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LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO QUINTO
La mentira económica
Capítulo cuarto



Es general el sentimiento de que el carácter de la actual situación económico es insoportable. El desheredado proletario, cuyo pensamiento, aguijoneado por el hambre, gira siempre en el mismo círculo de ideas, reconoce que con su trabajo manual crea riquezas, y reclama su parte en ellas. Pero se equivoca si funda sus reivindicaciones en teorías que no sostienen la crítica. No hay más que un sólo argumento en el cual podría apoyarse, y que sería irrefutable, a saber, que posee la fuerza para apoderarse de los bienes que produce, que la minoría de los ricos es impotente para impedírselo, y que, por lo tanto, tiene derecho a conservar lo que crea y a tomar lo que necesita.

Este único argumento es la base del actual edificio social. Gracias a él, los individuos y los pueblos más débiles se han convertido en esclavos de los más fuertes; los hombres sagaces y poco escrupulosos han llegado a ser millonarios, y el capital se ha hecho dueño absoluto del mundo. La minoría de los ociosos y explotadores se apoya diariamente en este argumento para rechazar las pretenciones de los trabajadores y los explotados. Sólo el proletario, cuyo espíritu; a despecho de toda tendencia radical, está imbuído de las ideas jurídicas y morales del capitalismo, vacila en servirse de este argumento irrefutable, sacado del orden natural del mundo, y prefiere buscar la prueba de lo legítimo de sus pretensiones en toda clase de consejas, entre las cuales es la más extendida el comunismo. De este modo se aventura locamente en un terreno en el que debe sucumbir, y el capitalismo no tiene que esforzarse mucho para demostrar el contrasentido de sus teorías. De hecho, el comunismo, tal como todas las escuelas socialistas le comprenden y predican, es producto de una imaginación que, sin tener en cuenta la realidad del mundo y la naturaleza humana, se entrega a vanos sueños. La comunidad de bienes, propiamente dicha, no ha existido nunca en la tierra. Remontándonos en la historia, podemos observar los vestigios de una constitución de la propiedad individual cortada de la masa de lo que existe y escrupulósamente circunscrita. Si por razones de origen común u otras cualesquiera, hay en un grupo de individuos una cohesión y una solídaridad tan completas que una familia o una comunidad, o aún toda una tribu, se siente, en cierto modo como un solo ser de orden elevado reunido en un conjunto, entonces se puede suponer que este individuó colectivo tiene una posesión colectiva individual que un solo hombre no puede apropiarse con detrimento de los demás. Una posesión colectiva por el estilo se encuentra todavía hoy en el mir ruso, en la comunidad doméstica croato slavona, etc.; pero difiere por completo del comunismo, es decir, de la comunidad universal y sistemática de los bienes; la prueba es fácil de hacer. Que un tercero, un individuo que no forme parte de los poseedores solidarios, trate de apoderarse de un trozo de la propiedad común, verá en seguida como la tribu, la comuna, el mir, etc., se levantan en armas contra él. Tan arraigado tienen el sentimiento de la posesión personal los propietarios en común, que no sienten la pérdida de sus derechos colectivos con menos fuerza que un propietario único el ataque que se hace a su bolsillo. Esta posesión colectiva, que no es comunismo como principio, sino simplemente una forma primitiva de la propiedad personal, no puede subsistir sino mientras los interesados sienten profundamente su solidaridad, y sus ocupaciones son del mismo género, entonces los productos individuales son fácilmente comparables unos a otros, y no pueden surgir dudas sobre su valor ni subre la recompensa a que tienen derecho. Pero en cuanto aparece la división del trabajo y la producción se diversifica, en cuanto se impone, por lo tanto, la necesidad de establecer una proporción entre producciones muy distintas, aunque igualmente útiles, y determinar en qué medida cada trabajo tiene derecho al salario, la posesión colectiva debe de acabar, y la propiedad se individualiza.

