Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO


Segunda Parte


XII

No bien hube dicho esto, Glaucón y los demás pidieron que no rehusase lo que le solicitaba. Bien se veía que Trasímaco ardía en deseos de hablar para que le escuchásemos su tan alabada opinión, creyendo que con ella superaría todo lo dicho, pero simulaba esta porfía con objeto de que fuera yo el que contestara. Por fin accedió e inmediatamente dijo:

- Tal es la ciencia de Sócrates: no quiere enseñar nada, sino andar de un lado para otro aprendiendo de los demás sin darles siquiera las gracias.

- Dices verdad, Trasímaco -respondí yo-, en eso de aprender de los demás, pero faltas a ella en lo de que no correspondo con mi agradecimiento; pues lo hago con lo que puedo, esto es, con mis alabanzas, ya que dinero no poseo. Y lo hago lleno de buena voluntad cuando alguien habla como debe, según comprobarás al instante, luego que tú respondas, ya que creo que lo harás adecuadamente.

- Escucha, entonces -dijo-: para mí lo justo no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte. Pero, ¿por qué no das tu aprobación a esta respuesta? No querrás, seguramente.

- No dudes que la daré -le repliqué- si llego a entender lo que tú dices; pues en este momento todavía no lo sé. Dices que lo justo es lo que conviene al más fuerte. ¿Y qué quieres decir con esto, Trasímaco? No querrás decir, por ejemplo, que si Polidamante, el campeón de lucha, es más fuerte que nosotros y a él le conviene comer carne de vaca para sostener su cuerpo, ese mismo alimento será también conveniente y, a la vez, justo para nosotros, que somos inferiores a él.

- Hablas con desvergüenza, Sócrates -dijo-, y tomas mis palabras por donde más daño puedes hacerles.

- De ningún modo, querido amigo -añadí yo-, pero explica con más claridad lo que quieres decir.

- ¿No sabes, acaso -replicó-, que unas ciudades son gobernadas tiránicamente, otras de manera democrática y otras, en fin, por una aristocracia?

- Claro que sí.

- ¿Y no ejerce el gobierno en cada ciudad el que en ella posee la fuerza?

- Indudablemente.

- Por tanto, cada gobierno establece las leyes según lo que a él conviene: la democracia de manera democrática; la tiranía, tiránicamente, y así todos los demás. Una vez establecidas estas leyes, declaran que es justo para los gobernados lo que sólo a los que mandan conviene, y al que de esto se aparta le castigan como contraventor de las leyes y de la justicia. Lo que yo digo, mi buen amigo, que es igualmente justo en todas las ciudades, es lo que conviene para el que detenta el poder, o lo que es lo mismo, para el que manda; de modo que para todo hombre que discurre rectamente, lo justo es siempre lo mismo: lo que conviene para el más fuerte.

- Ahora -le contesté- sé bien lo que dices; si ello es verdad o no, es lo que tendré que examinar. Acabas de afirmar, pues, Trasímaco, que lo justo es lo que conviene, y, sin embargo, a mí me habías prohibido que te diese esa contestación. Aunque añadas en este caso: Para el más fuerte.

- ¿Es posiblemente pequeña adición? -dijo.

- No puedo contestarte todavía si pequeña o grande; pero, en cambio, hay necesidad de examinar si lo que dices es verdad. Estoy de acuerdo contigo, por lo pronto, en que lo justo es algo que conviene, mas tú añades y vienes a decir que lo que conviene al más fuerte, cosa que yo desconozco y que, por consiguiente, debe ser examinada.

- Pues examínala -dijo.


XIII

- Eso haré -contesté-. Pero dime: ¿no afirmas también que es justo obedecer a los que mandan?

- Ciertamente.

- ¿Y esos mismos que mandan son incapaces de equivocarse en cada ciudad, o pueden verse mezclados en el error?

- Pueden, por completo, caer en él -dijo.

- Entonces no hay duda que al intentar dictar leyes, unas las harán bien y otras mal.

- Así creo yo.

- Pero, ¿el hacerlas bien es hacerlas que convengan a ellos mismos, y el hacerlas mal que no les convengan? ¿O qué es lo que quieres decir?

- Eso mismo.

- ¿Y las leyes que ellos dictan han de cumplirse por los gobernados, y es eso precisamente lo justo?

- Claro que sí.

- Así, pues, según lo que tú dices, no sólo es justo el hacer lo que conviene para el más fuerte, sino también lo contrario: lo que no conviene.

- ¿Qué es lo que dices? -preguntó.

- A mi parecer, lo mismo que tú. Pero examinémoslo mejor: ¿no hemos quedado de acuerdo en que los gobernantes cuando ordenan hacer algunas cosas a los gobernados, también se engañan a veces en lo que es mejor para ellos mismos, y que es justo que los gobernados hagan lo que los gobernantes les mandan? ¿O no era esto lo acordado?

- Pienso que sí -dijo.

- Pues confiesa también -argüí yo- que si admites que es justo que los gobernantes y los más fuertes hagan cosas perjudiciales, cuando ellos mismos involuntariamente ordenan lo que no les conviene (y has afirmado en este sentido que es justo hacer lo que aquéllos ordenan), ¿puedes dudar entonces, sapientísimo Trasímaco, de que no resulta ser justo necesariamente hacer lo contrario de lo que tú dices? Es claro que en este caso se ordena hacer a los más débiles lo que se presenta como perjudicial para el más fuerte.

- Sí, por Zeus, Sócrates -dijo Polemarco-; no hay duda de ello.

- Y tú lo atestiguas -atajó Clitofonte.

- Pero, ¿es que hay necesidad de que yo lo atestigüe? -contestó Polemarco-. El mismo Trasímaco está de acuerdo en que los gobernantes ordenan a veces cosas que a ellos mismos perjudican, y que es justo que los demás las hagan.

