Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro sexto - Capítulo segundoLibro séptimo. Capítulo primeroBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO SEXTO
La mentira del matrimonio
Capítulo tercero



La organización económica es la causa principal de que la institución del matrimonio sea una mentira, pero no es la única. Gran responsabilidad en la oposición entre el matrimonio y el amor, y de los frecuentes conflictos entre los los sentimientos naturales y el encogimiento convencional, corresponde también a la moral sexual reinante, consecuencia del cristianismo. Esta moral considera el acto de la generación como un crimen abominable y se vela el rostro ante él como ante un objeto de horror, lo cual no obsta para que le eche a hurtadillas lúbricas miradas de codicia; alrededor de todo lo que concierne a la vida sexual o la recuerda, organiza la conspiración del silencio. Esto es monstruoso, inaudito. Semejante moral no podría subsistir ni una hora si todos los hombres, sin excepción, públicamente o en la intimidad, se sobrepusieran a ella y la mirasen como no proclamada. No tiene el menor fundamento moral, y por consiguiente, ni la sombra de una justificación. ¿Por qué causa una función orgánica que es, con mucho, la más importante, puesto que tiene por fin la conservación de la especie, ha de ser menor moral que otras funciones que sólo tienen por fin la conservación de individuo? ¿Por qué causa comer y dormir han de ser operaciones legítimas que se pueden practicar públicamente, y de las cuales hay derecho a hablar, y el coito ha de ser un pecado y una vergüenza que nunca se ocultará bastante? ¿No es la pubertad el coronamiento del desarrollo en el individuo, y la reproducción su triunfo más alto y su más gloriosa manifestación? Todos los seres vivos, las plantas y los animales, sienten en la cópula la confirmación más sublime de su fuerza vital, y toman con orgullo por testigo de ella la naturaleza entera; las flores, con la magnificencia de sus colores y su perfume; los pájaros, con su armonioso canto; los gusanos de luz, con su radiante brillo; los mamíferos con el ruido que hacen al buscarse y el tumulto de sus combates; y el hombre sólo habrá de avergonzarse de su más poderoso sentimiento, y ocultar, como si fuese un crimen, su satisfacción!

No siempre ha sido esta la opinión de los hombres; no siempre ha sido Tartufo catedrático de moral. No hablo del hombre en estado natural, sino del hombre en plena civilización. Civilizaciones ricas muy desarrolladas, intelectual y moralmente, infinitamente superiores en idealidad a nuestra moderna civilización, la india y la griega, por ejemplo, se han colocado para las relaciones sexuales en un punto de vista natural y exento de prejuicios; honraban el conjunto del organismo humano sin que un órgano les pareciera más vergonzoso que otro; no tenían horror al desnudo; podían, por consiguiente, contemplarle con miradas castas y sin corazón corrompido; veían en la reunión de individuos de distinto sexo sólo el fin sagrado de la propagación, que hace de él un acto necesario, noble, particularmente elevado, y que en un espíritu sano y maduro no puede despertar indignas asociaciones de ideas. Las civilizaciones india y griega habían falseado y obscurecido totalmente ~como nosotros lo hemos hecho- los instintos primitivos del hombre; por esta razón se sentían penetradas de una admiración y un reconocimiento perfectamente naturales hacia el acto de la generación, fuente de toda vida en el universo. Honraban a los órganos, que concurren directamente a este acto, colocaban su imagen en los templos, los campos y las casas, como símbolos de la fecundidad; imaginaban divinidades especiales de la reproducción y les consagraban un culto que en la época de la decadencia de las costumbres degeneró en un sensualismo grosero desprovisto de fin. Rodeada de símbolos que debían de excitar su deseo de saber, la juventud no podía ser mantenida en esta ignorancia contranatural que es uno de los objetos principales de nuestra educación; desde el instante en que los fenómenos de la vida sexual podían interesarla, la inteligencia estaba dispuesta a comprenderlos con claridad; era imposible que la fantasía se extraviase del camino recto para hacerse perjudicial; lo que le exponía a las miradas de todos no tenía el atractivo del misterio y la prohibición; la juventud sin precauciones era más moral y estaba más exenta de prematuros apetitos que la nuestra. En efecto, ésta a despecho de todas las precauciones, no puede mantenerse en una ignorancia que se cree saludable; pero debe su conocimiento en las fuentes más impuras, a escondidas, y por consiguiente en medio de excitaciones que envenenan la inteligencia o arruinan el sistema nervioso.

La radical transformación de las ideas morales es resultado de la influencia que las ideas cristianas han ejercido en la humanidad civilizada. Las doctrinas fundamentales del cristianismo, tal como se hallan expuestas en los más antiguos monumentos de esta religión, se contradicen de un modo extraordinario unas y otras, y parten de dos premisas que hubieran debido excluirse recíprocamente, si el cristianismo hubiese sido fundado por un pensador lógico y que tuviera conciencia de su obra. De una parte predican: Ama a tu prójimo como a tí mismo, aunque sea enemigo tuyo, y otra declaran que el fin del mundo es inminente; que el placer de la carne es el mayor pecado, que entre todas las virtudes la continencia es la más agradable a Dios, y que la castidad absoluta es el estado más perfecto que el hombre puede desear. Enseñando el amor al prójimo, el cristianismo elevó el instinto natural de solidaridad humana hasta un mandamiento religioso y favoreció la duración y prosperidad de la especie; pero condenando a la vez el amor sexual, destruyó su propia obra, condenó a la humanidad a su ruina, mostró contra la naturaleza una histilidad que -hablando con sus propias palabras- hay que tachar de diabólica. El dogma del amor al prójimo debía conquistar a la humanidad porque apelaba a su instinto más poderoso, el de la conservación de la especie. Por el contrario, el dogma de la castidad hubiera debido impedir toda extensión de la nueva creencia, a no haberse establecido en un tiempo en que la sociedad estaba completamente podrida, en que reinaba sólo el infame egoísmo, y en que la vida sexual, apartada de su objeto natural, no era más que una fuente de placeres egoístas enturbiada por todos los vicios, una abominación para la conciencia de todas las personas honradas.