No es aquí, pues, donde hay que buscar soluciones a los problemas económicos; el comunismo no es un estado natural sino entre organismos colectivos muy inferiores, y no puede aplicarse a tan alta forma de la vida como la sociedad humana. La posesión individual no es sólo para el hombre el estado natural, lo es también para los animales. La fuente de este instinto se halla en la precisión de satisfacer las necesidades materiales. Todos los animales se alimentan; muchos necesitan un abrigo natural o artificial. El animal considera propiedad suya su alimento, su nido o el techo que él mismo se ha procurado o se ha apropiado. Siente que estas cosas son suyas, y de nadie más; no permite, sin resistencia, que otro ser se las lleve. Un modo de vivir que hace necesaria la previsión y el cuidado del porvenir, conduce a la amplitud del sentimiento de la propiedad y al desarrollo del instinto de adquirir una posesión propia. Un ave de rapiña, que no vive más que de carne fresca, no toma como propiedad, en la masa total de cuanto existe, sino lo que necesita para una sola comida. Por el contrario, un roedor que vive donde durante el invierno nada crece, quita al abundante granero de la Naturaleza mucho más de lo que necesita para satisfacer sus necesidades inmediatas; por regla general, toma mucho más de lo que luego puede consumir, disminuyendo con esto, sin necesidad, las provisiones alimenticias de los demás y convirtiéndose en un capitalista y un egoísta poco escrupuloso. Asi es como las ardillas, las marmotas, los ratones de campo, etc., amontonan para el invierno cantidades considerables de frutos y granos de todas clases que, lo más a menudo no han consumido al llegar la primavera, cuando de nuevo pueden satisfacer sus necesidades en los campos y en los bosques. No es sólo que creen una propiedad individual, o adquieran una fortuna, es que son hasta ricos, en el sentido de que poseen más de lo que necesitan. El hombre pertenece a la categoría de animales para quienes la previsión es un deber. La adquisición de una propiedad individual, el crecimiento de ésta más allá de las necesidades del momento y su defensa contra las intentonas de los ladrones, son para él actos vitales, instintos que se derivan del instinto fundamental de la conservación personal; no pueden extirparse, y estallarán con irresistible fuerza contra una legislación que quisiera suprimirlos.

Pero si la propiedad individual es natural, y por consiguiente no puede suprimirse, hay en cambio una ampliación abusiva del derecho a la posesión personal, contra la cual se rebela la razón y que no se puede defender más que por argumentos naturales: la herencia. El instinto de conservación de la especie impele, sin duda, a todos los seres vivos a tener cuidado de su descendencia y crearle condiciones de existencia tan favorables como sea posible. Pero este cuidado no se extiende nunca más allá del momento en que los hijos están lo suficientemente desarrollados para podérselas haber por sí mismos, como hicieron sus padres. El mamífero no cría a sus cachorros más que hasta que pueden pacer o cazar por sí mismos; el pájaro deja de llevar comida a sus pequeñuelos cuando han volado por primera vez; sólo el hombre quiere, hasta un porvenir lejanísimo, mantener a sus hijos y descendientes en el estado embrionario en el que el niño se hace alimentar por sus padres, y no lucha de por sí por la conservación de su existencia. El antecesor ha adquirido caudal; quiere dejárselo a su familia y libertarla para siempre si es posible, de la necesidad de adquirirlo por sí misma. Esto es rebelarse contra todas las leyes naturales, cometer una grave perturbación en el orden universal, que determina la vida orgánica y quiere que todo ser viviente se haga por sí mismo lugar en la gran mesa de la Naturaleza, o sucumba.

