Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro quinto - Capítulo cuartoLibro sexto. Capítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO SEXTO
La mentira del matrimonio
Capítulo primero



El hombre tiene dos instintos poderosos que dominan toda su vida y dan el primer impulso a todas sus acciones: el instinto de conservación personal y el de la conservación de la especie. Aquel se manifiesta en su más simple expresión bajo forma de hambre, éste bajo forma de amor. Las fuerzas que actúan en las operaciones de nutrición y reproducción son aún más obscuras para nosotros, pero vemos abiertamente sus efectos. No sabemos por qué un individuo cumple su desarrollo en un número dado de años y no en otro; por qué el caballo más fuerte y robusto sólo alcanza la edad de treinta y cinco años, mientras el hombre más débil y endeble puede pasar de los sesenta; por qué el cuervo, que es pequeño, vive hasta doscientos años, y el pato, que es mucho más grande apenas llega a los veinte. Pero lo que sabemos es que todo ser vivo está destinado desde que nace a una duración vital determinada, como el movimiento de un reloj está calculado para determinado tiempo que la acción imprevista de fuerzas exteriores puede abreviar, pero no puede prolongar en ningún caso.

Del mismo modo suponemos que las especies están asimismo organizadas para determinada duración; como los individuos, nacen en un momento preciso, se desarrollan, alcanzan su maduréz y mueren. El ciclo vital de una especie tiene una duración demasiado extensa para que los hombres hayan podido fijar, ni en un solo caso y por observación directa, su duración ni su fin. Pero la paleontología ofrece numerosos puntos de apoyo, y por ellos podemos afirmar con certidumbre el paralelismo de las leyes vitales y de desarrollo en el individuo y en la especie. Mientras el individuo no pierde la fuerza vital de que al nacer se vió dotado, lucha con todo el vigor de que es capaz para conservarse y protegerse cóntra sus enemigos; si su fuerza vital se agota no experimenta ya ninguna necesidad de alimentarse, ningún deseo de dcfenderse: muere. Lo mismo absolutamente se manifiesta en la especie la fuerza vital, en forma de instinto de reproducción. Mientras su vitalidad es poderosa, todo individuo formado completamente, tiende con todas sus fuerzas a buscar pareja. Si su vitalidad empieza a disminuir, los individuos se hacen más indiferentes a la reproducción hasta que acaban por no sentir su necesidad. El egoísmo y el sentimiento de solidaridad en una especie y aun en una raza o en pueblos enteros, nos dan medida exacta de su fuerza vital. Cuanto más numerosos son los individuos que colocan su propio interés por encima de todo deber de solidaridad y de todo ideal de desarrollo de la especie, más próximo está el término de la vitalidad. Por el contrario, cuanto mas numerosos son los individuos que tienen el instinto del heroismo, del desinterés, de la abnegación personal, mas poderosa es la fuerza vItal de una nación. El desfallecimiento, no sólo de una familia, sino de un pueblo, empieza con la preponderancia del egoísmo, señal infalible del agotamiento de la vitalidad en la especie; el agotamiento de la fuerza vital en el individuo resultará muy rápido si no lo retrasan cruzamientos u otras transformaciones favorables. Cuando una raza o una nación han negado al término de su carrera, los individuos pierden la facultad de amar sana y naturalmente. El espíritu de familia muere. Los hombres no quieren casarse, porque encuentran incómodo tener la responsabilidad de otra vida humana y ocuparse en otro ser. Las mujeres tienen miedo a los dolores y molestias de la maternidad, y para no tener hijos recurren, aun dentro del matrimonio, a los medios más inmorales. No teniendo ya por fin la reproducción ese instinto, se pierde en uno, y se pervierte en otros por las más extrañas aberraciones. El acto del apareamiento, la función más sublime del organismo que éste no puede cumplir antes de haber alcanzado su plena madurez, y al que se asocian las más vivas sensaciones del sistema nervioso, está rebajado a una infame lujuria; no tiene ya por fin la conservación de la especie, sino sólo un placer individual que para la colectividad no tiene ningún valor, Allí donde el amor se presenta todavía como efecto de la costumbre, no es la unión de dos individualidades incompletas en un individuo de especie más elevada, que forma un todo; no es el desvanecimiento de una vida que, aislada, es estéril, en una doble vida fecunda que por la posteridad puede prolongarse al infinito; no es el paso inconsciente del egoísmo y la solidaridad, la irrupción de la vida individual en la vida amplia de la especie. ¡No. no es nada de esto! Es una inquietud rara, incomprensible a sí misma, y, por lo tanto, imposible de aplacar, semisueño, semihisterismo, reminiscencia, imitación de cosas que se han oído o se han leído, fantasía sentimental y enfermiza, algo así como una especie de locura. Prodiganse los vicios contra natura; pero mientras en secreto se entrega el impudor a sus orgías, en público afecta una hipocresia excesivamente quisquillosa; conforme con el proverbio no se debe de hablar de la cuerda en casa del ahorcado, el pueblo que acerca de la vida sexual no tiene la conciencia muy tranquila y sabe a qué atenerse respecto a sus pecados de acción y de omisión, evitar tocar aún de lejos a este punto en cuanto habla o cuanto escribe. Tal es el cuadro de las relaciones sexuales de una raza que ha llegado al agotamiento de su fuerza vital, ya por el gasto natural, consecuencia necesaria de la vejez, ya por condiciones desfavorables de existencia, o por efecto de leyes dañinas e insensatas.

