Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO TERCERO


Primera parte


I

- Tales son -dije yo-, según parece, y respecto a los dioses, las cosas que pueden o no escuchar desde niños quienes habrán de honrar a la divinidad y a sus padres y ensalzar también a la amistad mutua en no pequeña medida.

- Pienso igualmente -afirmó- que es justo lo que decimos.

- Pero si queremos que sean valientes, ¿no tendremos que decirles cosas que les hagan temer lo menos posible a la muerte? ¿O crees, acaso, que puede ser valeroso quien alberga en sí mismo ese temor?

- ¡Por Zeus, yo al menos no lo estimo así! -exclamó.

- Pues qué, quien crea en el Hades y en sus castigos, ¿podrá sentirse libre de miedo y preferir la muerte en las batallas en lugar de la derrota y la esclavitud?

- De ningún modo.

- Conviene, según parece, que mantengamos vigilancia sobre los que emplean su tiempo en contar esas fábulas y que les pidamos no censuren tan abusivamente todo lo referente al Hades, sino que, antes bien, lo alaben, ya que ni al expresarse así dicen la verdad ni ayudan en modo alguno a los que el día de mañana tendrán que empuñar las armas.

- En efecto, conviene que sea así -afirmó. - Borraremos, pues -añadí yo-, empezando por los que siguen, todos los versos análogos a éstos:

Preferiría trabajar la tierra sirviendo a otro hombre desprovisto de bienes y en el que no se reuniesen grandes recursos, que ser soberano de toda la multitud de los muertos.

Y los que dicen:

Se aparecía a los ojos de mortales e inmortales la morada terrible, sombría, aborrecida de los mismos dioses.

O:

¡Ay de mí! En la morada del Hades persisten todavía el alma y la imagen, pero nada en absoluto queda de entendimiento en ellas.

O:

Solo él piensa, mientras a su alrededor todo son sombras errantes.

O:

Y el alma, abandonado el cuerpo, descendió al Hades, llorando su suerte y echando de menos su virilidad y su juventud.

O también:

Y el alma, al igual que el humo, se sumió en la tierra, dejando oír sus gemidos.

Y en fin:

Al modo como los murciélagos, en el fondo de una gruta sagrada, revolotean y lanzan chillidos si uno de ellos se desprende de la hilera rocosa y se enganchan de nuevo unos a otros, así fueron las almas, dejando oír sus gemidos.

Pediremos a Homero y a los demás poetas que no lleven a mal el que borremos de sus obras estos o parecidos versos, y no por considerados faltos de poesía o desagradables para los oídos de la mayoría, sino por cuanto al ser más poéticos tanto menos podrán escuchados los niños y los hombres que deban disfrutar de la libertad y temer más la esclavitud que la muerte.

- Desde luego.


II

- Rechazaremos también esos nombres terribles y horrendos que designan el Cocito, la Estigia, los de abajo, los espíritus y otros tantos por el estilo que sólo con nombrarlos hacen estremecer a todos los que los oyen. Eso podrá tal vez ser de utilidad con otro fin, pero nosotros tememos, en lo que respecta a los guardianes, que en virtud de ese mismo miedo se hagan menos apasionados y ardorosos de lo que sería necesario.

- Y lo temeremos con fundamento -dijo él.

- ¿Los suprimiremos, pues?

- .

- ¿Nos expresaremos y compondremos nuestras poesías a tenor de reglas contrarias?

- Es claro que sí.

- ¿Prescindiremos igualmente de los lamentos y sollozos en boca de hombres insignes?

- Será necesario -dijo- si mantenemos nuestras afirmaciones anteriores.

- Consideras, no obstante -proseguí yo-, si esa supresión es o no razonable. Decimos, en verdad, que el hombre virtuoso no deberá juzgar la muerte como algo terrible para otro hombre de las mismas condiciones que él y compañero suyo.

- Desde luego, eso es lo que afirmamos.

- No tendrá motivo, por tanto, para lamentarse por él como si le hubiera ocurrido algo terrible.

- Indudablemente.

- Pero decimos también que un hombre así se basta de manera suficiente a sí mismo para vivir bien y distinguirse de los demás por no tener necesidad de ellos.

- Dices verdad -afirmó.

- En consecuencia, no considerará una desgracia el verse privado de un hijo, de un hermano, de sus riquezas o de algo por el estilo.

- Sin duda alguna.

- Se lamentará, pues, lo menos posible y sobrellevará con ánimo tranquilo una desgracia de esta naturaleza.

- Así lo hará.

- Y haremos nosotros muy bien, por consiguiente, en suprimir los lamentos de los hombres ilustres, para atribuírselos en cambio a las mujeres, y de éstas a las más débiles tanto como a los hombres más perversos, para que sientan repugnancia a imitarles aquellos que queremos instruir para la vigilancia de la ciudad.

- Estás en lo cierto -dijo.

