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LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN
Max Nordau LIBRO QUINTO
La mentira económica
Capítulo tercero
La primera cuestión que nos impone ahora es la siguiente: la situación económica, ¿debe ser necesariamente lo que es? ¿Es consecuencia de una ley natural irrevocable, o de la locura y estrechez de las miras humanas? ¿Por qué razón tiene una minoría el disfrute de todos los bienes que no ha contribuído a producir? ¿Por qué razón una clase que comprende millares de hombres está condenada al hambre y a las privaciones de todo género? Aquí tocamos el punto más grave del problema. Se trata de saber si los pobres tienen hambre porque la tierra no produce para ellos cantidad suficiente de alimento, o porque este alimento, aunque existe, no llega hasta ellos. Pues bien, podemos resueltamente rechazar la última hipótesis. Si los recursos alimenticios existiesen para todos en cantidad suficiente y de buena calidad, la parte que le correspondiera al pobre, pero que éste no puede procurarse, sobraría. La experiencia nos prueba que no es así. Cada año consume su cosecha entera de cereales y plantas nutritivas de todo género; cuando viene la nueva cosecha, la anterior está agotada casi siempre, si que en el año acabado de transcurrir haya comido la humanidad entera a su satisfacción. Jamás, hasta ahora, se ha oído decir que el trigo se ha abandonado a los gusanos por no tener empleo; jamás la carne se ha pasado, falta de compradores. Sin duda los ricos malgastan más cosas de las que necesitan, y que no obtendrían si tomasen por regia las éxigencias de su organismo; pero entre estas cosas, las más indispensables, que son los alimentos, ocupan pequeñísimo lugar. El millonario disipa el trabajo del hombre en sus caprichos, su arrogancia o su vanidad.; desecha trajes que distan mucho de estar fuera de uso; se hace construir casas de una extensión inútil y las llena de muebles superfluos; arrebata hombres a la producción útil y los mantiene en la ociosidad viciosa de lacayo o señorita de compañía, o en la ficticia actividad de cocheros, cazadores, etc., pero por lo que se refiere a objetos alimenticios, consume, lo más, cuatro veces lo que sería preciso para la satisfacción de sus necesidades (y esto, suponiendo la casa más desordenada). Admitamos que haya en el mundo civilizado un millón de disipadores así; con los miembros de sus familias formarían cinco millones de individuos; estos cinco millones de personas consumirían alimento por 20 millones, es decir, a más de su parte natural, la de otros 15 millones de hombres. Esto podría explicarnos que 15 millones no encuentren nada para alimentarse, o que 30 millones sólo encuentren la mitad de lo que absolutamente necesitan. Pero se puede calcular con seguridad en 60 millones el número de los infelices y de los hambrientos que hay sólo en Europa. Tenemos, pues, que atenernos a la otra hipótesis: que la tierra no produce alimento baatante para todos, y que por esta razón, una parte de la humanidad está condenada sin remisión a la miseria. ¿Resulta esto de circunstancias naturales? ¿No produce la tierra más alimentos porque no la es posible producir más? Nada de eso. No da más, porque no se le pide más. Cuando la moral de los capitalistas se encontró frente al problema de la desproporción entre las bocas hambrientas y las materias alimenticias que hay para saciarlas, no tardó en hallar una solución, encontrando un buen Malthus que dijo con desenvoltura: ¿No puede la tierra producir para alimentar a todos los humanos? Pues bien, disminuyamos el número de éstos. Y se puso a predicar la abstinencia sexual, pero sólo para los pobres. Un paso más y hubiera pedido que se castrase a todo individuo nacido sin rentas propias, y reformar la humanidad sobre el modelo de las sociedades de abejas y hormigas, en las cuales poseen el privilegio de la preservación un pequeño número de individuos, mientras la masa general no tiene sexo, sino sólo el derecho de trabajar para los individuos completamente desarrollados. En semejante orden social, ninguna felicidad faltaría a los millonarios. Volved la proposición y decid: ¿No basta para alimentar a los pobres la cantidad de alimentos? Pues aumentémoslos. Esta es una idea que no se le ocurrió al piadoso Malthus; ni a los que hicieron ecos de sus palabras; sin embargo, podría creerse que este remedio a los males económicos es muy sencillo. Un hombre que tenga comopleta su razón, ¿se atrevería a sostener que es imposible aumentar la producción alimenticia de la