En efecto, cuando desapareció esta decadencia y el cristianismo no se sintió ya lo opuesto a la degenerada sociedad humana, no creyó necesario protestar contra la exageración del vicio por una exageración de virtud; el dogma misantrópico de la castidad se relegó al último plano. La iglesia no se lo impuso a todos los creyentes, sino sólo a algunos elegidos, las monjas y los sacerdotes; hasta hizo una concesión a la naturaleza, y elevó el matrimonio a la categoría de sacramento. Es verdad que el voto de castidad en las monjas y los frailes no impidió los mayores excesos precisamente en los conventos; en la Edad Media, cuando el cristianismo ejercía su más alto imperio sobre los hombres, el desarreglo era casi tan grande como en tiempo de la decadencia romana. Desde que existe el cristianismo, la doctrina de la continencia no ha sido seguida a la letra más que por individuos atacados de locura religiosa, enfermedad que siempre camina a la par de desarreglos y aberraciones de la vida sexual, porque descansa en las mismas modificaciones patológicas del cerebro. Pero, en principio, el cristianismo no ha renunciado nunca a ese dogma; la iglesia ha canonizado a esposos que, durante un largo matrimonio, no se han llegado el uno al otro; las relaciones sexuales continúan siendo en teoría un pecado a sus ojos, por más que en la práctica las tolere. En el curso de los siglos, esta influencia constante del cristianismo ha traído a la humanidad civilizada al punto en que hoy se encuentra: a creer que el amor sexual es una vergüenza, que la continencia es una virtud, que la satisfacción del instinto fundamental de todo ser viviente es un pecado digno de los mayores castigos.

No es que en el cristianismo tengamos menos apetitos que en el paganismo; no es que en él busquemos y obtengamos menos el favor de las mujeres; pero nos falta el sentimiento exacto, ennoblecido por el corazón, de que nos entregamos a un acto loable; por el contrario, nos persigue la idea de que andamos por sendas prohibidas, que meditamos un crímen que debe permanecer oculto; la obligación del disimulo y la hipocresía, y la necesidad de esconder el fin natural de nuestra inclinación; la posesión de la persona amada nos envilece; nos vemos condenados a una eterna mentira hacia nosotros mismos, hacia el ser amado y para con los demas hombres. La moral cristiana no admite que el amor sea legítimo; por eso no hay lugar para el amor en las instituciones que esta moral anima. El matrimonio es una de ellas, y la moral cristiana influye en su carácter. Según las ideas teológicas, no tiene nada común con el amor del hombre a la mujer. Si éstos se casan, es para cumplir un sacramento, no para pertenerse uno a otro en el amor. Más agradables serían a Dios si no se casasen. El sacerdote que delante del altar une a los dos novios, pregunta a la mujer si está dispuesta a seguir al hombre como esposa y obedecerle como a dueño. No pregunta si le ama, porque no reconoce la legitimidad de tál sentimiento, y para él, la unión que consagra tiene un fundamento en la solemne promesa hecha ante el altar, pero de ningún modo en el instinto orgánico humano que impele dos seres uno hacia otro y los une el uno al otro.

Toda la situación oficiai de la sociedad en lo tocante a la vida sexual, se halla determinada por estas ideas de dogmática cristiana sobre lá culpabilidad del amor carnal, es decir, del único amor natural y sano. El matrimonio es sagrado; nadie tiene derecho a faltar al mandamiento de fidelidad, aunque esta fidelidad no proporcione la más ligera satisfacción al corazón de los esposos. La mujer se ha casado sin amor, conoce más tarde a un hombre que despierta su pasión: la sociedad no admite la posibilidad de hecho semejante. ¡Cómo! ¿La mujer ama? ¡No, no puede ser! Una cosa como el amor no se admite. La mujer está casada, y eso es todo lo que podía pretender. Tiene un marido a quien la une un deber que ha aceptado con juramento; fuera de este deber, el mundo nada tiene que ver con ella. ¿Falta a el?, pues es una culpable, y cae bajo la jurisdicción de la policía y bajo el desprecio de todos los que piensan rectamente. La sociedad da al esposo el derecho de matar a su infiel esposa, y si él es indulgente, encarga a los jueces que la prendan para hacer un escarmiento.

Una joven se enamora de un hombre; ha obedecido a las sugestiones de la naturaleza sin aguardar la mixtión de un sacerdote o un empleado civil. ¡Desgraciada de ella! La rechazan de su comunidad las personas correctas. El hijo inocente, fruto de su error, conservará una mancha de la cual no podrá purificarse en toda su vida. El robo también está prohibido por la sociedad; pero los jueces tienen siempre piedad de un ladrón que, impulsado por el hambre, ha robado un pan, y le absuelven. Así, pues, la sociedad reconoce que el hambre puede ser a veces más fuerte que el respeto a la ley establecido por ella. Pero no perdona a la mujer que, a pesar del matrimonio, ni a la joven que, sin el matrimonio, han amado. No tiene excusa ninguna para la transgresión de la ley por la cual ha regulado la relación de los dos sexos. No admite que el amor haya sido tan fuerte como el hambre para desafiar la ley escrita. ¿No es verdad que esta ley y esta moral parecen haber sido imaginadas por ancianos agotados y anquilosados, o por eunucos? ¿Es posible que tales ideas rijan hace siglos una sociedad en que los eunucos y los ancianos están, sin embargo, en minoría y que comprende mujeres de veinte años y hombres de veinticinco?

