Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


Segunda parte


XI

- A mi entender -repliqué yo-, la ciudad toma su origen de la impotencia de cada uno de nosotros para bastarse a sí mismo y de la necesidad que siente de muchas cosas. ¿O piensas que es otra la razón por la que se establecen las ciudades?

- De ningún modo -repuso.

- Por consiguiente, cada cual va uniéndose a aquel que satisface sus necesidades, y así ocurre en múltiples casos, hasta el punto de que, al tener todos necesidad de muchas cosas, agrúpanse en una sola vivienda con miras a un auxilio en común, con lo que surge ya lo que denominamos la ciudad. ¿No es así?

- En efecto.

- Y si uno da algo a otro o lo recibe de él, ¿podemos pensar que lo haga por ser mejor para él?

- Ciertamente que sí.

- Entonces -dije yo-, construyamos de palabra una ciudad desde sus cimientos. Nuestras necesidades, a mi entender, le servirán de base.

- ¿Cómo no?

- Pero, en verdad, la primera y mayor de las necesidades es la provisión del alimento del que dependen nuestro ser y nuestra vida.

- Así es.

- Y la segunda necesidad la constituye la habitación, la tercera el vestido y de la misma manera otras por el estilo.

- Dices verdad.

- Vamos a ver -dije yo-, ¿cómo se las arreglará la ciudad para proveer de tantas cosas? ¿No habrá en ella un ciudadano que sea labrador, otro arquitecto y otro tejedor? ¿Y no tendremos todavía que añadirles un zapatero o alguno de los que atienden al cuidado del cuerpo?

- Indudablemente.

- Entonces, toda la ciudad se compondrá, cuando menos, de cuatro o cinco hombres.

- Así parece.

- Ahora bien, ¿no conviene que cada uno de ellos ponga al servicio de la comunidad todo su esfuerzo, y que, por ejemplo, el labrador prepare el alimento para cuatro y dedique un tiempo y un trabajo cuatro veces mayor para esa preparación beneficiosa a la comunidad? ¿O es que le iba a resultar mejor desentenderse de los demás y aplicar para él tan sólo la cuarta parte del tiempo en la obtención de la cuarta parte del alimento, dejando que las tres restantes transcurriesen en la ordenación de su vivienda, de sus vestidos y de su calzado, sin preocupación alguna por hacerlos comunes con los otros, sino, al contrario, dirigiendo él mismo y por sí mismo lo privativamente suyo?

Y Adimanto dijo:

- Quizá, Sócrates, lo primero sea para este hombre más fácil que lo segundo.

- No me extraña nada, por Zeus -contesté-. Porque al hablar tú así me doy perfecta cuenta, en primer lugar, de que ninguno de nosotros nace con la misma disposición natural, sino que difiere ya de los demás desde el momento en que viene al mundo, predispuesto para una ocupación determinada. ¿O no concuerdas en esto?

- Claro que sí.

- Pues qué, ¿realizaría mejor su trabajo una persona dedicada a muchos oficios o sólo a uno?

- Indudablemente, dedicada sólo a uno -repuso.

- Además, según yo creo, y ello está claro, quien deja pasar el momento oportuno para realizar su trabajo, fracasa en él.

- Así es.

- Porque, a mi juicio, la obra no suele esperar a los momentos de ocio del que la ejecuta, sino que, por el contrario, éste debe acomodarse a ella y no darla de lado como poco importante.

- Eso habrá de hacer.

- De lo cual se deduce que se hacen más cosas, y mejor y más fácilmente, cuando cada uno se aplica a un solo trabajo de acuerdo con su inclinación y lo realiza en el momento oportuno sin preocuparse de los demás.

- Sin duda alguna.

- Pero si así es, Adimanto, tenemos necesidad de más de cuatro ciudadanos para cubrir los objetivos a que antes nos referíamos. Porque, al parecer, el labrador no hará por sí mismo el arado, si le interesa que sea bueno, ni el azadón, ni los demás instrumentos de trabajo que requiere la agricultura. Otro tanto ocurre con el arquitecto, pues necesita también de muchos instrumentos. E igualmente con el tejedor y el zapatero, ¿no es cierto?

- Sí lo es.

- De este modo se agregarán a nuestra pequeña comunidad e irán aumentándola los carpinteros, los herreros y otros muchos artesanos por el estilo.

- No hay duda.

- Pero no aumentará todavía demasiado si le añadimos boyeros, vaqueros y pastores, a fin de que los agricultores dispongan de bueyes para arar, los arquitectos y los mismos labradores puedan usar de bestias para los transportes y los zapateros y los tejedores de pieles y de lanas para su trabajo.

- Una ciudad que contase con todo esto -dijo él- no sería ya una ciudad pequeña.

- Pues bien -añadí yo-: establecer una ciudad así en un lugar en el que no hubiese necesidad de mercancías importadas, resulta casi imposible.

- Resulta imposible, en efecto.

- Habrá necesidad, por tanto, de otras personas que transporten desde otra ciudad a la nuestra todo lo que ésta precise.

- .

