿en qué? - Primeramente, en la cuestión de la esclavitud. ¿Te parece justo que las ciudades griegas reduzcan a la esclavitud a hombres de su raza, o no convendrá, por el contrario, habituarlas en lo posible a que demuestren consideración hacia el linaje griego, evitando así el caer bajo la esclavitud de los bárbaros? - Esa consideración -respondió- es de todo punto necesaria. - Por consiguiente, ¿no será procedente que nosotros adquiramos esclavos griegos, ni estará de más aconsejar en este sentido a todos los demás griegos? - Indudablemente -contestó-. Así, volverán las armas más bien contra los bárbaros y se abstendrán de hacerlo contra sus hermanos de raza. - Entonces, una vez alcanzada la victoria, ¿te parece bien que despojen a los muertos de otra cosa que de sus armas? ¿No es ello un pretexto para que los cobardes abandonen la lucha haciendo como que realizan algo necesario cuando se agachan ante un cadáver? ¿Acaso no ha perdido a muchos ejércitos esta ansia de botín? - En efecto. - ¿No resulta innoble y propio de un ánimo codicioso el saquear a un cadáver? ¿No debe considerarse tal hecho como indicio de un alma pequeña y femenina? Pues, ¿a qué estimar como enemigo el cuerpo de un muerto una vez que ha volado de él la enemistad y sólo queda el arma con que luchaba? ¿No crees que los que hacen esto proceden igual que los perros, que dirigen su cólera hacia las piedras que les lanzan, sin preocuparse absolutamente nada de la mano que las arroja? - Eso creo, ni más ni menos -dijo. - ¿Permitiremos todavía el saqueo de los muertos y mantendremos la prohibición de que se lleven los cadáveres? - No, por Zeus, no lo permitiremos -contestó. XVI - Ni creo conveniente que traslademos a los templos, para consagrarlas, las armas de lo vencidos, y desde luego, de ningún modo, las de los griegos; si es que tiene algún valor para nosotros la buena disposición hacia los demás griegos, aumentaría nuestro temor de que con ello se manchasen los lugares sagrados, al llevar allí los despojos de los vecinos; eso si ya la divinidad no dispone otra cosa. - Desde luego -dijo. - ¿Y para qué mencionar la disgregación de la era helénica y el incendio de sus casas? ¿Cuál sería la acción de tus soldados en relación con los enemigos? - Si tú no tuvieses inconveniente en darla a conocer, desearía escuchar tu opinión sobre este asunto -afirmó. - Pues mira -contesté-, a mi juicio no deberán realizar ninguna de esas dos cosas, sino únicamente privarles de la cosecha del año ¿Quieres saber la razón de esto? - Claro que sí. - A mí me parece que así como se nombran de manera distinta la guerra y la sedición, así también se dan dos realidades diferentes que corresponden a esos nombres. Y te diré que una de ellas es la que tiene lugar entre parientes y allegados; la otra, entre personas ajenas y extrañas. La enemistad entre parientes recibe el nombre de sedición, pero entre extraños, el de guerra. - No dices nada que parezca inconveniente -observó. - Mira si lo que voy a decir está de acuerdo con lo anterior: sostengo que el linaje helénico tiene entre sí relaciones de sangre y de parentesco, pero afirmo también que es ajeno y extraño al linaje de los bárbaros - Estás en lo cierto -dijo. - Estableceremos, por consiguiente, que los griegos pueden combatir con los bárbaros y los bárbaros a su vez con los griegos, por tratarse de enemigos naturales. Esa lucha sí que podremos denominarla como una verdadera guerra. Pero cuando los griegos peleen entre sí, tendremos que decir que son amigos los que combaten y que es entonces una enfermedad y una disensión la que se produce en Grecia. A ésta le aplicaremos el nombre de sedición. - Mi opinión en esto no es otra que la tuya -dijo. - Con lo cual puedes considerar -proseguí- a tenor de nuestro acuerdo, la división que se