Ahora, si se me concede que la forma de las relaciones de ambos sexos en un pueblo da la medida de la fuerza vital de este pueblo, y si se aplica otra medida a las naciones cultas de occidente, llegaremos a las más alarmantes confirmaciones. La mentira de las instituciones económicas, sociales y políticas ha envenenado también la vida sexual; todos los instintos naturales que deben asegurar la conservación y mejoramiento de la especie, están falseados y desviados de su camino; las generaciones futuras, en la parte más desarrollada intelectualmente de la humanidad están sacrificadas sin vacilación a la hipocresía y al egoísmo reinantes.

En todos los tiempos la humanidad ha sentido instintivamente primero, y luego la razón la ha hecho comprender que nada le importa más que su propia duración; todas las sensaciones, todos los actos que tienen una relación cualquiera con este primordial interés, ocuparon siempre el más amplio lugar en sus preocupaciones. El amor forma casi exclusivamente el fondo de la literatura de todas las épocas y en todos los pueblos; es, en todo caso, el único fondo que de un modo duradero ha podido cautivar a la masa de los lectores o auditores. El resultado del amor, la unión de dos jóvenes en una pareja fecunda ha sido -primero por las costumbres y luego por la ley escrita- rodeada de ceremonias y solemnidades, formalismos y preparaciones más que ningún otro acto de la vida humana, más aún que el armamento de los adolecentes, que, sin embargo, tiene tanta importancia en las tribus bárbaras que viven continuamente en pie de guerra. Por medio de las formalidades que complican el matrimonio, el Estado se ha asegurado siempre una comprobación sobre las relaciones sexuales de sus miembros, y la solemnidad con que trataba la unión de una pareja de enamorados debía hacer comprender a éstos que no es cuestión de una comida, una partida de caza o un soirée con canto y baile, sino un acontecimiento de la mayor imprtancia pública que ejerce influencia sobre el porvenir de la comunidad. Para impedir en cuanto es posible que el amor descienda a ser una simple distracción, para acentuar lo más posible su fin elevado, la conservación de la especie, la sociedad, desde la aurora de la civilización ha reconocido en principio como únicas, honrosas y sancionadas por su estimación, las relaciones entre hombre y mujer, cuyo carácter de seriedad, ha sido consagrado por una ceremonia pública; en cuanto a los que rehuyen esta consagración, los censura y pena con su desprecio y hasta con castigos.

En nuestra alta civilización lo mismo que en sus principios, el instinto sexual debe poner a la sociedad por testigo de su satisfacción y colocarse bajo su vigilancia, si no quiere degenerar en un vivio despreciable y maldecido; el matrimonio es hoy la única forma autorizada por las leyes para las relaciones entre hombre y mujer.