- Pero, ciertamente, si ese servidor no lleva nada de lo que les falta a aquellos de quienes se traen las cosas que necesitan nuestros ciudadanos, nada recibirá a cambio. ¿No es eso?

- Así me parece a mí.

- Conviene, pues, que los recursos de la ciudad no sólo sean suficientes para los ciudadanos, sino que sean también tales y cuales lo necesiten aquellos de quienes recibimos algo.

- En efecto.

- Se precisan en nuestra ciudad, por consiguiente, más labradores y artesanos.

- Claro que sí.

- Y también más servidores que se encarguen de las importaciones y de las exportaciones necesarias. Pero, ¿no son éstos los que llamamos comerciantes?

- .

- Tendremos, ciertamente, necesidad de comerciantes.

- No hay duda.

- Y si el comercio se verifica por el mar, habrá necesidad de contar con muchos otros peritos en el arte de la navegación.

- Con muchos, realmente.


XII

- Veamos aún. En la ciudad misma, ¿cómo se intercambiarán unos y otros los productos de su trabajo? Porque con este fin hemos establecido la comunidad y la ciudad.

- Está claro que lo harán -respondió- comprando y vendiendo.

- Mas, si así ocurre, habrá necesidad de un mercado y de una moneda como señal de cambio.

- Naturalmente.

- Pero si el labrador, u otro cualquiera de los artesanos, lleva al mercado alguno de sus productos y no llega en el momento propicio para la venta de su mercancía, ¿deberá permanecer ocioso en aquél sin poder atender sus asuntos?

- De ningún modo -contestó-, pues ya hay personas que, previniendo esto, se dedican a dicho menester, y así, en las ciudades que funcionan bien, los más débiles de cuerpo o incapaces de realizar otros servicios suelen prestar aquéllos. Y conviene que permanezcan en el mercado y que compren por dinero lo que unos necesitan vender, o vender a su vez las mercancías que otros necesitan comprar.

- Con ello se evidencia la necesidad de comerciantes en nuestra ciudad. ¿O no llamamos así a los que permanecen en el mercado dedicados a la compra y venta y traficantes a los que van de ciudad en ciudad?

- Eso mismo.

- Y hay también otros servidores, a mi juicio, que no descuellan en el ejercicio de su inteligencia, pero que tienen, en cambio, suficiente fuerza física para desarrollar trabajos duros. La ponen en venta y reciben por este servicio un determinado salario, llamándoseles por ello, según creo, asalariados. ¿No es eso?

- Claro que sí.

- Estos asalariados son, por tanto, en mi opinión, una exigencia de la ciudad.

- Así también me parece a mí.

- Entonces, Adimanto, ¿es ya nuestra ciudad lo suficientemente grande para que la consideremos perfecta?

- Quizá lo sea.

- Y bien, ¿dónde encontraremos en ella la justicia y la injusticia? ¿De cuál de los elementos mencionados ha podido tomar su origen?

- Yo por lo menos, Sócrates, lo desconozco -contestó-. Como no sea de la utilización de estos mismos elementos en sus relaciones mutuas.

- Posiblemente -dije yo- tengas razón. Pero habrá que considerarla y no retroceder.

- Primeramente, consideraremos el modo de vida de los ciudadanos así dispuestos. ¿Harán otra cosa que procurarse trigo, vino, vestidos y zapatos? Construirán viviendas durante el verano, trabajarán frecuentemente desnudos y descalzos, y durante el invierno, en cambio, bien vestidos y calzados. Se alimentarán de harina de cebada y de trigo, que cocerán o amasarán en forma de tortas y de panes, para comer sobre juncos o sobre hojas limpias, acostados ellos y sus hijos en alfombras de verdura, de tejo y de mirto; beberán vino, coronados de flores y entonando alabanzas a los dioses, gozosos también de recrearse juntamente; y en fin, se guardarán muy bien de la pobreza y de la guerra, no procreando más hijos que los que su fortuna les permita.


XIII

Pero Glaucón tomó entonces la palabra y dijo:

- A mi entender, regalas a estos hombres con un banquete sin vianda alguna.

- Ciertamente -contesté-. Olvidaba decir que también lo tendrán; y así, contarán con sal, aceitunas, queso, y podrán cocer las cebollas y verduras que produce la tierra. Les ofreceremos de postre higos, guisantes y habas, y tostarán al fuego bayas de mirto y bellotas, que acompañarán bebiendo con moderación. Y de este modo, luego de haber pasado la vida en paz y con salud, morirán, como es lógico, a una avanzada edad, dejando a sus hijos la herencia de una vida semejante.

A lo que él repuso:

- Si tuvieras que preparar, Sócrates, una ciudad de cerdos, ¿dispondrías de otros alimentos que los ya dichos?

- ¿Qué es, entonces, Glaucón, lo que haría falta? -pregunté.

- Lo que normalmente se acostumbra hacer -dijo-. En mi opinión, si no han de soportar una vida fatigosa, será conveniente que coman recostados, sirviéndose de la mesa las viandas de que hoy se dispone.