- El hacer lo ordenado por los gobernantes, Polemarco, fue precisamente lo establecido como justo por Trasímaco.

- Pero estableció además como justo, Clitofonte, lo conveniente para el más fuerte. Al postular ambas cosas, convino en que a veces los más fuertes ordenan cosas perjudiciales para ellos mismos, al objeto de que también las hagan los gobernados y los más débiles. Y si esto es así, no más justo sería para el más fuerte lo conveniente que lo perjudicial.

- Pero ten en cuenta -dijo Clitofonte- que entendía como conveniente para el más fuerte lo que este mismo creyese que le convenía. Lo cual habría de hacerse por el más débil, según su idea de la justicia.

- No fue eso lo que se dijo -afirmó Polemarco.

- Nada altera la cuestión, Polemarco -contesté yo-. Pero si ahora Trasímaco lanza tal afirmación, se la admitiremos también.


XIV

- Dime, pues, Trasímaco: ¿Era esto lo que querías afirmar como justo: lo que parece ser conveniente para el más fuerte al que se engaña, y justamente cuando se engaña?

- Pero a mí, al menos -le contesté-, me pareció que era eso lo que decías cuando convenías que los gobernantes no eran infalibles y que alguna vez caían en el error.

- Permíteme que te llame sicofanta Sócrates, en tus razonamientos -dijo- Pues, ¿es posible que llames médico al que comete un error respecto a los enfermos, precisamente en cuanto que se equivoca en el cálculo, en tanto se equivoca y según su misma equivocación? Claro que decimos a menudo, en la conversación, que el médico, o el calculador, o el gramático, se equivocaron, pero yo creo que cada uno de ellos no se equivoca en manera alguna siendo lo que es según nuestra designación; de modo que, con una expresión rigurosa, y ya que tú hablas también exactamente, ningún maestro en un arte se equivoca, y el que así lo hace es porque le abandona su ciencia, en cuyo momento no puede llamársele maestro en ese arte. Así, pues, ningún maestro en un arte, o sabio, o gobernante, se equivoca en tanto es tal maestro, o sabio, o gobernante, aunque se diga por todos que el médico o el gobernante se equivocaron. Acepta ahora como respuesta estas palabras mías, en las que puede precisarse mi pensamiento: el gobernante, en tanto que gobernante, no se equivoca, y al no equivocarse establece lo que es mejor para él, que será también lo que haya de hacer el gobernado. Repito, por tanto, lo que ya decía al principio: es justo el hacer lo que conviene para el más fuerte.


XV

- Y bien, Trasímaco -dije-; ¿te parece que hablo como un sicofanta?

- Desde luego -contestó.

- ¿Crees, por tanto, que cuando yo te preguntaba lo hacía con alguna mala intención y como para confundirte?

- Así lo creo a ciencia cierta -contestó-. Pero nada ganarás con ello, porque ni se me ocultan tus malas artes, ni, una vez descubiertas, podrás hacer fuerza con tu razonamiento.

- No sería esa al menos mi intención, mi buen amigo Trasímaco -dije yo-. Pero, para que en lo sucesivo no ocurra lo mismo, deberás precisar cuando hablas del gobernante y del más fuerte, si usas de la expresión común o lo haces con todo rigor, como decías hace muy poco; esto es: que lo que conviene para el más fuerte será justo que lo realice el más débil.

- Lo hago en sentido riguroso -dijo-, refiriéndome al gobernante. Ahora, si te es posible, lanza tus maquinaciones y tus calumnias contra esto. No serás tú el que me abrumes, ni fuerzas tendrás para llegar a ese fin.

- Pero, ¿piensas -le dije- que seré yo tan loco que trate de esquilar al león y de calumniar a Trasímaco?

- Ahora, por lo menos, lo has intentado -contestó-, aunque no hayas tenido éxito alguno.

- Ya basta -dije yo- con todo esto; pero dime: el médico, en el rigor de la palabra, al que poco antes te referías, ¿es un vulgar negociante o un curador de enfermos? Digo, el que en realidad es médico.

- Curador de enfermos -afirmó.

- ¿Y en cuanto al piloto? ¿El buen piloto deberá ser considerado como jefe de los marinos o como marino?

- Como jefe de los marinos.

- A mi entender, pues, no habrá de tenérsele en cuenta el hecho de embarcar en una nave, ni por ello se le llamará marino; porque no recibe el nombre de piloto por su dedicación a la navegación, sino por su arte y por ejercer el mando de los marinos.

- Es verdad -dijo.

- ¿Y cada uno de éstos no tiene algo que le conviene?

- Ciertamente.

- ¿Y el arte -le dije- no surgió justamente para esto, para buscar y proporcionar lo que conviene a cada uno?

- Para eso mismo -contestó.

- ¿Y qué otra cosa hay que convenga a cada una de las artes, sino la que sea más perfecta?

- ¿Qué quieres decir con esto?

- Es como si me preguntases -dije yo- si le basta al cuerpo ser cuerpo o necesita de algo más; te respondería que sí, pues lo necesita, y que por esta causa ha sido inventado el arte de la medicina, porque el cuerpo está enfermo y no tiene bastante consigo mismo. Por consiguiente, para proporcionarle lo que le conviene, para esto mismo se ha inventado el arte. ¿Te parece que hablo bien -dije- cuando hablo así, o no?

- Me parece que hablas bien -repuso.

