Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro quinto - Capítulo primeroLibro quinto. Capítulo terceroBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO QUINTO
La mentira económica
Capítulo segundo



Analicemos ahora en sus detalles los diversos elementos del cuadro que venimos trazando. Hemos visto al rico disfrutando toda clase de placeres sin prestar trabajo alguno, al proletario condenado a ser víctima de la debilidad física, y al trabajador intelectual destrozado por una competencia mortífera. Examinemos desde luego, la minoría que es dueña de riquezas.

¿Cuál es el origen de las riquezas de esta minoría? Unas veces la ha heredado, y se limita a consservarla; otras procura aumentar la fortuna adquirida por herencia, y otras, por último, se la creó esta misma minoría.

De la herencia ya hablaremos más tarde largamente. Indicaremos aquí no más sino que el hombre es el único ser viviente que exagera la solicitud natural por sus descendientes. Esta solicitud es sin duda una de las manifestaciones del instinto de la conservación de la especie y el complemento necesario del acto de la reproducción; pero el hombre la exagera hasta el punto de querer evitar la necesidad del trabajo para atender a la subsistencia, no sólo a la generación inmediata hasta que llegue a su completo desarrollo, sino aún a las generaciones más diatantes y por toda la duración de su existencia. El aumento de las grandes fortunas heredadas tiene lugar en la mayor parte de los casos sin la menor participación del poseedor, y sobre todo, no suele ser la consecuencia de su trabajo. Las grandes y antiguas fortunas consisten generalmente en propiedades inmuebles, en tierras y en casas. El valor del suelo y de las casas aumenta en todas partes de año en año, y el producto de estos origenes de fortuna se acrecienta con la civilización. Las producciones de la industria se abaratan cada día; la alimentación, los artículos de primera necesidad, por el contrario, aumentan constantemente de percio; las habitaciones en las ciudades, que sin cesar ven crecer su población, se convierten cada día en más estrechas y costosas. Algunos economistas niegan el aumento de precio en los víveres, pero no pueden sostener su aserto sino por medio de sofismas. Sin duda en aquella época en que el comercio era más dificil que en el día, las hambres eran más frecuentes. Una mala cosecha podía en ciertos países elevar los comestibles a precios que hoy nos parecerían fabulosos. Estas grandes y rápidas variaciones han cesado, pero el término medio en los precios del trigo y de la carne aumenta continuamente; la explotación imprevisora de grandes extensiones de suelo virgen en América y Australia no detiene esta subida; sólo la modera un poco. En la época talvez próxima en que la explotación exagerada haya agotado los nuevos continentes y en que el arado no encuentre otra tierra que conquistar, el precio de los alimentos se elevará sin medida, en tanto que por otra parte, y como consecuencia del continuo perfeccionamiento de las máquinas y del empleo cada día mayor de las fuerzas de la Naturaleza, no cesa ni por un momento la baja en el precio de los productos industriales. Esta doble corriente de la vida económica: la tendencia a subir en el precio de los alimentos y el constante descenso en el valor de lo que produce la industria, es la que hace al obrero industrial cada vez más pobre y al propietario de tierras cada vez más rico. Aquel ha de trabajar más cada día, producir una masa cada vez más considerable de mercancias para procurarse los productos naturales precisos para su manutención; el propietario puede cambiar los productos de su suelo por una cantidad año en año mayor, de objetos industriales. El proletario cada día tiene que trabajar más para alimentarse suficientemente; el propietario de tierras posee cada día mayor facilidad para despilfarrar los productos del trabajo de aquel; el número de proletarios, mejor dicho, de esclavos que trabajan para mantener el lujo del propietario de tierras, no cesa de aumentar. No es, por consecuencia, el mérito personal, sino la organización defectuosa de la sociedad, la que hace que aquel que hereda las tierras o casas sea cada vez más rico. Esta organización pone el suelo laborable en manos de un pequeño número de propietarios y amontona en las grandes ciudades a los proletarios despojados de su parte de la tierra.