tierra? Unas cuantas cifras le sacarían pronto de su error. En 9.710.340 kilómetros cuadrados, Europa alimenta a 316 millones de habitantes; es decir, los alimenta muy incompletamente, porque va buscar trigo y carne en gran escala a la India, al Cabo, Argelia, América del Norte y continente australiano, exportando a la vez, como productos alimenticios, vino, sardinas y algo de harina; a pesar de estos préstamos deja morir de hambre a una gran parte de su población. Así pues, mirada en su conjunto, Europa se nos presenta como incapaz de alimentar suficientemente 32 personas por cada kilometro cuadrado. Pero en 29.455 kilómetros cuadrados, Bélgica alimenta a 5.536 000 habitantes, es decir, que en este país basta un kilómetro cuadrado para sostener a 100 personas. Si el suelo de toda Europa estuviere tan labrado como el de Bélgica, en vez de sus 316 millones de personas podría alimentar, a 1.950 millones, muchos más de los que hoy tiene toda la Humanidad; o si solo tenía 316 millones, cada persona podría contar con seis veces más alimento del que podría consumir sin traba alguna. Puede objetarse que Bélgica precisamente no llena sus necesidades y tiene que importar subsistencias. Sea; admitamos que Bélgica compra al extrajero una cuarta parte del alimento que necesita; siempre alimentará a 130 personas por kilometro cuadrado, lo cual haría para toda Europa 1,458 millones, más aún de los que tiene la Humanidad. Tomemos un ejemplo: China, sin sus posesiónes, mide 4.014.890 kilómetros cuadrados habitados por 403 millones de seres humanos. Cada kilómetro cuadrado alimenta, pues, a más de 100 hombres, y completamente, porque China, lejos de importar alimentos, vende grandes cantidades de arroz, conservas, té, etc. Así, la China, según testimonio unánime de los viajeros, no conoce el hambre y la miseria sino en años de penuria; lo que se explica por el sistema imperfecto de comunicaciones, y no por un déficit alimenticio de todo el Imperio. Es decir, que si Europa estuviese tan cultivada solamente como China, podría alimentar a 1.000 millones de personas apróximadamente, en ligar de los 316 que alimenta tan mal, que centenares de miles de ellos emigran anualmente a las otras partes del mundo. ¿Y por qué no se le exige más al suelo, ya que la experienca prueba que puede responder completamente? ¿Por qué no esforzarse por producir bastante alimento para que todos los hombres puedan nadar en la abundancia? No hay más que una razón: que el capitalismo ha dado a nuestra civilización un desarrollo falso y contranatural. Toda la civilización impele al hombre a la industria y al comercio, y le aparta de la producción alimenticia. La fisiocracia enseña que la única verdadera riqueza de un país consiste en los productos de su suelo; desde hace un siglo la ciencia económica oficial, que se ha puesto al servicio de la economía egoísta y capitalista, tacha de error esta afirmación. El hijo del campo renuncia a la mota de tierra, a la libertad, a la superabundancia de luz y de aire, para lanzarse a las prisiones mortales de la fábrica o de los barrios obreros de las grandes capitales; asi también la Humanidad civilizada, considerada en su conjunto, se aparta cada día más del campo que le alimenta, y se apega a la gran industria, donde se ahoga y se muere de hambre. Todo el genio de la humanidad, su fuerza inventiva, sus meditaciones, su tenacidad para hacer ensayos y pesquisas, todo se aplica a la industria. Y tocamos los resultados de esto: las máquinas son más y más maravillosas, los métodos de trabajo más y más acabados, la producción más y más grande. En cuanto a la producción alimenticia, no hay en cien inventores, ni uno sólo que le dedique sus desvelos. Si esta producción fuese objeto solamente de la mitad de las investigaciones y talento que a la industria se consagra, la miseria en el mundo sería inconcebible. Pero este ramo tan importante de la actividad humana se descuida precisamente hasta un extremo asombroso. Somos seres altamente civilizados en el terreno industrial, y completamente bárbaros en materia de cultivo. estamos orgullosos, ccn justo titulo, porque podemos utilizar en la fabricación, con pasmosa sagacidad, hasta los residuos que al parecer, no son susceptibles de empleo alguno; pero dejamos perder la mitad de los residuos de la alimentación humana; el contenido de los muladares de las ciudades va a perderse en los ríos para envenenarlos y asimismo en el mar, que en forma de pescados y crustáceos no nos devuelve ni la milésima parte de lo que recibe de nosotros. Este desperdicio de