Vemos ahora lo que la mentira de nuestra civilización ha hecho del matrimonio. este se ha convertido en una componenda material en que queda para el amor tan poco sitio como en el contrato de dos capitalistas que emprenden juntos un negocio. El matrimonio sigue teniendo por pretexto la conservación de la espede; supone, en teoría, la atracción recíproca de dos inrlividuos de diverso sexo: pero de hecho, el matrimonio no se hace atendiendo a la futura generación, sino sólo el interés personal de los individuos que se casan. El matrimonio moderno, sobre todo en las llamadas clases superiores, carece de toda consagración moral y, por consiguiente, de toda razón de ser antropológica. El matrimonio debiera ser la sanción de la solidaridad, y es la sanción del egoismo. Todos los que se casan quieren en su nueva situación no vivir el uno en y para el otro, sino encontrar mejores condiciones para la continuación de una existencia cómoda y exenta de responsabilidad. Hoy la gente se casa para crearse una nueva situación de fortuna, para asegurarse un hogar más agradable, para poder adquirir y sostener una categoría social; para satisfacer una vanidad, para gozar de los privilegios y libertades que la sociedad rehusa a las solteras y concede a las casadas. Al casarse se piensa en todo: en la sala y en la cocina, en el paseo y los baños de mar, en el salón de baile y el comedor, lo único en que no se piensa, y que es lo único esencial, es en la alcoba, ese santuario de donde debe venir el porvenir de la familia, del pueblo, de la Humanidad. ¿No deben ser la ruina y la decadencia el lote de los pueblos en cuyos matrimonios triunfa el egoísmo de los esposos, y en los cuales el hijo es una casualidad no deseada, indiferente cuando más, una consecuencia difícil de evitar, pero accesoria por completo?

Se nos objetará quizá que en los pueblos en estado natural, es decir, que viven en las condiciones primitivas, la gran mayoría de los matrimonios no se hacen de otro modo que en nuestra fIamante civilización. En éstos tampoco juega la inclinación ningún papel para formar una pareja. En tal tribu se casa el hombre con una joven a quien no ve por primera vez sino después de la boda. En cual otra, el joven que quiere casarse roba a una tribu vecina la mujer primera que halla a su alcance. En aquellas en que se elige esposa, se hace después de discusiones que nada tienen que ver con el amor. Se elige a una mujer porque se sabe de ella que es apta para trabajar, que cuida bien el ganado, que hila y teje con habilidad. Allí, pués, está también confiada la conservación de la tribu el azar ciego o al egoísmo absurdo; sin embargo, estos pueblos están llenos de fuerza juvenil, y lejos de sufrir por tal estado de cosas, su desarrollo aumentará rápidamente.

A esto responderemos que, por razones antropológicas, el matrimonio fundado, no en el amor, sinó en la tradición y el egoísmo, no tiene en estos pueblos las mismas deplorables consecuencias que en los pueblos civilizados. En los pueblos primitivos, los individuos difieren poco física e intelectualmente. En todos los hombres como en todas las mujeres predomina el tipo de la tribu; apenas si existe la individualidad. Todos los individuos están como fundidos en un mismo molde y se parecen unos a otros hasta el punto de que se les puede confundir; todos han sido educados del mismo modo. Ninguna selección tiene necesidad de presidir el apareamiento; de cualquier modo que se junten, el resultado casi será el mismo. Una gran semejanza en los individuos, excluye, no sólo la necesidad, sino hasta la posibilidad del amor. El instinto de la reproducción no despierta entonces en el individuo más que el deseo general de la posesión dé un individuo de otro sexo, pero no individualiza, en una palabra, no se eleva a su más alta forma, que es precisamente el amor hacia un ser determinado y no hacia otro. Un sexo tiene una inclinación general por el otro, y al hombre le es del todo indiferente asociarse a tal o cual mujer, y recíprocamente. Si en un pueblo en estado natural apareciese un individuo muy desemejante de los demás y que se distinguiera de los demás miembros de la tribu por cualidades físicas o intelectuales, la diferencia seria inmediatamente notada con una intensidad de que nosotros, acostumbrados a ver cómo difieren individualmente los hombres, no nos podemos formar idea. La gran ley zoologica de la selección se mostraría con natural poder, el deseo de poseer a un individuos superior tomaría las proporciones de una pasión terrible y tormentosa que daría lugar a los actos más extremos. Pero en los pueblos civilizados en que los hombres difieren mucho, las cosas son de otra manera. En las clases bajas no cultivadas o menos desarrolladas, el instinto de reproducción aparece realmente más bien como una propensión general hacia el otro sexo que como una inclinación aislada, a pesar de los cuentos sentimentales esparcidos por algunos poetas malos observadores, el amor violento hacia un ser determinado es extremadamente raro. Pero en las clases más elevadas, en que los individuos están ricamente dotados son muy diferentes, y ofrecen tipos particulares precisamente caracterizados, el instinto sexual se hace excursivo y dificil en la elección; es preciso también que así suceda para que la descendencia sea vigorosa y apta para la vida.

