Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro sexto - Capítulo terceroLibro séptimo. Capítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO SÉPTIMO
Mentiras varias
Capítulo primero



Solo el hecho de que el hombre, semejante a los animales que viven en rebaño, tenga necesidad de vivir con sus semejantes, puede hacernos comprender algunas de esas particularidades más primitivas y esenciales. Estas quedarían siendo inexplicables en absoluto, si hubiésemos de ver en él un ser solitariio e independiente por naturaleza, y si alguna vez hubiese sido verdadero el cuadro que alguno de los antropólogos mal informados, pero dotados de viva imaginación, nos han trazado del hombre primitivo, a quien describen como cazador salvaje, enemigo de la especie, errando solo por los bosques, armado de un hacha y un cuchillo de piedra. Su instinto de solidaridad está fundado únicamente sobre su necesidad de vivir, la eucación egoista que le da la civilización ha podido debilitar y obscurecer este instinto, pero no suprimirle. Este instinto no tendría objeto, y por consiguiente, no estaría justificado en un ser a quien su naturaleza y sus necesidades llevasen a una existencia solitaria, sin relación ninguna con los hombres, y ocupado solamente en satisfacer sus inclinaciones propias y sus intereses personales.

El instinto de solidaridad da por resultado qúe el hombre, en todas sus resoluciones y en todos sus actos, tiene presente sin cesar la idea de la especie, del rebaño, y se pregunta: ¿Qué dirán de esto los demás? Y concede la mayor influencia sobre su conducta y sus pensamientos a la acogida que sus acciones y sus palabras han de encontrar en los demás hombres. La opinión pública ejerce sobre cada individuo un poder enorme, a quien ninguno puede escapar. SI en apariencla se rebela contra ella, esta rebelión se parece a ciertas oposiciones políticas que apelan del rey mal informado al rey mejor informado; tiene, por fin, declarado o sobreendido, no ponerse por encima de la opinión pública; sino transformarla de tal manera que acabe por opinar como el mismo que protesta contra ella. El hombre que se traza un camino lo hace con la secreta esperanza de encontrar al término de su camino solitario, aunque sea muy tarde, una multitud humana. Timon quiere persuadirse a sí mismo de que los hombres le son ya indiferentes; pero en el fondo de toda su conducta y toda su existencia hay, sin embargo, la aspiración a una humanidad que responda a sus deseos y tendencias, y de la cual él tambiéñ pudiera formar parte. El deseo de agradar a la opinión pública es, por regla general, aún más poderoso que el instinto de la conservación personal, porque muchos hombres sacrifican su vida, no por defender sus propios intereses, por apartar un peligro personal, sino por hacer algo de que hablen con elegio los demás; en otros términos, la opinión pública hace héroes. Los hombres vulgares han nacido para marchar en lo más espeso de la turba, para dejar que otros drijan la marcha, designen las paradas, determinen las horas de la partida y del descanso, conduzcan el ataque la defensa; otros hombres no tienen durante toda su vida más móvil que la opinión de los demás; nunca se atreven a seguir ideas propias o a tener un gusto personal; en las grandes como en las pequeñas cosas obedecen a la opinión pública; desde el color de su corbata hasta la elección de su mujer, todo lo determinan atendiendo a sus cómpañeros, de los que no apartan la vista ni un solo instante.

Las poderosas individualidades, los naturales conductores del rebaño, se atreven más a ser por sí mismos; obedecen a sus propias ideas sin cuidarse de la aprobación o censura de los demás. Pero si se les mira desde más cerca, se ve que ellos también están sometidos por la secreta esperanza de obtener en seguida o más tarde el asentimiento, si no de todos, al menos de los mejores. Hace falta un valor extraordinario para afirmar en voz alta una opinión personal sabiendo que al hacerlo así se pone uno en posición con casi todos los que le rodean, por ejemplo, para defender la causa del pueblo bajo si se ha nacido aristócrata, como Catilina, o para declarar la guerra a Roma si, como Lutero, se tiene una madre querida que cree a su hijo condenado al fuego eterno del infierno. Pero estos héroes tenían el consuelo de sentirse de acuerdo con minorías que esperahan convertir en mayorías. Otros no encontraron entre sus contemporáneos estas minorías simpáticas; sin embargo, la aprobación de un solo ser, una mujer, un amigo, un hijo, les animaba en el combate contra las opiniones reinantes; si este consuelo les faltaba, fortificábales la convicción de que un día la humanidad sería más justa y más inteligente, y después de haberlos lapidado honraría su memoria.