- Bien -dije yo-, te comprendo pedectamente. Según parece, no consideramos tan sólo el origen de una ciudad, sino el de una ciudad de vida voluptuosa. Quizá no esté mal venir a parar en esto, pues al examinar una ciudad tal, posiblemente descubramos cómo se originan en las ciudades la justicia y la injusticia. Pero, de cualquier manera que sea, me parece a mí que la ciudad verdadera es la que queda descrita, pues es también una ciudad saludable. Mas, si os place, echaremos una mirada a una ciudad hinchada de tumores; no hay nada que nos lo impida. Es indudable que no gustará a algunos la alimentación y el género de vida propuesto y que, por el contrario, le añadirán camas, mesas, muebles de todas clases, manjares, bálsamos, perfumes, cortesanas y golosinas que colmen sus antojos. Y ya no se considerarán solamente como cosas necesarias las que antes decíamos: la habitación, el vestido, el calzado, sino también el ejercicio de la pintura y del bordado, exigiéndose igualmente el disponer de oro, marfil y materiales por el estilo. ¿No es eso?

- -respondió.

- Por consiguiente, será necesario aumentar la ciudad de que primero se habló. Pues aquélla, que era la ciudad sana, ya no resulta suficiente y ha de agrandarse y recibir más gentes, que no radicarán allí forzadas por la necesidad. Tal es el caso de los cazadores de todas clases y de los que se dedican a imitar figuradamente, unos las formas y los colores, otros los sonidos, como los poetas y todos los que con ellos tienen relación, rapsodas, actores, danzantes, empresarios de teatros, artesanos de todas clases y, en especial, los que tienen algo que ver con el tocado femenino. Pero aún habrá necesidad de más servidores. ¿O no te parecen indicados preceptores, nodrizas, ayas, camareras, peluqueros, cocineros e incluso carniceros? No hay duda de que también se necesitarán porquerizos, cosa que no teníamos en la primera ciudad, pero que en esta última deberán existir. Y necesariamente habrá de contarse con gran número de animales de todas clases, si queremos dar gusto a nuestros ciudadanos. ¿No lo crees así?

- ¿Cómo no?

- Viviendo de esa manera, es claro que se necesitarán muchos más médicos que antes.

- Muchos más.


XIV

- Y entonces el país, que en un principio era suficiente para alimentar a sus habitantes, no lo será ahora, y se nos quedará pequeño. ¿No es verdad lo que decimos?

- Indudablemente -dijo.

- Habremos, pues, de apoderamos del territorio de nuestros vecinos si queremos disponer de suficiente pasto y tierra de labor, y ellos harán lo mismo a su vez, si rebasando los límites de su necesidad, se entregan a un desenfrenado afán de riqueza.

- Es muy natural que sea así, Sócrates -replicó.

- Y esto, ¿no traerá consigo la guerra, Glaucón? ¿O de qué otro modo lo explicas?

- Como tú afirmas -añadió.

- Y nada digamos -proseguí- de los males o bienes que origina la guerra, sólo nos referiremos a los motivos que la producen, de los que provienen esos grandes azotes públicos y privados que se ciernen sobre las ciudades.

- Así es.

- Lo dicho anteriormente, querido amigo, nos exige que hagamos la ciudad mucho mayor para que pueda dar cabida a todo un ejército, el cual tendrá que salir a combatir contra los invasores, en defensa de las riquezas comunes y todo aquello que mencionábamos hace poco.

- Pues qué -replicó-, ¿no pueden hacerlo los ciudadanos por sí mismos?

- No -contesté yo-, si tú y todos nosotros hemos llegado a una conclusión cierta al dar forma a nuestra ciudad; porque estábamos de acuerdo, si tú recuerdas, en la imposibilidad de que uno solo realizase bien muchos oficios.

- Tienes razón -dijo.

- Entonces -añadí yo-, ¿el oficio de la guerra no lo es en realidad a tu juicio?

- Claro que lo es -dijo.

- Luego, ¿debe exigir mayor atención el oficio de zapatero que el de militar?

- De ningún modo.

- Ahora bien: no permitíamos que el zapatero intentase ser a la vez labrador, tejedor o arquitecto, sino que le pedíamos fuese tan sólo zapatero para que desempeñase a la perfección el cometido propio de su oficio; además, señalábamos una tarea determinada a cada uno de los otros artesanos, y esa tarea era ni más ni menos la que le imponían sus aptitudes específicas con las que habría de desenvolverla durante toda su vida sin preocuparse en absoluto de cualquier otra labor. ¿O no es acaso muy importante que las cosas de la guerra se realicen en la debida forma? ¿O bien las crees tan fáciles que estimas que un labrador, un zapatero o cualquier otro artesano pueda ser al mismo tiempo un buen militar, cuando a nadie es posible llegar a ser un buen jugador de dados o de tabas si no practica estos juegos desde la niñez y sólo se aplica a ellos incidentalmente? ¿Estimas quizá que basta con empuñar un escudo o cualquier otra de las armas e instrumentos bélicos para convertirse en un buen hoplita o, en general, en un buen soldado, cuando el hecho de coger en la mano instrumentos de las demás artes no convierte a nadie en artesano o en atleta, y ni siquiera presta utilidad al que no posee un conocimiento de cada arte y no ha desarrollado en él suficiente práctica?