- De nuevo, pues, pediremos a Homero y a los demás poetas que no nos representen a Aquiles, hijo de una diosa,

unas veces tendido de lado, otras boca arriba,
otras, en fin, boca abajo
,

o siquiera

levantándose de pronto y navegando agitado por la orilla del mar estéril,

ni

tomando polvo humeante con sus dos manos y vertiéndolo sobre su cabeza,

ni llorando y lamentándose como lo hace aquel. Tampoco deberá mostrarnos a Príamo, casi emparentado con los dioses, suplicando y

arrastrándose por el estiércol,
llamando por su propio nombre a cada uno de los hombres
.

Aún con más encarecimiento les pediremos que no representen a los dioses diciendo entre lamentos:

¡Ay de mí, desgraciada!
¡Ay de mí, madre infortunada de un héroe!

Si este lenguaje no es apropiado respecto de los dioses, con menor motivo lo será en relación con el más grande de ellos, del que no se podrá decir:

¡Ay de mí! Veo con mis ojos a un varón amigo perseguido alrededor de la ciudad,
y mi corazón se compadece de él
.

O también:

¡Ay, ay de mí, testigo del destino que lleva a Sarpedón, el más querido de los hombres
a perecer a manos de Patroclo, el hijo de Menecio!


III

- Porque, querido Adimanto, si nuestros jóvenes oyesen en serio tales historias y no se burlasen de ellas como si fuesen indignas, difícil resultaría que ninguno de ellos, hombres al fin, las considerasen impropias de sí mismo y que no pensase en decir o hacer cosas análogas. Antes bien, sin avergonzarse de nada ni mostrando firmeza alguna, se abandonaría a inacabados lamentos y lágrimas.

- Nada más cierto que lo que dices -afirmó.

- Y, sin embargo, no conviene que sea así, según razonábamos hace un instante. Y a estas mismas razones debemos atenernos hasta que alguien nos convenza de otra cosa mejor.

- En efecto, no conviene que ocurra.

- Ahora bien, tampoco es necesario que sean amigos de la risa. Porque cuando alguien se entrega a una risa violenta, casi seguro que sufre después una alteración violenta.

- Eso me parece a mí.

- Por tanto, no permitiremos que nos presenten a personas de prestigio dominadas por la risa, y mucho menos todavía si son dioses.

- Mucho menos -asintió.

- Así, pues, no admitiremos versos homéricos de este tipo acerca de los dioses:

Una risa inextinguible estalló entre los dioses bienaventurados,
cuando vieron a Hefaisto pasear jadeante por su palacio
,

porque sería ir contra tu razonamiento.

- ¡Si tú quieres atribuírmelo ...! Pues bien, no admitiremos estos versos.

- Mas la verdad debe prevalecer sobre todas las cosas. Porque, si hablábamos rectamente hace un momento, y en realidad la mentira, aunque no resulte útil a los dioses, puede, en cambio, serlo a los hombres cual si se tratara de un medicamento, está claro que su uso corresponde tan sólo a los médicos, pero no a los particulares.

- Indudablemente -dijo.

- Si a alguien es lícito faltar a la verdad será únicamente a los que gobiernan la ciudad, autorizados para hacerlo con respecto a sus enemigos y conciudadanos. Nadie más podrá hacerlo. El que un particular engañase a los gobernantes lo consideraríamos como una falta mayor que la que pueden cometer el enfermo que miente a su médico o el educando que no dice la verdad a su maestro en relación con el estado de su cuerpo, o incluso el que no manifiesta al piloto cómo se encuentran la nave y la tripulación, y tanto él mismo como sus compañeros de travesía.

- Gran verdad dices -asintió.

- Por tanto, si el gobernante sorprendiese en la mentira a alguno de los ciudadanos

de la condición de los artesanos,
sea un adivino, un médico o un artesano de la madera
,

le castigará como si hubiese introducido en la ciudad, lo mismo que en una nave, un mal destructor y funesto.

- En efecto -dijo-, si los hechos siguen a las palabras.

- Pues qué, ¿no estarán nuestros jóvenes necesitados de la templanza?

- ¿Cómo no?

- ¿Y no consisten para la mayoría los principales efectos de la templanza en mostrarse sumisos a los que mandan, mientras ellos, si llega el caso, gobiernan sus apetitos de comida y bebida y sus placeres amorosos?

- Eso me parece a mí.

- Diremos, pues, pienso yo, que estén bien dichas las palabras que Homero atribuye a Diomedes:

Guarda silencio, amigo, y sé dócil a mis consejos,

y estas otras que siguen:

Los aqueos marchaban llenos de coraje, pero en silencio, temerosos de sus jefes,

y todas las demás de esta naturaleza.

- Perfectamente.

- ¿Y qué me dices de los versos que ahora recitaré?

Borracho, que tienes ojos de perro y corazón de ciervo.

¿Y de los que vienen a continuación, así como de todos los que con insolencia manifiesta nos dan a conocer el trato de los individuos particulares hacia sus gobernantes?

- No puedo calificados como buenos.

- Ciertamente, creo yo, no son apropiados para infundir templanza a los jóvenes que los escuchan, aunque no resulta extraño que les proporcionen algún placer. ¿O no te parece a ti así?

- Estoy de acuerdo -contestó.