- Veamos. ¿La medicina misma es imperfecta o nos hallamos en el caso de afirmar que cualquier arte necesita de alguna virtud, como, por ejemplo, los ojos de la vista o las orejas del oído, y que por esto a unos y a otras les es necesario un arte que establezca y proporcione lo que les conviene? ¿Hay quizá en el arte misma alguna imperfección y se precisa para cada una otra arte que le fije lo conveniente, y aun otra para esta última y así de manera indefinida? ¿O es ella misma también la que considera lo que le conviene? ¿O no necesita posiblemente ni de sí misma ni de otra para considerar lo que conviene a su imperfección, puesto que no hay imperfección ni error en ninguna de las artes, ni corresponde a ellas otra cosa que buscar lo que conviene a su objeto, dada su perfección y su pureza por ser rectas, hasta el punto de que el arte subsiste entonces precisamente como lo que es? Examina esto con el acostumbrado rigor de expresión: ¿ es o no es así?

- Así parece -contestó.

- Por tanto -dije yo-, la medicina no busca lo que a ella misma conviene, sino lo que conviene al cuerpo.

- Claro que sí -dijo.

- Ni la equitación busca lo que conviene a la equitación, sino a los caballos; ni arte alguna (pues nada necesita) lo que conviene a sí misma, sino a aquello para lo que está hecha.

- Tal parece ser -dijo.

- Pero ciertamente, Trasímaco, las artes gobiernan y dominan aquello para lo que están hechas.

Convino también en esto, pero de mala gana.

- Así, pues, no hay conocimiento que examine y ponga en orden lo que conviene al más fuerte, sino lo que conviene al más débil y gobernado por aquél.

Al fin se mostró igualmente de acuerdo en esto, aunque intentando someterlo a discusión; y después que manifestó su conformidad, le dije:

- Según lo acordado, pues, ¿ningún médico, como tal médico, examina ni ordena lo que conviene al médico, sino lo que conviene al enfermo? Porque hemos llegado a la conclusión de que el verdadero médico es gobernante de los cuerpos, pero no negociante, ¿no es así?

Así lo reconoció.

- ¿Y no hemos convenido también en que el verdadero piloto es jefe de los marinos, pero no marino?

No puso reparo alguno.

- Pero semejante piloto y jefe de los marinos no examina ni ordena lo que conviene al piloto, sino al que es marino y gobernado por él.

Una vez más lo admitió, aunque con desgana.

- Por consiguiente, Trasímaco -dije yo-, cualquiera que ejerce una función de gobierno, en cuanto tal gobernante, nunca examina ni ordena lo que a él mismo conviene, sino lo que conviene al gobernado y súbdito suyo. Y dice lo que dice y hace lo que hace mirando a éste y considerando lo que le conviene y le resulta apropiado.


XVI

Una vez llegados aquí, y estando ya claro para todos que la razón aducida sobre lo justo se había vuelto en contra de él, Trasímaco, en lugar de contestar, exclamó:

- Dime, Sócrates, ¿es posible que tengas nodriza?

- ¿Qué quieres decir? -repliqué-. ¿No sería más conveniente contestar que hacer tales preguntas?

- Es que, en realidad -añadió-, te permite que tengas esos mocos y no se preocupa de limpiarte como es debido cuando así lo necesitas: tú mismo no sabes por ella lo que son las ovejas y lo que es el pastor.

- Pues dime la razón de ello -dije yo.

- Porque piensas que los pastores o los boyeros miran por el bien de las ovejas o de las vacas, y las ceban y cuidan de ellas tendiendo a otro fin que no sea la conveniencia de sus dueños o la de sí mismos, y que, igualmente, los gobernantes en las ciudades, los que de verdad gobiernan, tienen una idea respecto de sus súbditos y otra con relación al modo de gobernar sus ovejas, así como que examinan de día y de noche otra cosa que no sea la consecución de su provecho personal. Estás tan lejos de llegar al conocimiento de lo justo y de la justicia y de lo injusto y de la injusticia, que no sabes que la justicia y lo justo es en realidad un bien extraño, conveniente para el más fuerte y para el gobernante, familiar y perjudicial para el que vive sometido y obedece órdenes, y que la injusticia es lo contrario y ejerce el gobierno sobre los verdaderamente sencillos y justos, pues son los gobernados los que realizan lo que conviene al más fuerte y le hacen feliz prestándole su servicio, sin que de ningún modo se beneficien a sí mismos. Así, inocente Sócrates, hay que considerar las cosas: siempre y en todas partes sale peor parado el hombre justo. En primer lugar, en las relaciones mutuas, cuando uno entra en comunidad con otro, nunca hallarás que al disolverse la sociedad el justo posea más que el injusto, sino menos. Luego, en los asuntos públicos, cuando hay que satisfacer algunas contribuciones, es el justo, aun con los mismos bienes, el que tributa más, y menos el injusto; pero cuando se trata de recibir, el primero no obtiene ganancia alguna, y grande en cambio el segundo. Y cuando uno de los dos se hace cargo del gobierno, le ocurre al justo, si no otra pena mayor, el que sus asuntos domésticos queden por completo abandonados, al no poder obtener beneficio de la cosa pública por ser justo, y además el verse aborrecido por sus parientes y amigos, que no le perdonarán el no haberles procurado ayuda por no violentar la justicia; al injusto, sin embargo, le acontece exactamente todo lo contrario; y al decir esto, me refiero al que antes nombraba, es decir, al que disfruta de un gran poder; considérale con atención, si quieres llegar a discernir cuánto más le conviene, por su propio interés, ser injusto que justo. Y lo conocerás todavía mejor si tu punto de vista se fija en la injusticia extrema, la que hace más feliz al más injusto, y más desgraciados a los que padecen la injusticia y son incapaces de cometerla. No otra cosa es la tiranía, que arrebata lo ajeno, furtiva o descaradamente, sin consideración a su carácter sagrado o profano, privado o público, y no llevándoselo en pequeñas partes, sino en su totalidad. Cuando alguno es cogido in fraganti por haber cometido fraudes análogos, entonces se le castiga y recibe los mayores de nuestros insultos, porque se les llama sacrílegos, mercaderes, horadadores de padres, despojadores y ladrones a todos aquellos que faltan a la justicia de alguna manera. Pero si alguien, además de las riquezas de los ciudadanos, los somete y los reduce a la esclavitUd a ellos mismos, es llamado dichoso y feliz en lugar de aplicarle esos nombres deshonrosos, y no sólo por los ciudadanos, sino incluso por cuantos tienen conocimiento de la plena realización de su injusticia; ya que quienes reprochan la injusticia, no lo hacen porque teman cometerla, sino por miedo a sufrirla. Y así, Sócrates, la injusticia, llevada a su punto máximo, es más fuerte, más libre y más poderosa que la justicia, y, como decía al principio, lo justo resulta ser lo que conviene al más fuerte, y lo injusto, en cambio, lo ventajoso y conveniente para uno mismo.