- ¡Mucho tendrían que encarecerse -dijo- los instrumentos de cada arte!


XV

- Así, pues -añadí-, cuanta más importancia se dé al cometido de los guardianes, tanto más se necesitará que queden libres de toda otra ocupación y que desempeñen su trabajo con la mayor solicitud.

- Esa, al menos, es mi opinión -contestó.

- Pero, ¿no habrá necesidad también de una especial disposición para dicho cometido?

- ¿Cómo no?

- Corresponde a nosotros, a mi entender, si somos capaces de ello, el señalar qué personas cuentan con las características más adecuadas para ser guardianes de la ciudad.

- Sí, es misión nuestra.

- Por Zeus -dije yo-, que nos impones un carga nada despreciable. Sin embargo, no hay que acobardarse en cuanto dependa de nuestra fuerzas.

- Tienes razón -confirmó.

- ¿Y no te parece -añadí yo- que hay semejanza natural en su disposición para la vigilancia entre un buen cachorro y un muchacho de noble linaje?

- ¿Qué es lo que quieres decir?

- Pues que necesitan uno y otro una fina agudeza para percibir al enemigo, velocidad para perseguirle y la fuerza precisa para luchar con él después de haberle alcanzado.

- Sí, tendrán necesidad de todo eso.

- Y habrán de ser valientes, si se quiere que luchen bien.

- ¿Cómo no?

- Mas, ¿puede ser valiente un caballo, un perro o cualquier otro animal que no sea fogoso? ¿O no te has dado cuenta todavía de que la fogosidad es algo invencible e irresistible, que hace a toda alma intrépida e invencible?

- Sí, ya me he dado cuenta.

- Entonces, está claro cuáles son las cualidades del cuerpo que necesita poseer el guardián de ciudad.

- .

- Y ciertamente, también se evidencia que el alma ha de ser al menos fogosa.

- Naturalmente.

- ¿Cómo, pues, Glaucón -dije yo-, no van a ser feroces unos con otros y con el resto de los ciudadanos, si poseen tales cualidades?

- Por Zeus -contestó-, no será fácil.

- Sin embargo, es necesario que sean afables para con sus conciudadanos y que guarden su fiereza para con los enemigos. De no ser así, no podrán esperar a que vengan los demás a destruirlos, sino que ellos mismos serán los que se destruyan.

- Así es -dijo.

- ¿Qué, pues -pregunté-, tendremos que hacer nosotros? ¿Dónde podremos encontrar un carácter que sea a la vez afable y animoso? Porque estas cualidades se contradicen en una misma naturaleza.

- Eso parece.

- No obstante, si falta alguna de estas dos cosas, no contaremos con un buen guardián. Y como parece imposible conciliarlas, resultará también imposible disponer de un buen guardián.

- Es muy posible -dijo.

Y yo, después de haber dudado y reflexionado durante algún tiempo sobre lo que acabábamos de decir, añadí:

- ¡Ah, querido amigo!, bien merecida tenemos esta dificultad. Porque nos hemos alejado del ejemplo propuesto.

- ¿Cómo dices?

- Pues que hemos dejado de considerar que se dan, en efecto, caracteres que, contra lo que pensábamos, reúnen esas cualidades opuestas.

- ¿Dónde éstán?

- Se advierte a buen seguro en muchos animales, pero especialmente en el que comparábamos con el guardián. Habrás visto, observando los perros de raza, que por disposición natural son animales de gran mansedumbre con la gente que conocen y en cambio aparecen como todo lo contrario con los desconocidos.

- Sí, ya lo he visto.

- Por tanto, es posible -argüí yo- y no va contra la lógica encontrar un guardián como el que mencionamos.

- No lo parece.


XVI

- Pero, ¿no estimas que ese futuro guardián todavía necesita alguna cosa? Por ejemplo, ¿no habrá de ser, además de fogoso, filósofo por naturaleza?

- ¿Cómo? -dijo-. No comprendo lo que quieres dar a entender.

- Pues eso -añadí- puede ser observado en los perros, lo cual es digno de admiración por tratarse de bestias.

- ¿A qué te refieres?

- Quiero decir que si ven a un desconocido se enfurecen, aunque no les haya hecho daño alguno; en cambio, se muestran solícitos con el que conocen, aun sin haber recibido de él ningún bien. ¿Nunca te has admirado de esto?

- No, por cierto -dijo-, nunca hasta ahora me había fijado en ello. Pero está claro que así ocurre.

- Y prueba, en efecto, que poseen un fino rasgo natural verdaderamente filosófico.

- Explícate mejor.

- Te añadiré que para distinguir la persona amiga de la enemiga no se basan en otra cosa que en el conocimiento de la una y el desconocimiento de la otra. ¿Y cómo no sentirá deseo de aprender el que fía a su conocimiento o ignorancia la condición de amigo o enemigo?

- No podrá acontecer de otro modo -contestó.

- Veamos -proseguí-, ¿no es cierto que el deseo de aprender y el ser filósofo constituyen una misma cosa?