IV

- ¿Pues qué? Y cuando se nos presenta al más sabio de los hombres diciendo que nada le parece más hermoso que

encontrarse con mesas llenas de pan y de carne,
y al escanciador vaciando el vino de los cántaros
para traerlo y servirlo en las copas
,

¿juzgas que puede hacerse nacer en el joven sentimientos de moderación? ¿Y cuando se nos afirma

que no hay destino más miserable que el de morir víctimas del hambre?

¿O se presenta a Zeus, durante el sueño de los demás dioses y de los hombres, como al único que mantiene la vela, olvidándose fácilmente de todo lo que ha proyectado y con una excitación de tal naturaleza que llega a decir, a la vista de Hera, que ni siquiera es capaz de acercarse a su aposento, sino que siente deseos de satisfacer allí mismo su pasión, no igualada ni cuando cohabitaron la primera vez, sin saberlo sus padres? ¿O de manera parecida cuando se nos dice que Ares y Afrodita fueron encadenados por Hefaisto?

- No, por Zeus -contestó-, no me parece apropiado.

- Mas si se nos habla de personas que demuestran perseverancia hacia todo -añadí yo- y que tanto en sus dichos como en sus hechos se comportan como hombres insignes, habrá que contemplarlas y escuchar versos como estos:

Golpeándose el pecho, reprendió a su corazón de esta manera:
Ten resignación, corazón; alguna otra vez has soportado cosas más terribles
.

- Naturalmente -dijo.

- Pero no debe permitirse, desde luego, que los hombres sean venales y amantes de las riquezas.

- Eso, de ningún modo.

- Ni se les debe cantar aquello de que

los presentes ganan a los dioses y ganan a los reyes venerables,

ni alabar a Fénix, el preceptor de Aquiles, por aconsejarle que ayudase a los aqueos, si le hacían regalos, y que, en cambio, no pusiese fin a su cólera si no le agasajaban. Tampoco podremos considerar al mismo Aquiles, con criterio unánime, capaz de ambicionar las riquezas hasta el punto de aceptar presentes de Agamenón y sólo mediante ellos avenirse a la devolución del cadáver.

- Yo, al menos -dijo-, no creo que esos relatos deban ser alabados.

- Únicamente en atención a Homero -proseguí- no me atrevo a decir que sea indigno atribuir esos hechos a Aquiles y creerlos a los que hablan de ellos. En este caso se encuentran las palabras que dirige a Apolo:

Me has engañado, flechero, y el más funesto de todos los dioses
tomaría venganza de ti si tuviese poder suficiente para ello
.

Y nada digamos de su resistencia frente al río divino, contra el cual está decidido a pelear, y de sus manifestaciones referentes a su cabellera, consagrada al otro río, el Esperqueo: Desearía ofrecer mi cabellera al héroe Patroclo; pues siendo éste un cadáver, no puede creerse que llegase a hacer tales cosas. O de la acción de arrastrar a Héctor alrededor de la tumba de Patroclo y de la inmolación de prisioneros en la hoguera, cosas todas ellas que no debemos estimar como verdad, ni permitir que se persuada a nuestros guerreros de que Aquiles, hijo de una diosa y de Peleo, hombre sapientísimo y bisnieto de Zeus, educado por el virtuoso Quirón, poseía un espíritu tan turbado que reunía en sí mismo dos vicios claramente opuestos, como son un miserable afán de riqueza y una manifiesta insolencia respecto de los dioses y de los hombres.

- Tienes razón -afirmó.


V

- No creamos todas esas cosas -proseguí-, ni consintamos que se diga que Teseo, hijo de Poseidón, y Piritoo, hijo de Zeus, se atrevieron a realizar tales rapiñas, como tampoco que cualquier otro hijo de los dioses o cualquier héroe hayan intentado cometer las tremendas impiedades que ahora falsamente se les atribuyen. Por el contrario, tendremos que obligar a los poetas a que digan que esas acciones no son imputables a los héroes, o que éstos no son hijos de los dioses, pues ambas cosas no pueden admitirse. Y no se les dejará que convenzan a los jóvenes de que los dioses han engendrado algo malo y que los héroes en nada superan a los hombres. Pues, como decíamos hace poco, esas afirmaciones no son lícitas ni verdaderas, por cuanto hemos demostrado ya que es imposible que los males tomen su origen de los dioses.

- ¿Cómo no?

- Y, ciertamente, todo eso es perjudicial para el que lo escucha. Pues todo hombre disculpará su propia manera de ser, si está convencido de que hicieron y hacen lo mismo que él

los descendientes de los dioses,
los consanguíneos de Zeus, que tienen en lo alto de la montaña Idea
un altar dedicado a Zeus patrio

y además ...

que no han visto aún extinguida en ellos la sangre de los inmortales.

Así, pues, hay que desterrar por completo esas fábulas, no vaya a ser que hagan nacer en nuestros jóvenes una irresistible inclinación al mal.

- Enteramente de acuerdo -dijo.

- Bien; veamos ahora entonces qué otros temas debemos tocar para decidir si habrán de narrarse o no. Ya se ha dicho cómo conviene hablar acerca de los dioses, de los genios, de los héroes y de las cosas del Hades.