Hace falta que el matrimonio, es decir, la única forma de procreación admitida por la sociedad, sea resultado del amor. Porque el amor es el gran regulador de la vida de la especie, la fuerza que lleva el perfeccionamiento de esta especie y trata de impedir su ruina física. El amor es el instinto de un ser que reconoce que debe formar una pareja con determinado ser del otrro sexo a fin de que sus buenas cualidades aumenten, quer sus cualidades malas se atenúen, y que su tipo se conserve intacto o se perfeccione en sus descendientes. El instinto de reproducción es en sí ciego, y necesita un guía seguro; el amor, para obtener su fin natural, que es a la vez la conservación y el mejoramiento de la especie. Si este guía falta, si el apariamiento viene determinado, no por atracción recíproca, sino por la casualidad o por intereses extraños a su fin fisiológico, el producto del crecimiento, frente a una gran desemejanza en los padres, es siempre un producto indiferente o malo. Los hijos heredan los defectos de los padres y los aumentan; las cualidades de los padres, en cambio, se debilitan o se neutralizan unas con otras; de aquí resulta una raza sin armonía, desgarrada interiormente, retrógrada, condenada a rápida extinción. Sólo la voz del amor puede decir al individuo que su unión con otro individuo determinado es de desear en interés de la conservación y perfeccionamiento de la especie, o que esta unión sería deplorable.

En una sola palabra ha encerrado y definido maravillosamente Goethe la esencia del amor, y grandes volúmenes no podría añadir nada a su definición. Esa palabra es afinidad electiva. esta designación, sacada de la química, relaciona profundamente los grandes procedimientos elementales de la naturaleza a un hecho que reune en el hombre y que la histórica fantasía de los poetas, falta de ideas u discernimiento, ha obscurecido místicamente. La química llama afinidad electiva a la tendencia de dos cuerpos a combinarse en un nuevo producto que en casi todas sus propiedades, color, estado de agregación, densidad, acción sobre otras materias, etc., es en un todo diferente de los dos cuerpos primitivos. Dos cuerpos que no están uno respecto al otro en relación de afinidad electiva, pueden hallarse eternamente en el contacto más estrecho; este contacto no será más que una yuxtaposición sin vida, que no conducirá a ninguna formación nueva, a ningún efecto dinámico, a ningún resultado vivo. Cuando dos cuerpos están dotados de afinidad electiva, basta acercarlos uno a otro para provocar inmediatamente hermoros y profundos fenómenos activos.

El organismo humano es teatro de hechos absolutamente semejantes. Dos individuos ejercen o no acción recíproca uno sobre otro. ¿Poseen afinidad electiva? Pues se áman, vuelan impacientemente uno hacia otro y se convierten en fuentes de formacionea nuevas. ¿No poseen eaa afinidad? Pues quedan fríos y sin acción uno sobre otro, y su encuentro no constituye nunca un episodio en la gran existencia general. Vemos aquí propiedades primordiales inherentes a la materia y que no intentaremos explicar. ¿Por qué se une el oxígeno al potasio? ¿Por qué no se une el platino al ázoe? ¿Quién podría decirlo? Y ¿por qué un hombre ama a una mujer y no a otra? ¿Por qué una mujer ama a un hombre y desdeña a todos los demás? Evidentemente porque esta atracción o esta indiferencia tiene su base en el quiniasmo más íntimo del ser en cuestión, y mana de las mismas fuentes que los procedimientos orgánicós oe la vida. El matrimonio se parece a un vaso en qúe dos cuerpos diferentes, dos individualidades quíinicás están encerradas una con otra. ¿Poseen afinídad electiva? El vaso está lleno de vida. ¿No la poseen? El vaso contiene muerte. Pero en las uniones modernas ¿quién se preocupa de la afinidad electiva?