- En efecto -afirmó-, son una misma cosa.

- ¿Podremos, pues, decir del hombre, con ánimo confiado, que para ser afable con sus familiares y amigos conviene que sea filósofo y amante del saber?

- Creo que sí -contestó.

- Por consiguiente, quien quiera constituirse en un buen guardián de la ciudad, deberá ser filósofo y hombre fogoso, rápido en sus decisiones y fuerte por naturaleza.

- No cabe duda de ello -dijo.

- Así tendrán que ser nuestros guerreros. Mas, ¿de qué modo los alimentaremos y los educaremos? ¿Y no serán de utilidad para nuestro fin las consideraciones que hemos hecho? ¿No nos indicarán acaso cómo se originan en la ciudad la justicia y la injusticia? No dejemos de lado nada importante que pueda ayudar a nuestro propósito.

Entonces tomó el uso de la palabra el hermano de Glaucón, que dijo:

- A mí me parece que el tema discurre por un camino muy útil para nuestra investigación.

- Por Zeus, querido Adimanto -dije yo-, no hay que abandonar la cuestión, aunque se alargue demasiado.

- No, por cierto.

- Pues bien, eduquemos a estos hombres como si estuviésemos platicando con ellos holgadamente.

- Así será menester.


XVII

- Mas, ¿qué clase de educación van a recibir? ¿Mejor acaso que la que practicamos desde tiempo inmemorial? Esta no es otra que la gimnasia para el desarrollo del cuerpo y la música para la formación del alma.

- Eso es.

- ¿Y no comenzaremos esta educación por la música antes que por la gimnasia?

- ¿Cómo no?

- ¿Incluyes tú -dije- los discursos en la música?

- Yo, al menos, sí los incluyo.

- ¿Y no hay dos clases de ellos, unos verdaderos y otros falsos?

- .

- ¿Habrá de contar la educación con ambos, y antes de nada con los falsos?

- No comprendo lo que quieres decir -afirmó.

- ¿Es que no sabes entonces -dije yo- que son fábulas lo primero que narramos a los niños? Y éstas, por lo general, resultan ser falsas, aunque posean un fondo de verdad. Pero nosotros nos servimos de las fábulas antes que de los gimnasios para la educación de los niños.

- Así es.

- A esto quería venir yo a parar: que debemos hacer uso de la música antes que de la gimnasia.

- Ni más ni menos -dijo.

- ¿Y no sabes también que en toda obra lo que importa es el comienzo, especialmente si se trata de jóvenes de la más tierna edad? Porque es entonces cuando se modela el alma revistiéndola de la forma particular que se quiera fijar a ella.

- Enteramente de acuerdo.

- ¿Permitiremos, pues, sin inconveniente alguno que los niños escuchen al primero que encuentren las fábulas que quiera contarles y que las reciban en sus almas, aun siendo contrarias con mucho a las ideas que deseamos tengan en su mente cuando lleguen a la mayoría de edad?

- De ningún modo debemos permitirlo.

- En primer lugar, por tanto, hemos de vigilar a los que inventan las fábulas, aceptándoles tan sólo las que se estimen convenientes y rechazando las otras; en segundo lugar, trataremos de convencer a las nodrizas y a las madres para que lean a los niños fábulas escogidas y modelen sus almas con mucho más cuidado que el que se pone para formar sus cuerpos. Desde luego, despreciaremos la mayor parte de las fábulas de nuestros días.

- ¿Quieres indicarme cuáles son? -preguntó.

- Por las fábulas mayores -respondí- juzgaremos de las menores. Porque tanto las fábulas mayores como las menores responden a la misma impronta y se dirigen también a lo mismo. ¿No es esa tu opinión?

- Estoy de acuerdo -dijo-, pero no sé a ciencia cierta a qué fábulas mayores te refieres.

- Pues a las que nos han dejado Hesíodo, Homero y los demás poetas. Éstos son los que han forjado las falsas fábulas que vienen repitiéndose indefinidamente.

- Sin embargo -respondió-, interesa saber concretamente cuáles son estas fábulas y qué es lo que tú censuras en ellas.

- Lo que, ante todo, debe ser por necesidad censurado, especialmente cuando ni siquiera se engaña con el suficiente decoro.

- Dilo más claramente.

- Me refiero a todas aquellas fábulas que nos presentan a los dioses y a los héroes no como realmente son, sino a la manera como los diseñaría un pintor que no reflejase el parecido del modelo en sus obras.

- Creo que tienes razón en lo que dices -asintió-, y que, en efecto, debe ser censurado. Pero, ¿qué casos análogos puedes ofrecemos en esos fabulistas?

- Vayamos por partes, ¿no es una falsedad, y de las mayores, la que sin recato alguno narran los actos que Hesíodo atribuye a Urano y cómo Cronos tomó venganza de él? Y respecto a los trabajos del mismo Cronos y a los castigos que le infligió su hijo, ni aunque los juzgase verdaderos creería oportuno que se presentasen con tal ligereza a niños privados todavía de razón. Muy al contrario, recomendaría que se les silenciase y que, si necesariamente habían de leerse, se hiciese esto cuando sólo pudiese escucharlo secretamente el menor número de personas, las cuales inmolarían no ya un cerdo, sino otra víctima más valiosa y más rara, para limitar lo más posible los oyentes de tales narraciones.