produce en la ciudad cuando unos y otros ciudadanos se dedican a talar los campos y a quemar las casas ajenas. ¿No te parece abominable esa sedición y los ciudadanos que a ella se entregan poco generosos con la ciudad? Si otra cosa pensasen, es claro que no se atreverían a destruir a su madre y nodriza ¿No deberían los vencedores colmar la medida de su victoria privando a los vencidos de la cosecha anual y pensando por otra parte que habrán de reconciliarse con ellos una vez que finalice la guerra? - Esa manera de pensar -dijo- es mucho más humana que la otra. - Entonces -pregunté-, ¿no es una ciudad helénica la que tú intentas fundar? - Conviene que lo sea -afirmó. - En sus ciudadanos, pues, resplandecerá la bondad y la humanidad. - Lógicamente. - ¿Y no serán asimismo amantes de los griegos? ¿No considerarán a Grecia como algo propio y no participarán de los mismos ritos religiosos que los demás griegos? - Es muy natural. - Justificarán sus diferencias con los demás griegos dándoles el nombre de discordias y nunca las llamarán guerras. - Desde luego. - ¿Y tendrán en cuenta esa posibilidad de reconciliación antes mencionada? - Con mucho. - Por tanto, se mostrarán benévolos y no les castigarán con la esclavitud ni con la muerte siendo, antes bien, consejeros que enemigos de los demás griegos. - En efecto -dijo. - Y al considerarse como griegos no procederán a talar los campos de Grecia, ni quemar sus casas, ni sostendrán la opinión de que en cada ciudad griega todos han de ser enemigos suyos, ya sean hombres, mujeres o niños. Al contrario, verán que siempre son unos pocos los enemigos que originan la discordia. Y por todo ello, no querrán talar sus tierras, en la idea de que la mayoría son amigos, ni destruir sus casas, sino que se limitarán a usar de la fuerza hasta el momento en que los culpables de la discordia se vean forzados a sufrir el castigo a cuenta del dolor de los inocentes. - Convengo contigo en que así deben proceder nuestros ciudadanos con sus adversarios, y con los bárbaros, sobre todo, de la manera que proceden hoy los griegos entre sí. - ¿Debemos, pues, imponer esta norma a los guardianes, esto es, que no talen las tierras y no quemen las casas? - Desde luego -dijo-, y consideraremos necesarias tanto ésta como las anteriores. XVII - Pero me parece a mí, Sócrates, que si se te deja seguir vas a omitir el tratar de aquello que te ocupaba en un principio: la posibilidad de un régimen tal y hasta qué punto es posible. En efecto, si esa ciudad existiese, sólo bienes reportaría, y aún tendría yo que añadir algunos a los que tú has enumerado. Así, al no tener que abandonarse unos a otros, lucharían mucho mejor contra los enemigos, ya que se reconocerían y se darían a sí mismos los nombres de hermanos, de padres o de hijos. Por otra parte, si las mujeres combatiesen con ellos, bien en primera línea, bien en la retaguardia, para imponer respeto al enemigo o para ser utilizadas, si preciso fuere, en un momento de gravedad, creo que podría considerárseles invencibles. Veo también cuán grandes serían los beneficios en la paz, y que ahora se dejan a un lado. Accedo a que todo eso ocurriese, e incluso otras mil cosas, si el régimen de que hablamos se realizase, pero no juzgo necesario que hables de él por más tiempo. Lo importante es persuadirnos de su viabilidad y de su posible realización; poco importa, pues, todo lo demás. - ¡Buen ataque -exclamé- has verificado contra mi discurso, sin tregua alguna para que me repusiese! Posiblemente no te hayas parado a pensar que después de haber escapado con dificultad de tus dos primeras oleadas me lanzas ahora la tercera, que es la mayor y más difícil. Ahora bien: tú mismo la verás y la escucharás, y después de ello alcanzarás la razón de mi retraimiento; comprenderás fácilmente el