- Sin duda.

- Sólo nos resta, por tanto, lo referente a los hombres.

- Es cierto.

- ¡Ah, querido amigo!, pero en este momento no podemos puntualizar esta cuestión.

- ¿Por qué?

- Porque pienso que diríamos que poetas y compositores de fábulas se equivocan gravemente cuando afirman que los hombres de bien son en su mayoría infortunados y que los malos son felices, en razón de lo cual convendría cometer injusticias a escondidas, si se admite que la justicia es un bien para los demás y un mal para el que la practica. Sería necesario prohibir que se dijera todo eso, y al contrario, ordenar que se cantase y refiriese todo lo contrario. ¿No lo crees así?

- Tengo el pleno convencimiento de ello -dijo.

- Si reconoces, pues, que digo la verdad, ¿podré decir también que estás de acuerdo conmigo en todo aquello que venimos investigando desde hace tiempo?

- Tu sospecha es razonable -afirmó.

- ¿Convenimos, por tanto, en que habrá que aplicar esos discursos a los hombres cuando descubramos en qué consiste la justicia y si es por naturaleza beneficiosa para el que la practica, lo parezca o no a los demás?

- Desde luego, convenido -dijo.


VI

- Punto final, pues, a los temas debatidos. A mi juicio, después de esto debemos enfrentamos con el problema de la dicción, ya que así quedará completamente en claro tanto lo que hay que decir como la forma en que ha de decirse.

A lo cual replicó Adimanto:

- No entiendo lo que quieres decir.

- Y, sin embargo, conviene que lo entiendas -contesté-. Posiblemente lo entenderás mejor de esta otra manera. ¿No es todo cuanto se narra por los fabulistas o poetas una exposición de cosas pasadas, presentes o futuras?

- ¿Qué otra cosa podría ser? -preguntó a su vez.

- ¿Y no realizan esto, bien acudiendo a una narración simple, a una narración imitativa o a una mezcla de ambas?

- También necesito -dijo- que me presentes esta cuestión más claramente.

- Entonces -respondí yo- parece que soy un maestro ridículo y oscuro. No me queda otro recurso que proceder como los que son incapaces de hacerse entender, y en vez de hablar de manera general, tomando una parte de la cuestión intentaré mostrarte en ella lo que yo quiero. Dime, pues: ¿No conoces los primeros versos de la Ilíada, en los que el poeta dice que Crises suplicó de Agamenón que le devolviese a su hija, y éste se irritó contra aquél, por lo cual el mismo Crises, convencido de que no lo conseguiría, lanzó sus imprecaciones al dios contra los aqueos?

- Los conozco.

- Sabrás también que hasta en estos versos:

y suplicaba a todos los aqueos,
pero especialmente a los dos Atridas, ordenadores de pueblos
,

habla el propio poeta y no trata de hacernos creer que sea otro y no él quien se expresa así. Sin embargo, después de ellos, habla como si él fuese Crises y procura convencemos sin lugar a duda que no es Homero el dicente, sino el anciano sacerdote. Y casi de la misma manera desarrolla la mayor parte de las narraciones referentes a Ilión e Itaca, e igualmente toda la Odisea.

- Así es -dijo.

- Pero, ¿el poeta no nos presenta siempre una narración, tanto en los discursos como en todo lo que intercala entre ellos?

- ¿Cómo no?

- Mas, al expresarse como si fuese otro el que habla, ¿no tendremos que decir que su dicción se asemeja lo más posible a la de aquel que, según ha advertido de antemano, va a hacer uso de la palabra?

- Indudablemente, lo diremos.

- ¿Y no es imitar a aquel al cual uno se hace semejante, el reproducirle en su habla y en su apariencia exterior?

- Claro que sí.

- En tal caso, según parece, tanto este mismo poeta como los demás desarrollan una narración imitativa.

- Ciertamente.

- Ahora bien, si el poeta no se ocultase a sí mismo bajo la persona de otro, todo su poema y su narración serían simples y no imitativos. Para que no digas que tampoco entiendes esto, te explicaré ahora mismo cómo tiene lugar. Si Homero, después de haber dicho que llegó Crises con el rescate de su hija, como suplicante de los aqueos, y sobre todo de los dioses, continuase hablando como tal poeta y no con el lenguaje propio de Crises, comprenderías fácilmente que no se trata de una imitación, sino de una narración simple, que poco más o menos sería ésta, y hablo en prosa, ya que no tengo dotes poéticas: Una vez llegado el sacerdote suplicó a los dioses que permitieran a los griegos la toma de Troya y un regreso feliz, y que éstos a la vez le devolvieran a su hija, por respeto al dios y a cambio del rescate que les ofrecía. A estas palabras todos asintieron piadosamente, salvo Agamenón, que, enfurecido contra él, le ordenó que se marchase inmediatamente y que no volviese más a su presencia, no fuese a ocurrir que el cetro y las ínfulas del dios no le bastasen para preservarse. Dijo que antes de que su hija le fuese devuelta, envejecería en Argos en su compañía. Le mandó, pues, que se marchase sin excitarle si quería volver sano y salvo a su casa. El anciano se llenó de temor al oírle y salió de allí en silencio, pero una vez lejos del campamento dirigió una prolongada súplica a Apolo, llamándole con todos sus apelativos divinos y recordándole con insistencia todo cuanto había hecho en su honor, bien construyéndole templos, bien sacrificándole víctimas, en gracia de lo cual le pedía encarecidamente que vengase en los aqueos con sus dardos las lágrimas que le habían hecho derramar. Esto sería, querido amigo -concluí yo-, una narración simple, no imitativa.