- Dices bien -observó-, porque esas historias son realmente peligrosas.

- Por consiguiente, Adimanto -dije yo-, no deben ser referidas en nuestra ciudad. Ni debe decirse a ningún joven oyente que, cometiendo los más bajos crímenes o castigando de algún modo las acciones de su padre, no realiza acciones extraordinarias, sino que se comporta como los primeros y más grandes de entre los dioses.

- No, por Zeus -contestó-, no me parece que todo esto deba ser divulgado.

- Ni siquiera -añadí- habrá de contárseles que los dioses se hacen la guerra, se tienden asechanzas y luchan entre sí (lo cual tampoco es verdad), si es nuestro deseo que los que han de encargarse de la vigilancia de la ciudad consideren que nada hay más vergonzoso que dejarse llevar fácilmente por el odio a los demás. Mucho menos debe dárseles a conocer o pintar las gigantomaquias o las muchas otras querellas de todas clases que han tenido lugar entre los dioses y los héroes, sus parientes y sus amigos. Por el contrario, hemos de procurar convencerles de que no existió nunca ciudadano alguno que haya odiado a otro y de que no es lícito que lo haga, y esto sobre todo es lo que deben narrar a los niños desde su más tierna edad los ancianos y las ancianas. Después, una vez llegados a la mayoría de edad, se impondrá a los poetas la obligación de que sus relatos sean adecuados a aquélla. No podrán admitirse en la ciudad, sean alegó ricas o no, esas historias que hablan de cómo uno fue aherrojado por su hijo y cómo Hefaisto, que pretendía defender a su madre maltratada por su padre, fue lanzado del cielo por éste, o todas las teomaquias inventadas por Homero. Porque el niño no es capaz de distinguir dónde se da o no la alegoría y todo lo que recibe en su alma a tal edad difícilmente se borra o se cambia. Por lo cual, seguramente convenga antes de nada que las primeras fábulas que oiga el niño sean también las más adecuadas para conducirle a la virtud.


XVIII

- Es razonable lo que dices -afirmó-. Pero si ahora alguien nos preguntase cuáles son esas fábulas a las que nos referimos, ¿qué podríamos contestarle?

A lo que repuse:

- Adimanto, ni tú ni yo somos poetas en este momento, sino sólo fundadores de una ciudad. Y como tales fundadores no nos corresponde inventar fábulas, sino únicamente conocer a qué modelo deben atenerse los poetas para componerlas y no salirse nunca de él.

- Está bien lo que dices -añadió-, pero concretemos más; ¿qué normas habrán de seguirse si se quiere tratar de los dioses?

- Estas, poco más o menos -dije yo-: que siempre se procure presentar al dios tal como es, ya se le haga aparecer en una epopeya, en un poema lírico o en una tragedia.

- Exactamente.

- Mas, ¿no es esencialmente buena la divinidad y no debe decirse esto mismo de ella?

- No hay duda alguna.

- Pero admitimos también que nada que sea bueno es nocivo, ¿no es así?

- Admitido.

- ¿Y puede hacer daño lo que no es nocivo?

- De ningún modo.

- Lo que no hace daño alguno, ¿podrá en cambio producir algún mal?

- Desde luego que no.

- ¿Ni podrá ser causa de ningún mal?

- Tampoco.

- Pues qué, ¿es ventajoso lo que es bueno?

- .

-Y por tanto, ¿causa del bien obrar?

- .

- Así, pues, lo que es bueno no es causa de todas las cosas, sino tan sólo causa de las que están bien y no de las que están mal.

- Completamente de acuerdo -dijo.

- Por consiguiente -proseguí yo-, la divinidad, que es en realidad buena, no puede ser causa de todas las cosas, como dice la mayoría, sino solamente de unas cuantas de las que acontecen a los hombres, y no de una gran parte de ellas. Pues son muchas menos, en realidad, las cosas buenas que las cosas malas. Las primeras únicamente a la divinidad han de atribuirse; la causa de las malas habrá de buscarse en otra parte y en otro ser que no sea divino.

- Me parece -contestó él- que nunca has dicho cosa más verdadera.

- No debemos, pues, fiarnos de Homero o de los demás poetas cuando cometen un error tan inmenso al decir de los dioses que ...

en el umbral de la morada de Zeus hay dos tinajas llenas de destinos, pero una de ellas de destinos felices, la otra de destinos desgraciados,
y que si Zeus concede a uno destinos mezclados,
unas veces conseguirá la felicidad y otras se verá inmerso en la desgracia,
así como en el caso de que tome tan solo de una de las tinajas,
a ese hombre le perseguirá por la tierra divina un hambre que nunca se sacia.
No podemos pensar que Zeus es para nosotros
el que distribuye los bienes y los males
.