millares de toneladas de los más preciosos residuos es a un tiempo risible y desfavorable, si se le compara con el cuidado con que en la fábricación de productos químicos se pesa cada gota de acido sulfúrico y en la prisa con que un inventor obtiene un privilegio apenas ha logrado imaginar un procedimiento que permita la utilización de cualquier desperdicio de fábrica. Nos alabamos de haber puesto a nuestro servicio las fuerzas naturales y dejamos tranquilamenté que subsistan millones de kilómetros cuadrados de desiertos, sabiendo que ni siqUiera un palmo de terreno, debe ser desierto, y que todo suelo, aunque de clavos o de pedazos de pedernal, se hace fecundo por el calor y el agua, fecundación que tal vez no sea imposible más que en los polos. Enseñamos con orgullo las minas de carbón y cobre abiertas en las profundidades de la tierra, y no nos avergonzamos de ver rocas desnudas de las cuales el hombre que se ha abierto un páiso hasta las minas, pretende que no puede sacar nada. Podemos dar órdenes al rayo, y no sabemos apenas asegurarnos un átomo de los inagotables tesoros alimenticios del Oceano que ocupa las tres cuartas partes de nuestro globo. En una época que produce maravillas mecánicas, tales como nuestras máquinas industriales y nuestros instrumentos de precisión, ¿cómo pueden existir en plena Europa pantanos, ríos pobres en peces, terrenos perdidos, eriales? ¿Cómo, en un siglo de grandes matemáticas, podemos ser tan débiles calculistas, que no veamos desde el primer momento cuánto más costoso es procurarnos las materias albuminosas necesarias, por el ganado, cuyo sostenimiento reclama nuestras más fértiles tierras, que por los pescados del mar que para ninguna otra cosa sirven, o por los volátiles que no tienen necesidad de vastos prados y pueden vivir muy bien con nuestros desperdicios? Pero no quiero detenerme más en los detalles. Creo haber demostrado que el cultivo del suelo es la cenerentola de la civilización. Apenas da un paso hacia adelante, mientras la industria da ciento. Todo lo que, hace siglos, se ha encontrado en Europa para una alimentación más rica de la Humanidad, es la introducción de la patata, que permite al proletario hacerse cuenta de que está harto, cuando. en realidad, su cuerpo se consume lentamente por falta de materias nutritivas;
en cambio, el capitalista puede rebajar al mínimum el salario de su esclavo industrial. Los jardines, las huertas, los criaderos de setas enseñan la cantidad de alimentos que pueden dar al menor rincón de la tierra, si se preparasen los campos con la pala y la azada en vez de hacerlo sumariamente con el arado, un pedazo de tierra del tamaño de un pañuelo bastaría probablemente para sostener a un hombre; pero sufrimos falta de alimento, los víveres se ponen más y más caros, y para poderse mantener el obrero industrial, tiene que alargar más y más su jornada. La Naturaleza dice al hombre que no puede vivir sin el campo, que necesita de él, como el pescado del agua; el hombre ve que corre a su perdición apartándose de la gleba, que sólo el campesino se reproduce sin discontinuidad, vive sano y robusto, mientras la ciudad seca la médula de sus habitantes, los enferma, los hace infecundos, los destruye sin remedio al cabo de dos o tres generaciones, de suerte que todas los ciudades, en cien años, se convertirían en cementerios, que no tendría ni un sólo hombre vivo si los muertos no fueran en seguida reemplazados por la inmigración de los que vienen de los campos, y que no por eso dejan de abandonarles por venir a la ciudad a arranzarse de la vida y abrazarse a la muerte. Pero viene el profesor de economía política y nos enseña imperturbable que la medida del desarrollo de la gran industria en un país es, al propio tiempo, a medida de su civilización, y que una industria ricamente desarrollada en una nación, es un gran beneficio en cuanto abarata las cosas, poniéndolas al alcance de los más pobres. Esta es una de las mentiras más esparcidas y que más se repiten. ¡Váyanse al diablo la baratura de los productos de la industria, que no sirve a nadie si no es al emprendedor y al intermediario! Hemos visto como se obtiene esa baratura: por la concurrencia de capitales a expensas del obrero, por la explotación criminal de la fuerza humana. El obrero debe permanecer encadenado a su máquina diez, doce, tal vez catorce horas diarias, a fin de que el algodón se ponga tan barato como está. Llega a no sentir que vive. Pasa su existencia entre las paredes desnudas de un fábrica entregado a una serie de movimientos automáticos, que son