porqué de esa vacilación y el temor que sentía a considerar una proposición tan increíble. - Pues bien: cuantos más pretextos pongas -contestó-, más estrecharemos el cerco para que nos des a conocer la viabilidad del régimen de que tratamos. Habla y no nos hagas perder tiempo. - Y bien -añadí-, debemos recordar ante todo que hemos llegado hasta aquí tratando de investigar qué es la justicia y qué es la injusticia. - Exacto -dijo-; pero, ¿a qué viene esto? - A nada. Sin embargo, cuando descubramos la naturaleza de la justicia, ¿estimaremos que el hombre justo no debe diferenciarse en nada de ella, sino que, por el contrario, ha de adaptarse a ella en todo? ¿O nos bastará si acaso que esté lo más cerca posible y que participe de ésta más que los otros hombres? - Sí, eso nos bastará -contestó. - Buscando un modelo de justicia -dije yo-, investigábamos lo que era en sí la justicia y el hombre perfectamente justo, caso de existir, y nos fijábamos asimismo en la injusticia y en el hombre más acusadamente injusto. De este modo, viéndoles a ellos y observando esos dos modelos de felicidad y de infelicidad, nos sentíamos obligados a convenir con nosotros mismos que nuestra semejanza con aquellos nos proporcionaría un destino análogo. Pero con esto no pretendíamos demostrar que dichos modelos pudiesen existir. - Estás en lo cierto -observó. - ¿Crees acaso que perdería algo la calidad del pintor que después de haber pintado el modelo humano más hermoso y con los retoques más perfectos no fuese capaz de probar la existencia de ese hombre? - No, por Zeus -repuso. - Entonces, ¿no diremos también que en nuestra conversación dábamos a conocer el modelo de ciudad más perfecta? - Desde luego. - ¿Piensas, pues, que nuestro discurso no tiene sentido alguno si no podemos demostrar la posibilidad de una ciudad como la que mencionamos? - No lo creo -dijo. - Entonces, esa y no otra es la verdad -apunté-. Pero si es preciso que me esfuerce en darte gusto, esto es, que te demuestre la posibilidad de un régimen semejante, tendrás que coincidir conmigo en los puntos de la demostración. - ¿Y cuáles son? - ¿Te parece que la práctica está de acuerdo con la palabra, o estimas quizá que la acción se enlaza menos con la verdad que la palabra, eso aunque no lo parezca a todo el mundo? Dame tu opinión a este respecto. - Te sigo en todo -dijo. - Por tanto, no tiene objeto el obligarme a demostrar que las cosas han de ocurrir enteramente como las presentamos. Ahora bien, si nos es posible ofrecer una ciudad real lo más cercana posible a la mencionada, te verás precisado a conocer que es factible realizar lo que tú pretendías. ¿O no te darás aún por satisfecho con esto? Yo, desde luego, ya lo consideraría suficiente. - Y yo también -afirmó. XVIII - Después de esto, parece que debamos investigar y hacer manifiesto qué es lo que ahora se realiza más en las ciudades para que no se viva en la forma descrita. También convendría precisar qué cambios serían necesarios para alcanzar ese régimen de que hablamos. Limitémonos a uno solo, y si no, a dos, aunque, en todo caso, al menor número y al más viable. - De completo acuerdo -asintió. - Podremos afirmar -añadí- que con sólo realizar un cambio sería posible la demostración de que todo cambiaría súbitamente. Ese cambio no es pequeño ni fácil, pero sí posible. - ¿Y cuál es? -preguntó. - Te diré -respondí- que hemos llegado precisamente a lo que considerábamos la ola mayor; continuaré, pues, mi discurso, aunque, como ola que rompiera a reír de pronto, me hunda sin más en el ridículo y en el menosprecio. - Habla -dijo. - Mientras los filósofos -proseguí- no se enseñoreen de las ciudades o los que ahora se llaman reyes y soberanos no practiquen la filosofía con suficiente autenticidad, de tal modo que vengan a ser una misma cosa