Creo absolutamente inadmisible que por obedecer a una convicción personal, un hombre en plena posesión de sus facultades intelectuales se ponga de un modo persistente en oposición con la opinión pública si está completamente seguro de que mientras haya hombres en el mundo su manera de obrar será eternamente condenada por todos, que ni aún una débil minoría le dará la razón, que todos los hombres le despreciarán o le execrarán eternamente como un traidor, un cobarde, un pillo. En vano buscaréis al héroe, al mártir, que por una idea que él cree justa soportase esta exclusión definitiva e inapelable de la humanidad, este horrible aislamiento en el presente y en el porvenir, este odio o esta aversión universal; no lo encontraréis entre los hombres de sano espíritu. La opinión pública no es otra cosa que la conciencia de la especie, como la conciencia no es otra cosa que la expresión de la opinión pública en el individuo. El instinto vivo en todos de la conservación de la raza hace que la opinión pública, cuando está abandonada a su sentimiento natural y no obscurecida por prejuicios, no apruebe, por regla general, más que los actos que directa o indirectamente produzcan el bien de la especie; no condene más que aquellos de los cuales resulte para la especie una pérdida más o menos inmediata. En sentido inverso, la conciencia es el ahogado de los intereses de la especie en cada alma humana, el representante que la opinión pública tiene en cada individuo, y por el cual éste se relaciona siempre con la humanidad, aún cuando vica solo completamente en una isla desierta del oceano. El imperativo categórico de Kant no es más que la voz de este representante interior de la opinión pública. El que hace lo que reconoce como bueno, aunque sea contrario a su ventaja individual; el que cumpliendo su deber muere obscuramente como héroe, sin esperanza de ser nunca apreciado, obran así porque sienten en su interior una voz que les aprueba en nombre de la humanidad, porque tienen el sentimiento cierto de que la opinión pública está enteramente con ellos, y sólo la casualidad les impide manifestarles abiertamente su aprobación. Imperativo categórico, conciencia, opinión pública, son, pues, en su esencia, una misma cosa: formas en que el individuo afirma la solidaridad de la especie.

Antiguamente la opinión pública era algo inaccesible; carecía de cuerpo y de contornos precisos; nacía sin saber cómo; se componía de mil pequeños detalles; de una palabra pronunciada por un príncipe o un alto personaje, de una inclinación de cabeza hecha en una taberna por un miembro importante de cualquier corporación, de la charla de una comadre en visita, en el mercado o en la tertulia. La opinión pública no tomaba forma determinada más que en la jurisdicción de honor introducida no por la ley, sino por la costumbre; cada estado, y en particular cada corporación, ejercían esa jurisdicción sobre sus propios miembros; un juicio sin apelación posible a otra jurisdicción superior, aniquilaba moralmente a aquel a quien hería, y con más seguridad que lo hubiera hecho la sentencia de un tribunal propiamente dicho. Hoy, por el contrario, la opinión pública es una fuerza sólida provista de un órgano que todo el mundo reconoce como su representante plenamente autorizado; este órgano es la prensa.

Enorme es la importancia de la prensa en la moderna civilización; su existencia, el lugar que ocupa en la vida del individuo como en la vida de la sociedad, caracterizan nuestro tiempo mucho más que todos los descubrimientos maravillosos que han cambiado de arriba abajo las condiciones materiales e intelectuales de nuestra vida. El gran desarrollo del periodismo coincide con estos descubrimintos, y es uno de sus efectos, y fuera de ellos no nos los podemos representar. Imaginemos nuestro siglo en posesión del camino de hierro, el telégrafo, la fotografía y los cañones Krupp, pero sin más periódicos que las hojas semanales de anuncios y revistas como eran los del siglo anterior; imaginémosle, por otra parte, con la antigua diligencia que tarda diez días en ir de París a Berlín, con las velas de sebo y las despabiladeras y el fusil de platino, pero en posesión de los periódicos políticos actuales; veremos entonces que en el primer caso, mucho más que en el segundo, se parecería nuestra época a las anteriores, y que la fisonomía que la prensa da a nuestra cultura contemporánea, distingue a ésta de la precedente con más fuerza que los demás rasgos que caracterizan la vida moderna. Nadie discute la importancia de la prensa, a quien se llama el cuarto poder del Estado, es decir, un poder que, con los otros que, el Soberano, la alta Cámara y la Cámara popular, hace leyes y gobierna. Verdad es que hoy en ningún Estado europeo se puede gobernar de un modo verdadero sin la colaboración de la prensa o a despecho de su resistencia, y que sin ella no se pueden mantener las leyes. Emilio de Girardin, en un acceso do humor paradógico, negó el poder de la prensa. Los que ven poco podrán darle la razón; los que ven más se encogerán de hombros. Es verdad que los periódicos no podrán hacer que prevalezcan siempre sus ideas; el primer diario del mundo podrá pedir inútilmente que se despida de la Administración pública a un empleadillo grosero, y con más razón no podrá impedir que se vote una ley, no podrá sostener o echar abajo un Ministerio, conseguir que se adopte esta o la otra política. Pero si todos los periódicos de un país persiguen con tenacidad un mismo objetivo, o repiten sin cansarse, durante meses, durante años, ideas expresadas de un modo algo general, si traen siempre a sus lectores al mismo punto de vista, en este caso no hay nada que no acaben por obtener; gobierno, legislación, moral, hasta miras filosoficas, nada les resistirá.