siempre los mismos. Es el único ser viviente del universo que durante gran parte de su existencia debe cumplir un trabajo contranatural para sostener su organismo. Es verdad que, a costa de tal suma de trabajo, la mercancia se abarata, pero también es peor. Todo nuestro desarrollo industrial conduce al reemplazo de mejor primera materia por una menos buena, y a la mayor disminución posible en un determinado artículo. ¿Por qué? Porque la primera materia, como es de naturaleza orgánica, es decir, como proviene del reino animal o vegetal, no puede obtenerse más que al precio de su equivalente en trabajo humano y, por lo tanto, es costosa. La tierra no se deja engañar; da lino y algodón, madera y cáñamo, pero sólo si ha obtenido íntegro su equivalente en trabajo y abonos. Ni se puede hacer crecer a la vaca, ni al carnero; produden leche, lana, pieles, cuerno, etc., en proporción a su alimento. Sólo el hombre es más tonto que la tierra y más inocente que el carnero y la vaca; cede su fuerza muscular y nerviosa por mucho menos de lo que vale. El emprendedor, pues, tiene gran interés en econoizar la primera materia, que es costosa, y prodigar el trabajo del hombre, que es barato. Falsifica, y, por consiguiente, disminuye aquella, y por medio de métodos de fabricación penosos o complicados, es decir, por un empleo abundante del trabajo humano, da a las mercancías bella apariencia. En la bala de algodón que el comerciante inglés lleva al mercado, hay lo menos posible de hebras de algodón, y lo más posible de fuerza humana. Este producto no se vende caro, porque el fabricante no tiene que indemnizar a sus esclavos humanos como se ve obligado a hacerlo con la tierra que produce las hebras de algodón. No es en manera alguna necesario que las mercancías se pongan tan baratas, porque de esto resulta un consumo excesivo. Hasta el pobre, en nuestra civilización, renueva sus vestidos y su mobiliario más a menudo que le es absolutamente preciso; desecha objetos que aún podrían servirle, como lo prueba el gran comercio de Europa a los países trasatlánticos. A despecho de la baratura de las cosas, el europeo ha gastado en ellas a fin de año tanto como si hubiesen sido mucho más caras, porque en est caso, las habría utilizado durante más tiempo. ¡Ese es, pues, el resultado práctico de esa famosa baratura, orgullo de nuestra vida económica. Para el consumidor no significa ni comodidad ni ahorro, porque sirve para desarrollar la costumbre tiránica del derroche de los objetos. Para el productor es una maldición, porque disminuye más y más el precio de su trabajo, y le obliga a un esfuerzo más y más grande. Ahora bien: siendo a un mismo tiempo productor de un artículo y consumidor de otros todo individuo que no pertenece a la minoría ociosa, de todo el tan alabado desarrollo de la gran industria sólo resulta una cacería más y más ardiente en la que cada individuo es a la vez caza y cazador; y en su desenfrenada carrera acaba por caer jadeante y agotado. Trabajo más bajo y más duro del productor, derroche insensato y culpable de los productos; tal es el resultado directo del desarrollo industrial dirigido hacia la producción en masa y la baratura. Admitamos, por ejemplo, que todos los productos de la industria se pongan cuatro veces más caros que lo están hoy, mientras que, por un esfuerzo de genio inventivo, no aumenta el precio de los víveres. ¿Dónde estaría el mal? Yo por mi, no sólo no le veo, sino que me parece ver en él inmensas ventajas. Cada individuo renovaría sus vestidos sólo una vez al año, en lugar de renovarlos cuatro veces, y su mobiliario sólo cada veinte años en lugar de hacerlo cada cinco. El obrero industrial recibiría por su trabajo un salario cuatro veces mayor; es decir, que si hoy debe de trabajar, doce horas para poder satisfacer sus necesidades, obtendría el mismo resultado con un trabajo de tres. Numéricamente todo quedaría como antes, los gastos da cada consumidor no experimentarían ningún cambio. Pero se habría conseguido un resultado inmenso: el hombre, de presidiario se habría convertido en hombre libre. Sería accesible para él un lujo de que hoy se halla excluído: el descanso. Esto significa que podría tomar parte en los goces más elevados de la existencia civilizada, que podría visitar los museos y los teatros, leer, hablar, pensar, que dejaría de ser una máquina tonta y tendría el derecho de tomar su categoría de hombre al lado de los demás. Hay que gritar a los obreros: Vais arrastrados en el formidable torbellino de un círculo vicioso. Escapaos de él, o rodaréis al abismo.