Entre hombre y mujer no hay mas que dos clases de relaciones: o descansan sobre una atracción recíproca natural, y en este caso tienen siempre por fin consciente o inconsciente la reproducción, o bien este fin no es el principal, y sólo se busca en e11as la satisfacción del egoísmoo bajo cualquier forma. Las primeras relaciones son sensuales y están justificadas; las otras forman la gran categoría de la prostitución, cualquiera que sea el modo como se presenten en su exterior. La criatura depravada que, por la noche, se ofrece en las calles de una gran ciudad, por una moneda, al pasajero, cuyas facciones no puede siquiera distinguir en la obscuridad, esta criatura se prostituye; el pícaro que hace el amor a una vieja loca y se hace pagar al contado sus homenajes, se prostituye; no hay más que una sola palabra para ambos casos. Pero yo pregunto: ¿dónde está la diferencia entre un hombre entetenido por su querida y el hombre que corteja a la heredera o a la hija de un personaje influyente por la cual no experimenta amor ninguno y lo hace únicamente a fin de obtener con su mano un caudal, una posición? ¿Qué diferencia hay entre la tunanta que por un poco de dinero se vende a un desconocido, y la casta desposada que va al altar con un hombre a quien no ama, pero que, a cambio de sus abrazos, la ofrece una posición social, o trajes, adornos, criados, o simplemente el miserable pan del día? En uno y otro caso, los móviles son los mismos, el procedimiento es el mismo, la designación, según la verdad y la justicia, debe también ser la misma.

Una madre a quien todo el mundo considera muy honrada; que en sí misma se cree muy severa en lo tocante a las costumbres, presenta a su hija un pretendiente rico y se esfuerza por triunfar de la natural indiferencia de la niña por medio de hábiles exhortaciones o consejos por este estilo: Es una locura rechazar una suerte conveniente; sería una imprudencia grandísima esperar una segunda ocasión que, probablemente, no se presentará; una joven debe pensar en fines prácticos, y desalojar su cerebro de todas las tonterías novelescas. Esta madre modelo es una Celestina ni más ni menos que la vieja y odiosa proxeneta que en un banco de un paseo público murmuta infames proposiciones al oído de las jóvenes obreras sin trabajo, exponiéndose por ello a persecuciones judiciales. El pretendiente elegante acogido con distinción en todos los salones, que en la figuras de cotillón anda a caza de un buen partido, habla a la joven heredera con los ojos húmedos e inflexiones melosas en la voz, cita a sus acredores para el día siguiente al de su boda e indemniza a su querida con la dote que de su mujer recibe -este elegante es un pillo, como el Alfonso infame a quien el mismo agente de policía sólo toca con repugnancia. Una joven que se vende para alimentar a una madre anciana o a un niño, es moralmente superior a la ruborosa doncella que sube al lecho conyugal buscando un saco de dinero con que satisfacer su frpivola avidez de bailes y excursiones veraniegas; el hombre que paga al contado y cada vez a su compañera de un minuto y luego le vuelve la espalda, es menos engañado, más razonable, más lógico que el hombre que por un matrimonio legal y de por vida se compra una concubina que, lo mismo que la otra, se ha unido a él por su dinero. Toda alianza entre hombre y mujer contraída atendiendo a una situación moral u otras ventajas egoístas, es prostitución; y poco importa que esa alianza se haga con el concurso de un magistrado, un sacerdote o una Celestina cualquiera.