Se crean fortunas nuevas por el comercio, la especulación o la gran industria. Dejaremos a un lado los casos extremadamente raros en que la casualidad proporciona a un individuo grandes riquezas, haciéndoles descubrir, por ejemplo, minas de oro, diamantes, manantiales de petróleo, etc., que gracias a las ideas reinantes sobre la propiedad, puede guardar para sí y explotar para su provecho. Estos casos excepcionales son, por otra parte, un valor teórico, en cuanto son pruebas de la falta de justicia de otra propocisión de economía política, mal llamada científica, a saber: que el capital es el trabajo acumulado. ¿Qué trabajo representa un diamante del grueso de una nuez que un aventurero del sur de Africa encuentra casualmente y vende en varios millones de pesetas? Un profesor de economía política no hallaría obstáculo para responder. La alhaja, dirá, es la recompensa del trabajo que ejecutó aquel hombre, bajándose para recogerla del suelo. La ciencia puede aceptar tal explicación y declararse satisfecha; pero el buen sentido rechaza esta pretendida ciencia imaginada por imbéciles para uso de imbéciles, a fin de paliar o excusar por medio de vanas palabras las injusticias de la vida económica.

El comercio legítimo es el intermediario entre el productor y el consumidor, y se hace pagar su intervención cargando en cuenta al último comprandor, bajo la forma de un aumento de precio, un impuesto más o menos considerable; pero en nuestros días este comercio no conduce sino excepcionalmente a la adquisición de grandes fortunas. Muchas personas se contentan con ganar lo bastante para vivir o con adquirir un bienestar moderado, y además, la competencia entre los comerciantes es muy grande para prometerse una ganancia extraordinaria. La tendencia general del comercio en grande o pequeña escala, es la de suprimir todos los intermediarios inútiles, la de acercar y poner en las más directas relaciones posibles al consumidor con el productor, y reducir el gravamen impuesto por los intermediarios, de quienes, no obstante, le es imposible en muchos casos prescindir, a la cantidad precisa que les permita cubrir sus necesidades y asegurar su existencia.

Puede el comerciante realizar grandes ganancias si consigue paralizar la libre competencia, o por lo menos debilitarla. El que, en condiciones difíciles, o arrostrando peligros, va a comprar mercancias al interior de Africa o entre las poblaciones salvajes de Asia, ese podrá venderlas con muy considerable ganancia, pues pocos hombres se prestan a arriesgar su vida o su salud por la riqueza. Durante un cierto tiempo se abandonará casi exclusivamente al empresario audaz el terreno que conquistó. Esta explotación sin competencia no durará mucho, también esto es cierto, pues los peligros disminuyen a medida que aquélla se prolonga y es más conocida, y el país hasta entonces inaccesible cae bajo la concurrencia general. En veinte años, en treinta, esta fuente de grandes riquezas quedará, sin uuda, completamente agotada. Se penetrará en el interior de Africa, en el Asia cental y en China tan fácilmente y con tanta seguridad como en cualquier pais de Europa o de América; los comerciantes elevarán el precio de compra, dísminuyendo el de venta, en cuanto puedan hacerlo sin perder; el comercio de colmillos de elefante en el Congo, o de algodón en China, no producirá más ganancia que la venta de rapé en Landerneau.

Todavía pueden realizarse ganancias exageradas monopolizando un artículo indispensable para el consumo, de tal modo, que el comprador tenga, o que renunciar al artículo, o pagar al precio exorbitante que se le exige. Pero este procedimiento está fuera del dominio del comercio legítimo, y constituye una violencia que ciertas legislaciones (la francesa por ejemplo) consideran como un monopolio punible. Esto nos conduce al segundo origen de grandes riquezas: a la especulación.

