Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


Primera parte


I

Una vez dicho esto, creía que se daba ya por finalizada la discusión, pero, al parecer, estábamos todavía en su comienzo. Porque Glaucón, siempre valeroso en todo, también entonces no consideró oportuna la renuncia de Trasímaco, sino que dijo:

- ¿Quieres mejor, Sócrates, convencernos sólo aparentemente de que hay que preferir lo justo a lo injusto, o que lo creamos a todo evento?

- Si de mí dependiese -contesté- desearía convenceros realmente.

- Pues, indudablemente -dijo-, no haces lo que quieres.Porque, dime: ¿no te parece que existe algún bien, que deseamos poseer no en atención a lo que de él se deriva, sino por lo que él es, cual ocurre con la alegría y esos otros placeres inofensivos que no producen más ventaja que el goce para quien disfruta de ellos?

- -respondí yo-, me parece que un bien de esa naturaleza existe.

- Pues qué, ¿no nos complacemos también con algún otro tanto por sí mismo como por sus resultados, así, por ejemplo, la inteligencia, la vista o la salud? Creo que por ambas razones gustamos de ellos.

- -le dije.

- ¿Y no convienes -añadió- que existe una tercera clase de bienes, entre los que se cuentan la gimnasia, el ser curado cuando se está enfermo, el ejercicio de la medicina y cualquier profesión lucrativa? Decimos de todas estas cosas que son penosas, pero que nos prestan su ayuda, y no desearíamos poseerlas por sí mismas, sino por las ganancias y cualesquiera otras ventajas que proporcionan.

- En efecto -dije-, admito esa tercera clase de bienes, pero, ¿con qué objeto hablas de ella?

- ¿En qué clase -preguntó- pones tú a la justicia?

- Creo -le contesté- que debe estar en la mejor, que será la que desee, tanto por sí misma como por sus resultados, el hombre que quiera ser feliz.

- Pues no parece ser esa la opinión de la mayoría -añadió-, que considera a la justicia entre los bienes penosos y como algo que ha de ejercitarse en referencia a las ganancias y buena reputación que procura, pero que por sí misma ha de desdeñarse como molesta.


II

- -le dije- que es esa la opinión general, por lo que Trasímaco la reprueba como tal, ensalzando, en cambio, la injusticia. Muy torpe debo ser yo, según parece, para no entenderlo así.

- Vamos a ver -dijo-, escúchame, que trataré de ponerte de acuerdo conmigo. A mi entender, Trasímaco, lo mismo que la serpiente, se ha dejado vencer demasiado pronto, y al igual que ella, fascinado por tus palabras. Yo, en cambio, no he quedado convencido hasta ahora con lo que ha dicho una y otra parte. Y deseo que se me hable tanto de la justicia como de la injusticia, de lo que es cada una de ellas y qué efectos producen en un alma, sin que para esto haya que tener en cuenta las ganancias y resultados que procuran. Esto es justamente lo que haré, si no pones reparo alguno. Repetiré las razones de Trasímaco y hablaré primero de lo que dicen que es la justicia y acerca de dónde proviene, y luego haré ver cómo cuantos la practican lo hacen contra su voluntad y necesariamente, no como si se tratase de un bien En tercer lugar, demostraré que obran así con razón, pues, según dicen, resulta mucho mejor la vida del injusto que la del justo. Pero a mí, Sócrates, no me parece que eso sea verdad; muy al contrario, estoy en dudas y me zumban los oídos al escuchar a Trasímaco y a otros mil como él, en tanto ho he escuchado todavía a ninguno que defienda, según yo quisiera, que la justicia es mejor que la injusticia. Desearía en verdad oír a alguien que la alabase en sí misma y preferiría que fueses tú el que prodigase esta alabanza. Por esa razón procederé a extenderme en elogios sobre la vida injusta y después de ello te mostraré cómo quiero oírte censurar la injusticia y alabar la justicia. Mas advierte primeramente si lo que digo es de tu agrado.

- Completamente -dije yo-. Pues, ¿qué otra cosa más grata para un hombre sensato que hablar y escuchar sobre este tema?

