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LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN
Max Nordau LIBRO SÉPTIMO
Mentiras varias
Capítulo segundo
La sumisión que casi todos los hombres practican a la opinión pública, es causa de que en el seno de nuestra civilización persista uno de los más extraños restos de cultura que hemos pasado hace mucho tiempo: me refiero al desafio. El duelo prueba que el instinto de conservación es en el hombre más débil que su instinto social, porque si el primero fuese más fuerte, un hombre no se expondría nunca a un evidente peligro de muerte fácil de evitar, sólo porque sus iguales, que uno a uno le son en absoluto indiferentes, continúen en su conjunto teniendo de él buena opinión y le reconozcan derecho a sentarse entre ellos. El duelo es la negación de todos los principios sobre los cuales está fundada nuestra civilización actual, es debido a una irrupción de la barbarie primitiva en nuestras instituciones públicas y sociales, por altamente desarrolladas que se encuentren. En su origen era el duelo, seguramente, natural y justo. Pertenece a los primeros fenómenos antropológicos, mejor dicho, zoológicos, y no es más que la forma más sencilla de la lucha por la existencia, lucha en la cual vemos la fuente de todo desarrollo. Cuando un hombre primitivo hallaba en otro un obstáculo a la satisfacción de una necesidad o de un capricho, reñía con él sin vacilar. Trataba de hacer huir o de matar a su rival cerca de una mujer, al merodeador que le robaba sus frutos, al invasor de la caverna en que dormia o al poseedor de una caverna más cómoda. La lucha tenía un interés serio y todas las armas que en ella se empleaban eran buenas. El más fuerte degollaba al más débil, el más listo burlaba al más tonto, el hombre vigilante sorprendía durmiendo al hombre descuidado. El hombre se exponía por completo, pero tendía a la anonadación del enemigo. Esta situación, en la cual, para no morir, había que ser el más fuerte en todas las circunstancias y frente a todos los hombres, cesó al formarse el estado jurídico. Cierto que la fuerza es también el fondo del derecho, y que éste tiene su raíz en el hecho de que el más débil debe ceder al más fuerte y sufrir su ley. Pero el progreso en el desarrollo del derecho natural del más fuerte al derecho de la sociedad civilizada, consiste precisamente en que se eleva el derecho originariamente individual de la fuerza de un individuo. El bárbaro decía: Esta propiedad me pertenece porque he sido lo bastante fuerte para apoderarme de ella, y nadie puede quitérmela ya, porque mataría al que lo intentase. Esta frase era justa si el bárbaro tenía el poder de cumplirla; falsa si se encontraba frente a un adversario más fuerte que él. Vino la civilización, y la generalizó diciendo: La propiedad te pertenece, y nadie tiene derecho a quitártela. Desde entonces, la frase era verdadera en todos los casos, la exactitud no dependía ya de la fuerza del que quisiera aplicarla. Si el individuo era demasiado débil para proteger su propiedad contra un agresor más robusto, llamada en su ayuda a la sociedad, y ésta era siempre más fuerte que el más robusto individuo. Actualmente el hombre no sólo no tiene ya necesidad de defender su derecho con su fuerza personal, sino que no podrá hacerlo, si no quiere transgredir la ley fundamental de la sociedad, que sólo a ella permite defender los principios jurídicos por ella establecidos, y prohibe al individuo defenderse personalmente. Este desarrollo del derecho ha dejado absolutamente intacto el duelo. La ley protege la sociedad, pero no protege la vida. La costumbre y el derecho no permiten que un hombre robe a otro su reloj; pero la costumbre permite, y el derecho escrito no prohibe eficazmente, que este mismo hombre, si maneja mejor la espáda o la pistola, mate a otro; y sin embargo, la vida es un bien mucho más precioso que un reloj. Mientras los hombres creyeron en dioses personales y en un orden del mundo arreglado por ellos, el duelo tenía aún cierta significación. Entonces su teoría no significaba la fuerza de los puños; los