Pero no: tales ideas no rigen la sociedad que se ha arreglado amistosamente con la ley inhumana y la moral sin corazón; finge respetarlas abiertamente, y en secreto se burla de ellas. Su negativa a reconocer el amor, es pura hipocresía. Descúbrese ante el juez que condena a la mujer adúltera, ante la mujer altiva que arroja de su presencia a su hija seducida; pero aplaude a rabiar al poeta que canta el amor sin aludir al matrimonio. Todos declaran públicamente y con tono lleno de unción, que es pecado obedecer a los impulsos del corazón; pero en secreto obedecen a los impulsos del suyo, y no por eso se creen peores que si los desobedecieran. La teoría de la moral cristiana subsiste únicamente porque ninguno lo observa. Una inmensa conspiración enlaza a toda la Humanidad civilizada y une a todos sus miembros en una alianza secreta, cuyos miembros se inclinan en la calle ante el dogma de los teólogos, pero en sus casas sacrifican a la naturaleza; caen sin piedad sobre aquel que abiertamente se rebela contra la mentira general y tiene la audacia de confesar en la plaza pública los dioses a quienes adora, como todo el mundo, en el interior del hogar doméstico.

Para juzgar sin prevención la institución matrimonial, debemos, por dificil que esto sea, desembarazarnos de las preocupaciones que nos han criado y de las ideas de moral cristiana íntimamente enlazadas con todo nuestro modo de pensar. En oposición al teólogo, hay que considerar al hombre como una criatura de la naturaleza y en conexión con el resto de ella; si se quiere juzgar la legitimidad de una institución humana, preciso es preguntarse si esta institución está basada en los instintos fundamentales y vitales de la Humanidad.

Si aplicamos esta regla a la institución del matrimonio, dudoso es que resista a la crítica, porque parece muy dificil probar que sea el estado natural del hombre. Hemos visto que la organización económica de la sociedad conduce al matrimonio por interés, y que la moral cristiana prohibe el reconocimiento del amor. pero una última y penosísima cuestión se presenta: ¿el matrimonio es sólo una mentira en cuanto la mayor parte de los esposos no han buscado en él la posesión del individuo, sino del porvenir material, y es sólo una violencia, puesto que la moral cristiana no quiere admitir que al lado del lazo consagrado por el sacerdote hay también algo que se llama amor? Tal cual hoy existe en la Humanidad civilizadas, ¿no es más bien, en general, una forma desnaturalizada de las relaciones entre ambos sexos? Como lazo establecido para toda la vida, ¿no sería también una mentira, si la gente sólo se casase por amor y concediese a la pasión todos sus derechos naturales?

En lo que concierne a las relaciones entre ambos sexos,estamos hya tan distantes del estado natural, que es en extremo dificil reconocer con certidumbre lo que es fisiológicamente necesario y lo que se ha falseado, lo que se ha producido artificialmente, y en la serie de los siglos ha acabado por tomar natural apariencia. Un atento examen de los más íntimos movimientos del corazón humano y la vida animal superior, parece conducir a un resultado muy desanimador para los partidarios del orden existente. Tal como está desarrollado entre los pueblos cultos, el matrimonio descansa en principio sobre el reconocimiento exclusivo de la monogamia. Pero parece que la monogamia no es un estado natural del hombre, y que existe, desde el origen, una contradicción entre la organización social y el instinto del individuo. Esta contradicción debe provocar incesantemente conflictos entre la moral y el sentimiento, y hacer del matrimonio una constante mentira; ninguna reforma podría remediar bastante en esto para que la unión monogámica de dos esposos fuese en todas circunstancias sinónimo de solidaridad interior o onclinación sexual del uno por el otro.

La organización del matrimonio en general descansa, como he tratado de demostrar, sobre la idea más o menos exacta de que el interés de conservación de la especie exige cierta vigilancia del instinto sexual por el Estado. Pero este interés no exige en modo alguno una alianza contraída por toda la existencia entre un solo hombre y una sola mujer. Semejante alianza no la impone el instinto de conservación individual, es una consecuencia de la organización económica de la sociedad, y por este motivo tan pasajera, sin duda, como esta organización. La idea de que el matrimonio debe revestir la forma monogámica, idea establecida con toda claridad en las leyes y en las costumbres, ha nacido evidentemente de un razonamiento por este estilo: Es una sociedad que no conoce ninguna solidaridad económica, en la que cada cual trabaja para sí y deja perecer a su prójimo sin ocuparse de él, los hijos se morirán de hambre si los padres no los crían. La madre no puede proveer por sí sola el mantenimiento de sus hijos, porque en esta misma sociedad egoísta, la mujer, que es el más débil, ve cerradas completamente, por el hombre que abusa de su fuerza, todas las profesiones lucrativas y fáciles, es decir, todas aquellas que son las únicas que si podría ejercer; su propio trabajo apenas basta para alimentarla; sería, pues, insuficiente para alimentar a sus hijos. Es preciso, por tanto, obligar al padre a que ayude a la mujer en este caso. Pero esta obligación no puede ejercerse con eficacia si no se forja una cadena que enlace indisolublemente al hombre y a la mujer a quien quiere hacer madre. Esta cadena es el matrimonio de por vida. Y a fin de que pueda establecerse fácílmente cuál padre debe proveer al mantenimiento de cuál hijo, cada hombre no debe tener hijos más que de una sola mujer, y cada mujer no debe tener hijos más que de un solo hombre. Tal es la monogamia.