- Bien dices -replicó-. Escúchame hablar sobre aquello con lo que dije que comenzaría, esto es, acerca de lo que es y de dónde procede la justicia. Pues dicen que es un bien el cometer la injusticia y un mal el padecerla, aunque hay mayor mal en recibir la injusticia que ventaja en cometerla, ya que luego que los hombres comenzaron a realizar y a stifrir injusticias, tanto como a gustar de ambos actos, los que no podían librarse de ellos resolvieron que sería mejor establecer acuerdos mutuos para no padecer ni cometer injusticias; y entonces, se dedicaron a promulgar leyes y convenciones y dieron en llamar justo y legítimo al mandato de la ley; tal es la génesis y la esencia de la justicia, a igual distancia entre el mayor bien, que consiste en cometer la injusticia sin recibir castigo, y el mayor mal, que no es otra cosa que la impotencia para defenderse de la injusticia recibida. En medio de ambas cosas, la justicia es querida no como un bien, sino como algo respetado por incapacidad para cometer la injusticia, puesto que el que puede cometerla y es verdaderamente hombre no intenta ponerse de acuerdo con nadie para evitar su realización o el sufrimiento que aquella impone. Se le tildaría de loco, en verdad. He aquí, por tanto, la naturaleza de la justicia, Sócrates, y todo lo que tiene relación con su origen, según lo dicho.


III

Y en cuanto a que los buenos lo son por su impotencia de ser injustos, forzoso será que hagamos la siguiente suposición: demos libertad a cada cual, justo e injusto, para que proceda a su antojo, y veamos luego hasta dónde son capaces de llevar su capricho. Sorprenderemos al hombre justo en flagrante delito, dominado por la misma ambición que el injusto y llevado por naturaleza a perseguirla como un bien, aunque por ley necesaria se vea conducido al respeto de la igualdad. Esta libertad a que me refiero podrían disfrutarla quienes dispusiesen de un poder análogo al del antepasado del lidio Giges, que dicen era pastor al servicio del entonces rey de Lidia. Habiendo sobrevenido en cierta ocasión una gran tormenta acompañada de un terremoto, se abrió la tierra y se produjo una sima en el lugar donde apacentaba sus rebaños. Ver esto y quedar lleno de asombro fue una misma cosa, por lo cual bajó siguiendo la sima, en la que admiró, además de otras cosas maravillosas que narra la fábula, un caballo de bronce, hueco, que tenía unas puertas a través de las que podía entreverse un cadáver, al parecer de talla mayor que la humana. En éste no se advertía otra cosa que una sortija de oro en la mano, de la que se apoderó el pastor, retirándose con ella. Luego, reunidos los pastores en asamblea, según la costumbre, a fin de informar al rey, como todos los meses, acerca de los rebaños, se presentó también aquél con la sortija en la mano. Sentado como estaba entre los demás, sucedió que, sin darse cuenta, volvió la piedra de la sortija hacia el interior de la mano, quedando por esta acción oculto para todos los que le acompañaban, que procedieron a hablar de él como si estuviera ausente. Admirado de lo que ocurría, de nuevo tocó la sortija y volvió hacia fuera la piedra, con lo cual se hizo visible. Su asombro le llevó a repetir la prueba para asegurarse del poder de la sortija, y otra vez se produjo el mismo hecho: vuelta la piedra hacia dentro, se hacía invisible, y vuelta hacia fuera, visible. Convencido ya de su poder, al punto procuró que le incluyeran entre los enviados que habrían de informar al rey, y una vez allí sedujo a la reina y se valió de ella para matar al rey y apoderarse del reino. Supongamos, pues, que existiesen dos sortijas como ésta, una de las cuales la disfrutase el justo y la otra el injusto; no parece probable que hubiese nadie tan firme en sus convicciones que permaneciese en la justicia y que se resistiese a hacer uso de lo ajeno, pudiendo a su antojo apoderarse en el mercado de lo que quisiera o introducirse en las casas de los demás para dar rienda suelta a sus instintos, matar y liberar a capricho, y realizar entre los hombres cosas que sólo un dios sería capaz de cumplir. Al obrar así, en nada diferirían uno de otro, sino que ambos seguirían el mismo camino. Con esto, se probaría fehacientemente que nadie es justo por su voluntad, sino por fuerza, de modo que no constituye un bien personal, ya que si uno piensa que está a su alcance el cometer injusticias, realmente las comete. Ello, porque todo hombre estima que, particularmente, esto es para sí mismo; la injusticia le resulta más ventajosa que la justicia, en lo cual estará de acuerdo el que defiende la teoría que ahora expongo. Pues, verdaderamente, si hubiese alguien dotado de tal poder, que se negase en toda ocasión a cometer injusticias y a apoderarse de lo ajeno, parecería a los que le juzgasen un desgraciado y un insensato, aunque reservasen el elogio para sus conversaciones, temiendo ellos mismos ser víctimas de la injusticia. Esto es lo que puede decirse en tal caso.