el poder político y la filosofía, y mientras no sean recusadas por la fuerza las muchas naturalezas que hoy marchan separadamente hacia uno de esos dos fines, no habrá reposo, querido Glaucón, para los males de la ciudad, ni siquiera, al parecer, para los del linaje humano. Tampoco podrá pensarse en la posibilidad de ese régimen y que vea la luz del sol una ciudad como la descrita. Y esto es lo que yo no me atrevía a decir hace un momento, al observar que mi opinión chocaría en grado sumo con la de los demás. Porque es difícil aceptar que ninguna otra ciudad, sino la nuestra, sea capaz de traducir la felicidad al ámbito público y privado. - En efecto, Sócrates -dijo-, tus palabras y tu discurso van a causar estupor. Y puedes pensar que al hablar así, muchos hombres, y no los más despreciables, van a despojarse de sus mantos, y tomando en estas condiciones lo que cada uno encuentre a mano, se lanzarán sobre ti, dispuestos a lo que sea. Si no puedes rechazarlos y escapar de ellos con tus razones, sospecho que recibirás un castigo adecuado a tu atrevimiento. - ¿Y por qué no confiesas tu propia culpabilidad? -pregunté. - Me afirmo en ella -contestó-. Y no sólo no he de abandonarte, sino que te defenderé con todas mis fuerzas. Confío para ello en mi favorable disposición de ánimo y en mis propias exhortaciones, con las que podré contestar a tus preguntas quizá más acertadamente que ningún otro. Haciendo uso de esta ayuda, intenta convencer a los incrédulos de la verdad de tu pensamiento. - Lo intentaré -dije yo-, confiado en ese gran auxilio que me ofreces. Pero si hemos de salir indemnes de esos hombres de que hablas, me parece necesario precisar cuáles son los filósofos que nosotros pretendemos para rectores de la ciudad. Una vez dados a conocer, será más factible la defensa y podrá mostrarse también que a unos hombres conviene por naturaleza dedicarse a la filosofía y dirigir la ciudad y a otros, en cambio, prescindir de ella y no hacer otra cosa sino seguir al que manda. - Creo que es el momento de precisarlo -afirmó. - Pues entonces, sígueme, si estimas que hemos dado en algún modo con el buen camino. - Te sigo -contestó. - ¿Precisaré recordarte -dije yo-, o tú mismo serás el encargado de hacerlo, que cuando decimos que alguien ama alguna cosa, debe mostrarse, para hablar con exactitud, que no es a una parte de la cosa a la que ama y a la otra no, sino a la cosa en su totalidad? XIX - Me parece que tendrás que recordármelo -observó-, porque no puedo descubrir qué es lo que quieres decir. - Tus palabras, Glaucón -proseguí-, estarían mejor en boca de otro que en la tuya. Porque a un hombre como tú, experto en cuestiones de amor, no le conviene olvidar que todos los jóvenes agraciados hacen mella de algún modo en el ánimo de un corazón amante, moviéndole a que los juzgue dignos de sus cuidados y de sus zalemas ¿O no es así como procedéis en tales casos? A uno, porque es chato, le alabáis sus gracias; y os atrevéis a decir de la nariz aguileña de otro que es una nariz propia de un rey, y de la de un tercero, intermedio entre esos dos, que resulta del todo proporcionada. De los jóvenes morenos afirmáis que son varoniles, pero de los blancos decís que son hijos de los dioses. ¿Y quién pudo inventar ese nombre de pálido como la miel sino un amante empequeñecido por el amor y condescendiente con la palidez del amado, cuando éste se encuentra en la flor de la edad? En una palabra, apeláis a todos los pretextos y os dejáis llevar de todos los recursos de la voz, con tal que no os rechace ninguno de los jóvenes en su primavera de la vida. - Si es que quieres -dijo- tomarme como muestra de lo que hacen los enamorados, lo acepto para no invalidar tu argumentación. - Por tanto -respondí-, ¿no adviertes que hacen lo mismo los amigos de la