Cuanto más trabajáis hoy, más baratos son vuestros productos, más se consume locamente, y más tendréis que trabajar mañana para ganar vuestra vida miserable. ¡Holgad! ¡Entregaos al descanso! ¡Diaminuid vuestro trabajó en la mitad, en una cuarta parte! ¡Vuestra ganancia será la misma si cada cual no consume más de lo que está obligado a consumir, y no trabaja más de lo que está obligado a trabajar! Los profesores de economía política no son de esta opinión. Temen la ociosidad de los hombres y no ven más salvación que la explotación extrema de la fuerza del trabajo. Su doctrina se resume en dos principios: Consúmase lo más posible, esté o no justificado el consumo por una necesidad real; prodúzcase lo más posible, sea o no necesario el prodúcto. Estos sabios doctores no establecen diferencia ninguna entre los fuegos artificiales, destinados a disiparse en humo al cabo de un minuto para el necio divertimiento de unos ociosos imbéciles, y la mecánica que produce todo el año camas y armarios. Los fuegos artificiales cuestan 60.000 francos; representan, a más de la primera materia, el trabajo de 50 obreros que han expuesto su vida durante un año. La mecánica cuesta 12.000 francos. El economista hace con toda seriedad su calculo, y dice: Los fuegos artificiales valen cinco veces más que la máquina; en ambos casos se ha empleado a los obreros de un modo igualmente útil; la producción de los fuegos ha enriquecido al país en la misma proporción que lo hubieran hecho cinco máquinas; si fuera posible emplear un millón de obreros en producir fuegos artificiales para dar anualmente un millar de ellos, habría que felicitar al país por el expansionamiento de esta industria, y a los obreros por su aplicación y productividad. En la forma, este razonamiento es irreprochable; en el fondo es un sofisma de la peor especie. No cabe duda de que si se puede recibir por un cohete la misma cantidad de dinero que por un pollo, un pollo vale tanto como un cohete, y el que confecciona uno de éstos enriquece la producción nacional en la misma suma que el que cria a uno de aquellos. Y sin embargo, esto es una mentira. No, no es indiferente a la humanidad que se produzcan pollos o cohetes. No, el guía alpino no tiene para ella la misma importancia que el fuellero de una fábrica, aunque retribuya al primero tal vez mejor que al último, ya que con tales distingos se llega ha hacer el proceso de todas las industrias de lujo. No vacilo, pues, en afirmar que ningún hombre tiene derecho a reclamar la satisfacción de sus caprichos mientras no están satisfechas las necesidades reales de los demás; que no se puede, por ejemplo, ordenar a un obrero que produzca fuegos artificiales mientras otros tienen hambre, porque se aleja a este hombre de la agricultura; que no se puede condenar a los trabajadores de una fábrica a un trabajo forzoso de catorce horas para que el terciopelo, que esta de moda, sea tan barato que todo el mundo pueda vestirse de esa tela. Ahora bien; no hay más que dos verdaderas necesidades: la alimentación y la reproducción. Una tiene por fin la conservación del individuo, otra la conservación de la especie. Al parecer, podrían reducirse estas dos necesidades en una sola, y suprimir la reproducción en la lista de las absolutamente precisas; pero sólo al parecer. El instinto de conservación de la especie tiene más fuerza que el de conservación personal, a causa de que la fuerza vital y la plenitud de vida en la especie son más poderosas que en el individuo. Todavía no se ha visto un número de hombres bastante grande, toda una tribu, por ejemplo, a quien se haya privado durante un largo espacio de tiempo, de satisfacer la necesidad de la conservación de la especie. Si tal caso se produjera, si se pudiese concebir un hambre sexual general en toda una nación, se vería tal desencadenamiento de pasiones y desórdenes, que en comparación de ellas serían bromas de niños las escenas más trágicas del hambre. El hombre, pues, debe satisfacer sus dos necesidades orgánicas; lo