IV

Respecto al juicio que nos merece la vida de los hombres de que hablamos, esto es si seremos capaces de juzgarles rectamente, habrá que decir que ello es posible a condición de referirse separadamente al que creemos más justo y más injusto. Pero, ¿cómo considerar esa separación? Indudablemente, no deberá quitarse nada al injusto de su injusticia, ni al justo de su justicia, sino que, por el contrario, a cada uno habrá que suponerle pedecto paradigma en su género de vida. En primer lugar, que el injusto desarrolle su trabajo como un buen artesano, cual si se tratase de un excelente piloto o de un médico que conocen las posibilidades o limitaciones de su técnica, realizando aquellas y omitiendo las segundas o incluso reparando sus faltas de manera suficiente caso de haberlas cometido. Así también, el hombre injusto que realiza perfectamente sus malas acciones, lo hace a escondidas para ser injusto en su verdadera medida. Porque si se le sorprende en ellas, forzoso será creer que es un hombre inepto, ya que la más perfecta injusticia consiste en parecer ser justo sin serlo. Demos, pues, al hombre perfectamente injusto la más perfecta injusticia, y no le privemos de ella como no sea para permitirle que cometa las acciones más reprobables y que, con ellas, obtenga la mayor reputación de hombre justo. Dejémosle que, si en algo fracasa, pueda intentar su recuperación e incluso llegar a convencer a quien se atreva a denunciar sus maldades, y obligar por la fuerza si es necesario, valiéndose de su valor y de su fuerza, de los recursos propios o de los de sus amigos. Pongamos ahora junto a él al hombre justo, que es un hombre sencillo y noble, decidido a ser bueno y no a parecerlo, como dice Esquilo. Despojémosle, pues, de su apariencia. Porque, si parece ser justo, tendrá los honores y recompensas que le corresponden, y no aparecerá con claridad si es tal por amor de la justicia o por las recompensas y honores que recibe. Hay que dejarle como desnudo de todo excepto de la justicia, haciéndole completamente contrario al hombre citado anteriormente: que no habiendo cometido injusticias sea tenido por el más perverso, a fin de que, sometida su virtud a las más duras pruebas, no se deje ablandar por la mala reputación y por todo lo que ella trae consigo, sino que vaya invariable hacia la muerte, con la inmerecida fama de hombre injusto. Llevados a su culminación estos dos hombres -culminación de justicia el uno, de injusticia el otro-, podrá juzgarse cuál de ellos es el más feliz.


V

- ¡Oh, mi querido Glaucón! -dije yo-, cuán decididamente has purificado a cada uno de estos hombres, como si fuesen estatuas, para que así los juzguemos.

- Como estuvo en mi poder hacerlo -contestó-. Y siendo ambos de tal modo, no resultará difícil, a mi parecer, expresar con palabras la vida que aguarda a cada uno. Digámoslo, pues, y si tú crees que mi expresión es demasiado ruda, te diré Sócrates, que no hablo por mí mismo, sino para repetir el juicio de los que prefieren la injusticia a la justicia. Esto dirán: que si el justo es así, será fustigado, torturado, encadenado, le quemarán sus ojos, y, luego de haber sufrido toda clase de males, será crucificado y comprenderá con ello que no conviene querer ser justo, sino solo parecerlo. Mucho más adecuado estaría aplicado al injusto el dicho de Esquilo, ya que, en realidad, es de él de quien dirán que realiza sus acciones de acuerdo con la verdad y no a tenor de las apariencias, pues no pretende parecer injusto, sino serlo,

ofreciendo a través de su mente el surco profundo
del que brotan los prudentes consejos
,

y gobernar sobre todo en la ciudad que le reputa como justo, así como tomar la esposa por él deseada, casar a gusto a sus hijos, trabar amistad y relación con quien desee y obtener ventaja de todo ello, puesto que no siente aversión a la injusticia. Tanto privada como públicamente podrá competir y vencer en procesos, superando a sus enemigos, con lo cual beneficiará a sus amigos para perjudicar, en cambio, a aquéllos, y podrá también ofrendar suficientes exvotos y sacrificios a los dioses, superando con mucho el cuidado que en esto prodigue el justo, siempre inferior en la honra a los dioses y a los hombres que desea enaltecer. De manera que llegará a ser, probablemente, más amado de los dioses que el hombre justo, y dirán entonces, Sócrates, que con respecto a los dioses y a los hombres la vida del injusto es mejor que la del justo.