bebida? ¿No saludan alborozados cualquier clase de vino que se les presente? - Desde luego. - Y un ejemplo por el estilo, a mi entender, te lo ofrecen los ambiciosos, los cuales, cuando no pueden mandar todo un ejército, se dan por satisfechos con dirigir una tercera parte de una tribu, y si no alcanzan la honra de los hombres grandes y venerables, consideran suficiente el honor que les dispensen los pequeños e ineptos, porque al fin y al cabo están deseosos de honores a cualquier precio. - Tienes razón. - Ahora deberás contestar afirmativa o negativamente a lo que voy a preguntar: si decimos de alguien que está deseoso de una cosa, ¿queremos dar a entender con ello que la desea en su totalidad o que sólo apetece una parte y la otra no? - Creo que la desea en su totalidad -contestó. - Por consiguiente, ¿diremos también del filósofo que ama la sabiduría no en parte, sino en su totalidad? - Sí, eso diremos -replicó. - Del que siente aversión por el estudio, sobre todo si es joven y aún no tiene conciencia de lo que es útil o no, difícilmente podríamos afirmar que está deseoso de saber o que es filósofo, lo mismo que no diremos del hombre al que repugna la comida que es hombre que siente hambre o ansia de comer, sino que es inapetente. - Y lo afirmaríamos con razón. - Pero al que se deja llevar con verdadera inclinación hacia toda clase de enseñanza, y al que trata de aprender, siempre con insaciable contento, a ese sí que le llamaremos con justicia filósofo. ¿No es eso? Y Glaucón respondió: - Pues creo que vas a encontrar muchos y extraños seres de esa clase. De tal naturaleza me parecen todos los aficionados a espectáculos, deseosos también de llegar a saber, y más extraños resultan los amantes de las audiciones para que se les considere como filósofos. Ciertamente, estas gentes no vendrían con gusto a escuchar estos discursos, sino que, cual arrendadores de ovejas, andarían de un lado para otro dispuestos a prestar atención a todos los coros de las fiestas dionisias, fuese en la ciudad o en una simple aldea. A todos éstos, e incluso a aquellos otros que sólo mostrasen deseos por las artes más íntimas, ¿podríamos llamados filósofos? - De ningún modo -dije-; únicamente, si acaso, semejantes a filósofos. XX - Entonces, ¿a quiénes llamas tú verdaderos filósofos? -preguntó. - Tan sólo -le respondí- a los que gustan de contemplar la verdad. - Estás sin duda en lo cierto -dijo-; pero, ¿qué quieres dar a entender con eso? - No resultaría fácil -respondí- hacérselo saber a otro, pero creo que tú llegarás a mostrarte de acuerdo conmigo en esta cuestión. - ¿A qué te refieres? - No te será fácil comprender que, siendo lo bello contrario de lo feo, se trata en realidad de las dos cosas distintas. - ¿Cómo no? - Al ser, pues, dos cosas distintas, cada una de ellas es una, ¿no es eso? - Desde luego. - La misma razón habría que aducir respecto de lo justo y de lo injusto, de lo bueno y de lo malo y de todas las demás ideas. Cada una de ellas es una distinta, pero al entrar en comunidad con las acciones, con los cuerpos y con todas las demás cosas, se aparece con multitud de formas. - Hablas con razón -dijo. - Por este motivo -continué-, establezco una clara distinción; y de un lado, coloco a los que tú mencionabas hace un momento, esto es, a los amantes de los espectáculos, a los predispuestos para la técnica y a los hombres de acción; de otro, en cambio, a los únicos que rectamente pueden ser llamados filósofos, y que son los ya mencionados. - ¿Cómo dices? -preguntó. - Digo, en realidad -contesté-, que los amantes de las audiciones y de los espectáculos se complacen en degustar buenas voces, colores y formas, y todas aquellas cosas en las que entran estos elementos, pero que su mente no es en cambio capaz de ver y abrazar lo bello en sí mismo. - Así