XVII

Una vez dicho esto, Trasímaco hacía intención de marcharse, como si al igual un bañero nos hubiese inundado nuestros oídos con su larga perorata; pero los que se encontraban presentes no se lo permitieron, sino que, por el contrario, le forzaron a quedarse y a procurar una explicación de las palabras que había pronunciado.

Yo, por mi parte, también le prodigaba mis súplicas, diciéndole:

- Extraordinario Trasímaco, ¿eres capaz de marcharte después de habemos lanzado ese discurso y antes de mostramos suficientemente tUs razones o de hacemos ver si ello es así o de otro modo? ¿O piensas que es asunto de poca importancia el delimitar esto, cuando no el precisar la norma de vida más provechosa a la que cada uno de nosotros debe sujetarse?

- ¿Creéis acaso -dijo Trasímaco- que yo pienso de otro modo?

- Parece, ciertamente -le contesté- que no te preocupas la más pequeña cosa de nosotros, y que apenas te importa el que vivamos mejor o peor, ignorando lo que tú dices saber. ¡Ea!, pues, querido amigo, esfuérzate por ilustrarnos; nunca te arrepentirás del beneficio que nos proporciones a todos nosotros. En cuanto a mí, puedo decirte que no estoy convencido ni pienso que la injusticia sea más provechosa que la justicia, ni aunque se le den a aquélla todas las facilidades y no se le impida realizar cuanto quiera. Dejemos, querido, en paz, al injusto, permitámosle incluso que cometa injusticias, en secreto o por la fuerza; con todo, no habrá de convencerme nunca de que obtendrá más provecho que con la justicia. Posiblemente algún otro de los que están aquí piensen así, y no tan sólo yo; convéncenos, por tanto, divino Trasímaco, de que no andamos descarriados al preferir a la justicia mejor que a la injusticia.

- ¿Y cómo voy a convencerte? -dijo-. Si con lo que ya he dicho no te he convencido, ¿qué podré entonces hacer por ti? ¿Es que tendré necesidad de introducir mis razones en tu alma?

- No, por Zeus -contesté yo-, no hay necesidad de ello; pero, cuando menos, manténte en todo lo que has dicho, o, si te decides a cambiarlo, cámbialo claramente y no te burles de nosotros. Porque ves ahora, Trasímaco (y volvamos de nuevo a lo de antes), que después de haber definido al verdadero médico, no has creído oportUno definir con el mismo rigor al verdadero pastor, sino que piensas que ceba sus ovejas como tal pastor, pero sin procurar lo mejor para ellas, ya que a tu parecer lo hace cual si se tratara de un comensal dispuesto para el banquete, con el que ha de regalarse, o para vender aquéllas, en calidad de negociante y no de pastor. Pero a la profesión de pastor no interesa otra cosa que aquello para lo que ha sido ordenada, a fin de procurarle lo mejor, puesto que todo lo referente a ella está suficientemente proporcionado, siempre que nada le falte para ser verdadera profesión de pastor. Así estimaba yo que era necesario nuestro acuerdo respecto a que todo gobierno, en cuanto gobierno, no considera otro bien que el del súbdito y el del gobernado, tanto si es público como privado. Pero, ¿tú crees que los gobiernos, las ciudades (indudablemente los que las gobiernan bien) lo hacen de muy buen grado?

- Por Zeus -dijo-, no sólo lo pienso, sino que lo sé.


XVIII

- Pues qué, Trasímaco -dije yo-, ¿no te das cuenta de que nadie quiere ejercer los otros gobiernos por su voluntad, sino que pide un salario, dando a entender con esto que ninguna utilidad obtendrá del cargo, la cual recaerá en los gobernados? Porque contéstame a lo que voy a decir: ¿no decimos en toda ocasión que cada arte es distinta de las demás, a tenor de su distinto efecto? ¡Ah, mi buen amigo Trasímaco!, no contestes contra tU opinión, para que nuestro progreso sea evidente.

- Sí, es distinta -contestó.

- ¿Y cada una de ellas no nos proporciona una utilidad propia, no ya común, como la medicina, la salud, el pilotaje, la seguridad en la navegación, y así todas las demás?

- Indudablemente.

- Y, del mismo modo, ¿no nos procura un sueldo la profesión de asalariado? El efecto de ella es precisamente éste, y no creo que tú confundas la medicina con el pilotaje. O si quieres precisar con exactitUd, como pretendías, ¿admitirás que si un piloto recobra la salud por efecto de la navegación puede considerarse la misma cosa a la medicina y al pilotaje?

- Es claro que no -dijo.

- Ni, creo yo, a la profesión de asalariado, porque alguno llegue a curarse por el hecho de trabajar a sueldo.

- Ciertamente.

- Pues, ¿por qué? Tampoco deberá estimarse a la medicina como el arte del mercenario porque algún médico exija un salario.

No asintió.

- ¿No hemos convenido, al menos, que cada arte tiene su propia utilidad?

- Claro que sí -dijo.