VI

Una vez que Glaucón hubo dicho esto, ya me preparaba yo a contestarle, cuando su hermano Adimanto tomó el uso de la palabra y dijo:

- ¿No creerás, Sócrates, que ya se habló suficientemente de la cuestión?

- Y entonces, ¿qué más queda por decir? -pregunté.

- No se ha hablado-dijo- de lo que más debía hablarse.

- Aplícate, pues, el proverbio -añadí- y que el hermano venga en ayuda del hermano. Por tanto, eres tú quien habrá de socorrerle, caso de que él se descuide. Yo tengo bastante con lo que ha dicho para declararme vencido y considerarme impotente para defender a la justicia.

- Nada nos dices con ello -afirmó-, pues tendrás también que escucharme a mí. Conviene que consideremos las razones contrarias a las suyas, esto es, las de los que ensalzan la justicia y condenan la injusticia, para que se perciba con claridad lo que me parece que quiere mostrar Glaucón. Dicen y recomiendan los padres a sus hijos, y todos cuantos están al cuidado de ellos, que es preciso ser justo, aunque no alaben la justicia, sino la buena reputación que proporciona, con vistas a obtener cargos, matrimonios y todo lo que ha mencionado Glaucón últimamente y que es para el justo el fruto de su fama. Pero estos todavía van más lejos. Así, haciendo aplicación de la buena disposición de los dioses, hablan de que procuran cuantiosos beneficios a los hombres justos. Traen en su apoyo a Hesíodo y a Homero; el primero, porque dice que los dioses han hecho las encinas para los hombres justos, al objeto de que produzcan bellotas en sus copas y abejas en sus troncos. Las ovejas de abundante lana -dice también- se ven abrumadas por sus vellones, y otras muchas cosas por el estilo. El segundo se expresa de manera parecida:

Al modo como un irreprochable monarca, temeroso de los dioses,
mantiene los derechos de la justicia, mientras la negra tierra
le da trigo y cebada, los árboles se curvan con el fruto, los rebaños
se multiplican sin cesar y el mar le proporciona peces

Museo y su hijo conceden a los justos dones todavía más abundantes, llevándoles mentalmente al Hades y sentándoles allí a la mesa de los hombres puros, coronados de flores y enteramente ebrios para toda su vida, cual si el mejor premio para la virtud fuese la embriaguez eterna. Hay otros que alargan aún las recompensas de los dioses y dicen que el hombre justo y fiel a sus juramentos dejará hijos de sus hijos y un linaje para la posteridad. Estos y otros análogos son los elogios que se otorgan a la justicia, mas a los impíos y a los injustos los sumen en el cieno del Hades y les imponen el acarreo del agua con una criba, dándoles una vida de mala reputación, no diferente a la que Glaucón señalaba para los justos que pasan por injustos, con toda la secuela de sus castigos. Así es como se alaba y censura a unos y a otros.


VII

- Considera ahora, Sócrates, además de esto, todo lo que tanto el pueblo como los poetas dicen acerca de la justicia e injusticia. Pues repiten todos a una que la templanza y la justicia son buenas, pero difíciles y penosas, y que en cambio el desenfreno y la injusticia son dulces y fáciles de conseguir, pareciendo tan sólo vergonzosos a los ojos de los hombres y a la ley. Afirman igualmente que por lo general son más ventajosas las cosas injustas que las justas y se muestran de acuerdo para considerar felices y honrarles complacidamente, tanto pública como privadamente, a los malos que disfrutan de las riquezas o de cualquier otro poder, así como para juzgar indignos y desdeñar a los que sean débiles y pobres, aun teniendo a éstos por mejores que aquéllos. De todas estas razones, son las más extraordinarias las referentes a los dioses y a la virtud, sobre todo cuando atribuyen a los dioses las muchas calamidades y la vida mala que reciben los buenos, o la suerte contraria otorgada a los que no lo son. A su vez, los charlatanes y los adivinos se dirigen a las puertas de los ricos para convencerles de que disponen de poder divino para espiar con sacrificios o conjuros, y en medio de fiestas y diversiones, las faltas que hayan cometido ellos o sus antepasados. Y si alguno quiere hacer daño a un enemigo suyo, podrá hacérselo con poco dispendio, sea justo o injusto, valiéndose de ciertos conjuros con los que dicen que se atraen a los dioses y les convencen para que les ayuden. Y todo esto tiene para ellos la justificación de los poetas, que suelen conceder facilidades a la maldad, bajo el supuesto de que