ocurre, sin duda alguna -dijo. - ¿No son ciertamente bien escasos los hombres capaces de acercarse contemplativamente a lo bello en sí mismo? - Desde luego. - El que piensa en las cosas bellas, pero no en lo bello en sí mismo, y, por otra parte, tampoco es capaz de seguir en su carrera al que le lleve hasta el conocimiento de su idea, ése, ¿te parece que vive en un sueño o despierto? Fíjate bien. ¿Qué otra cosa es la ensoñación, sino esto mismo; es decir, ya en sueños, ya despierto, tomar la sombra de una cosa por la cosa misma, pensando en las relaciones de semejanza? - En efecto -contestó-, yo diría, del que esto hiciese, que está soñando. - Entonces, aquel que, por el contrario, juzga que existe algo bello en sí mismo y que puede llegar a contemplarlo, e incluso las cosas que son participación de la belleza, eso sin pensar que las cosas bellas son lo bello en sí y viceversa, ¿te parece a ti que vive despierto o como en un sueño? - Muy despierto -replicó. - Por tanto, ¿diremos justamente que el pensamiento de este último constituye verdadera ciencia, y que el del otro, en cambio, es sólo mera opinión? - Indudablemente. - ¿Y qué diremos si se vuelve contra nosotros ese hombre al que atribuimos la opinión, pero no el conocimiento, y si sostiene que no decimos la verdad? ¿Tendríamos medios para apaciguarle y para convencerle suavemente, ocultándole, sin embargo, que no está en su razón? - Conviene que así sea -dijo. - Pues bien, considera entonces lo que hemos de decirle. ¿Quieres acaso que le preguntemos, diciéndole que no sentiremos envidia de él por el hecho de que sepa algo, sino que, por el contrario, estaríamos gustosos Je disfrutar de su conocimiento? Dinos, por ejemplo: el que conoce, ¿conoce algo o no conoce nada? Tú podrás responderme por él. - Mi respuesta -contestó- es que conoce algo. - Pero, ¿algo que existe o que no existe? - Algo que existe, pues, ¿cómo podría conocerse lo que no existe? - ¿Tenemos, por tanto, como suficientemente demostrado que, desde cualquier punto de vista, lo que existe absolutamente es también absolutamente cognoscible, y que lo que de ninguna manera existe, de ninguna manera también puede ser conocido? - Como enteramente suficiente. - Bien. Supongamos ahora que hay algo que existe y a la vez no existe. ¿No lo consideraríamos como intermedio entre lo puramente existente y lo que de ninguna manera existe? - Sí, como intermedio. - Así, pues, si respecto a lo que existe se da un conocimiento, y respecto a lo que no existe una ignorancia por demás necesaria, ¿habrá que buscar también sobre ese otro intermedio algo que lo sea a su vez entre la ignorancia y el saber en el supuesto de que en efecto exista? - Creo que sí. - ¿Diremos, por tanto, que hay algo llamado opinión? - ¿Cómo no? - ¿Y su poder es distinto o análogo al de la ciencia? - Distinto. - Entonces, la opinión se ordena a una cosa, y la ciencia a otra, cada una a tono con su propia potencia. - Así es. - La ciencia se dirige a lo que naturalmente existe, en el deseo de conocer lo que es el ser. Aunque me parece que todavía queda por hacer aquí una distinción. - ¿Cómo? XXI - Admitiremos que las potencias son una cierta clase de seres que nos revisten del poder de que nosotros disfrutamos. En el mismo caso está todo aquello que tiene algún poder. Si comprendes lo que quiero decir al usar este nombre específico, mencionaré como potencias la vista y el oído. - Lo comprendo -dijo. - Escucha, pues, mi parecer sobre ellas. Yo, desde luego, no veo en la potencia color alguno, ni forma, ni nada que se les semeje. No ocurre aquí como en otras muchas cosas, donde se pueden deslindar los campos perfectamente. Al considerar la potencia, sólo me fijo en aquello para que sirve, y en lo que ella misma realiza; de esto me valgo para asignar nombre a