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LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO SEXTO
La mentira del matrimonio
Capítulo segundo



De este modo el matrimonio, concebido primitivamente como la única forma admitida del amor. Entre el hombre y la mujer, ha perdido completamente su valor, convirtiéndose en la más grande mentira de la sociedad. La gente se casa por lo general sin preocuparse lo más mínimo de la inclinación; ejemplo de la vida común y la literatura de todas las lenguas arrastra a los jóvenes a representarse el amor absolutamente distinto del matrimonio, y aún en la práctica, opuesto a este. Al unir sus manos se reservan consciente o inconscientemente en el fondo más profundo de su alma no dejar influir sus corazones por esta formalidad; la falta de esta situación se debe imputar principalmente a la organización económica de los pueblos civilizados. Esta organización tiene por base el egoísmo; sólo conoce al individuo y no a la especie; su preocupación se limita al interés inmediato del primero; descuidando por completo el de la segunda; indicará una explotación expoliadora que sacrifica el porvenir al presente; no tiene entre sus numerosos guardianes y sostenes, agentes consejeros, un solo defensor de las fitiras generaciones. ¿Qué le importe a una sociedad de tal manera organizada que la reproducción se opere en las más desfavorables condiciones? La generación que vive sólo piensa en sí misma. Cuando puede pasar su existencia del modo más agradable posible, cree que ha llenado su deber hacia sí misma, y no conoce otro. La generación siguiente debería a su vez, no pensar más que en sí misma, y si por falta de sus padres se ve empobrecida intelectual y físicamente, tanto peor para ella. Los hijos del matrimonio sin amor son criaturas miserables. ¡Qué importa esto, siempre que los padres hayan encontrado el filón en su matrimonio! Los hijos del amor sin matrimonio son casi todos víctimas de la proscripción social de sus madres y se convierten en mártires de las preocupaciones reinantes. ¿Que mal hay en ello, puesto que sus genitores encontraron agradables momentos en las relaciones prohibidas? La humanidad desaparece del horizonte del hombre; el sentimiento de la solidaridad, que pertenece a sus instintos primordiales como a los de todos los animales superiores, degenera: el sufrimiento del prójimo no no turba el placer del hombre decaído, y ni el pensar que la humanidad debía de cesar con la generación actual decidiría a la sociedad a cambiar un género de vida en la cual puede el individuo hallarse momentáneamente a gusto. Así, el instinto sexual ha llegado a ser objeto de una explotación egoísta, y como es el más poderosos de todos, puede especularse con él con toda seguridad. He aquí por qué hombre y mujer tratan de hacer, en cuanto les es posible, del acto sagrado de la conservación y desarrollo de la humanidad una fuente de rentas personales.,¿Podemos censurar al hombre civilizado que mira el matrimonio como un refugio y se deja llevar en sus determinaciones por esta pregunta: ¿Quién da más? Ve que el mundo mide la valía de un individuo por el capital que posee; ve comer al rico, y a Lázaro tendido hoy, como en los tiempos bíblicos, al umbral de su puerta y en el polvo; conoce el ardor y la violencia de la lucha por la existencia y las dificultades de la victoria; sabe que sólo debe contar consigo mismo y con su propia fuerza; si sucumbre, no debe aguardar del Estado ninguna ayuda aceptable. ¿Qué extraño es, por lo tanto, que la mayor parte de las veces mire todos los actos de la vida, y por consiguiente el matrimonio, exclusivamente desde el punto de vista de su propio interés en la lucha por la existencia? ¿Por qué habría de conceder al amor influencia en la elección del coyuge? ¿Para qué la humanidad mejorase? ¿Y qué le importa a él la humanidad? ¿Qué hace la humanidad por él? ¿Le alimenta si tiene hambre? ¿Le da trabajo cuando esta desocupado? ¿Da pan a sus hijos cuando éstos se lo piden? Y si muere, ¿cuidará de su vida, de sus huérfanos? No. Y como ella no llena ninguno de sus deberes hacia él, él no quiere tampoco ocuparse más que de sí mismo, considerar el amor sólo como agradable pasatiempo, y si se casa, hacer por sacar al matrimonio un aumento de su parte en los bienes de la tierra.