- Ahora lo comprendo -dijo.


VII

- Pues debes saber también -proseguí- que existe otro tipo de narración opuesto a éste, cuando se suprime todo lo intercalado por el poeta para dejar tan sólo la alternativa de los diálogos.

- No se me escapa que esta es la narración propia de la tragedia.

- Tienes razón -dije yo-, y pienso que ahora queda ya en claro para ti lo que antes no eras capaz de entender, esto es, que en cuanto a la poesía y a la relación de fábulas se da, como tú dices, una completa imitación en la tragedia y en la comedia; en cambio, la relación hecha por el mismo poeta aparece sobre todo en los ditirambos, donde tú mismo podrás encontrarla, y, en fin, una tercera compuesta de ambas se nos ofrece en las epopeyas y en otras composiciones. ¿Tienes aún alguna duda?

- Ahora comprendo -afirmó- lo que antes querías decirme.

- Pues recuerda asimismo que antes de esto afirmábamos haber hablado lo que debía decirse, pero no todavía de cómo sería su expresión.

- Sí que lo recuerdo.

- A esto precisamente era a lo que quería venir a parar: que resultaba necesario llegar a un acuerdo sobre si debe permitirse que los poetas nos presenten las narraciones en forma imitativa, o unas veces imitando y otras no, y en uno y otro caso cómo deberán hacerlo, o bien si no hay que consentirles de ningún modo que utilicen la imitación.

- Adivino -dijo él- que quieres investigar si debemos admitir la tragedia y la comedia en la ciudad. ¿No es eso?

- Posiblemente -asentí-, y quizá desee tratar de cosas aún más importantes. Pero yo mismo no lo sé todavía; iremos allí donde nos lleve el viento de nuestra argumentación.

- Bien dices -afirmó.

- Entonces, Adimanto, reflexiona conmigo: ¿conviene que nuestros guardianes sean imitadores o no? ¿No está dada la respuesta a esto por lo que antes dijimos, a saber, que cada uno sólo puede realizar bien una sola cosa, pero no muchas, y que si se aplica a muchas fracasará probablemente en todas sin llegar a ser tenido en cuenta en ninguna?

- Claro que sí.

- ¿Y no puede decirse lo mismo de la imitación, ya que realmente la misma persona no sería capaz de imitar a muchas cosas a la manera como imita a una sola?

- No.

- Difícilmente, pues, podrá uno dedicarse a un cometido importante e imitar a la vez muchas otras cosas, y sobresalir incluso como imitador, si ni siquiera las mismas personas llegan a practicar a la perfección dos narraciones imitativas tan próximas entre sí como la comedia y la tragedia. ¿O no llamabas así hace un momento a estos dos géneros?

- Desde luego. Y dices bien, porque las mismas personas no llegarán a sobresalir en esos dos géneros.

- Ni es posible que un hombre pueda ser rapsoda y actor a la vez.

- Indudablemente.

- Y aun ni los mismos actores son adecuados para la comedia y la tragedia. Y ambas son imitaciones, ¿no es así?

- En efecto, lo son.

- Pues todavía debo añadir, Adimanto, que me parece a mí que las disposiciones humanas se dividen en relación a cosas más pequeñas, de modo que es imposible imitar bien muchas cosas o hacer aquellas mismas de las que las imitaciones constituyen una reproducción.

- Nada más cierto -dijo.


VIII

- Por tanto, si mantenemos la primera de las normas dictadas, esto es, que conviene que nuestros guardianes se hallen libres de la práctica de cualquier oficio y que, por ser artesanos muy escrupulosos de la libertad de la ciudad, habrán de abstenerse de toda ocupación que no les oriente a aquella, es claro que no deberán preocuparse por hacer o imitar cosa alguna. Puestos en el caso de imitar, que imiten al menos y ya desde niños todo lo que puede serles conveniente, como, por ejemplo, el valor, la sensatez, la piedad, la libertad y cuantas otras excelsas cualidades poseen los hombres superiores. Pero que no hagan ni imiten siquiera acciones innobles e indignas, ni nada que sea realmente vergonzoso, para que no pasen de la imitación a la realidad. ¿O no has observado que, cuando se persevera durante largo tiempo y desde la niñez en la imitación, llega ésta a introducirse en las costumbres y en la misma naturaleza, mudando el cuerpo, la voz e incluso la manera de pensar del que imita?

- Así es -asintió.