De esta perturbación nacen todos los males de la vida económica, y al mismo tiempo que suspende sobre masas enormes de individuos la maldición de la miseria y la muerte, se venga también de sus autores. De nada sirve a los ricos retener con egoísmo inconscientemente criminal los bienes acumulados por ellos para asegurar a sus hijos una vida de delicias en el seno de la ociocidad: nunca obtienen lo que se proponen. La experiencia enseña que sin actividad productiva ninguna riqueza se extiende a muchas generaciones. Una riqueza heredada nunca queda en una familia, y ni los millones del mismo Rotchild pueden proteger contra la miseria a sus descendientes de la sexta o la octava generación, si no poseen cualidades que, a falta de los millones heredados, les permitirían hacerse un puesto en el mundo, Una ley implacable se esfuerza por remediar la perturbación que produce en la vida económica de la sociedad el hecho anormal de la herencia de las riquezas. El individuo que nunca se ha visto en la necesidad de ejercitar su más primitivo instinto orgánico, el de procurarse la subsistencia, pierde también la facultad de conservar su fortuna y defenderla contra la avidez y las asechanzas de los que nada tienen. Si todos los descendientes de una familia son naturalezas medianas en absoluto, mantiénense éstos apartados de todas las luchas públicas y privadas, llevan, en una completa obscuridad y olvidados de todo el mundo, una vida en cierto modo vegetativa, y entonces sólo pueden aspirar a conservar sin aumentarle el caudal heredado. Pero cierta familia produce un individuo dotado hasta cierto punto de imaginación, y que, en una vida cualquiera, se eleva sobre la generalidad, tiene pasiones, ambición, quiere brillar o por lo menos, sentirse vivir; entonces es inevitable la disminución o pérdida de la fortuna heredada, porque llevando una vida más movida, es en absoluto incapaz de reemplazar un sólo céntimo de lo que ha gastado para satisfacer su capricbo. Resulta de aquí que a la fortuna le pasa lo que al organismo. Este, si quiere subsistir, debe hallarse dotado de fuerza vital; en cuanto la vida cesa en sus células, es presa de la descomposición. Devóranle los seres microscópicos y macroscópicos que al acecho del botín llenan toda la Naturaleza. Del mismo modo puede asegurarse que una fortuna cuya circulación y nutrición no están mantenidas por un movimiento activo de la vida económica, muerta, por decirlo ásí, es devorada por los ávidos organismos de la descomposición: los parásitos, los charlatanes, los especuladores. Puede preservarse artificialmente el cadáver de una fortuna como se conserva el de un ser orgánico de la ruina y la destrucción; éste, por medios antisépticos; aquél, por leyes excepcionales para la conservación de las fortunas hereditarias en forma de fideicomiso.

El fideicomiso es una invención que prueba de un modo curioso que los egoístas ricos han tenido siempre un obscuro presentimiento del carácter anormal de derecho de herencia. El testador comprende que comete un crimén hacia la humanidad, y que la Naturaleza, a despecho de las leyes, se vengará en su descendencia; prevé que sus hijos no tendrán brazos bastante fuertes para conservar su herencia por sí mismos, y se esfuerza en unirla a ellos por medios infalibles. Ese fideicomiso pierde a la larga su poder conservador, y no defiende la riqueza de la descomposición, ni a la familia de la ruina.