cada una, hasta el punto de que doy la misma denominación a la que está ordenada a lo mismo y produce también lo mismo, y denominación diferente, en cambio, a la que esta ordenada a otra cosa y produce igualmente algo distinto. ¿No es eso también lo que tú haces? - Sí, eso hago -contestó. - Volvamos de nuevo al meollo de la cuestión, querido amigo -dije-. ¿Afirmas tú que la ciencia es realmente una potencia o la incluyes en algún otro linaje de seres? - Estimo -replicó- que es una potencia, y de las más poderosas. - Por tanto, ¿también cabe considerar a la opinión como una potencia, o, por el contrario, hay que pasarla a otro campo? - A ninguno -dijo-; porque la opinión no es otra cosa que aquello con lo que nos es dado opinar. - Pero no es esto lo que afirmabas hace un momento, cuando admitías la distinción entre la ciencia y la opinión. - ¿Y cómo podría mantener una persona razonable -respondió- que lo infalible se vincula con lo que no lo es? - Con ello se pone en claro -observé- que la opinión es para nosotros algo distinto a la ciencia. - Desde luego. - ¿No tiene cada una de ellas objeto diferente en virtud de la distinción de su potencia? - Necesariamente. - Así, ¿no se ordena la ciencia a lo que existe a fin de conocer cómo es el ser? - Sí. - La opinión, en cambio, ¿no decimos que está para opinar? - Sí. - ¿Versan ambas sobre lo mismo? ¿Son la misma cosa el objeto de la ciencia y el objeto de la opinión? ¿O es de todo punto imposible? - Imposible -dijo-, de acuerdo con lo ya convenido. Si cada potencia se orienta por naturaleza a un determinado objeto, y ambas, opinión y ciencia, son virtualmente distintas, como afirmábamos, se deduce fácilmente de ello que no cabe en lo posible identificar lo cognoscible y lo sujeto a opinión. - Si, pues, el objeto de la ciencia es el ser, ¿no será el de la opinión algo distinto al ser? - En efecto. - ¿Habrá opinión sobre lo que no existe? ¿O es imposible en realidad opinar sobre esto? Presta atención ahora: el que opina, ¿no formula opinión sobre algo? ¿Es posible una opinión que verse sobre nada? - Imposible. - Por consiguiente, el que opina, opinará sobre algo. - Sí. - ¿Y es algo lo que no existe, o convendrá designarlo, con toda razón, con el nombre de nada? - Con el de nada. - ¿Y no atribuimos la ignorancia forzosamente a lo que no existe, y la ciencia, en cambio, a lo que existe? - Justamente -dijo. - Por tanto, ¿no se opina sobre lo que existe y lo no existente? - Desde luego. - ¿No cabe, pues, para la opinión el denominarla con el nombre de ignorancia o de conocimiento? - No lo parece. - ¿Queda entonces fuera de estas dos cosas, y se muestra con más luz que la ciencia o más oscura que la ignorancia? - ¿No te resultará la opinión -pregunté- más oscura que la ciencia y más clara que la ignorancia? - Y con mucho -contestó. - ¿Podemos, pues, colocarla entre ambas? - Sí. - Será luego intermedia entre una y otra. - Ciertamente. - ¿Y no decíamos hace un momento que, caso de que apareciese algo a la vez existente y no existente, habría que colocado entre lo que puramente existe y lo absolutamente privado de existencia? ¿No afirmábamos también que sobre ello no se daría la ciencia y la ignorancia, sino más bien lo que se encuentre intermedio entre ambas? - Y lo decíamos con razón. - Pero, ¿no se nos presenta ahora, intermedio entre la ciencia y la ignorancia, eso que llamamos opinión? - Sí, se presenta. XXII - Sólo nos resta por investigar, al parecer, aquello que participa de una y otra cosa, esto es, del ser y del no-ser, y a lo que en realidad de verdad podemos designar con uno u otro nombre. Si logramos encontrarlo, podremos hablar rectamente del objeto de la opinión, asignando los extremos a los extremos y lo intermedio a lo intermedio. ¿No es así? - Así es. - Y ya resuelto esto, diré