- No permitiremos, pues -proseguí-, que quienes se hallan bajo nuestro cuidado, y conviene además que sean buenos ciudadanos, imiten, siendo hombres, a mujeres jóvenes o viejas que censuran a sus maridos o rivalizan con los dioses, llevadas de su engreimiento. Ni consentiremos tampoco que en sus desgracias se entreguen a quejas y lamentos y, mucho menos todavía, que imiten a mujeres enfermas, enamoradas o en trance de parto.

- De ningún modo -dijo.

- Y no habrán de imitar asimismo a esclavas y esclavos que realizan los trabajos de su condición.

- No.

- Ni, por lo menos a mi entender, a hombres malos y cobardes, que practican cosas contrarias a las que antes enumerábamos, esto es, que se insultan e injurian mutuamente, se dicen obscenidades, borrachos o no, y llevan a efecto todas esas cosas con las que, de palabra o de hecho, faltan a sí mismos y a los demás. Creo que tampoco harán bien acostumbrándose a imitar el lenguaje y las obras de los dementes; porque aunque debe conocerse perfectamente a los locos y a los malos, no es conveniente hacer o imitar sus propias acciones.

- Desde luego --dijo.

- Pues qué -añadí yo-, ¿deberán imitar a los herreros o a cualesquiera otros artesanos, a los remeros de las trirremes o a sus cómitres, o, en fin, a personas por el estilo?

- ¿Y cómo podrán hacerlo -replicó- si no se les permite prestar atención a ninguno de estos cometidos?

- Vamos a ver: ¿estarán en condiciones de imitar el relincho de los caballos, el mugido de los toros, el murmullo de las aguas del río, el estruendo de las olas del mar, los truenos y otras cosas semejantes?

- ¡Pero si se les ha prohibido -exclamó- que se vuelvan locos o que traten de imitarles!

- Ya estoy, pues, al tanto de lo que quieres manifestar -dije yo-: existe una forma de expresión y de narración que deberá emplear, cuando tenga algo que decir, el que es realmente hombre de bien, y otra forma muy diferente a la primera, de la que se sirve y en la que se expresa la persona contraria a aquella por su nacimiento y por su educación.

- ¿Cuáles son esas formas? -preguntó.

- Tengo para mí -repliqué- que cuando un hombre sensato llegue en el curso de la narración al momento en que deba hablar o actuar un hombre de bien, querrá presentarle como si él mismo fuese esa persona y no se avergonzará de imitarle si el imitado es verdaderamente un buen hombre y obra con discreción; en cambio, lo hará con menos interés si se trata de imitar una enfermedad, el amor, la embriaguez, o cualquier otra circunstancia análoga. Mas, cuando haya necesidad de imitar a una persona indigna, no deseará nuestro hombre tomar en serio, la representación de alguien inferior a él, y únicamente lo hará como de paso cuando ese personaje deba realizar algo provechoso, sintiéndose avergonzado y a la vez falto de experiencia para imitar el resto de sus acciones. Mucha aversión tendría que mostrar hacia sí mismo si se amoldase y adaptase a modelos que le son inferiores, a quienes mentalmente desprecia; esto sólo tiene justificación como mero entretenimiento.

- Así debe ser -asintió.


IX

- Se servirá, pues, de una narración como la que antes mencionábamos al referimos a los poemas de Homero, y su expresión participará del procedimiento imitativo y del narrativo, aunque, sin embargo, la imitación se prodigará pocas veces en el desarrollo de la narración. ¿No es cierto lo que digo?

- Indudablemente -dijo-, y así es necesario que se exprese un hombre de esa condición.

- Por el contrario -añadí-, cuanto más vil sea el hombre distinto a éste, tanto más procurará imitarlo todo y no considerar nada como indigno, hasta el punto de prodigar seriamente y en público esa imitación de que antes hablábamos: los truenos, el ruido de los vientos, del granizo, y de los ejes y ruedas de los carros, así como los sonidos de las trompetas, flautas, caramillos y de toda clase de instrumentos, sin dejar siquiera de lado el ladrido de los perros, el balido de las ovejas y los cantos de los pájaros. ¿No se convertirá así toda su expresión en una imitación de sonidos y de gestos, sin que apenas entre en ella la verdadera narración simple?

- En efecto -dijo-, así debe ser.

- Pues esas son -concluí- las dos formas de dicción de que hablaba.

- De acuerdo -asintió.

- La primera de ellas presenta pocas variaciones, pues una vez que se le ha dado la armonía y el ritmo convenientes, el dicente que quiera expresarse bien apenas tiene que hacer otra cosa que adaptarse a la única armonía (las variaciones casi no existen), y seguir de igual manera un ritmo semejante.

- Tienes razón -dijo.

- ¿Y qué decir de la segunda de las formas? ¿No es cierto que necesita de todas las armonías e incluso de todos los ritmos, para ser empleada debidamente, por abarcar en sí misma variaciones de todas clases?

- Indudablemente.

- ¿Y no es cierto también que todos los poetas y los que refieren alguna cosa, se aplican a una o a otra de estas formas de expresión, o bien mezclan ambas para que se produzca una nueva?

- Así es -dijo.