Tal es, sin embargo, el carácter de casi todos los matrimonios; las raras excepciones en que un hombre y una mujer se unen legítimamente nis más móvil ni deseo que pertenecerse uno a otro, sirven de irrisión a las personas razonables que ponen a la juventud en guardia contra locuras semejantes. Los jóvenes pobres o que tienen escaso caudal son educados por sus padres de modo que ahoguen los peligrosos movimientos naturales de su corazón y calculen la amabilidad de su sonrisa con arreglo a la cifra a que asciende la renta del soltero que se les acerca; si el juego de la coquetería de la muchacha no basta para procurarse un sólido sostén, madre y tía acuden en su socorro y apoyan con sabias maniobras el esfuerzo de la inocente. En las jóvenes ricas, las cosas pasan de otro modo: no cazan, son cazadas. Hay cierta clase de hombres que practican sabiamente y en regla la caza o el dote. Este lleva pantalones y chalecos de corte irreprochable, corbatas de color y forma cuidadosamente escogidas, monóculo biselado; aquel tiene el cabello risado y huele desde lejos a toda clase de perfumes; el de más allá baila de un modo escelente, es diestro en todos los juegos de sociedad, charla sobre asuntos de sport y conoce los chismes de teatro; llegado a cierto punto, éste prodiga ramos y bombones, y aquél no es ávaro de cartas de amor en prosa y verso. Con ayuda de estos medios se caza fácilmente el faisán dorado y la inocente criatura que ha creído representar un papel en un drama lírico, comprende demasiado tarde que sólo ha figurado como factor en una operación aritmética. Por último, allí donde las dos partes tienen proximamente la misma posición e igual caudal, no se hace desde luego más que contar, pesar, medir. Nadie se toma el trabajo de negar los verdaderos móviles de la unión. Se juntan dos fortunas, dos influencias, dos situaciones. El quiere tener en su casa una mujer que, según su posición social, le haga la ropa, le cosa los botones de su camisa o sepa llevar con elegancia un traje de seda y presidir con gracia una comida de gala; ella quiere tener un marido que trabaje para ella o le permita ir a los bailes de la corte y recibir a la buena sociedad. Cuando el rango y el caudal son desiguales, esta sinceridad no aparece; uno de los dos debe mentir. La joven pobre finge amar al saco de dinero; el pretendiente finge querer al faisán dorado. La naturaleza y la verdad obtienen al menos un triste triunfo: el egoísmo -que ha apartado de su verdadero fin al matrimonio- erige este fin en principio, puesto que cree necesario ponerse la máscara del amor en la prosecución de sus gestiones.

¿Cuál es la suerte de los hombres y mujeres que han realizado tales alianzas? Los descendientes degenerados física y moralmente de antecesores que se han casado también por su interés material, que han sido engendrados sin amor, criados sin ternura, son excluidos definitivamente de la facultad de amar, y pueden llegar a viejos sin sentir nunca el interior empobrecimiento de su vida, El marido cuida de su palacio y de su estómago, adquiere gran competencia en vinos y cigarros, se hace apreciar de las bailarinas por su generosidad, es estimado en los clubs, muere rico de honores y a ser sincero, haría inscribir en su tumba estas palabras: El único amor de mi vida ha sido el amor a mí mismo. La mujer inventa modas insensatas, trata de sobrepujar a sus iguales en loca prodigalidad, sueña día y noche con trajes, adornos, muebles y carruajes; intriga, miente, calumnia a las demás mujeres; se esfuerza, con diabólico odio, en destruir la felicidad íntima de las otras, y en todo el curso de su existencia deja tras sí -cuando sus medios de acción responden a sus intenciones- larga huella de terror y desolación, como la que deja una nube de langosta o una peste. Ambos, él y ella vegetan, desde el punto de vista intelectual, en esferas tenebrosas y mefíticas. Su vida carece de todo ideal. Su naturaleza, privada de todo impulso, de toda fuerza para volar o elevarse, se arrastra en el limo. Son organismos de destrucción que tienen espanto al aire, que esparcen la enfermedad, descomponiendo la suciedad y pereciendo en la podredumbre que han traído.

Los degenerados se encuentran principalmente en las clases altas. Son a la vez resultado y causa de la organización egoísta de éstas. Allí la gente no se casa por inclinación, sino según la categoría social se conservan, pero sus poseedores perecen. La supresión del amor y el desarrollo del egoísmo, que son las tendencias reinantes en las capas superiores de la sociedad, conduciría, caso de generalizarse, a la desaparición rápida de la especie. El instinto de conservación de la especie se manifiesta, pues, en que las familias fundadas sobre la carencia de amor y el egoísmo se extirpan implacablemente. La desaparición general y rápida de las familias aristocráticas no reconoce apenas otra causa.