que es hora de que se acerque para contestarme ese buen hombre que no cree en lo bello ni en idea alguna de la belleza que se mantenga inmutable, sino sólo en una multitud de cosas bellas. Venga también hasta nosotros ese amante de los espectáculos, incapaz de aguantar que alguien le hable de lo bello en sí y de lo justo en sí y, en suma, de todo lo demás. Venga, pues, que le preguntaremos: Querido amigo, ¿no hay en esa multitud de cosas bellas algo que se muestre feo? ¿Y entre las justas, no se da también algo injusto? ¿O algo no puro entre las cosas puras? - No -replicó-, sino que necesariamente esas cosas parecerán de algún modo bellas y de algún modo feas, y lo mismo diría del resto de tus preguntas. - ¿Qué decir asimismo de las cantidades dobles? ¿Se nos aparecen menos como mitades que como dobles? - No. - Y en cuanto a las cosas grandes y pequeñas, ligeras y pesadas, ¿les convienen más estas denominaciones que las contrarias? - No -contestó-, porque cada una participará siempre de ambas. - ¿Y no son con más razón que lo contrario, lo que precisamente se dice que son? - Se parece todo esto -replicó- a esas ambigüedades que tan de moda están en los banquetes, y al enigma infantil acerca del golpe que lanzó el eunuco al murciélago. En este caso las palabras son equívocas, porque se insinúa no sólo con qué le tira, sino sobre qué lanza el golpe. La misma ambigüedad resalta ahora, ya que no es posible afirmar o negar rotundamente ni lo uno ni lo otro, ni ambas cosas o ninguna de ellas. - ¿Qué otra cosa podrás hacer con esas cosas -dije yo-, o en dónde podrás colocarlas mejor que entre la existencia y el no-ser? Porque realmente ni se aparecen más oscuras que el no-ser para que tengan menos existencia que éste, ni más claras que el ser de modo que su existencia sea más veraz. - Nada más cierto -asintió. - Con lo cual hemos llegado a descubrir, según parece, que esa serie de creencias de la multitud acerca de lo bello y demás cosas por el estilo, va y viene sin cesar de un lado a otro, entre el no-ser y el ser puro. - Creo que esa es la conclusión alcanzada. - Habíamos convenido anteriormente que, si algo así aparecía, convendría considerarlo como objeto de la opinión, pero no de la ciencia. Y esto es precisamente lo que por su carácter errante, a mitad de camino entre el ser y el no-ser, debe ser captado por la potencia intermedia. - Sí, ese era nuestro acuerdo. - Por consiguiente, de los que admiran muchas cosas bellas, pero no ven en cambio lo bello en sí ni son capaces de seguir a quienes puedan enseñárselo, y de los que, asimismo, perciben muchas cosas justas, pero no lo justo en sí, y de igual manera todo lo demás, diremos que sólo tienen opinión acerca de esas cosas y no conocimiento de ellas. - Sin duda alguna -dijo. - ¿Qué diremos, en cambio, de los que alcanzan a ver la cosa en sí y siempre igual a sí misma? ¿Es conocimiento u opinión lo que tienen? - Tampoco hay duda en esto. - ¿No será justo afirmar que unos abrazan y aman todo aquello que es objeto de la ciencia, en tanto que otros se satisfacen con la opinión? ¿No recuerdas acaso lo que decíamos de estos últimos que sienten deleite por las buenas voces y hermosos colores, pero que no tienen paciencia para admitir la existencia de lo bello en sí? - Sí, lo recuerdo. - ¿Faltaríamos a nuestro deber si les llamásemos amantes de la opinión más bien que filósofos? ¿Podrían enojarse con nosotros si les aplicásemos ese calificativo? - No lo harán -dijo- si en algo estiman mis enseñanzas, pues no es justo que se enojen con la verdad. - ¿Daremos entonces el nombre de filósofos y no de amantes de la opinión a los que van en pos del ser en sí? - Enteramente.
genios benéficos, guardadores de males, vigilantes de los hombres
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