- ¿Qué haremos nosotros entonces? -pregunté-. ¿Permitiremos en la ciudad todas estas formas, tomadas las puras por separado o bien la mixta?

- De prosperar mi criterio -afirmó-, sólo deberá permitirse la imitación pura de la virtud.

- Sin embargo, Adimanto, la narración mixta resulta muy agradable; y todavía gusta más a los niños y a los maestros el tipo de narración contrario al que tú eliges.

- No hay duda de ello.

- Pero quizá digas -proseguí yo- que no se ajusta muy bien a nuestra teoría política, puesto que no hay nadie entre nosotros que pueda actuar como dos hombres ni como muchos, por entregarse cada uno a una sola ocupación.

- Claro que no se ajusta.

- ¿Y por esto mismo no será nuestra ciudad la única en la que el zapatero sea solamente zapatero, y no piloto además de zapatero, y el labrador sólo labrador y no juez además de labrador, o el soldado, soldado a secas y no comerciante a la vez que soldado, y así todos los demás?

- Sí, lo será -dijo.

- Por tanto, según parece, si llegase a nuestra ciudad un hombre capaz por su sabiduría de adoptar mil formas y de imitar todas las cosas y que quisiese darnos a conocer sus poemas, nos inclinaríamos ante él como si fuese un ser divino, admirable y arrebatador, pero le diríamos que nuestra ciudad no dispone de un hombre que se le semeje ni es justo que llegue a tenerlo y que, por consiguiente, hemos de devolverle a otra ciudad una vez derramada mirra sobre su cabeza y adornada ésta con cintas de lana. Nosotros mismos desearíamos disponer de un poeta o de un fabulista más austero y menos agradable, aunque más útil, el cual imitase tan sólo lo conveniente y lo que dicen los hombres de bien de acuerdo con aquellas normas que ya hemos establecido cuando tratábamos de la educación de nuestros soldados.

- Lo haríamos así -asintió- si de nosotros dependiese.

- ¡Ah, mi querido amigo! -exclamé-, ahora parece que hemos llevado a feliz término todo lo referente a la parte de la música que concierne a los discursos y a las fábulas, puesto que se ha hablado de lo que hay que decir y de cómo ha de decirse.

- Eso creo yo -dijo.


X

- Y después de esto -añadí-, ¿no tenemos que hablar aún del canto y de la melodía?

- Indudablemente.

- ¿Y no se percibe claramente por todo el mundo lo que debe decirse si somos consecuentes con nuestras afirmaciones anteriores?

Y Glaucón, echándose a reír, dijo:

- Temo, Sócrates, hallarme al margen de todo ello, ya que por el momento no me encuentro en condiciones de explicar lo que podríamos decir, aunque casi lo sospeche.

- Sin embargo -le repliqué-, podrás lanzar a buen seguro esta afirmación: que la melodía está compuesta de tres elementos, a saber: la letra, la armonía y el ritmo.

- -dijo-, eso al menos estaré en condiciones de afirmarlo.

- ¿Y no diremos también en cuanto a la letra de la melodía, que no difiere en nada de la que no se acompaña con música respecto a la conveniencia de que ambas se atengan a las normas establecidas recientemente?

- Así es -dijo.

- Ciertamente, la armonía y el ritmo, al menos, se acomodarán a la letra.

- ¿Cómo no?

- Pero decíamos, no obstante, que en nuestros discursos no tendrían cabida los lamentos y las quejas.

- Desde luego.

- ¿Cuáles son, pues, las armonías quejumbrosas? Dímelo, ya que tú eres músico.

- La lidia mixta -contestó-, la lidia tensa y otras semejantes.

- ¿No convendrá suprimirlas? -dije yo-. Porque si ni siquiera son útiles para mujeres virtuosas, menos aún lo serán para hombres.

- En efecto.

- Añadamos que nada resulta más inapropiado para los guardianes que la embriaguez, la molicie y la indolencia.

- ¿Cómo no?

- Pero, ¿cuáles son las armonías muelles y a propósito para los festines?

- La jonia y la lidia -contestó- suelen considerarse como afeminadas.

- ¿Y serías capaz, querido amigo, de servirte de ellas ante una muchedumbre de soldados?

- De ningún modo -afirmó-, si bien creo que has dejado de mencionar la doria y la frigia.

- Realmente, no conozco las armonías -le dije-, pero quiero aconsejarte que permitas aquella que imite dignamente tanto la voz como los acentos de un héroe que, bien en acción bélica, bien en cualquier otra acción violenta, se ve abatido por una herida o va derecho a la muerte, o cae en otra desgracia semejante, y, sin embargo, en todas estas circunstancias acepta su mala suerte firmemente y con entereza. También puedes admitir otra que imite a aquel que, de manera pacífica y no forzada, sino más bien voluntaria, trata de llevar a otro al convencimiento de algo y le suplica, con promesas si se dirige a un dios, con instrucciones y amonestaciones si se trata de un hombre; o, por el contrario, que se aviene a las súplicas, enseñanzas o persuasiones ajenas, y lejos de sentirse orgulloso con todo lo que ha conseguido, transparenta en todas sus acciones sensatez y mesura y se muestra siempre contento con su suerte. Deja, pues, esas dos armonías, violenta y espontánea, que son las que pueden imitar mejor las voces de los desdichados, de los afortunados, de los prudentes y de los valientes.