La consecuencia de esta manera de ver es acelerar la rápida degeneración de la humanidad civilizada; pero la víctima inmediata de ese estado anormal es la mujer. El hombre no padece mucho. Si no se siente sobrado, vigoroso, o no tiene el valor de tomar sobre sí la responsabilidad de fundar una familia en medio de una sociedad que en lugar de ser para él un apoyo le es enemiga y le explota, se mantiene soltero, sin renunciar por ello a la plena satisfacción de todos sus instintos, porque soltería no es en modo alguno sinónimo de continencia. El soltero está tácitamente autorizado por la sociedad para procurarse la satisfacción del comercio con la mujer como puede y donde puede; llama triunfo a sus placeres egoístas y los ciñe de una especie de poética aureola; el vicio amable de Don Juan despierta en él una mezcla de deseo, de envidia y de secreta admiración. Si el hombre se ha casado sin amor, y sólo por ventajas materiales, la costumbre le permite buscar a derecha e izquierda las emociones que no encuentra al lado de su mujer, o si no se lo permite explícitamente, no trata el hecho como un crimen que excluya al que lo cometa de la sociedad de las gentes honradas.

Otra es la situación de la mujer. En los pueblos civilizados la mujer está reducida a no tener más destino que el matrimonio, donde únicamente puede hallar la satisfacción de todas sus necesidades fisiológicas. Debe de casarse para ser admitida al ejercicio de sus derechos naturales de individuo enteramente desarrollado, para poder recibir la consagración de la maternidad, muchas veces también para ponerse al abrigo de la miseria. Esta última consideración no existe, sin duda, en la minoría, las jóvenes ricas; pero aunque éstas tengan generalmente el sentimiento de la profunda inmoralidad de un matrimonio sin amor, y el deseo da casarse con un hombre de su gusto llegue a ser en muchas de ellas una especie de manía, que en todos sus pretendientes las hacen ver cazadores de su dote, no escapan, sin embargo, y por regla general, a la acción fatal de perversión con que en el matrimonio el egoísmo ha sustituído al amor. Hay muchos hombres bastante cobardes para aspirar a una prebenda matrimonial. Harán todo cuanto esté en su mano para conquistar a la rica heredera, no porque la amen, sino porque codician su caudal. No les cuesta trabajo halagar todas sus aspiraciones y si la joven pide amor, se lo fingirán tanto mas superabundantemente cuanto que lo sentirán menos, y es muy probable que la pobre muchacha, joven e inexperta, ofrezca su mano al más indigno entre sus pretendientes, al que diariamente sea el cómico más hábil y perseverante. Después reconocerá que ella también se ha casado, no con un hombre con quien tiene afinidad electiva, sino con un hombre ávido de dinero; deberá, pues, renunciar al amor, o buscarle fuera del matrimonio, a través de los peligros y bajo la amenaza del desprecio de todos los censores de costumbres. Pero las jóvenes ricas forman una pequeña minoría, y las demás se ven obligadas, dada la actual organización de la sociedad, a esperar en el esposo como en el único salvador posible contra la vergüenza y la miseria.