Ahora la situación es clara y sencilla: ¿Quieres poseer una mujer? Pues oblígate antes a trabajar toda tu vida para ella y para los hijos que puedan resultar de Vuestras relaciones. Si, más tarde te cansas de ésta mujer, peor para ti. La tienes y debes conservarla. ¿Adviertes que te has engañado a ti mismo? Pues antés de hacerlo debías haberlo pensado con madurez. Tu excusa no puede admitirse. ¿Que ahora te consumes por otra? Eso no nos importa a nosotros, Debemos continuar soportando a tu mujer y a tus hijos; yo, la sociedad, no tolero que te safes de ellos para echarlos sobre mis hombros.

El instinto de la conservación de la especie no deja de ser activo mientras ésta posee fuerza vital. Es una organización económica fundada sobre el egoísmó, la monogamia de por vida es el único medio que tiene la especie para asegurar la vida de las mujeres y los hijos. Nuestras instituciones económicas debían regir nuestras instituciones matrimoniales; en la práctica, el matrimonio se ha convertido en un medio de satisfacer el egoísmo de los padres, puesto que no se hace por amor, según las leyes de selección y en interés de la prole; a pesar de esto, sigue siendo únicamente una institución dictada por el interés, mal entendido, de la conservación de la especie, y creada, no para los padres, sino para los hijos. La generación adulta se sacrifica siempre, en teoria, a los recién nacidos y aún a los que todavía no han visto la luz; las necesidades del estómago de los niños toman puesto preferente a la necesidad del corazón de los mayores; esto se verifica implacablemente en los países que están bajo la influencia completa de la teología cristiana, con alguna más dulzura en aquellos en que la emancipación ha esparcido ideas más naturales, más humanas. El catolicismo, que trata el amor como pecado, no permite la disolución del matrimonio y no admite que dos seres puedan haberse engañado uno acerca del otro, o, si se han equivocado, que la felicidad de su vida exija su separación. Los pueblos emancipados del catolicismo reconocen que el amor existe, que tiene derechos, que puede afirmarse dentro del matrimonio, pero lo conceden a regañadientes, sólo a medias; sólo permiten la sepatración después de muchas dificultades; persiguen a los esposos divorciados con odiosas preocupaciones; llegan hasta prohibir que el divorsiado se case con la persona que ha motivado su divorcio, prohibición estúpida y cruel.

Desde el punto de vista de la egoísta organización económica, esto es perfectamente lógico; desde el e la fisiología y la psicología, por el contrario, surgen las más graves objeciones. El matrimonio se hace de por vida. Tomemos el caso más favorable: los dos esposos se aman realmente. ¿Durará este amor tanto como su existencia? ¿Puede durar tanto tiempo? ¿No obran con temeridad y ligereza al responder de la inalterabilidad de sus sentimientos? Los poetas -hay que hacerles esta justicia- que han embrollado y obscurecido la cuestión de modo casi absoluto, no tienen reparo ninguno en contestar: están seguros de que el amor verdadero dura enteramente Y dime ¿cómo acabo el amor? El amor que pudo acabar no era amor -exclama Federico Halen. ¡No era amor! Eso es fácil de decir a posteriori. Todo aquel que no quiera hacerse ilusiones, podría citar al imprudente poeta cien ejemplos de ralciones anudadas con gran pasión, y que no por eso se han dejado de enfriar rápidamente y por completo. Si el poeta insistiera en contestar que no era duradero aquel amor, debiera decirnos en qué reconoce el verdadero amor, cómo le distingue del amor que no era amor, puesto que en el instante de su nacimiento y en su desarrollo, de corta duración por ls demás, el falso amor se parece al otro como dos gotas de agua, provoca, en los que le sienten, las mismas sensaciones, los impulsa a idénticos actos, aparece con igual cortejo de movimientos y ruido, de exaltación y desesperación, de ternura y de celos. Sin duda hay casos en que el amor sólo acaba con la vida. Críticos muy prosaicos encontrarán quizá que, aun en estos casos, su duración puede imputarse más o menos a circunstancias favorables, a la fuerza de la costumbre, a la ausencia de desarreglos y tentaciones, en una palabra, a influencias independientes de la voluntad de ambos individuos. No negaremos, sin embargo, la existencia de estos casos en que la monogamia de por vida en un estado verdadero, justificado y natural. El bien exterior visible no deja nunca de ser expresión de una relación interior.

Pero si tales casos existen incontestablemente, son raros, y loos mismos poetas convienen en ello. Ahora bien, ¿cómo deben conducirse los innumerables individuos que, en un momento dado, creen amar seriamente y luego, al cabo de unos meses o unos años, ven que se han equivocado? ¿Deben apresurarse a unirse de por vida? Pronto dejarán de amarse uno a otro, y su unión llegará a ser tanto más insoportable cuanto si, en un principio la realización sin inclinación. ¿O bien no deberán casarse hasta que hayan adquirido la firme convicción de que su amor durará hasta la hora de su muerte? Esto sería bastante difícil; no pudiendo reconocerse la verdadera naturaleza del sentimiento sino con el tiempo, los enamorados habrían de esperar hasta su última hora para poder decir cin toda seguridad: Efectivamente, nuestro amor es verdadero; ha durado toda la vida; ahora con toda confianza, podemos hacer ... que se nos entierre juntos. Si se exigiera como condición previa del matrimonio prueba tan concluyente y tan severa, la humanidad debería sencillamente renunciar al matrimonio. Es una fortuna para Romeo y Julieta el haber muerto tan jóvenes. Si la tragedia no terminase en el quinto acto, no estoy seguro de no oir a poco hablar de desacuerdo entre aquellos jóvenes encantadores. Mucho me temería que al cabo de unos cuantos meses Romeo hubiese tomado una querida, y Julieta se hubiera consolado de su abandono con algún hidalgo veronés. Esto, sería espantoso; ¡un proceso de divorcio como epílogo de la escena del balcón! Y hasta voy más allá: tales como conozco a Julietá y Romeo, esto hubiera seguramente sucedido; porque los dos son muy jóvenes, muy apasionados, muy poco razonadores y muy volubles; un amor que nace en el balle, a la vlsta de una cara bonitá, no sobrevive por lo general, como todos sabemos, a muchas noches en cuyo amanecer se cree oír el ruiseñor y no la alondra. ¿Pero se han amado menos por eso Romeo y Julieta? ¿Quién osaría sostenerlo? ¿Y hubieran debido no casarse? Esto hubiera sido un pecado mortal, tanto desde el punto de vista moral como desde el pünto de vista poético. Sin embargo, si su matrimonio hubiera acabado mal, no tendríamos aquí una razón contra su amor, sino contra la razón de ser del matrimonio, desde el punto de vista antropológico.