XIX

- No debemos de ningún modo dar nuestra aprobación a quien nos refiera que Pándaro, instigado por Atenea y por Zeus, violó los juramentos y la tregua, como tampoco al que hable de la disputa de los dioses y de la lucha originada por Temis y por Zeus, o al que repita a los jóvenes los versos de Esquilo que dicen:

La divinidad engendra la culpa en los hombres cuando quiere arruinar por completo una casa.

Si alguien, pues, haciendo uso de los yambos, canta las desgracias de Niobe, de los Pelópidas de Troya u otras por el estilo, no se le podrá permitir que atribuya a Dios estas acciones, o, si se le admite, tendrá que inventar para ellas algo que se parezca a lo que ahora estamos nosotros buscando, y decir además que Dios sólo realizó cosas justas y buenas y que los hombres que recibieron el castigo obtuvieron con ello un beneficio. No se le consentirá que diga que son desgraciados los hombres que han purgado su pena en virtud de la acción divina, sino que, por el contrario, lo eran precisamente por estar necesitados de un castigo que, al recibirlo de los dioses, ha constituido para ellos motivo de provecho. A la divinidad, que es esencialmente buena, no deberá hacérsela aparecer como causante de males, y nadie podrá decir eso en una ciudad debidamente regulada, como nadie también, ya sea joven o viejo, habrá de parecer dispuesto a escuchar estas fábulas, lo mismo si están en prosa que en verso, pues en verdad quien dice tales cosas injuria a los dioses, sin obtener provecho con ellas ni el necesario acuerdo.

- Estoy conforme con esa ley -dijo-, y es bien cierto que me agrada.

- Así, pues -proseguí yo-, la primera de las leyes y de las reglas que concierne a los dioses y a la cual deberán atenerse los que componen las fábulas será la siguiente: la divinidad no es causa de todas las cosas, sino tan sólo de las buenas.

- Y es ya suficiente -dijo.

- ¿Cómo habremos de formular la segunda? ¿Debe considerarse tal vez que un dios es una especie de encantador capaz de manifestarse insidiosamente con una forma diferente, ora adquiriendo apariencia distinta multiplicada por sus cambios, ora engañándonos de modo que veamos en él tal o cual cosa, o un ser simple y el menos capaz de apartarse de la forma que le es propia?

- No podría contestarte en este momento -dijo.

- Veamos: ¿no es necesario que, cuando algo depone su forma lo haga por sí mismo o forzado a ello por algo extraño?

- En efecto, lo es.

- ¿Y no admitimos como cosas más perfectas las que en menor grado se alteran o sufren transformación causada por otro? Así, los cuerpos se ven afectados por la acción de los alimentos, de las bebidas y de los trabajos, y las plantas, por la del sol, de los vientos o de otros fenómenos atmosféricos; pero, ¿no causa menos trastorno esta alteración a los que están más sanos y más robustos?

- ¿Cómo no?

- ¿No será, pues, menos afectada y alterada por alguna causa exterior el alma más varonil e inteligente?

- Ciertamente, lo mismo diremos de todos los objetos fabricados: por ejemplo, utensilios, edificios y vestidos. También en este caso, según lo dicho, los que menos alteración reciben por el tiempo u otros fenómenos son los que están bien hechos y formados.

- Así es.

- En general, toda obra perfecta, con perfección natural, artística o de ambas clases a la vez, consiente menos alteraciones producidas por causa externa.

- Indudablemente.

- Pero la divinidad y todo cuanto con ella se relaciona es verdaderamente perfecto.

- ¿Cómo no?

- Por tanto, la divinidad es el ser que menos formas puede adoptar.

- También es verdad.


XX

- ¿Le atribuiremos entonces a sí misma las transformaciones y alteraciones que sufre?

- Es claro que sí, de producirse en ella algún cambio.

- Ahora bien, ¿ese cambio la mejora y embellece o en realidad la hace peor y más desgraciada?

- Necesariamente -contestó-, la empeora, supuesto que la divinidad reciba transformación alguna. Porque no podremos decir de ningún modo que la divinidad esté carente de belleza o de virtud.

- Hablas muy bien -dije yo-; y justamente, por todo lo dicho, ¿te parece a ti, Adimanto, que alguien, hombre o dios, puede llegar a empeorar por su propia voluntad?

- Lo juzgo imposible -contestó.

- Y será imposible igualmente -añadí- que un dios quiera modificarse a sí mismo, pues a mi entender, todos ellos son los seres más excelentes y perfectos, por lo cual permanecen siempre y absolutamente en la misma forma.

- También me parece a mí -dijo- que eso tiene que ocurrir así por necesidad.

- Entonces, mi admirado amigo -afirmé yo-, ningún poeta podrá decirnos que

los dioses, parecidos a extranjeros de todas partes, toman toda clase de formas
y recorren así las ciudades
,

ni tampoco podrá engañarnos con la historia de Proteo y de Tetis o presentarnos en tragedias u otros poemas a Hera bajo la forma de una sacerdotisa mendigando

para los vivificantes hijos de Inaco, el río de Argos,

u otras muchas mentiras de esta naturaleza. Que las madres, seducidas por estas patrañas, no llenen de temor a sus hijos, diciéndo1es fábulas perniciosas en las que se habla de unos dioses que recorren el mundo por la noche, disfrazados de extranjeros de los más diversos países, y eviten en lo posible que blasfemen contra la divinidad y se vuelvan a la vez seres medrosos.