demás sólo tiene apariencia secundaria. Un individuo que está harto, que no siente frío, que cuenta con un abrigo contra el viento y la lluvia y que tiene a su lado una compañera, no sólo puede estar contento; sino que hasta puede ser dichoso. Un individuo que tiene hambre no puede estar contento, ni ser felíz, aunque se procurara vestido de brocado en el Museo del vaticano durante un concierto sinfónico. Esto es tan evidente, que el notarlo parece una tontería; es la moral de la fábula del gallo que se encuentra una perla y se queja de que no sea un grano de mijo. Y sin embargo, esta moral tan sencilla traspasa el horizonte de la economía política oficial; todavía no se le ha ocurrido a un sólo profesor de esta augusta ciencia aplicar a sus doctrinas la inocente sabiduría de ese buen La Fontaine. Aplicada al desarrollo económico de la humanidad civilizada, la fábula del gallo y la perla significa: Menos algodonería de Manchester y cuchillería de Sheffield; y más carne y más pan. No tardará la práctica en hacer lo que hasta ahora ha descuidado la teoría; demostrará lo absurdo de los principios de economía capitalista que hoy se consideran inatacables. El trabajo se extiende fuera de todo límite razonable, y produce mucho más de lo necesario. Casi todos los países civilizados exportan mercancías e importan alimentos, Las salidas empiezan a faltar, puede hasta decirse sin exageración que la gran industria de los principales pueblos de Europa apenas quiere ya trabajar más que para los pueblos del interior de Africa. Tal estado de cosas tiene que empeorar forzosamente. Los países que todavía carecen hoy de desarrollo industrial, lo irán teniendo poco a poco. Los métodos de trabajo mejorarán más, las máquinas aumentarán y se perfeccionarán. ¿Y luego? Cada país entonces proveerá a sus necesidades y producirá un exceso que querrá vender al vecino, que no sabrá en qué emplearle. El último negro del Congo tendrá ya sus 50 yardas de algodón y su fusil; el último papúa llevará ya botas y camisas de papel. El europeo se comprará un traje cada semana, y cuando lea un periódico tendrá una máquina especial que le vuelva la hoja, Será esta la edad de oro de los economistas, que sueñan con producción ilimitada, consumo sin medida y desarrollo industrial indefinido. En esta edad de oro, en que habrá países enteros cubiertos de chimeneas de fábricas como hoy lo están de árboles, los pueblos se alimentarán de productos químicos en vez de hacerlo de pan y carne, trabajarán diez y ocho horas diarias y morirán sin enterarse de qué han vivido. Pero quizá no sea preciso esperar a esa edad de oro para ver surgir en muchos lugares la idea de que el industrialismo exagerado es un suicidio en masa de la sociedad, y que todo cuanto la economía política alega en su defensa no es más que ilusión y mentira. Ya hemos llegado a comprender que un país que exporta trigo, que agota su suelo y no le devuelve bajo cualquier forma las materias que le saca, se empobrece aun cuando todos los años gane innumerables toneladas de oro. Acabaremos por negar también a la idea de que la exportación de fuerza activa, músculos y nervios, bajo la forma de productos industriales, empobrece para siempre a un pueblo por mucho dinero que gane con ello. El obrero de fábrica en Europa es desde hoy esclavo del negro del Africa central; aplaca su hambre con patatas y aguardiente, pasa su vida sin la menor diversión en medio de las máquinas, y muere tisico, para que un salvaje pueda vivir más agradablemente. Sólo que sin eso vive. El trabajo febril qne tiene por objeto, no la producción del alimento corporal, sino el exceso de la producción industrial, acaba por engendrar una nación rica en dinero y que se muere de hambre. Entonces la gente podrá ver un país en que cada cabaña, encierra un piano del último modelo, en que la población vaya siempre vestida de nuevo, pero que, desgraciadamente, no tendrá sangre en la venas, estará tísica y raquitica.
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