¿En qué descansa la influencia e importancia de la prensa? Alguien ha tratado de asignarle como papel más importante servir de intermediaria a las relaciones comerciales. No tenemos por qué ocuparnos de esas gentes que en un periódico no leen más que la plana de anuncios. El periódico da también noticias; pero no es aqui donde reside su fuerza; como simple crónica de los sucesos del día, el periódico no tendría mejor situación que un barbero de aldea, rival suyo en el conocimiento de los incidentes del barrio. Un diario que sólo insertase noticias escuetas no inquietaría al gobierno, pero tampoco interesaría al público. Otros hacen vivir a la prensa para instruir a las masas, vulgarizar los resultados de las investigaciones científicas; pero tampoco es ésta su principal acción, porque, de una parte, la vulgarización de las ciencias por la prensa diaria tiene gran importancia, y por otra parte, la experienria prueba que el mejor periódico científico-popular causa en el ánimo de los lectores una impresión infinitamente menor que la que produce el más insignificante periódico político. No, no es el anuncio, ni la noticia, ni siquiera el artículo científico los que dan a la prensa un poder en el Estado y su influencia en la civilización, sino su tendencia, el pensamiento político o filosófico que la dirige y que aparece con más o menos claridad, no sólo en el artículo de fondo, sino también en la elección y disposición de las novedades, en el arreglo de las noticias, en la manera de presentar todos los hechos que registra. Si la prénsa no hiciera más que contar incidentes, caería en la categoría de un simple medio de cumunicación de poca importancia para la cultura. Pero prueba y critica los sucesos del día, juzga los actos, las palabras y hasta los designios declarados u ocultos de los hombres, alaba o censura a éstos, los anima o los amenaza, los recomienda al pueblo para que los ame y los imite, o bien se los presenta como objeto de horror y de desprecio; personifica la opinión pública, y se arroga sus derechos, ejerce la facultad de castigar hasta en su forma más terrible, la precripción y el aniquilamiento moral, en una palabra, aspira al papel de conciencia pública.

Pero se me dirá, ¿quién posee los más altos atributos de la opinión pública, y de quién los ha recibido? ¿De dónde saca el derecho de gobernar en nombre del interés público, juzgar, derribar las instituciones vigentes, establecer un ideal de moral y legislación? ¿De quién recibe su mandato el periodista? A la primera aparición de una prensa que obraba en nombre de la opinión pública, los gobiernos se hicieron esta pregunta, y como de entonces acá no han encontrado respuesta que pueda satisfacerles, han perseguido siempre a la prensa, tratando de destruirla o al menos tenerla bajo su férula, encadenada, amordazada. El instinto de la multitud ha sido siempre contrario a estas tentativas de los gobiernos, y la libertad de imprenta es en todas partes una de las primeras y más poderosas exigencias de los pueblos. Ese instinto, como casi todos los instintos populares, era justo en sí y estaba fundado en interés de todos; pero se ha mostrado poco lógico en su aplicación. Cuando los pueblos reclamaban la libertad de imprenta, querían decir con esto: La opinión pública, es decir, el pensamiento, el sentimiento y la conciencia de todos, tiene la mayor autoridad en todas cuestiones para juzgar sin apelación los intereses de todos; es monstruoso arrebatar o restringir a esta suprema autoridad la libertad de la palabra y querer impedir que dicte su fallo es oprimir a todos, es la soberbia de un individuo o de una minoría que violentamente sustituye su propia voluntad a la voluntad de todos; esto no puede tolerarlo un pueblo cuyos miembros son hombres libres que quieren determinar por sí mismos sus destinos. Razonando de este modo, los pueblos cometieron una petición de principio; deducían sus consecuencias de una premisa que admirían como probada, cuando precisamente se trata de probar su exactitud.La hipótesis de cuya virtud reclama un pueblo la libertad de la prensa, es que la prensa y la opinión pública son idénticas. Pero esto es justamente lo que los gobiernos han negado siempre, y con más razones que los pueblos lo afirman.