La trasmisión de herencia debe, pues, abolirse; es el único remedio natural, y, por consiguiente, el único posible de todos los males económicos que aquejan al cuerpo social. A primera vista, tal medida parece excesivamente radical, casi tanto como la pura y simple confiscación de toda posesión individual; pero si la examinamos más atentamente, veremos que no es más que la consecuencia lógica de fenómenos existentes que a nadie ponen en cuidado. Los países más tenazmente apegados a la organización feudal han conservado el derecho de primogenitura; es decir, el desheredamiento que yo pido como medida general para todos los descendientes, sin excepción, se ejerce sistemáticamente con todos los hijos menos el primero; el par de Inglaterra más conservador, realiza, pues, una idea que tal vez muchos lectores miren como excesivamente revolucionaria. Pero si no se ve nada injusto, y sobre todo, nada imposible, en que los hijos menores de un noble inglés sean excluídos de un goce proporcional de la fortuna paternal, ¿por qué ha de haber injusticia o ha de ser imposible tratar lo mismo a todos los que tienen? Es verdad que el par que deshereda a sus hijos menores les da otro bien; la instrucción que les permite figurar en el mundo. Pero si todo lo que ha adquirido volviere a la colectividad a la muerte de su poseedor, el Estado podría dar a toda la juventud del pueblo una instrucción y una educación relacionadas con sus facultades; el hijo desheredado del rico tendrá entonces, al menos, la ventaja que hoy disfruta el hijo desheredado del par. Este, además, hace otra cosa todavía por aquellos hijos suyos a los cuales no deja fortuna: utiliza sus relaciones y su situación para procurarles en la administración política, pública y privada, plazas que tienen más o menos carácter de prebendas, lo cual no es otra cosa que la solidaridad organizada que da al individuo seguridades de existencia casi mayores aún que una fortuna independiente. Cierto que esta solidaridad es egoísta, estrecha; es la solidaridad de una casta y tiene por fin la explotación de la mayoría por una porción de parásitos. Representémonos ahora los lazos de tal solidaridad uniendo a toda una comunidad y constituidos no en virtud del parasitismo, sino de la producción útil; figurémonos un Estado que asegura a toda su juventud la instrucción, y si los padres son impotentes para dársela, los sostiene hasta la edad en que pueda producir, y una vez llegados a esta edad les da los instrumentos del trabajo independiente. En una comunidad tan solidaria ¿no está cada individuo mejor provisto que hoy se nos aparece el segundón de un par de Inglaterra, y es una injusticia hacia los hijos esta reversión al Estado de la fortuna paterna?

No niego que el poner en práctica esta idea encontraría inmediatamente muchas dificultades. Por medio de donaciones inter-vivos, los padres intentarían eludir la ley del desheredamiento y sería fácil al estado impedir que pasase a los hijos parte mayor o menor de la riqueza de su padre. Pero este inconveniente tiene poca importancia. pronto se transformaría radicalmente la manera de ser de los hombres; los padres reconocerían que en el Estado reorganizado, la falta de caudal no trae a los hijos la desgracia y la miseria, y el institnto que nos impulsa a introducir a nuestros hijos en el mundo como rentistas, se debilitaría considerablemente. La comprobación de los valores que formarían evidentemente la mayor parte de la fortuna mobiliaria, no es imposible, ni siquiera dificil; los muebles, objetos de valor, obras de arte, etc., podrían exceptuarse de la confiscación por el Estado como recuerdos de los padres. En cuanto a los bienes raíces, imposible eludir la ley. Pues bien, este es el punto importante, el punto esencial del sistema. El país entero, con sus edificios, sus fábricas, sus vías de comunicación, etc., debe llegar a ser la propiedad inalienable de la colectividad, y al cabo de una generación, volver siempre íntegramente a ella. Todo aquel que lo pida, debe obtener del Estado y de por vida una posesión rústica o una fábrica, y pagar por ella un arrendamiento anual que responda a un interés equitativo del capital que representa la sociedad. Esto no es ni una innovación revolucionaria sin precedentes, sino sólo el desarrollo lógico de condiciones que existen ya en muchos puntos, particularmente en Italia y en Inglaterra, donde hay grandes propietarios rústicos que no cultivan por sí mismos el suelo, pero lo hacen explotar por sus colonos. Nada impide que la sociedad extienda a todos los cultivadores o fabricantes las condiciones de los colonos ingleses y no deje subsistir más que un único gran propietario rústico: el Estado. Esta organización permite al individuo adquirir riquezas personales, aunque éstas no puedan fácilmente alcanzar la enorme extensión de las fortunas de los explotadores y parásitos del actual orden económico. El hombre activo y bien dotado hallara, en una vida más amplia, la recompensa de su habilidad; el hombre mediano o abandonado, habrá de contentarse con una renta más pequeña; sólo el hogazán se verá condenado a la privasión y a la ruina. Será imposible la acumulación de fondos en manos de un solo colono, porque el emprendedor no encontrará obreros fácilmente; en efecto, cuando el que quiera trabajar pueda obtener del Estado su propia tierra, no tendrá razón ninguna para alquilarse a otro y ponerse bajo la dependencia de un emprendedor, de un intermediario. El desarrollo del sistema tendrá, como necesaria consecuencia, que el individuo no reclamará más terreno del que pueda cultivar con ayuda de su familia, evitándose así el desarrollo exagerado de la industria a expensas de la producción alimenticia. Como de este modo el individuo podrá convertirse en colono independiente con tanta facilidad como en obrero de fábrica, no se volverá hacia la industria, a no ser que ésta le asegure una existencia preferible a la de la agricultura; entonces cesará esa concurrencia de obreros que van de fábrica en fábrica ofreciéndose más baratos unos que otros, contentándose con la menor parte en los goces y bienes de la vida. Verdaderas dificultades no se podrían presentar como la población no creciera demasiado y el suelo llegara a ser insuficiente, en cuyo caso no se podrían ya satisfacer todas las demandas de campos o establecimientos industriales, y parte de la juventud se vería obligada a emigrar. Sin embargo, y como he demostrado más arriba, un cultivo más intenso del suelo podría aplazar tal necesidad hasta un porvenir muy lejano.