fácilmente y en tropel puede conseguirse la maldad,
ya que el camino es llano y ella tiene su morada muy cerca.
En cambio, delante de la virtud han puesto los dioses el sudor
y un camino largo, áspero y escarpado
.

Otras veces ponen a Homero como testigo de la seducción ejercida por los hombres sobre los dioses, citando sus mismas palabras:

Los dioses mismos se ablandan
con los sacrificios y amables celebraciones que los hombres les ofrecen,
haciendo uso de las libaciones y de la grasa de las víctimas,
cuando han cometido alguna falta o se han equivocado.

O presentan un gran número de libros de Museo y de Orfeo, descendientes, según dicen, de la Luna y de las Musas, de acuerdo con los cuales verifican los sacrificios, convenciendo no sólo a los particulares, sino incluso a las ciudades, de que la liberación o expiación de los pecados puede lograrse por medio de sacrificios o de juegos de placer realizados en vida, o aun después de muerto, purificaciones estas que nos libran de los males de allá abajo, en tanto significan castigos terribles para quienes no las practican.


VIII

- Todas estas, querido Sócrates -dijo-, son las cosas que se refieren acerca de la virtud y del vicio y respecto a la estimación en que los tienen los hombres y los dioses. Pero ahora cabría preguntar: ¿qué podrán producir en el alma de los jóvenes que las escuchen, si están bien dotados y son capaces de extraer consecuencias de todo lo que oyen, para deducir cómo han de ser y qué camino han de seguir para que transcurra su vida lo mejor posible? Jóvenes así se aplicarían a su propia persona el dicho de Píndaro: ¿Seguiré el camino de la justicia para escalar la alta fortaleza o bien haré uso del fraude desleal para llegar a aquélla? Cualquiera de ellos argüiría que, al decir de los demás, ninguna utilidad se obtiene con ser justo, aun no pareciéndolo, sin trabajos y castigos manifiestos. Una vida sobrehumana se dice, en cambio, espera al que, siendo injusto, ha sabido prepararse reputación de justo. Así, pues, como a juicio de los sabios, la apariencia vence a la realidad y es señora de la dicha, habrá que seguir enteramente ese camino. Adoptaré, por tanto, un ostentoso porte externo que dé una apariencia de virtud y llevaré detrás de mí la zorra astuta y cambiante del sapientísimo Arquíloco. Y al que me diga que no es fácil ser siempre malo sin que lo adviertan los demás, responderé que no hay ninguna gran empresa que no encierre dificultades, y que, de todos modos, si deseamos alcanzar la felicidad no debemos hacer otra cosa que seguir la huella de los discursos pronunciados. Para mantenernos ocultos encontraremos asociaciones y conjuras que nos presten su ayuda, y, asimismo, hay maestros que enseñan el arte de la elocuencia y son diestros para hablar al pueblo y a los jueces, con lo cual, unas veces por la persuasión y otras por la fuerza, aventajarán a los demás sin sufrir castigo. Pero no puede emplearse el engaño y la fuerza contra los dioses. Aunque, si no existen o no les preocupa en absoluto la suerte de los hombres, ¿por qué hemos de intentar engañarles? Si existen y en realidad se preocupan de los hombres, no sabemos ni hemos oído de ellos como no sea por los escritos y genealogías de los poetas, que dicen que es posible convencerles valiéndose de sacrificios, suaves votos y ofrendas. Y a los poetas hay que creerlos en ambas cosas o en ninguna de ellas. Si los creemos, habremos de ser injustos y formular sacrificios con el fruto de las injusticias. En cambio, siendo justos, quedaríamos libres del castigo de los dioses y renunciaríamos a las ganancias de la injusticia. Pero en el primer caso, nuestras ganancias aumentarían al implorarles con encarecimiento para tratar de reparar la falta o el engaño, convenciéndoles en favor de nuestra liberación. Y sin embargo, en el Hades nos corresponderá la pena por cuantas injusticias hayamos cometido aquí en la tierra, nosotros o los hijos de nuestros hijos. Se argüirá seguramente, querido amigo, que también hay misterios y divinidades liberadoras de gran poder, según dicen las más grandes ciudades y los hijos de los dioses, que son sus poetas y sus profetas, y nos los revelan tal como se aparecen en la realidad.