- Las armonías que tú me pides -dijo- no son otras que las que yo mencionaba hace poco.

- Por tanto -añadí-, en nuestros cantos y melodías no tendremos necesidad de muchas cuerdas ni de lo panarmónico.

- Creo que no -dijo a su vez.

- Ni habrá que mantener artesanos que construyan triángulos, arpas y todos los demás instrumentos de muchas cuerdas y de muchas armonías.

- Parece que no.

- Pues qué, ¿permitirás en la ciudad a los fabricantes de flautas y a los flautistas? ¿No es éste el instrumento de mayor número de cuerdas y no son también los panarmónicos imitación suya?

- Claro que sí -asintió.

- Te quedan, pues, solamente -dije yo- la lira y la cítara como instrumentos útiles en la ciudad; dejamos en los campos el caramillo para los pastores.

- Esto es, al menos -repuso él-, lo que resulta de nuestra argumentación.

- Pero nada inesperado descubrimos, amigo mío -le contesté-, al dar la preferencia a Apolo y a los instrumentos apolíneos sobre los de Marsias y los suyos.

- No, por Zeus -exclamó-, no me lo parece.

- ¡Por el perro! -dije a mi vez-. Apenas sin damos cuenta purificamos de nuevo la ciudad que hace poco calificábamos como ciudad de molicie.

- Y lo hacemos con buen juicio -dijo por su parte.


XI

- Pues purifiquemos también lo que nos queda. Siguiendo el camino trazado con las armonías, trataremos ahora de los ritmos, no para encontrar en ellos variada complejidad o ritmos de todas clases, sino para comprobar cuáles son los ritmos apropiados a una vida ordenada y valerosa; y después de eso, tendremos que precisar la dependencia del pie y la melodía al lenguaje de un hombre así, y no al contrario. Es cosa que te compete designar cuáles son estos ritmos y esas armonías.

- Por Zeus -replicó-, que no sé qué decirte, porque hay tres formas con las que se combinan los ritmos, así como también se dan cuatro tonos de los que proceden todas las armonías, según lo que yo he observado. No podría señalarte, sin embargo, qué clase de vida se imita con ellos.

- Examinaremos luego con Damón -añadí- con qué medidas se expresan la vileza, la insolencia, la locura y todos los demás vicios, e igualmente qué ritmos deberán dejarse para las virtudes contrarias a aquéllos. Pues creo que le he oído hablar de una manera no muy clara de un metro compuesto al que daba el nombre de enoplio, y de un dáctilo y de un heroico, que no acierto a precisar cómo ordenaba igualando la sílaba de arriba y la de abajo para que terminase en breve o en larga. En mi recuerdo están el yambo y otro metro llamado troqueo, compuestos de sílabas largas y breves. Me parece que con relación a alguno de ellos censuraba o alababa el empleo del pie no menos que los ritmos, o la combinación resultante de ambos. No te lo podría decir con seguridad. Pero quede esto para que lo resuelva Damón, como antes te indicaba; en su discusión nos alargaríamos demasiado, ¿no te parece?

- No, por Zeus -contestó.

- Y bien, ¿no eres capaz de decirme si el decoro y su contrario dependen de la euritmia y de la arritmia?

- ¿Cómo no?

- Pero la euritmia y la arritmia se acomodarán a la bella expresión y a su contraria, e igual ocurrirá con lo armónico y lo inarmónico si, de acuerdo con lo que decíamos poco ha, el ritmo y la armonía siguen a la letra, y no ésta a aquéllos.

- No hay duda -replicó- que deberán seguir a la letra.

- Y tanto la expresión como la palabra misma -pregunté-, ¿no se verán afectadas por la disposición de ánimo?

- ¿Cómo no?

- ¿No sigue todo lo demás a la expresión?

- .

- Así, pues, la bella dicción, la armonía, la gracia y la euritmia están en relación directa con la simplicidad de carácter, aunque no por cierto con lo que corrientemente se entiende por estupidez, sino con esa simplicidad que es la propia de un carácter en el que resplandecen la verdad y la belleza.

- Completamente de acuerdo -dijo.

- ¿Y no necesitarán nuestros jóvenes perseguir estas cualidades por todas partes si quieren cumplir con sus deberes?

- Claro que sí.

- Eso es precisamente lo que se proponen la pintura y todas las demás artes, como la tejeduría, el bordado, la edificación y todas cuantas se refieren a la fabricación de los distintos objetos, y en no menor grado la naturaleza de los cuerpos vivos y de las plantas. En todas partes se nos aparece la gracia y la falta de ella. Mas, tanto la falta de gracia como la arritmia y la carencia de armonía están hermanadas con la fea expresión y las malas costumbres, mientras que las cualidades opuestas reflejan e imitan también el carácter opuesto, sensato y bueno.

- Así es, indudablemente -dijo.

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