adversarios y sus testigos iban al sitio del combate, no con la idea de que el más fuerte mataría al más débil, sino con la convicción de que Dios daría la victoria al derecho, y que el adversario injusto tendría que combatir, no contra un adversario humano, quizá más débil, sino contra el poder sobrenatural del Señor y Juez universal. Con tal manera da ser, el duelo era una institución jurídica y no un triunfo de la fuerza. Pero este carácter jurídico desaparece en una sociedad que no cree en un Dios personal ni en intervenciones sobrenaturales en los asuntos privados. El duelista ilustrado sabe que no tiene cerca de sí ningún protector invisible, aun cuando defienda su derecho, y no teme combatir aún contra Dios si saca la espada por una causa injusta. El duelo no es más que una cínica sofisticación de todos los principios del derecho, y una proclamación de la ley primitiva, que pone pura y simplemente la vida del más débil en manos del más fuerte. Lo mismo que en todas sus demás locuras y prejuicios, la sociedad es perfectamente inconsecuente en su actitud hacia el duelo; tolera y aún exige que sus miembros tornen a las ideas del salvaje antropófago, y amenacen la vida de todos aquellos cuya razón les desagrade; debería lógicamente admitir también que esto se haga en las condiciones de salvajismo de la existencia primitiva. Si sobre el punto principal se sale de la civilización, es ridículo y absurdo que se preocupe de guardar atenciones a ésta y renuncie a la libertad de sus movimientos. Yo puedo elegir entre ser un hombre civilizado o un piel roja; si me decido por esto último, debo poder ser un piel roja en todo. Quiero entonces tener el derecho de utilizar en el combate con mi adversario las ventajas que pueda procurarme, asaltarle y clavarle mi cuchillo por la espalda, si tengo miedo a no vencerle de otro modo, incendiar su casa por la noche y cortarle el pescuezo en el tumulto, espero de su parte el mismo tratamiento, y me tengo por advertido. ¡Que el adversario, si puede, tome mejor que yo sus precauciones! ¿En qué principio quiere apoyarse la sociedad para impedir este género de lucha, para impedirme que haga de la sorpresa y el incendio mis aliados? Seguramente no será en el orden jurídico actual, porque si éste ha de ser valedero, es preciso que, ante todo, aparte la posibilidad de que dos hombres puedan mutuamente amenazarse con un golpe mortal por un motivo que es casi siempre fútil y mezquino. Pero no, la sociedad no reconoce lógica. Ordena la defensa personal, y al mismo tiempo impide que ésta sea eficaz. Como el piel roja, debe el analista jugarse la vida, pero no obedecer, como el piel roja, a todas las sugestiones del instinto de conservación personal. Sólo a medias debe hacerse animal salvaje, quedando, también a medias, hombre culto y refinado. Asi lo quiere la sociedad en su prudencia y su justicia. Un tunante os falta al respeto; lo mejor para vosotros sería despreciarle o cuando más castigar con una bofetada su insolencia. No podéis hacerlo, debéis provocar al insolente y exponer vuestra vida. Pero habéis pasado la existencia encorvado sobre los libros, sin manejar nunca más instrumento de muerte que las tijeras de uñas, mientras vuestro ofensor es un vago, que desde la infancia ha pasado todo su tiempo en las salas de armas y tiros de pistola; realmente es una lástima porque no lleváis probabilidades, pero habéis de batiros. Tenéis en el mundo deberes sagrados, sois el sostén de vuestra familia; si morís, vuestra mujer y vuestros hijos serán perdidos, en tanto que vuestro ofensor es solo o rico; no lleva al lugar del combate más que su propia vida, y no la de seres que le son caros; poco importa, batíos, matad o morir, porque si no lo hacéis, sois un cobarde, un hombre deshonrado. Si sucumbis, y vuestra mujer pide limosna, y vuestras hijas se hacen cortesanas, y vuestros hijos malhechores, o todos ellos mueren de hambre, no tenéis que esperar de nadie lástima ni apoyo. Pero si por esta razón no queréis exponer vuestra vida, todos os escupimos a la cara. Así habla la sociedad, y quien quiera vivir en paz con