La verdad es que de cada 10.000 parejas apenas se halla una en que marido y mujer se amen mutua y exclusivamente toda la vida, y que inventaría la monogamia si no estuviera ya inventada. Pero en este mismo número hay seguramente 9.900 parejas cuyos miembros han experimentado, en cierto momento, el deseo violentísimo de unirse el uno al otro, eran dichosos cuando podían hacer, sufrían amargamente cuando no podían, y que, sin embargo, después de un período de tiempo más o menos largo, han llegado a experimentar sentimientos en un todo diferentes, y hasta contrarios, hacia el objeto de su ardiente inclinación, ¿Estas parejas tienen derecho a casarse? Indudablemente la unión debe hasta ser reclamada en interés de la especie. ¿Pero la monogamia de por vida será siempre compatible con su felicidad? Nadie se atrevería a asegurarlo.

El hecho es que el hombre no es un animal monógamo; todas las instituciones que descansan sobre la hipótesis de la monogamia, son más o menos opuestas a la naturaleza, más o menos incómodas para ella. Ideas tradicionales muy profundamente arraigadas a fuerza de pasar de padres a hijos, no prueban nada contra este hecho. Prestad atento oído a las voces calladas y discretas que murmuran en el corazón de los amantes: ¿el ser amado llena de tal manera al ser amante que no deja lugar ninguno a un deseo, ni siquiera a una atención que tenga por objeto otro ser? Lo niego. Toda persona sincera confesará que hombre y mujer, aun en el paroxismo de un amor reciente, guardan todavía en su alma un rincón obscuro adonde no llegan los rayos de la pasión del momento, y en donde se refugian los gérmenes de otros deseos y otras simpatías. Por honradez, cerramos estrechamente esos gérmenes; no les permitimos que se desarrollen en seguida, pero tenemos conciencia de que existen, y sentimos que pronto adquirirían fuerza de no oponernos a su expansionamiento. Por chocante que esto pueda parecer, diré que se puede amar a lá vez a varias personas con casi la misma ternura y no se necesita mentir para declarar a cada una de ellas su pasión. Por enamorados que estemos de una persona, no por eso dejamos de ser accesibles a la influencia del sexo entero. La mujer, como el hombre, por honrados que sean y enamorados que estén, sienten siempre la atracción natural del sexo opuesto, y bastan unas circunstancias favorables para que esta atracción universal se convierta en punto de partida de una mera inclinación por un individuo determinado, del mismo modo que el primer amor no era, sin duda, más que la concentración de la inclinación general hacia el otro sexo en una sola persona, generalmente la primera persona a quien se ha tenido ocasión de conocer bien. No pierdo de vista, al expresarme así, ni a las mujeres castas, ni a los hombres honrados que saben dominarse. No hablo de las mujeres nacidas con disposiciones de cortesana ni de los hombres que han venido al mundo para ser unos desarreglados; el número es mucho más grande de lo que querría confesar la moral codificada. La fidelidad absoluta no existe en la naturaleza humana; no es una necesidad fisiológica dél amor; si la exigimos, es por egoismo. El individuo quiere reinar como único señor sobre la persona amada, absorberla completamente, no ver en ella más que su propia imagen, porque este es el goce supremo del egoismo. Del mismo modo que tenemos particular conciencia de nuestra fuerza cuando hemos vencido a un adversario en un combate libre de hombre a hombre, lo mismo sentimos con más intensidad y más delicia nuestra propia individualidad cuando nos reconocemos plenos poseedores de otra persona. Reclamar la fidelidad no es, pues otra cosa que querer marcar, tan amplios como sea posible, los límites de nuestra propia acción sobre un ser extraño; los celos son el sentimiento dolorosísimo de la estrecbez de esos límites. Puede, pues, una persona ser muy celosa y no amar, como puede vencer a un camarada en el juego de fuerza y de destreza sin odiarle. En uno y otro caso se trata de la vanidad de sentirse fuerte; es una cuestión de superioridad, de gimnasia psíquica, y se reclama la fidelidad sin creerse por eso obligado a la recíproca. Esta falta de reciprocidad es la prueba mejor de que la fidelidad no se pide para fin natural del amor, en interés de la propagación, sino que es un producto del amor propio, la vanidad y el egoísmo. Si se tratase de una necesidad orgánica, se comprendería la fidelidad del hombre como un deber tan inviolable como la fidelidad de la mujer; pero como se trata de una exigencia puramente egoista, el egoísmo del más fuerte ha debido vencer al más débil en el desarrollo de las costumbres; y como el hombre es el más fuerte, ha hecho las leyes, las costumbres, todo el modo de ser, en ventaja propia y en desventaja de la mujer. Exige a ésta la fidelidad absoluta, pero no se cree obligado a guardársela. Si la mujer la olvida, comete una falta grave, cuyo menor castigo es el desprecio general; si es él quien la da al olvido, no se trata más que de un mal paso que la ley no castiga, del que la sociedad se rie discretamente y con todo en corazón, y que la mujer perdona con lágrimas y besos, suponiendo que lo haya tomado en serio. Esta injusticia, que consiste en tener dos balanzas, es acrecida por la circunstancia de que si es la mujer quien peca, siempre es pasiva; una fuerza superior, independiente de su voluntad, la induce a la tentación; sucumbe a un poder más fuerte que su existencia. Pero cuando el hombre peca, es activo; fuera de la Biblia, José aparece poco en el mundo y Patifar también es raro; el hombre toma la iniciativa de la falta, la busca voluntariamente y la comete con premeditación, desplegando todas sus fuerzas y a despecho de la defensa que se le opone.