Los gobiernos no se someten menos que los individuos a la opinión pública si se manifiesta legítimamente y sin distingos; ahora bien: ¿manifiéstase así en la prensa? Para contestar a esta pregunta hay que ver lo que es un periódico, cómo nace, cómo se escribe. El primero que llega, un ganapan, un bohemio, un especulador, puede, si tiene dinero o encuentra quién se lo de, fundar un periódico de alto vuelo, agrupar en torno suyo un numeroso estado mayor de periodistas de profesión y convertirse de la noche a la mañana en una potencia que ejerza presión sobre los ministros y el Parlamento, el arte y la literatura, la Bolsa y el comercio.

Pero, se objetará, si el nuevo periódico debe de ser una potencia, no puede conseguir esto sino de un modo: tomando gran extensión, lo cual supone que lo escriben hombres de talento y que expresan ideas que son simpáticas al público; ahora bien, por un lado, no es verosimil que personas de talento se dejen imponer la alta dirección, el dominio de un individuo despreciable, y esto garantiza la moralidad del fundador del periódico. Además, no es probable que el público en masa se suscriba a un periódico si no está conforme con las ideas de sus redactores, y esto garantiza que el periódico expresa realmente la opinión pública. Al suscribirse a un periódico, el lector elige al mismo tiempo a sus redactores como sus portavoces; la lista de suscriptores es el mandato de la redacción; cada renovación trimestral significa a la vez una renovación del pleno poder que tiene el redactor para hablar en nombre de todos sus lecteres.

Ésto parece evidente, y sin embargo, no hay en ello una palabra de verdad. La experiencia muestra que con dinero se puede comprar siempre y en todas partes la colaboración de hombres de talento, pero faltos de carácter. A docenas se conecen antiguos corredores de anuncios, usureros y banqueros quebrados, criminales condenados, aventureros, agitadoeres, groseros ignorantes, que han fundado grandes periódicos, han alistado brillantes plumas, y han llevado adelante su empresa según sus bajos sentimientos, su inmoralidad, su falta de convicción.

El argumento que se saca del número de suscriptores no soporta la crítica tampoco. Bástale a un emprendedor sin conciencia especular sobre los instintos miserables y despreciables que existen en la multitud al lado de tendencias nobles y buenas, para estar seguro. de encontrar lectores y compradores. ¿Quién no conoce periódicos entregados al agio más censurable, o que explotan rumores calumniosos, o que tratan de hacer efecto per escandalosas extravagancias de lenguaje, o excitan con lúbricos dibujos la lascivia de sus lectores, y, en fin, hasta ofreciendo loterías y prometiendo a los compradores primas o premios en dinero? Por estos medios más e menos vergonzosos, todos los periódicos pueden adquirir gran publicidad, y por tanto, gran ínfluencia. Hasta es probable que tengan más influencia y más publicidad que los periódicos dignos que cuenten nada más que le que sepan, que no enseñen más que en el caso de que sean instruidos sus redactores, que tengan sólidos principios de moral, que no se dirijan nunca a los instintos vulgares de sus lectores, sine esforzándose por desarrollar sus tendencias nobles.