¿Qué suerte hacemos a la joven que no se casa? Su nombre vulgar de solterona implica ya un punto de ironía. La solidaridad de la familia no subsiste, por lo general, en la edad madura de los hijos, Una vez muertos los padres, los hermanos se separan; cada cual trata de andar solo en la vida; la existencia en común es para todos peso molesto, y la mujer, bastante delicada para querer servir de estorbo a un hermano o una hermana, sobre todo si éstos están casados, se halla sola en el mundo, infinitamente más aislada que el beduino en el desierto. ¿Debe de vivir en su propio hogar? Lo halla abandonado, inhospitalario. porque un amigo no puede sentarse en él si no quiere la infeliz ser víctima de la malicia de sus vecinos; las amistades femeninas son raras y hasta cierto punto antinaturales; no las buscará de ningún modo en sus compañeras de infortunio, que aportarían más melancolía y amargura a una casa ya demasiado triste. Los que siempre están prontos a dar consejos, le dirán que no se preocupe de lo que pueden charlar las comadres. y reune en torno suyo las simpatías que encuentra. ¿Pero con qué derecho piden a una pobre mujer estas personas tan buenos y complacientes que renuncie para siempre a la satisfacción que aún el hombre más fuerte encuentra en el sentimiento de ser sostenido por la estimación y el aprecio de sus semejantes? La reputación es un bien absolutamente esencial, y la opinión de los demás representa el principal papel en la vida interior y exterior del individuo. ¿No tendrá derecho ninguno a este bien la joven que no ha encontrado marido? ¿Pasará su vida entre extraños, menos libre y más expuesta a la calumnia que lo está la mujer casada? En una dolorosa contracción vivirá incesantemente preocupada de su fama, que la sociedad le exige guarde intacta, sin ofrecerle la recompensa natural: un esposo. El soltero va a los cafes, a las tabernas, a los clubs que bien o mal reemplazan la familia; se pasea solo, viaja solo y tiene medios de indemnizarse del vacio de su casa, privado de amor conyugal y filial. Todos estos consuelos se le rehusan a la solterona, condenada a permanecer melancólicamente aprisionada en una existencia incompleta. Si posee algunos recursos, los aumentará con dificultad; probablemente los aminorará o los perderá, porque la educación y las costumbres la han armado infinitamente peor que al hombre para la administración, o, mejor dicho, para la defensa de su hacienda contra los numerosos lazos que la aguardan. ¿Es pobre? Entonces el cuadro, ya sombrío, se hace desesperante. Pocas profesiones independientes, y aún estas pocas nada lucrativas, se abren a la mujer. La artesana se pone en condiciones y gana su miserable vida, pero sin conocer nunca los que se llama independencia; las humillaciones alteran su carácter. Si recurre al trabajo manual libre, se muere de hambre, como jornalera no gana, por término medio, más de la mitad de lo que gana el hombre, cuyas necesidades naturales tiene. La joven de clase más elevada elige la enseñanza, en la que nueve veces de cada diez encuentra la servidumbre bajo el nombre de aya. En ciertos países halla abiertas algunas situaciones públicas subalternas en que una joven educada y enérgica no puede llegar nunca al sentimiento de seguir una vocación interior, sentimiento que le hace soportable la pobreza y sólo las elegidas llegan aquí. Las demás quedan pobres, miserables, a cargo de sí mismas o de otro, aplastadas por la conciencia de su absoluta inutilidad de su vida incompleta, impotente para procurar una alegría a su juventud, el pan cotidiano a sus días, y medios de existencia a su vejez. Y con esto la joven que vegeta en un cruel abandono, debe tener constantemente una fuerza sobrehumana de carácter.

Exigimos que este ser interiormente desgarrado, que tiene frío, que tiene hambre, que tiembla al pensar en su vejez, sea una heroína. La prostitución la acecha y la atrae. En su vida triste y solitaria no puede dar un paso sin verse asaltada por la seducción bajo mil formas. El hombre que rehuye echar sobre sí la carga de su constante entretenimiento, no tiene escrúpulos para pedir el amor como un presente que no le obliga a reciprocidad ninguna. Su infame egoísmo tiende lazos continuos a la joven, y llega a ser para ella tanto más peligroso, cuanto que tiene por secretos aliados los más poderosos instintos. No sólo debe soportar con resignación la miseria y la soledad, luchar contra los sentidos inflamados del hombre, adversario vigoroso, infatigable y resuelto; debe asimismo dominar sus propias inclinaciones y las rebeldías de sus instintos naturales contra los embustes e hipocresías de la sociedad. Para conservarse intacta en tan dificil situación, se necesita un heroísmo de que, cuando más, sólo un hombre de cada mil sería capaz. ¿Y qué recompensa tiene la joven por todos sus esfuerzos? Ninguna. La solterona que a través de todas estas dificultades ha vivido como una santa, no encuentra ni una índemnización en el sentímiento íntimo de haber obedecido en su dura y penosa vida de privaciones a una gran ley de la naturaleza; una voz interior la dice tanto más alto cuanto más vieja se va haciendo la infeliz: ¿Para qué has luchado? ¿A quién aprovecba tu victoria? ¿Merece la sociedad que a costa de la felicidad de la vida se respeten sus preceptos implacables y egoistas? ¿No hubiera valido mil veces más para ti que te dejaras vencer sin resistencia?