En la India es donde ha ido más lejos el egoísmo en este camino. Allí, comprende la posesión de la mujer de modo tan absoluto, lleva tan lejos la existencia de la fidelidad, que obliga a la viuda, y aún a la prometida, a seguir en la hoguera al esposo o al prometido muerto; pero el hombre que pierde a su mujer no necesita arrancarse un cabello, y con general aprobación puede pasar derechamente desde la ceremonia fúnebre a un nuevo lecho nupcial. En Europa el egoísmo del hombre no ha revestido formas tan desastrosas. Sólo algunos poetas sentimentales e histéricos se han decidido a reclamar una fidelidad que sobrevive al ser amado, y nos muestran enamorados que se condenan a duelo y continencia eternos porque no han podido casarse con el ser amado o porque éste ha muerto. Tales soñadores tenían, por lo menos, el buen sentido de exigir la misma obligación a los dos sexos. Sin embargo, los lectores razonables no creen en estas figuras, y las tienen, en cuanto pudieron ser imitadas de la realidad, por criaturas degeneradas o enfermizas, que convierten en virtud poética un estado patológico del cuerpo y el espíritu. En la práctica, lo mismo que en la teoría, el cuerpo admite que el amor puede cesar, que se puede amar varias veces y que la fidelidad no necesita sobrevivir al amor;admite perfectamente que un viudo vuelva a casarse. Si alguna vez la mujer hubiera sido ás fuerte que el hombre, nuestra manera de ser en este punto sería muy distinta. La ligereza de la mujer hubiera sido una adorable debilidad que tenía su lado bonito, mientras la infidelidad del hombre habría tenido capital importancia. Hubiérase pedido al hombre fuera del matrimonio, y especialmente antes del matrimonio, la castidad que hoy se exige a la mujer. Do Juan se llamaría Doña Juana, y lloraríamos sobre el pobre Otelo, inocente, a quien Desdémona, en sus salvajes celos, ahogaria.

No se me oculta la enorme dificultad que existe para hacer independiente de nuestra moral y nuestras costumbres actuales la cuestión de la fidelidad y natural duración del amor.Observando los animales superiores, fácilmente vemos que en ellos la pasión del macho por la hembra no dura más que lo que el celo, y no se prolonga en todo caso más allá de lo que pudiera llamarse la luna de miel; y, en fin, que la felicidad recíproca, que sólo existe en algunas especies, no sobrevive al nacimiento de los pequeñuelos. En vano nuestro orgullo humano se resiste: aquí en estas analogías del reino animal, gobernado por las mismas leyes vitales que la especie humana, es donde debemos estudiar las costumbres humanas para saber si son naturales y necesarias o si son arbitrarias y artificiales. Esta comparación nos llevaría a admitir que el amor, después de haber logrado su fin, cesa como el hambre cuando se satisface, y que el nacimiento del hijo cierra definitivamente para la mujer un acto de su vida amorosa; que un nuevo acto, con una nueva decoración, puede empezar. Si tal es, según todas las apariencias, el estado verdadero y natural del amor del hombre, la monogamia duradera no tiene ninguna justificación orgánica; despues de la luna de miel, o al menos después que nazca el primer hijo, debe convertirse en una cosa inútil, una mentira, y provocar conflictos entre la inclinación y el deber, aun en el caso de que, en su origen, el matrimonio se haya contraído por amor.

Indudablemente, una porción de argumentos vienen a batir en brecha una demostración cuya consecuencia lógica no podía ser otra que la abolición del matrimonio y la vuelta al apareamiento libre a modo de los animales. Este es el primer argumento. Puede que el hombre, en virtud de su natural instinto, sea polígamo, que tenga tendencia a entrar en relaciones con más de un individuo del otro sexo; pero tiene también otros instintos, y precisamente la tarea de la civilización es enseñar al hombre que puede combatir y vencer sus instintos cuando los juzgue malos. Por desgracia, este argumento no convence; habría que probar, ante todo, que el instinto monogámico perjudicaría a la existencia y desarrollo de la humanidad; sólo en este caso estaríamos autorizados a considerarle malo. Preciso es también decir que la civilización, que ha conseguido dominar otros instintos, no ha logrado nunca ahogar el instinto poligámico, por más que la iglesia amenaza con las penas del infierno y la ley y la moral oficial le condenen. En los países civilizados, el hombre vive en estado de poligamia, a despecho de la monogamia legal, de cada 100 000 hombres apenas se encontrará uno que, en su lecho de muerte, pueda jurar que en toda su vida ha tenido relaciones con una sola mujer; si las mujeres observan más severamente el precepto de la monogamia, no es porque muchas veces no tengan ganas de infringirle, sino porque los guardianes de la moral oficial vigilan con más cuidado a la mujer y castigan más duramente sus rebeldías que las del hombre. Un instinto que con tal tenacidad y con tanto éxito resiste a las leyes y a la costumbre, debe, sin embargo, tener fundamento más hondo que los demás instintos que la civilización ha logrado dominar.