Pues bien, ¿se halla justificada esta influencia? El redactor de un periódico picaresco o que explota los pequeños escándalos privados ¿tiene realmente un mandato valedero para atacar al gobierno delante de cien mil lectores, para juzgar los actos de un ciudadano, para dirigir la opinión, para llevar el espíritu público a un camino más o menos aparente, pero desastroso? Henos aquí enfrente de una de las más extrañas contradicciones de la civilización actual. Las ideas modernas se rebelan contra toda autoridad en el Estado que no haya sido establecida por el pueblo. Ni aún en la monarquía se admite la pura gracia de Dios, sino que, por el contrario y a lo menos en teoría, se limita el poder del rey por la voluntad de los electores. El Ministerio debe ser nombrado por el jefe del Estado, pero admitido por el Parlamento. El diputado ha de solicitar los votos de sus electores. El periodista ejerce una potencia igual en práctica a la de la legislación, y del gobierno, tiene los derechos de los diputados, los derechos de los ministros, y, sin embargo, no tiene necesidad de que nadie lo nombre ni lo elija. Es en el Estado la única autoridad que no tiene necesidad de ninguna confirmación. Por sí mismo se hace lo que es, y puede ejercer su poder como quiere, sin ser en ningún modo responsable de los excesos o graves errores que cometa. No se diga qe exagero. Perioditas ligeros y sin conciencia han preparado y han traido revoluciones y guerras, han traid sobre su propio país o sobre naciones extranjeras la desgracia y la devastación. A haber sido reyes, los hubieran destronado; a haber sido ministros, los hubieran sujetado a un proceso capital; como periodistas los han dejado completamente tranquilos, y sólo ellos han salido sin perder nada en la ruina general que habían ocasionado. ¿No es raro que se soporte tal poder arbitrario, tal despotismo, sin la más ligera tentativa de rebelión, mientras se combate apasionadamente a todas las demás tiranías.

No es menos anormal la situación si, dejando a un lado la influencia politica de la prensa, nos atenemos a su influencia social. El juez a quien damos el derécbo de disponer como amo de nuestra honra, de nuestra hacienda, de nuestra libertad, necesita graves estudios, un aprendizaje de grandes años y un nombramiento en regla; está ligado por leyes severas; sus errores o sus trasgresiones se censuran en seguida, y en la mayor parte de los casos se reparan. El periodista puede lastimar y hasta aniquilar la honra y hacienda de un ciudadano; puede atacar a la libertad personal, haciéndole imposible la estancia en un lugar determihado; pero ejerce este derecho jurídico de castigar sin dar prueba de previos estudios, sin que nadie le nómbre, sin ofrecer garantias de imparcialidad e información concienzuda. Verdad es que, según se dice, la prensa cura las heridas que hace y el ciudadano está armado en principio contra el periodista por la ley de imprenta; pero esta afirmación descansa sobre una base muy frágil. Un ataque contra un hombre privado en un periódico puede causar a éste un perjuicio absolutamente irreparable. Todas las rectificaciones y retracciones son impotentes para concederle plena satisfaeción, porque muchos lectores verán el ataque y no verán la defensa publicada en otro número del diario; más de uno, por ligereza, no leerá la defensa, y en este caso el honor atacado queda enegrecido para siempre cerca de una parte mayor omenor del público. Lo mismo puede decirse del proceso formado por un particular a un periódico. Este tiene medios de atormentar a un individuo sin dar margen a que la justicia proceda contra él; aun cuando el periodista haya sido bastante torpe para exponerse a una condena, ésta, por regla general, nunca se halla en proporción con la falta.