- Por tanto, esa utilidad común que obtienen todos los profesionales de aquéllas, es manifiesto que la reciben de algo que también es común en todas las artes.

- Así parece -contestó.

- Habrá que decir, pues, que los profesionales a sueldo obtienen éste por servirse del arte del asalariado.

Asintió de mala gana.

- En consecuencia, la utilidad de que hablamos no la recibe cada uno de su propia arte, sino que, precisando las cosas con todo rigor, la medicina produce la salud y el arte del mercenario la soldada, así como la arquitectUra la casa; aunque la retribución que se obtiene con esta última arte produzca también un sueldo. Del mismo modo, todas las demás artes tienen cada una su trabajo y proporcionan el provecho para el que están ordenadas. Porque si no se recibiese recompensada por ellas, ¿qué utilidad alcanzaría el profesional con su arte?

- Ninguna -dijo.

- Entonces, ¿no obtiene provecho alguno cuando trabaja gratuitamente?

- Yo, al menos, creo que sí.

- Por consiguiente, Trasímaco, se muestra ya con evidencia que ningún arte ni gobierno vela por su propio interés, sino que, como decíamos hace un momento, prepara y ordena las cosas en beneficio del gobernado, considerando ante todo su conveniencia, por ser el más débil, y desdeñado la del más fuerte. Por eso mismo, querido Trasímaco, afirmaba yo hace poco que nadie quiere gobernar por su voluntad ni trata de enderezar los males del prójimo, sino que exige una recompensa, porque quien desee ejercer su arte de la mejor manera posible no puede nunca hacer ni ordenar nada en beneficio de sí mismo, sino del gobernado. Así, pues, según parece, conviene otorgar recompensa a los que aceptan el mando de buen grado: esa recompensa consistirá en dinero, en honra, o bien en castigo, si no gobiernan.


XIX

- ¿Qué es lo que dices, Sócrates? -dijo Glaucón-. Comprendo perfectamente lo de las dos recompensas, pero no sé lo que quieres dar a entender con ese castigo que también propones a modo de recompensa.

- ¿No conoces entonces -dije- cuál es la recompensa de los sabios, por la que aceptan el poder los más virtuosos cuando se deciden a gobernar? ¿O no sabes quizá que se considera como vergonzosas a la ambición y a la avaricia, y que lo son realmente?

- Sí, lo sé -contestó.

- Por eso precisamente -repuse yo-, los buenos no quieren gobernar ni por dinero ni por honra, y ni siquiera alcanzando limpiamente una recompensa por el ejercicio de su cargo quieren que se les llame asalariados, o acaso ladrones si ellos mismos se apropian algo del gobierno secretamente. Como no son ambiciosos, tampoco les mueve la honra. Es preciso, pues, que les incite a ello la necesidad y el castigo, si han de llegar de algún modo al gobierno; de donde resulta que se estime indecoroso el procurarse voluntariamente el poder, sin que medie alguna fuerza coactiva. El mayor de los castigos consiste en ser gobernado por el más indigno, caso de que los buenos no quieran gobernar; por temor a aquél, me parece a mí que gobiernan, cuando gobiernan, los hombres virtuosos, los cuales aceptan entonces el gobierno no como un bien ni como si fuesen a darse con él buena vida, sino a manera de algo necesario; ya que no se dispone de otros hombres buenos, habría lucha para no gobernar como ahora la hay para gobernar, y entonces se mostraría claramente que el verdadero gobernante no ejerce en realidad el cargo para mirar por su propio bien, sino por el del gobernado; de modo que todo hombre inteligente preferiría mejor que otro trabajase en su provecho que tener que trabajar él por los demás. No puedo, por tanto, asentir de ningún modo a Trasímaco en eso de que lo justo es lo que conviene al más fuerte. Pero tendremos que examinar la cuestión de nuevo, porque más importante es lo que decía ahora Trasímaco, cuando menos según me parece a mí, al afirmar que es mejor la vida del injusto que la del justo. ¿Cuál eliges tú, Glaucón? -le dije-. ¿Cuál de las dos cosas te parece ser más verdadera?

- Yo considero como más ventajosa la vida del justo.

- ¿Has oído -le pregunté- cuántos bienes atribuía hace poco Trasímaco al injusto?

- Sí, los he oído -repuso-, pero no me convenció.

- ¿Quieres, pues, que seamos nosotros los que le convenzamos, caso de que podamos probar que no dice la verdad?

- ¿Cómo no he de quererlo? -repuso.

- Pues bien -dije yo-, si ahora, oponiéndonos a él, refutásemos una a una sus razones, haciendo ver cuántas ventajas encierra el ser justo, y él por su parte replicara con otras, sería preciso enumerar y medir todos los bienes que cada uno presentase en su discurso y necesitaríamos también de jueces que fallasen la cuestión, pero si verificamos el examen en trato amistoso como hasta el momento, seremos nosotros mismos a la vez jueces y oradores.

- Naturalmente -dijo.

- Por tanto, ¿cuál de los dos métodos te agrada más? -añadí yo.

- El segundo -contestó.


XX

- Vamos a ver, Trasímaco -dije yo-, tomemos la cuestión desde el principio y contesta: ¿admites que la completa injusticia es más ventajosa que la completa justicia?

- Lo admito por entero -afirmó-, y ya he dicho por qué motivos.

- Acláranos entonces tu opinión sobre esto. ¿Llamas a una de esas dos cosas virtud y a la otra vicio?

- Claro que sí.

- Por tanto, ¿será para ti virtud la justicia y vicio la injusticia?

- ¿Y lo crees verosímil, querido -dijo-, después de afirmar que la injusticia es ventajosa y la justicia no?

- ¿En qué quedamos, pues?

- Precisamente en todo lo contrario -contestó.