IX

- ¿Qué podría llevarnos a preferir la justicia a la injusticia suma si realmente podemos poseer ésta con una engañosa apariencia de virtud y alcanzar cuanto se nos antoje tanto de los dioses como de los hombres, bien en esta vida o después de ella? En esto concuerdan el hombre de la calle y el de más peso. De todo lo dicho, pues, ¿qué recurso cabe, Sócrates, para cualquier persona que quiera honrar la justicia con la ayuda de su alma, de sus riquezas, de su cuerpo o de su linaje, sino el de reírse al oír que otros la alaban? Así, pues, aun cuando pueda demostrarse que lo dicho no es verdad, e, igualmente; que está suficientemente probado que es mejor la justicia, ningún hombre aparentará irritación contra los injustos y, bien al contrario, tendrá para ellos gran indulgencia, sabiendo como sabe que, a excepción del caso en que alguien por su excelencia de carácter sienta aversión a la injusticia o por su conocimiento de ella la repudie, nadie es justo por su voluntad, sino por su falta de hombría, por su vejez o por cualquier otra debilidad que le hacen impotente para obrar injustamente. Prueba de ello es que cuando alguno de estos hombres llega a alcanzar cierto poder, se hace injusto y obra mal a medida de sus propias posibilidades. La causa de todo ello no es otra que la que ha originado esta discusión en la que estamos comprometidos Glaucón y yo, que venimos a decirte: ¡Oh, admirable Sócrates!, de todos cuantos convenís en defender la justicia, empezando por los héroes antiguos, cuyos discursos han llegado hasta nosotros, y terminando por los hombres de hoy, no ha habido nadie que haya censurado la injusticia o ensalzado la justicia por otro motivo que el de la reputación, honores y recompensas originados por ella. En cuanto al poder que tiene cada una y a su propia virtud ocultos en el alma del que los posee, tanto para los dioses como para los hombres, no ha habido nadie nunca que ni en poesía ni en prosa haya probado suficientemente que la injusticia es el mayor de los males del alma y, en cambio, la justicia el mayor de los bienes. Si, pues, os hubieseis expresado así todos vosotros desde un principio con el fin de persuadirnos desde nuestra juventud, no tendríamos que andar previniéndonos unos y otros de la injusticia, sino que, por el contrario, cada cual sería guardián de sí mismo, ante el temor de ser injusto y provocar con ello para sí el mayor de los males. Estas, y quizá todavía otras mayores, Sócrates, serían las razones que podrían ofrecer Trasímaco o cualquier otro acerca de la justicia y de la injusticia, confundiendo groseramente, según yo estimo, la virtud de ambas. Pero yo, que no tengv necesidad de ocultarte nada, he hablado con tanta extensión, movido por el deseo de escucharte las tesis contrarias. No te limites sólo a mostramos que la justicia es mejor que la injusticia, sino lo que produce cada una por sí misma en el que la posee y que hace se la considere como un mal o como un bien. Prescinde de la reputación, como Glaucón recomendaba, porque si no haces esto en uno u otro caso con la verdadera, ni añades la falsa, diremos que no ensalzas la justicia, sino su apariencia, y que no censuras la injusticia, sino también lo que así parece, así como que prescribes la realización de la injusticia de manera oculta al convenir con Trasímaco que la justicia es un bien para el prójimo, ventajoso para el más fuerte, pero que la injusticia, en cambio es conveniente y útil para el que la practica, e inconveniente para el débil. Ya que te muestras de acuerdo en reconocer que la justicia es uno de los mayores bienes, de los que resultan provechosos por todo lo que de valor nos procuran, y aún mucho más por sí mismos, cual ocurre con la vista, el oído, la inteligencia, la salud y todos los demás bienes fecundos por naturaleza, y no ya por la opinión que merecen, deberás ensalzar de la justicia lo que aprovecha al que la posee y señalar a la vez el daño de la injusticia, dejando que celebren los demás el premio y la reputación que proporcionan. En cuanto a mí, aceptaría las alabanzas ajenas a la justicia y las censuras a la injusticia, siempre que no encomiasen ni censurasen otra cosa que la reputación y ganancia de aquéllas, aunque a ti no te lo consentiría de no ordenármelo, puesto que tú mismo precisamente no has hecho otra cosa durante toda tu vida que examinar esta cuestión. No procures sólo demostrar con tus razones que la justicia es mejor que la injusticia; lo que habrás de hacer es mostrar lo que cada una produce por sí misma al que la posee, tanto si es conocida o no de los dioses y de los hombres, y si podrá reputarse en un caso como un bien y en otro como un mal.