La especulación es uno de los más intolerables fenómenos morbosos de la organización económica. Los hombres instruidos que encuentran excelente todo este sistema, han buscado también la defensa de él; lo encuentran necesario y al mismo tiempo son entusiastas de él. Voy a demostrar a estos atolondrados panegiristas cuál es la causa que defienden. El especulador representa en la vida económica el papel de parásito. No produce nada, no presta tampoco como el comerciante los servicios más o menos discutibles de un intermediario; se limitaa rrebatar por la astucia o la violencia a los verdaderos trabajadores la parte más sana de su trabajo. El especulador es un salteador de caminos que por una ligerísima indemnización despoja literalmente a los productores de sus productos, y obliga a los consumidores a comprarlos muchos más caros. El arma con que acomete a productores y consumidores es de dos filos, y se llama alza y baja. Véase de qué modo se cnduce. Si lleva por objeto despojar al productor, vende en un día determinado, mercancías que no posee a precio inferior al corriente, y ofrece entregarlas al comprador, naturalmente, se dirige más bien al especulador que al productor, porque al primero vende menos caro. El productor se queda con su mercancia y sin posibilidad de seguir más que uno de estos dos caminos. Si es bastante rico para poder aguardar si perjuicio la colocación de sus productos, el especulador no podrá, en día fijo, obtenerlos a tan bajo precio como esperaba, se verá obligado a transigir con el precio reclamado por el productor, y el ladrón será robado. Si, por el contrario, el productor tiene precisa necesidad de vender inmediatamente sus géneros, que es el caso más frecuente, tendrá que reducir el precio hasta más bajo del límite en que el especulador tiene asegurada la venta de aquellos productos que la necesida hace le sean vendidos a bajo precio, y que de antemano le han pedido los consumidores. El productor quedará tal vez arruinado, pero el especulador, como el judio de Shakespeare, ha sacado de su costado su libra de carne.

La cruzada, por el contrario, va dirigida contra el consumidor: el especulador compra todas las mercancias que puede acaparar a los precios exigidos por los productores; puede hacerlo sin dificultad, pues el negocio no le cuesta un cuarto; no paga al contado, sino pasados meses o por lo menos semanas de hecha la compra. Sin poseer nada en propiedad, sin tener adelantado un céntimo, el especulador es, por consiguiente propietario de mercancias, y cuando los consumidores quieren procurárselas, deben de comprarlas en casa del especulador a los precios que éste exija. El especulador toma con una mano el dinero que le entregan los consumidores, beneficia la mayor parte posible y entrega el resto al productor.

De esta manera se convierte en rico y poderoso sin trabajar y sin provecho alguno para la colectividad; adquiere un crédito ilimitado que pone los capitales a su disposición. Si un pobre diablo quiere, siendo obrero, adquirir posición independientemente, pasa innumerables trabajos y fatigas para que le presten la pequeña cantidad que necesita para procurarse herramientas y primeras materias, y poder vivir hasta el instante en que venda sus primero productos. Si, por el contrario, un hombre audaz que resuelve vivir del trabajo de otros, quiere hacer compras o ventas por especulación, los productores y los consumidores se pondrán a su disposición sin hacerse rogar. Se les dice que no corren ningún peligro, que el crédito que conceden no existe sino en teoría; el productor no da la mercancia, sino solamente la seguridad de entregarla en un día determinado y a un precio marcado también, naturalmente a condición de que el pago ha de ser al contado; el consumidor, por su parte, no satisface adelantado el precio de la compra, sino solamente promete pagar en el día que reciba la mercancía. este crédito teórico basta, no obstante, para que el especulador pueda llegar sin base alguna a poseer las más escandalosas riquezas.