ella ha de inclinarse ante estas ideas horribles. La causa de la persistencia del duelo debe imputarse principalmente al militarismo. No es una pura casualidad que en los ejércitos permanentes sea el duelo una ley expresa, y el oficial es expulsado vergonzosamente de su cuerpo si no se bate con la misma facilidad con que enciende un cigarro. La guerra es una apelación a la fuerza como dominando el derecno; es, por tanto, una suspensión momentánea de la civilización y una vuelta al estado primitivo. ¿Qué tiene de extraño que unos hombres que tienen por profesión la guerra, se vean tentados a transportar tales principios a su vida privada y vean en su espada y su revólver el único código de las relaciones sociales, como los cañones y los fusiles son el único código de las relaciones de los pueblos? Pero aquí también hallamos medios de combatir este grosero prejuicio. El mejor procedimiento para demostrar claramente un absurdo y refutarle, es perseguirle hasta en sus últimas consecuencias. Admitamos que unos cuantos hombres resueltos a aceptar una provocación, pongan fuera de combate de cualquier modo a su adversario, se dejen luego detener y procesar, y hablen así a los jueces: Yo soy un hombre civilizado y no un cazador de renos de la Edad de Piedra. Mis ideas son ideas de civilización. Respeto a la ley y tengo al juez por única autoridad a quien incumbe aplicar la ley y castigar mi transgresión. Pero un hombre ha venido a ponerme en la necesidad de dictarme la ley por mí mismo, ser mi juez y buscar mi protección en las armas, en una palabra, ha suspendido para mí las condiciones normales de la vida civilizada, y me ha declarado la guerra. Yo no he tenido más remedio que aceptar, pero he hecho la guerra exactamente según las prescripciones usadas para las guerras en los pueblos civilizados. La misión de los diplomáticos de un pueblo que hace la guerra, es buscar aliados, he buscado aliados y me felicito por mi éxito diplomático; he conseguido firmar un alianza con dos boxeadores, tres maestros de armas y cinco tiradores distinguidos. Es deber del jefe del ejército presentarse en todas partes, ante un enemigo, con fuerzas superiores; yo he llenado a conciencia ese deber. La victoria es segura para el que hace más rápidos movimientos y opera más diestramente; mi movilización ha sido más rápida que la de mi adversnrio, le he sorprendido con mis aliados en el momento en que menos lo esperaba. Se ha quejado de que no le había informado previamente del lugar y hora del encuentro; esta pretensión me ha hecho reír. No he leído en ningún manual moderno de ciencia militar que sea costumbre darse cita para reñir batallas decisivas. Como siempre, Dios se ha puesto de parte de los batallones más fuertes. Hemos desbaratado al enemigo; hubiéramos podido matarle, pero no lo hemos hecho porque hemos querido obrar hasta el fin como beligerantes civilizados; le he impuesto al vencido una contribución, ha tenido que pagar mis gastos de la guerra, es decir, la recompensa de mis aliados y unas cuantas botellas de vino. Hasta que ha cumplido estas condiciones, le hemos ocupado, es decir, le hemos tenido sujeto. Una vez pagada la contribución dé guerra, le hemos soltado. Nada más. Puesto que me han impuesto la guerra privada, la he conducido diplomática, estratégica y rentísticamente, según todas las reglas conocidas. El que así hablase sería, sin duda, condenado por extorsión quizá o por heridas corporales; pero esto no importa, tal progreso se compra a costa de algunos sacrificios. Por la libertad de pensamiento se han dejado atormentar y quemar muchas almas generosas. No hay que contar algunos sacrificios de libertad, si son el precio único a que puede obtenerse el triunfo de la civilización sobre la barbarie, de la razón sobre la necedad. Si en un país cien hombres ricos y resueltos quisieran sacrificarse; y de este modo hacer absurdo el duelo, pronto veríamos desaparecer una costumbre que se remonta al más salvaje barbarismo, y que nuestra época de derecho y cultura acaricia, no obstante, con amor.
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