Veamos otro argumento de más fuerza. El amor humano que en el fondo no es más que el deseo de poseer a un individuo determinado, teniendo en cuenta la reproducción es algo más que esto: es también una alegría que hace experimentar el lado moral del ser amado; es también amistad. Este elemento del amor sobrevive al elemento fisiológico. Sin duda lo que se siente por la persona querida después de la posesión no es lo que se sentía antes. Pero siempre es algo elevado y poderoso que puede crear el deseo, más aún, la necesidad de una exitencia común para la vida, existencia que no tendría su razón de ser en el fin natural del matrimonio, la reproducción, sino en la necesidad que un ser de superior cultura siente de fomentar a un ser de cultura semejante. Aun en el alma más fiel, por fuerte que haya sido en su origen la pasión, el amor, después de la luna de miel o después de nacido el primer hijo, sufre esta trasformación, en la cual no le pesan aún las cadenas del matrimonio, pero que ya no es preservativo seguro contra una nueva pasión.

Otras circunstancias hay que facilitan a la voluntad la lucha contra los instintos poligámico. Si la vida en común de dos seres que se han amado un momento y han experimentado por esto que tienen disposiciones casi cromáticas el uno para el otro; si esta vida, digo, ha durado algún tiempo, se convierte en una costumbre que favorece poderosamente la fidelidad. Es posible que al cabo de algún tiempo no sientan ya el menor amor uno por otro, ni siquiera amistad, pero la comunidad subsiste, sin embargo, y subsiste sólidamente. Del mismo modo que en el fenómeno de petrificación todos los elementos de la raíz de un árbol, por ejemplo, desaparecen poco a poco y son reemplazados por materias terrosas en un todo extrañas, que se insinúan en el lugar de las materias orgánicas y dejan intacta la forma general, hasta que ya no existe nada del tejido vegetal, sin que el aspecto exterior de la raíz haya padecido nada, lo mismo en esta transformación de sentimientos la costumbre reemplaza imperceptiblemente, partícula a partícula, al amor que se desvanece, y cuando éste ha desaparecido por completo, la forma del lazo vital entre los dos esposos subsiste; esta forma, aunque rígida y fría, es, sin embargo, resistente y duradera.

Si el matrimonio produce hijos, a ellos pasa la ternura de los padres; en el alma de los hijos crece un nuevo amor que se enlaza por igual en torno a los dos padres y los une como una planta trepadora que con sus largas ramas abraza dos árbóles, los liga indisolublemente, los cubre de fresco follaje y de flores cuando ya están marchitos y muertos. Además como a medida que dura el matrimonio, los cónyuges envejecen, el instinto amoroso se debilita por causas naturales, y si los gérmenes de nuevas inclinaciones no mueren, no desaparecen, la voluntad y la inteligencia pueden, sin embargo, más y más fuertemente su desarrollo. Por último, después de una aurora de amor, queda para toda la vida un dulce y profundo recuerdo que predispone al reconocimiento hacia el ser a quien se há amado, y nos lleva igualmente a unirnos a él. Por todas estas razones puede ser oportuno; por regla general, aparear a los seres humanos por la monogamia y de por vida, aun cuando sus disposiciones físicas y morales los hubieren arrastrado a relaciones múltiples, simultáneas o sucesivas.

Pero habrá siempre muchos casos en que nada preserve de una nueva pasión, ni la amistad que acompaña al amor, ni el reconocimiento que éste deja, ni la costumbre, ni la edad, ni el lazo de una parte común en la existencia de los hijos. En estos casos, la fidelidad se suprime, y el matrimonio deja de estar justificado. La sociedad admite la posibilidad de estos casos, y en los países más adelantados ha establecido el divorcio. Pero no por eso la naturaleza ha conquistado todavía sus derechos. El prejuicio hipócrita, que se apega al principio severamente monogámico, persigue a los divorciados esposos y los hiere, rebajándoles a la categoría de personas que no son del todo respetables. Las naturalezas algo débiles y temerosas se sienten inclinadas a preferir la mentira a la verdad, a engañar a su cónyuge más bien que a explicarse sinceramente con él, a evitar la suerte de los divorciados, estacionándose cobardemente en una unión manchada y que ya se ha hecho criminal. La sociedad debe acostumbrarse a ver en los divorciados, seres, criaturas animosas y sinceras que no descienden a compromiso ninguno con su conciencia, que rompe con resolución la forma desde el momento en que ésta pierde su significación y en que sus sentimientos se rebelan contra ella. Solamente esta manera de ver generalizada, volvería al corazón humano sus derechos al matrimonio, la verdad y la santidad, quitaría al libertinaje y la inconstancia la careta del amor, y haría del adulterio un crimen abominable que sólo cometerían las naturalezas más corrompidas y vulgares.