- Evidentemente, así debe ser -dijo.

- ¿Y no será acaso -añadí yo- que los dioses son capaces no de cambiar de forma, sino de mostrársenos así a nosotros, engañando nuestros sentidos y haciéndonos presa de encantamientos?

- Quizá ocurra de esa manera -afirmó.

- Pues qué -pregunté-, ¿podría un dios querer engañarnos de palabra o de obra, fingiendo ser un fantasma?

- No lo sé -contestó.

- ¡Cómo! ¿No sabes -le pregunté- que la verdadera mentira, si nos es permitido expresamos así, es algo que odian todos los dioses y los hombres?

- ¿Qué quieres decir? -inquirió.

- Pienso -añadí-, que nadie quiere ser engañado en la parte más noble de sí mismo y con respecto a las cosas más señeras, y que, muy al contrario, eso es precisamente lo que más se teme.

- Tampoco ahora te comprendo -dijo.

- Es, sin duda, porque esperas que te diga algo verdaderamente sublime. Y lo que yo afirmo es que nadie desea ser o haber sido engañado en el alma con respecto a la realidad, o seguir en la ignorancia de ella y a cuestas con la mentira. Antes bien, todos temen esta situación y la aborrecen plenamente.

- Bien dices -afirmó.

- Ciertamente, pues, como hace un poco decía, la verdadera mentira designa la ignorancia que existe en el alma del que es engañado. Porque la mentira manifestada en palabras es algo así como la expresión de un fenómeno anímico y un gen originado por él, pero nunca una mentira enteramente pura. ¿ No es eso?

- Exactamente.


XXI

- La mentira, por tanto, no es odiada sólo por los dioses, sino también por los hombres.

- Así lo creo yo.

- Refirámonos concretamente a la mentira expresada en palabras. ¿Cuándo y para quién puede ser útil hasta el punto de no hacerse digna de ser odiada? ¿No lo será acaso en nuestras relaciones con los enemigos y con los llamados amigos cuando alguno de éstos pretende hacer algo malo, bien por algún extravío o cualquier otra perturbación? ¿No resultará ese el remedio más útil para apartarle de él? ¿Y no hacemos lo propio con las leyendas mitológicas a que antes nos referíamos cuando desconocemos la verdad de los hechos antiguos y damos a la mentira el colorido de la verdad?

- Así es, sin lugar a dudas -afirmó.

- Veamos, pues, ¿qué es lo que puede justificar la utilidad de la mentira en relación con la divinidad? ¿Acaso el desconocimiento de los hechos de la antigüedad?

- Eso movería a risa -contestó.

- Ningún dios puede ser concebido como un poeta embustero.

- Indudablemente.

- ¿Y podrá mentir, temeroso de sus enemigos?

- Imposible de todo punto.

- ¿Quizá le moviera a ello el extravío o perturbación de sus amigos?

- Nadie -respondió-, insensato o alocado, es amigo de los dioses.

- Por tanto, no existe motivo alguno para que ningún dios mienta.

- Claro que no.

- Así, pues, la divinidad y lo divino están por completo reñidos con la mentira.

- Así es -dijo.

- Luego la divinidad es enteramente simple y verdadera tanto en sus palabras como en sus obras. Ni se transforma, ni engaña a los demás, valiéndose de fantasmas, de discursos o de signos, tanto en sueños como en estado de vigilia.

- Eso mismo me parece a mí, después de haberte oído.

- ¿Estás, pues, de acuerdo -pregunté- en que sea nuestra segunda ley la que proclama que respecto a los dichos y a las obras de los dioses no debe decirse que reflejan un encantamiento o una transformación ni que aquéllos intentan engañamos de palabra o de hecho?

- Estoy de acuerdo.

- Por consiguiente, no daremos la razón a Homero, ni prestaremos aprobación al pasaje en el que es enviado el sueño a Agamenón por Zeus; ni creeremos a Esquilo cuando hace decir a Tetis lo que Apolo cantó en sus bodas celebrando la dicha de tener buenos hijos,

libres de enfermedades y con vida longeva.
Después de decir todo esto y de anunciarme un destino querido de los dioses
entonó el peán y llenó mi corazón de alegria.
Y yo no podía esperar que la boca divina de Febo fuese capaz de mentir,
ella precisamente tan pródiga en el arte de la adivinación.
Pues este dios, el mismo que había cantado, presente en el festín de las bodas;
el mismo que había dicho todo aquello, él, y no otro, fue el asesino de mi hijo
.

Cuando alguien hable así acerca de los dioses, mostraremos nuestro disgusto y no le daremos coro ni permitiremos que los maestros se sirvan de sus obras para instruir a los jóvenes, si pretendemos que los guardianes sean piadosos y que se asemejen a los dioses tanto como es posible a la naturaleza humana.

- Yo, por lo menos -dijo él-, estoy por completo de acuerdo con estas normas, y bien desearía que las tuviésemos como leyes.

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