Si la jóven, en general, se asusta ante semejante perspectiva; si dejando a un lado la inclinación y la afinidad colectiva, se casa con el primer hombre que pide su mano, ¿no hace bien? Hay cien probabilidades contra una de que la vida matrimonial, como quiera que se desarrolle, sea más agradable que la de una solterona en la sociedad actual. No será para su marido ni una esposa leal ni un ama de su casa ocupada en sus deberes. En su deseo no satisfecho de amor, la mujer escuchará sin tregua la voz de su corazón; tomará cada ligero e instintivo movimiento de éste por la revelación esperada de la pasión, y se echará al cuello del primer hombre que sepa ocupar un punto su espíritu ocioso; pronto reconocerá que se ha engañado, y volverá a buscar, rodando a menudo por esa peligrosa pendiente, hasta la ruina moral y la vergüenza. Tanto mejor para ella si sólo quiere agradar, sin llegar, en el hecho o la intención, al adulterio; si el sentimiento de su suerte y la necesidad de descubrir al fin al hombre a quien puede amar se manifiesta únicamente en forma de semi-inconsciente coquetería; si se contenta con adornarse, andar en bailes y reuniones, buscar ávidamente todas las ocasiones en que pueda hallar hombres extraños, experimentar su propia fuerza de atracción y la de estos hombres. No piensa más que en sí misma, no cuida más que sus propios intereses, y exige que la vida no le dé más que distracciones personales. En su egoísmo, no puede ver junto a ella a su marido, atenderle, identificar la vida de éste con la suya. Su casa no existe más que para ella sóla. Gasta el dinero sin piedad para el trabajo con que lo gana su marido. Se ha casado sólo para poder vivir sin cuidados y a su gusto; tanto peor para el marido si cometió la torpeza de tomarla por mujer sin adquirir antes la seguridad de su amor. Es éste un círculo vicioso que no encierra más que amargura.

La organización egoísta de la sociedad hace tan penosa y difícil la lucha por la existencia, que ni el hombre ni la mujer buscan en el matrimonio el amor, sino sólo la seguridad material; el hombre persigue la dote; la joven sin fortuna, temiendo quedarsee en el aislamiento, echa mano del primer hombre que la pueda mantener; se transforma, después de la boda, en costoso animal de lujo, que no tiene para el que la posee valor ninguno real, y que es fuente de grandes gastos. Muchos hombres que hubieran podido mantener a una mujer y hacerla dichosa, retroceden ante tales uniones, y renuncian al matrimonio, lo cual condena al celibato a igual número de mujeres. Las probabilidades de encontrar marido disminuyen para éstas; su prisa por encontrarle aumenta, por lo tanto; la parte del amor se suprime casi más completamente todavía, y el matrimonio contraído en semejantes condiciones viene a ser más y más desanimador para los solteros. Marido y mujer son dos enemigos que se acechan recíprocamente para tenderse lazos y explotarse; nadie es feliz; los únicos que se frotan las manos son el confesor católico y los dueños de grandes almacenes de modas, porque tal estado de cosas les proporciona mayor número de clientes.
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