Nos hemos preguntado si la unión con un solo ser y de por vida está conforme con la naturaleza humana y no debe degenerar necesariamente antes o después en una mentira, aún cuando en su origen hubiese sido contraída por amor. Pero ¡cuán lejos estamos todavía de un estado que hiciese comprender a la sociedad lo necesario de semejante información! Antes de abordar la solución del supremo problema antropológico -saber si el hombre sólo ama una vez y no puede ejercitar sus instintos más que con un sólo ser del sexo contrario- sería preciso procurar más que nada que todo matrimonio tuviera por base necesaria el amor, y que el lazo oficial, al menos en el momento de formarse, descansase sobre una atracción recíproca. Pero la actual organización económica de la sociedad se opone a ello. Mientras el hombre no esté seguro de hallar trabajo, y con él un agradable bienestar, buscará siempre en el matrimonio su ventaja material, o, si no puede lograrla, le temerá y preferirá las innobles satisfacciones que la prostitución le ofrece, o relaciones pasajeras que no le imponen responsabilidades o sólo se las imponen muy débiles. Mientras la mujer tenga como única salida el matrimonio, le aceptará siempre sin preocuparse del amor, a riesgo de verse después desgraciada o perdida moralmente. La mente de la mujer, sobre todo, no se modificará en nada por los empíricos que preconizan su emancipación como remedio, el más grave entre los males sociales. No haré una crítica profunda de esta emancipación; quiero sólo hacer notar en algunas palabras que puestos los dos sexos en situación exactamente igual, la lucha por la existencia revestiría formas aún más horribles que las que actualmente reviste. Siendo más débil la mujer, rival del hombre, sería aplastada sin piedad en muchas cuestiones industriales. La galantería es una invensión debida al bienestar y al ocio. La necesidad y el hambre suprimen este sentimiento con el cual, sin embargo, cuentan las mujeres, puesto que se imaginan un mundo en que la mujer luche con el hombre por el bocado de pan. El hombre debrá hacer por si sólo los trabajos más difíciles, que son, precisamente, los más necesarios, los cotizará más altos que los de la mujer, y, como sucede hoy, pagará más barato el trabajo femenino que el suyo propio. ¿Por qué? Porque tiene la fuerza de convertir su manera de ver en ley y hacer triunfar su voluntad sin más razónque ésta. En la civilización la mujer tiene una situación elevada y magnifica, porque se contenta y se satisface con ser el complemento del hombre y reconocer su superioridad material. Pero si intenta poner ésta en duda, pronto se ve obligada a reconocer la realidad. La mujer plenamente emancipada, independiente del hombre, enemiga suya por cuestión de intereses en muchos casos, será sobrepujada bien pronto. Entonces vendrá la lucha, la lucha brutal; ¿quién saldrá vencedor de ella? No es posible la duda. La emancipación pondría necesariamente al hombre y la mujer en la situación de una raza superior y otra inferior -porque el hombre está mejor armado que la mujer para luchar por la existencia- y el resultado sería que la mujer caería en una dependencia de que la emancipación quiere liberarla. El objeto de los que predican la emancipación es hacer posible a la mujer la vida sin marido y la renuncia al matrimonio. Esta manera de crear un mal tiene el mismo valor que el de un filántropo, por ejemplo, en época de hambre viniese a proponer los medios más convenientes para conseguir que la gente perdiese las ganas de comer. Se trata de dar de comer a los que tienen hambre, no de enseñarles a pasar sin alimento.

Y vosotros, extraños abogados de las víctimas de nuestra civilización, no debéis facilitar a la mujer el desprecio del matrimonio, sino asegurarle su parte natural en la vida del amor en la Humanidad. En el capítulo anterior he declarado como un deber de la sociedad el cuidado de los hijos, asegurarles la instrucción completa, y siempre que esto sea necesario, mantenerlos hasta que estén en condiciones de ganarse la vida por sí mismos; igualmente miro como un deber de la sociedad proteger a las mujeres necesarias a la reproducción, contra la privación física. El Estado debe a la mujer protección y sostén. El papel del hombre en la vida de la especie es ganar el pan necesario, conservar y defender la generación que vive; el papel de la mujer es conservar la especie, mejorarla por la selección, proteger a las generaciones futuras, provocar entre los hombres la lucha cuyo premio es, y en la cual los más hábiles combatientes conquistan el más rico botín. Como niña, la mujer debe recibir los beneficios de la educación general de la juventud; más tarde debe tener derecho, si lo necesita, a una asistencia asegurada, ya en la casa paterna, ya en establecimientos especiales. Es preciso que la sociedad llegue a comprender lo vergonzoso que es que en el seno de un Estado culto, una mujer -joven o vieja, fea o guapa- pueda estar en la indigencia. En una sociedad trasformada según estos principios, la mujer no tiene que cuidarse del pan cotidiano; sabe que, casada o soltera, está al abrigo de las privaciones; los hijos son mantenidos e instruidos por el Estado; el hombre no puede esperar procurarse por dinero tantas cuantas mujeres necesite, porque la mujer no le servirá ya de mediadora. En semejante sociedad, la mujer sólo se casará por inclinación; el espectáculo de una vieja soltera que no haya encontrado marido, será tan raro como el de solterones que, en una vida de libertinaje, gozan de todos los placeres del matrimonio sin tener sus cargas y limitaciones morales; la prostitución sólo se reclutará en una pequeñísima minoría de criaturas degeneradas, cuyos instintos de desorden no acepten disciplina alguna, que no puedan vivir sino en el vicio y la vergüenza, y que absolutamente carezcan de valor para la conservación de la especie. Si no entran ya en el matrimonio las consideraciones materiales, si la mujer puede elegir librementé y no debe venderse, si el hombre se ve obligado a conquistar el favor de la mujer con su persona, y no con su posición y su fortuna, entonces la institución del matrimonio puede pasar, dé embustera que es, a ser una verdad; entonces el espíritu sublime de la naturaleza presidirá a cada unión, todo hijo vendrá al mundo rodeado como de una aureola del amor de sus padres, y recibirá en su cuna el inapreciable don de la fuerza y la aptitud para la vida, don que toda pareja que se ha encontrado en afinidad electiva, transmite a sus retoños.
Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro sexto - Capítulo segundoLibro séptimo. Capítulo primeroBiblioteca Virtual Antorcha