Esta situación explica que no sólo todos los reaccionarios, sino también muchos liberales, sean enemigos declarados o secretos de la prensa, y tanto más encarnizados, cuanto que el poder de la prensa los obliga a reservar sus sentimientos y fingir la amistad y estimación. La mayor parte de las personas reconocen que la prensa no es necesariamente expresión de la opinión pública ante la cual se inclinan, sino que muchas veces es producto de la ignorancia, ligereza, maldad, estrechez de espíritu o inmoralidad de un individuo; pero no por eso dejan de entrar cobardemente en la mentira que consiste en ver en la prensa el órgano autorizado de la opinión pública, y hasta la identificarán con ella por completo. ¿Cómo puede sustituirse esta mentira con una verdad? ¿Cómo se puede impedir que unos usurpadores se apoderen de una potencia que sólo la verdadera opinión pública tiene derecho a ejercer por hombres a quienes expresamente haya dado semejante poder? Esta es una de las más importantes cuestiones del presente, y que en vano, desde hace siglos, tratan de resolver los gobiernos. Existe, sin duda, un medio cómodo: limitar la libertad de la prensa; pero este medio no conduce al fin; es hasta inmoral, puesto que sustituye la conveniencia de un empleado a la conveniencia de un periodista. Imposible es atacar con leyes la libertad de pensamiento, impidiendo al hombre que exprese abiertamente todo cuanto piensa, sólo se favorece la hipocresía y mentiras universales. Pero el Estado tiene derecho a prohibir a un individuo que hable en nombre de todos cuando debería limitarse a hablar sólo en el suyo, dando con eso a sus ideas personales un peso y un alcance que no les pertenece de modo alguno. Día llegará, esperémoslo, en que todos los lectores serán lo bastante ilustrados y capaces de juzgar para hacer por sí mismos esta distinción entre una voz aislada y la palabra ensordecedora de la opinión publica. Entonces sólo se leerán los periódicos en que ésta encuentre relamente su expresión, abandonando aquéllos en que un individuo vanidoso se complazca en su propia palabrería; entonces los periodistas influyentes serán sólo aquellos a quienes el pueblo, por sus cualidades de inteligencia y carácter, reconozca el derecho de predicar, de juzgar, de enseñar a los demás, arrogándose un papel público, provocarán sencillamente la risa. Pero entonces también será superfluo limitar el derecho a ejercer la Medicina de las personas que tienen su título, porque los hombres serán harto razonables para pedir consejo a los hombres de ciencia y eludir charlatanes. Entonces la mayor parte de las leyes serán inútiles, puesto que de ordinario, no tienen más objeto que suplir a la inteligencia insuficiente de los ciudadanos, por la inteligencia más cultivada del legislador. Esperando que la instrucción y la capacidad del juicio sé hayan elevado a esta altura ideal, es necesaria una intervención que proteja algo la legislación. Pero no debe de haber restricción para los libros, folletos, carteles, hojas sueltas, en las cuales un individuo se presenta al público con su propio nombre o con la garantía y responsabilidad de un editor o impresor, y reclama la aquiescencia de todos a sus puntos de vista individuales; cada cual debe de tener derecho a hablar así a sus conciudadanos y contarles cuanto se les ocurra. Si ataca a la honra de un ciudadano, calumniándolé, se le obligará a hacer pública penitencia, dando una reparación de extensa publicidad, como la inserción durante varios meses en todos los periódicos de una ciudad, o una provincia, la publicación por el mismo tiempo en carteles fijos, y frecuentes bandos en la plaza pública, si el calumniador no puede soportar los gastos de está publicidad, condénesele a un largo trabajo forzado que le dé medios de procurarse el dinero que para ello necesite.

Otra cosa debe hacerse con los escritos periódicos que se dirigen a un círculo de lectores asegurado por suscripciones y que forme una tribuna segura de sus oyentes por todo cuanto digan. Semejante tribuna es una institución pública, y debe estar sometida a la revisión pública, como todas las demás instituciones públicas importantes para el bien físico, moral o intelectual de los ciudadanos. Para establecer una escuela, una botica, un hospital, un teatro, se necesita un permiso cuya obtención se subordina al cumplimiento de cien condiciones estipuladas en interés de todo el mundo. Un periódico debería, por lo menos, estar asimilado a estos establecimientos. Para poder fundar y dirigir un periódico debiera necesitarse un permiso concedido, no según el capricho de una autoridad, sino por un mandato del pueblo. Sería preciso publicar por medio de una ley que el candidato a una plaza de redactor debe tener edad que garantice la madurez de su juicio, conducta irreprochable y cierto grado de instrucción. Sólo el que poseyera estas cualidades podría presentarse a sus conciudadanos y pedirles que le eligieran como redactor. Esta elección se haría por mayoría de votantes. Una vez en posesión de su mandato, el periodista tendría derecho a escribir lo que quisiera; pero perdería la gracia en el caso de ser condenado por calumnia, y tendría que renovar cada diez años, por ejemplo, la elección popular. De este modo, a un desconocido o un hombre que representase ideas antipáticas a la mayoría de los ciudadanos, le costaría mucho trabajo conseguir una plaza de redactor, pero siempre tendría el recurso de trabajar en pro de sus ideas como escritor independiente. El que obtuviera los votos necesarios encontraría un periódico con más facilidad que los que hoy tiene un médico, un abogado, un profoser o un ingeniero para crearse una clientela, obtener una cátedra o la construcción de una vía férrea. La credencial será valedera para el círculo administrativo del lugar que la ha extendido.

No tengo para que entrar en más detalles ni exponer, por ejemplo, un proyecto de ley minucioso sobre este asunto. He querido únicamente bisquejar a grandes rasgos un sistema cuya realización daría de hecho al periodista el derecho de hablar en nombre de todos, aseguraría a su autoridad la misma estimación que a la del juez, el profesor, el diputado, y encargaría al pueblo el cuidado de nombrar a su mandatario. Entonces la prensa sería en realidad, lo que ahora pretende ser erróneamente: el órgano legítimo de la opinión pública, y ocuparía un justo título en la civilización, y en la vida pública el gran lugar que hoy usurpa.
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