- ¿Crees acaso que la justicia es vicio?

- No, sino una generosa simplicidad.

- ¿Y estimas, por tanto, como maldad a la injusticia?

- No, sino prudencia.

- En consecuencia, Trasímaco, ¿te parece que los hombres injustos son juiciosos y buenos?

- Por lo menos -contestó- cuantos son capaces de realizar la completa injusticia y de someter a su poder ciudades y pueblos. Tú pensarás quizá que me refiero aquí a los rateros de bolsas, pero -prosiguió-, aunque esto también es provechoso si permanece en la impunidad, no van mis razones por ahí, sino a confirmar aquello de que ahora hablaba.

- Puedes estar seguro -dije- que no desconozco lo que quieres decir. Ahora bien, me ha dejado sorprendido que consideres la injusticia como parte de la virtud y la sabiduría, y la justicia como algo contrario.

- Desde luego, no lo dudes un momento.

- Muy duro me parece eso, querido amigo -contesté yo-, y no resulta fácil a nadie refutarlo. Si hubieses dicho tan solo que la injusticia es ventajosa, pero conveniendo a la vez que es vicio y vergüenza, como admiten otros, habría lugar para responder según lo acostumbrado, mas ahora aparece claro que la estimas cosa hermosa y fuerte y que le atribuyes todo aquello que nosotros concedemos a la justicia, ya que has llegado incluso a equipararla a la virtud y a la sabiduría.

- Tienes dotes de verdadero adivino -dijo.

- Pero, con todo -contesté-, no dejaré de proseguir el examen de la cuestión en tanto suponga que dices lo que piensas. Porque tengo para mí, Trasímaco, que ahora no hablas sin más, sino que dices lo que te parece ser verdad.

- ¿Y qué te va a ti en ello -replicó- que sea esa o no mi opinión, si de lo que se trata es de que refutes mis afirmaciones?

- Nada me va ni me viene -dije yo-; pero intentaré que contestes a lo que voy a decirte: ¿te parece a ti que un hombre justo desea tener ventaja sobre otro hombre justo?

- De ningún modo -dijo-, porque entonces no sería tan complaciente y simple como lo juzgamos ahora.

- Pues, ¿qué? ¿Ni siquiera para una acción justa?

- Ni siquiera para eso -contestó.

- ¿Y no estimaría conveniente superar al injusto? ¿Creería o no que esto es justo?

- Lo creería -contestó- y lo estimaría así, pero no estaría a su alcance.

- Pero no te pregunto esto -dije yo-, sino si el justo no estima conveniente y desea aventajar al injusto, tanto como al justo.

- Eso creo -replicó.

- ¿Y en cuanto al injusto? ¿Crees también que pretenderá superar al justo y a la acción justa?

- No hay duda -dijo-, ya que estima conveniente obtener ventaja sobre todos.

- Por tanto, ¿tratará el injusto de superar al hombre justo y a la acción justa y se esforzará por tener esa ventaja sobre todos?

- Así es.


XXI

- Queda esto claro -dije-: el justo no tratará de superar a su semejante, sino al que no lo es; el injusto, en cambio, al semejante y al que no lo es.

- Lo has dicho muy bien -afirmó.

- ¿Y es que al menos -añadí yo- no es el injusto juicioso y bueno, y el justo ni una ni otra cosa?

- Claro que sí -contestó.

- Así pues -dije-, ¿se parece el injusto al juicioso y bueno y el justo no?

- ¿Cómo no ha de parecerse el primero si es como ellos, y cómo, en cambio, ha de parecerse el segundo?

- Indudablemente. Porque el que es de una determinada manera se parece a los que son semejantes a él.

- ¿Podría ser entonces de otro modo? -dijo.

- Admitámoslo, Trasímaco; pero tú, ¿a alguien llamarás músico, y a alguien también negarás ese título?

- En efecto.

- ¿Y cuál de los dos es inteligente y cuál no?

- Considero así al músico y carente de inteligencia al que no es músico.

- ¿Crees asimismo que es bueno en aquello en que demuestra inteligencia y malo en aquello para lo que no es inteligente?

- .

- ¿Y ocurre otro tanto con el médico?

- Eso es.

- ¿Y te parece a ti, querido amigo, que el músico que afina la lira desea superar al músico en la tensión y aflojamiento de las cuerdas o sacarle alguna ventaja?

- A mí no me lo parece.

- ¿Y al que no es músico?

- Por fuerza -dijo.

- Vayamos con el médico. En lo que respecta al alimento o a la bebida, ¿quiere tomar ventaja sobre el hombre médico o sobre su profesión?

- De ningún modo.

- ¿Ni tampoco sobre el que no es médico?

- .

- Y en cuanto a cualquier conocimiento o ignorancia, ¿ te parece a ti que el que es entendido desea obtener ventaja sobre otro que también es entendido, bien en hechos o en palabras, o aspira tan sólo a lo mismo que su semejante en la misma acción?

- Posiblemente resulte necesario -dijo- que esto sea así.

- ¿Qué diremos del no entendido? ¿No desea en igual grado obtener ventaja sobre el entendido como sobre el no entendido?

- Quizá.

- Pero, ¿el entendido es sabio?

- Claro que sí.

- ¿Y el sabio es bueno?

- .

- Por consiguiente, el hombre bueno y sabio no deseará sólo obtener ventaja sobre su semejante, sino sobre su desemejante y contrario.

- Así parece -dijo.

- Mas el hombre malo e ignorante anhelará obtenerla sobre su semejante y contrario.

- No creo que ofrezca duda.

- ¿Y no decías tú también, Trasímaco -dije yo-, que el injusto desea obtener ventaja sobre su desemejante y no sobre su semejante?

- .

- El justo, pues -afirmé yo-, se parece al sabio y al bueno, mientras que el injusto imita al malo y al ignorante.