Indudablemente este sistema es también una especie de comunismo. Pero advierto a los que se asustan de tal palabra, que vivimos en puro comunismo, no sólo activo, sino pasivo. No tenemos la comunidad de bienes, pero tenemos la comunidad de deudas. Ningún reaccionario se espanta al pensar que cada ciudadano, por el sólo hecho de de sus relaciones con el Estado, debe una suma que, en Francia, por ejemplo, asciende a unos 600 francos. ¿Por qué habría de asustarse sí, mediante una revolución radical, el ciudadano, que era deudor, pasaba a ser dueño de una parte de fortuna correspondiente, si el Estado, no solamente tuviese deudas generales, sino también una riqueza general y no se ciñera únicamente a repartir impuestos entre los miembros que le forman, sino que también les distribuyera bienes de fortuna, como hace hoy con un pequeño número de individuos? Porque el Estado posee ya una propiedad de todo género, palacios, bosques, granjas, barcos; este hecho de la existencia de una posesión no individual, indivisible entre todos los ciudadanos, es ya comunismo en la práctica, pero no le parece así a la mayor parte de las empresas, sólo porque nuestras instituciones políticas, que datan de la Edad Media, favorecen la idea de que la riqueza general es una riqueza individual, la del príncipe o de otro cualquier jefe de Estado.

La deuda pública, la propiedad pública, los impuestos, no son las únicas formas bajo las cuales existe el comunismo entre nosotros. Hay varias clases de créditos que no son más que puro comunismo. Cuando un individuo presta dinero a otro o le da, sobre una fortuna personal, una carta-orden que otros consideran como dinero contante, realizase un cambio de posesiones individuales; pero cuando un banco entrega billetes -y en muchos bancos la suma de éstos sube a más de un tercio del total de los billetes- cuando este banco concede a un individuo bajo su firma un préstamo en billetes con los cuales puede este individuo procurarse lo que quiere, entonces se realiza un acto de puro comunismo. El banco no da trabajo adquirido, es decir, dinero, sino un bono sobre un trabajo que está por hacer. Pues bien; que este bono sea respetado por la generalidad de los ciudadanos, y que éstos entreguen objetos contra billetes que stán en descubierto, es un homenaje al principio de la solidaridad humana, reconocimiento del hecho de que el individuo tiene derecho a una parte de los bienes existentes, por más que no pueda todavía ofrecer, a cambio de esta participación, un equivalente producido personalmente por él.

La reversión al Estado de todos los bienes a la muerte de sus poseedores, creará una fortuna común casi inagotable, sin suprimir la posesión individual. Todo individuo tendrá un causal propio y un caudal común, como tiene un nombre de pila y un apellido. El caudal común, con el que habrá nacido, será en cierto modo su apellido; el caudal que durante su vida adquiera, y del cual será único usufructuario, será como su nombre de pila: los dos juntos circunscribirán su personalidad económica, como los nombres determinan su personalidad civil. Trabajando para sí el individuo, trabajará al propio tiempo para la colectividad que un día se beneficiará de todo elexceso de su ganancia sobre su consumo. La riqueza total formará el inmenso receptáculo que con lo superfluo de los unos vendrá a remediar la falta de los otros, y que en el reparto de bienes compensará en cada generación las desigualdades que se reproducirán siempre, desigualdades que la trasmisión hereditaria perpetúa haciéndolas mayores de padres a hijos.