X

Y yo, después de haberle escuchado, ratifiqué mi admiración de siempre en las dotes naturales de Glaucón y de Adimanto, y especialmente en esta ocasión hube de exclamar:

- No sin razón, hijos de un padre ilustre, el amante de Glaucón compuso en vuestro honor, para honrar vuestra intervención en la batalla de Megara, la elegía que comienza así: Hijos de Aristón, divino linaje de un noble varón. Lo cual, queridos amigos, me parece muy bien dicho, pues es indudable que hay en vosotros algo divino, si no estáis convencidos de que la injusticia es mejor que la justicia y sois capaces de defenderlo. A mi entender, sin embargo, no es esa vuestra opinión verdadera, como deduzco de vuestra manera de ser, antes que de vuestras palabras, que me harían desconfiar de vosotros. Precisamente, cuanto más confío en vosotros, tanto más perplejo quedo respecto a lo que habré de contestar. Porque en realidad no puedo acudir en ayuda de la justicia, de lo cual me considero incapaz, como lo prueba el hecho de que pensaba haberos obligado a cambiar de opinión respecto a la superioridad de la justicia sobre la injusticia, sin haberlo logrado realmente; pero tampoco puedo dejar de prestarle esa ayuda, porque temo que no sea lícito callarse si se ataca a la justicia en presencia de uno, o dejar de defenderla mientras quede un soplo de vida y fuerza para ello. Lo mejor, pues, será socorrerla de la mejor manera posible.

En este momento, Glaucón y los demás me pidieron que de ningún modo dejase de defenderla y que prosiguiese mi discurso tratando de indagar qué es lo que puede atribuirse a una y a otra y cuál es la verdad acerca de la ventaja que ambas proporcionan. Les di a conocer mi opinión en este sentido:

- La investigación en la que nos empeñamos no es nada despreciable, sino que, por el contrario, exige, a mi entender, una persona de visión penetrante. Como nosotros no poseemos esa visión, me parece a mí -dije- que conviene emprender dicha búsqueda incidiendo en la práctica de aquel que, debiendo leer a distancia unas letras pequeñas, se da cuenta de que éstas se hallan reproducidas en otro lugar con caracteres gruesos y sobre un fondo mayor. Según yo creo, se consideraría un hallazgo feliz el poder leer primero aquéllas y comprobar luego si las más pequeñas son ciertamente las mismas.

- En efecto -dijo Adimanto-. Pero, ¿qué relación estableces entre esto y la investigación sobre lo justo?

- Te lo diré en seguida. ¿No afirmamos, por ejemplo, que existe una justicia propia del hombre particular y otra propia de una ciudad entera?

- Claro que sí -contestó.

- Pero, ¿no es la ciudad mayor que el hombre particular?

- Indudablemente -dijo.

- Parece natural, por tanto, que la justicia sea mayor en el objeto mayor y resulte más fácil reconocerla en él. Si así lo deseáis, examinaremos primeramente cuál es la naturaleza de la justicia en las ciudades, y luego pasaremos a estudiarla en cada individuo particular, comparando la justicia de unas y de otros para establecer su verdadera similitud.

- Me parece que estás en lo cierto -repuso.

- Si contemplamos en pensamiento -le dije- el nacimiento de una ciudad, ¿no asistiríamos también en ella al desarrollo de la justicia y la injusticia?

- Posiblemente -contestó.

- Sabe, pues, esperar que después de esto sea más fácil comprobar lo que investigamos.

- No cabe duda.

- ¿Juzgáis conveniente que prosigamos? Porque creo que no será tarea fácil. Reflexionad en ello.

- Ya lo hemos pensado -dijo Adimanto-. No te queda otro recurso que seguir.

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