- Nada hay que objetar.

- Pero hemos convenido ya en que cada uno es como aquel al que se parece.

- Por tanto, el justo se presenta como bueno y sabio, en tanto que el injusto aparece como ignorante y malo.


XXII

Trasímaco estuvo de acuerdo conmigo en todo esto, aunque no tan fácilmente como yo lo digo, sino más bien forzado a ello y a duras penas, chorreando sudor por efecto del calor veraniego. Y entonces vi yo por primera vez que Trasímaco se ruborizaba; mas cuando convinimos en que la justicia es virtud y sabiduría, y la injusticia maldad e ignorancia, dije yo:

- Dejemos ya probado este punto. Pero decíamos también que la injusticia era fuerte, ¿o no haces memoria de ello, Trasímaco?

- Sí que la hago -respondió-; pero no puedo dar mi aprobación a lo que ahora dices y tengo que hablar por mi parte. Aunque si yo hablase, bien sé que me acusarías de demagogo. Así pues, deja que diga cuanto quiera, o, si lo prefieres, pregunta; yo, desde luego, te contestaré que como a las viejas que recitan sus fábulas y aprobaré o disentiré con signos de cabeza.

- Pero no lo hagas, de ningún modo -dije yo-, contra lo que tú piensas.

- Como a ti te parezca -afirmó-, ya que no permites que hable. ¿Quieres aún algo más?

- Nada, por Zeus -dije yo-, sino que procedas como más te guste; yo, naturalmente, te preguntaré.

- Pues pregunta.

- Te preguntaré lo mismo que hace un momento a fin de que podamos proseguir ininterrumpidamente la discusión: ¿qué es la justicia con respecto a la injusticia? Parece haberse afirmado que la injusticia era más poderosa y más fuerte que la justicia, y ahora -dije-, si es que la justicia es sabiduría y virtud, pienso que fácilmente se nos mostrará más fuerte que la injusticia, ya que ésta no es otra cosa que ignorancia. Nadie querrá desconocer esto; pero no es mi deseo considerarlo de manera tan sencilla, sino de otro modo: ¿te atreverías a afirmar que existe una ciudad injusta que intenta someter injustamente a las demás ciudades, y que, en realidad, ya las ha sometido y las mantiene sojuzgadas bajo su poder?

- ¿Cómo no? -dijo-. Y hará esto la ciudad que en mayor grado y con más perfección sea injusta.

- Ya sé -dije- que ese es tu pensamiento. Pero sobre ello quisiera puntualizar si la ciudad que se apodera de otra ciudad tiene este poder sin la justicia o le será necesario contar con ella.

- Si la justicia, como decías recientemente -afirmó-, es sabiduría, con la justicia; pero si es como yo pretendía, con la injusticia.

- Mucho me complace, Trasímaco -dije yo-, que no apruebes y desapruebes sólo con movimientos de cabeza, sino con respuestas muy claras como ahora.

- Me alegra que te haya dado gusto -contestó.


XXIII

- Lo has hecho muy bien, pero hazme el favor completo y dime: ¿estimas que una ciudad o un ejército, o unos bandidos o ladrones, o cualquier otra gente de esta calaña, sea la que sea la empresa injusta que realicen en común, podrá llevarla a término actuando injustamente unos contra otros?

- No, por cierto -dijo.

- ¿Adelantarían más si no procediesen de manera injusta?

- Indudablemente.

- Pues mira, Trasímaco, a mi entender la injusticia procura sediciones y odios, y luchas entre ellos, en tanto que la justicia les proporciona concordia y amistad; ¿ o no lo crees así?

- Lo doy por bueno -dijo- para no llevarte la contraria.

- Vuelves a mostrarte muy prudente, querido amigo, pero sigue contestándome: si se considera como obra de la injusticia el introducir el odio dondequiera que éste se encuentre, ¿no se producirá también el odio recíproco, tanto en los hombres libres como en los esclavos, originando escisiones tales entre ellos que les haga impotentes para realizar tareas en común?

- Seguramente.

- Y si esto ocurre entre dos personas, ¿no ahondarán sus diferencias y cobrarán odio entre sí, haciéndose tan enemigas mutuamente como de las personas justas?

- Así será -dijo.

- Pues supón ahora, admirado amigo, que la injusticia se realiza en una sola persona; ¿perderá acaso todo su poder o lo conservaráíntegramente?

- Lo conservará íntegramente -dijo.

- Por tanto, la injusticia se nos aparece con un poder tal que, ya se encuentre en un estado, ya en un ejército o en cualquier otra sociedad, la vuelve impotente para conseguir nada por la disensión y la discordia que origina, haciéndose a la vez enemiga de sí misma y de su contrario, lo justo; ¿no lo crees así?

- .

- Pienso, además, que, si se encuentra en una sola persona, produce todo lo que por naturaleza le corresponde; primeramente, la deja sin fuerzas para actuar, en discordia y desacuerdo consigo misma; luego, la vuelve enemiga de sí misma y de las personas justas, ¿no es eso?

- .

- Y los dioses, querido amigo, ¿no son también justos?

- No hay duda -contestó.

- Por consiguiente, Trasímaco, el injusto será enemigo de los dioses, y el justo, amigo.

- Deléitate y confía plenamente en tu discurso -dijo-; yo, por mi parte, no te contradiré para no enemistarme con éstos.