Preciso será que vengamos a esta renovación de la organización económica, brutalmente reclamada por la razón y por la ciencia. Un solo principio fundamental debe dominar la sociedad, y este principio no puede ser más que el individualismo, es decir, el egoísmo, o bien la solidaridad, es decir, el altruismo. Hoy no reina en toda su lógica ni uno ni otro, sino una mezcla de los dos, absolutamente irracional. La posesión está organizada individualmente, y el egoismo alcanza en la herencia sus límites extremos, en cuanto no sólo se arroga por la astucia o la violencia todo lo que puede, sino que trata de detentar para siempre el botín, de excluir eternamente a la comunidad de su parte de goces. Pero el que tiene no concede al que no tiene nada el derecho de hacerse un arma del principio al que el primero debe su riqueza. La fortuna se adquiere y se conserva en nombre del individualismo, pero se defiende en nombre de la solidaridad. El rico goza sin remordimientos de la parte desproporcionada de los bienes que ha sabido apropiarse; pero si el pobre quiere ser tan egoísta y tan individualista como él, echando mano a los bienes del rico, le prende y le ahorca.

La sana razón se rebela contra esta inconsecuencia. Yo admito que se predique el egoismo, pero téngase entonces el valor de aprobarle en todos los casos. Si es justo que el rico viva ocioso porque ha sabido apoderarse de la tierra o explotar el trabajo humano, también debe ser justo que el pobre le mate y considere buena presa su fortuna, siempre que para hacerlo tenga el valor y la fuerza necesarios. Sin duda con esta lógica la sociedad caminaría a su ruina, los hombres se convertirían en fieras errantes en los bosques, y se destruirían unos a otros. El que no mira semejante estado como el fin ideal del desarrollo social, no tiene, pues, que hacer más que decidirse por el otro principio: la solidaridad. Entonces no se dirá: cada uno para sí, sino; cada uno para todos, y todos para cada uno. La sociedad tendrá como un deber el instruir y mantener a la juventud que aún no se halla en estado de ganarse la vida; tendrá cuidado de la vejez que ya no puede cuidarse; ayudará a la indigencia y no tolerará la pobreza sino como castigo de la ociosidad voluntaria. Pero el cumplimiento de estos deberes será imposible sin una condición: la supresión de la herencia de las riquezas.

Grandes catástrofes nos amenazan en el terreno económico, y no podremos deterlas mucho tiempo. Mientras la multitud era creyente, podía consolársela de la miseria terrenal con vagas promesas de felicidad celeste. Hoy que la luz se esparce más y más, vemos cómo disminuyen de día en día las gentes de buena voluntad que en una hostia encuentran la compensación de una comida, y para quienes la carta-orden de un cura para un asiento en el paraiso equivale a la posesión inmediata d eun buen campo en este mundo. Los pobres se cuentan, cuentan a los ricos, y ven que son los más y los más fuertes. Examinan las fuentes de riqueza y ven que la especulación, la explotación y la herencia no están ya justificadas por la razón, como no lo están el bandolerismo y el robo, tan duramente pensados por el código. Por el desheredamiento progresivo de las masas arrancadas al suelo, y por la creciente acumulación de las riquezas en unas cuantas manos, las injusticias económicas se hacen cada vez más intolerables; el día en que las turbas asocien al hambre la noción de sus causas lejanas, no habrá obstáculo que no traspasen o superen para llegar a hartarse. El hambre pertenece al escaso número de potencias elementales contra las cuales, a la larga, nada sirven la amenaza ni la persuación. Es también la fuerza que derrumbará el edificio social construído sobre la superstición y el egoimos, edificio que la filosofía no basta por sí sola a derribar.
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