Al lado de los degenerados hay hombres aptos para la vida y capaces de amar, pero que por mala inteligencia, falta de reflexión o temor a los peligros de la lucha por la existencia en medio de una sociedad groseramente egoísta, han contraído un matrimonio que se llama de razón, porque es el más irracional de cuantos se pueden contraer. Estos hombres experimentan antes o después el castigo de la falta cometida por ellos contra la ley fundamental de la selección, y cuanto más tarde, más severo es el castigo. El instinto del amor no puede arrancarse de su corazón, y por un esfuerzo continuo e infinitamente doloroso trata de abrirse una salida para librarse de los fríos convencionalismos sociales. Puede suceder que tal individuo no encuentre en su vida otro con quien tenga afinidad electiva; el matrimonio sigue entonces siendo apasible en apariencia, las relaciones de los esposos encadenados a consecuencia de un sencillo cálculo, se conservan correctas en la forma, pero su existencia es incompleta y agitada; todo su ser aspira a un complemento que no halla nunca en las satisfacciones, por brillantes que sean, de la ambición y el egoísmo, porque sólo el amor podría procurarles. Como los degenerados, estos individuos pasan su vida privados de toda vida de elevación y de ideal, pero son más desgraciados que aquellos, porque tienen siempre presente la conciencia de lo que les falta. No son ciegos, sino hombres de ojos sanos a quienes se priva de la luz del sol. Asi viven cuando la casualidad no les pone en contacto con un ser con el que tienen afinidad electiva, pues si lo encuentran, la catástrofe es inevitable. El conflicto entre el deber conyugal y la aspiración ardiente a la reunión con el individuo electivamente apareado, estalla con violencia: el amor se rebela contra el matrimonio; uno y otro habrán de sucumbir en la lucha. Puede haber una tercera solución que, por lo mismo que es la más lastimosa, es también la más frecuente: el matrimonio sigue intacto, al perecer, pero el amor toma fuera de él su desquite.

De modo que la persona que ama, o destruye violentamente el matrimonio, o combate y ahora con amor sacrificando la felicidad de su vida, o engaña a su cónyuge y comete adulterio. Las naturalezas vulgares van rectas a este último recurso; las naturalezas nobles tienen que soportar todas las amarguras de la rebelión contra las preocupaciones del mundo y la lucha entre la pasión y el deber. Si la sociedad estuviese gobernada por las verdaderas leyes naturales, y organizada solidariamente, daría la razón al amor y gritaría a los que luchan: ¡Os amáis, reuníos! La sociedad oficial, sin embargo, dominada por el egoísmo, se ha hecho enemiga de la especie; así, toma partido por el matrimonio, y dice con imperio a los combatientes: ¡Renunciad uno a otro! Pero a despecho de su perversidad ha conservado la conciencia de que esto es imposible, de que no es más fácil renunciar al amor que renunciar a la vida, y que su orden no tendrá más cumplimiento que si decretase el suicidio; de modo que añade en voz baja y guiñando los ojos: Por lo menos no déis escándalo público. Es decir, que en últimocaso el amor se abre camino, pero sólo en aquelloos que quieren prestarse a la hipocresía de la sociedad, y en lugar de ser una acción que eleva el alma y la ennoblece, se convierte en una fuente de rebajamiento de caracteres, porque aporta consigo la mentira, el perjurio y el disimulo.

En el matrimonio y bajo su acción, se produce una selección natural de las individualidades; precisamente las mejores y más sólidas, y por consiguiete, los que como agentes de selección tendrían mayor valor para la especie, desdeñan prestarse a compromisos vulgares e inmorales, como no quieren faltar traidoramente a una promesa solemne y no tienen el valor ni la posibilidad material de romper abiertamente su matrimonio legítimo, su amor tardío les pierde sin provecho para la especie. Por el contrario, las naturalezas vulgares cuya conservación tiene para la especie poca imprtancia, escapan al martirio y satisfacen su corazón a expensas de su conciencia.

El matrimonio convencional, es decir, las nueve décimas partes de los matrimonios contraídos en el seno de los pueblos civilizados de Europa, constituye, pues, una situación profundamente inmoral y fatal para el porvenir de la sociedad. Antes o después pone a los que lo realizan en un conflicto entre los deberes jurados, y el inextirpable amor sólo les deja elegir entre el rebajamiento y la ruina. En vez de ser para la especie una fuente de rejuvenecimiento, es un medio de lento suicidio para ella.
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