- Pues bien -dije yo-, completa ya este deleite mío respondiendo como lo hacías ahora. Porque los justos se nos aparecen como más sabios, mejores y más poderosos para la acción, y los injustos como si no fuesen capaces de actuar en común, hasta el punto de que si decimos que alguna vez hacen algo en común con éxito, aun siendo injustos, no decimos de ningún modo la verdad. Ciertamente, no podrían perdonarse unos a otros, siendo injustos, con lo cual está claro que hay cierta justicia en ellos que les impide cometer injusticias mutuas, y por aquélla realizan sus empresas y se atreven con sus crímenes, no obstante ser malos a medias, ya que los malos e injustos totalmente son también incapaces de hacer nada. Creo que esto es así y no como tú proponías al principio. Y respecto a la afirmación de que los justos viven mejor que los injustos y son más felices que ellos, es algo que dejamos para un examen posterior y que habrá que precisar. Ahora se nos muestran, según mi parecer, conforme se ha dicho, aunque haya que examinar mejor la cuestión, puesto que no se trata de resolver sobre algo intrascendente, sino nada menos que acerca de cómo es preciso vivir.

- Pues procede a su examen -dijo.

- Eso voy a hacer -contesté-. Pero dime: ¿te parece a ti que el caballo tiene una función que le es propia?

- .

- ¿Y propondrías como operación propia del caballo o de otro ser cualquiera la que sólo pudiera hacerse por él, o por él mejor que por nadie?

- No sé lo que quieres decir -dijo.

- Vamos entonces con otra cosa: ¿te sería posible ver de otro modo que con tus ojos?

- Seguramente que no.

- ¿Y oír con algo que no fuesen tus oídos?

- De ninguna manera.

- ¿Podríamos, pues, decir con razón que ésas son operaciones propias de ellos?

- Indudablemente.

- Pues qué, ¿serías capaz de cortar un sarmiento con un cuchillo, con un trinchete o con cualesquiera otros instrumentos?

- ¿Cómo no?

- Pero, creo yo, nada resultaría más apropiado que una podadera adaptada para ello.

- Ciertamente.

- ¿No diremos, por tanto, que es esta una operación propia suya?

- Claro que sí.


XXIV

- Pienso yo ahora que debes entender mejor lo que te preguntaba hace poco, al indagar si no era operación propia de cada cosa la que ella sola realiza o ella mejor que las demás.

- Sí que lo entiendo -dijo-, y me parece que esa es la operación propia de cada una.

- Pues bien -le dije-, ¿te parece a ti que existe una virtud para cada una de las cosas que se ordena a una operación? Volvamos a lo que antes decíamos: ¿puede hablarse de una operación propia de los ojos?

- .

- Es decir, ¿que los ojos tienen, en efecto, una virtud que les es propia?

- No hay duda.

- ¿Y no ocurre lo mismo con los oídos?

- .

- Por tanto, ¿poseen una virtud?

- Indudablemente.

- ¿Y no acontecerá otro tanto con los demás cosas?

- Claro que sí.

- Pues qué, ¿podrían los ojos realizar perfectamente su operación si no tuviesen la virtud que les es propia y dispusiesen, en cambio, de un vicio en lugar de la virtud?

- ¿Y cómo no? -preguntó-. ¿Te refieres quizá a la ceguera en vez de a la visión?

- Poco importa por el momento -argüí yo- cuál sea la virtud de los ojos, pues todavía no pregunto eso, sino si se realizará bien su operación con su propia virtud y mal con el vicio.

- Al hablar así dices la verdad -contestó.

- E igualmente, los oídos, privados de su virtud, ¿realizarán mal su propia operación?

- Efectivamente.

- ¿Ponemos, pues, todas las cosas en el mismo plano?

- Eso me parece.

- Ea, pues, pasemos ahora a otra cuestión: ¿hay una operación propia del alma que ningún otro ser pueda realizar, cual es la de dirigir, gobernar y decidir y todas las demás cosas por el estilo, y podríamos atribuirla a otro ser que no fuese ella, diciendo que en efecto le es propia?

- Sólo a ella.

- ¿Y en cuanto a la vida? ¿Diremos que es una operación del alma?

- Sin duda -afirmó.

- ¿Y diremos también que hay una virtud del alma?

- Claro que sí.

- Pues qué, Trasímaco, ¿el alma realizará bien sus operaciones privada de su virtud propia o es eso imposible?

- Imposible.

- Por tanto, es necesario que el alma mala mande y gobierne mal y que, en cambio, la buena realice bien todas estas cosas.

- Sí, lo es.

- ¿Y no hemos acordado que la justicia es virtud del alma, y la injusticia vicio?

- En efecto.

- Así pues, el alma justa y el hombre justo vivirán bien; el hombre injusto, mal.

- Eso parece -dijo-, según tu razonamiento.

- Pero el que vive bien es feliz y dichoso, y todo lo contrario el que vive mal.

- ¿Cómo no?

- Por consiguiente, el justo es dichoso, y el injusto, desgraciado.

- Admitido -dijo.

- Pero no se obtiene ventaja siendo desgraciado, sino siendo dichoso.

- Así es.

- Entonces, divino Trasímaco, la injusticia no es nunca más provechosa que la justicia.

- Puedes regalarte, Sócrates -dijo-, con todo eso en la Bendidias.

- A ti te lo deberé, Trasímaco -contesté-, por haberte suavizado tanto y haber cesado también en tu irritación. Sin embargo, pequeño va a ser el banquete, y no por tu culpa, sino por la mía, pues me parece a mí que así como los golosos gustan arrebatadamente de todo lo que se les presenta, sin haber disfrutado en justa medida de lo anterior, así también yo, sin haber llegado a encontrar lo que al principio considerábamos, esto es qué cosa es lo justo, olvidado de aquello me lancé a investigar acerca de si era vicio e ignorancia, o sabiduría y virtud, y surgida una nueva cuestión, a saber si la injusticia es más ventajosa que la justicia, no tuve reparo en dejar aquélla por ésta, de modo que ahora me ocurre que nada he sacado en limpio de la discusión. Pues al no saber qué es lo justo, difícil será que sepa si es una virtud o no, y si el que la posee es o no es dichoso.

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