Cada trabajador, sin excepción, es tributario del especulador.Todas nuestras necesidades están previstas, todos los objetos de consumo se compran con prevención a crédito por la especulación, y después se nos revenden al contado y a los precios más altos posibles. No podemos comer un pedazo de pan, descansar nuestra cabeza bajo cualquier techo, colocar algunas economías, sin pagar contribución al especulador sibre los cercales, las tierras o las casas o sobre los valores de Bolsa. El tributo que pagamos al Estado es suficientemente crecido, pero sin embargo, bastante menor que el que no lmpone la especulación. Se ha intentaúo proteger la Bolsa como una institución necesaria y útil. Esto es simplemente monstruoso. ¡Qué! ¿La Bolsa es útil y necesaria? ¿Cuándo se encierra en los límites que le asigna la teoría? ¿Cuándo ha sido simplemente el mercado donde el comprador de buena fe encuentra al vendedor también de buena fe, donde una demanda y una oferta sinceras se equilibran una a otra? Comparar la Bolsa a un árbol venenoso es imagen muy débil e incompleta, pues no hace perceptible sino un lado de la acción de la Bolsa, la que ejerce sobre las ideas morales de un pueblo. La Bolsa es una caverna de bandidos, en la que los modernos herederos de los cabálleros ladrones de la Edad Media se han establecido y degüellan a los que pasan. Como los caballeros bandidos, los bolsistas especuladores forman una especie de aristocracia que se hace alimentar ampliamente por la masa del pueblo; como los caballeros bandidos, se arrogan el derecho de explotar a los comerciantes y artesanos; más dichosos qué los caballeros bandidos, no arriesgan ser colgados alto y corto si son sorprendidos en su obra de cortadores de bolsillos.

Hay quien se consuela pensando que la especulación en los momentos de crisis pierde de un solo golpe lo que había robado en años de pillaje. Pero esto es una ilusión con la cual se engaña la moral de los predicadores queriendo al término del crimen ver el castigo como conclusión. Cuando una crisis obliga a un especulador a perder el fruto de sus rapiñas, no puede impedir que hasta aquel momento, y tal vez durante algunos años, haya pasado una exlstencia escandalosamente magnifica a costa de los miembros trabajadores de la comunidad. El especulador acabará quizá por perder su fortuna, pero el champagne que hizo correr a ríos, los faisanes y trufas que comió, los montones de oro que perdió en el juego y las horas transcurridas entre sus queridas, ningún poder del mundo podrá reponerlos. Además, una crisis sólo es fatal para algunos especuladores, y de ningún modo para la especulación en general. Por el contrario, las crisis son las grandes fiestas de la especulación, las ocasiones de arruinar en masa a toda la multitud industriosa y económica de un pueblo y quizá de una parte del mundo. Entonces el capital fuerte abre su boca y devora no solamente el bienestar del público que busca una honrada ganancia en sus negocios, sino también la industria inmoral de los pequeños carnívoros de la Bolsa, a quienes de ordinario deja complacientemente jugar en torno de él, como hace el león con los ratones. Las grandes bajas son conducidas y explotadas por los grandes capitales. Estos compran todo el papel que comprenden ha de adquirir valor en el porvenir, y lo revenden con una ganancia enorme luego que la tormenta pasó y a las mismas personas que precedentemente se lo habían vendido a precios irrisorios; después lo compra de nuevo por casi nada en otra nueva crisis, renovando este juego cruel cada vez que algunos años de trabajo tranquilo han llenado las arcas, periódicamente vacías, en que los produetores guardan sus ahorros. Las crisis financieras son simplemente los regulados golpes de pistón por medio de los cuales la bomba del gran capital absorbe y llena sus propios receptáculos con el excelente total del trabajo de un pueblo.

Dicen los defensores de la especulación: el especulador tiene en el drama económico un papel legítimo; su ganancia es la recompensa de una mayor perspicacia, de una más sabia previsión, de un cálculo más rápido y de su mayor audacia. El argumento merece que lo tengamos en cuenta. Es decir, que porque el especulador dispone de medios de información inaccesibles al público en general, porque teme mucho menos una pérdida que el hombre honrado que adquirió una pequeña fortuna a fuerza de economías, y porque evalúa las probabilidades en pro y en contra más hábilmente que éste, tiene derecho a despojar al trabajador del producto de su trabajo y a amontonar riquezas permaneciendo en la más completa ociosidad. este derecho se basa por consecuencia en el de las mejores armas, las informaciones, en el mayor valor, el de poner en juego el dinero de otros; en el de una fuerza superior, la más clara inteligencia, pero siendo esto así, hemos de admitir también que los proletarios tienen aún mejores armas, fusiles de repetición o bombas de dinamita; que poseen un valor muy superior, el de arriesgar la vida, y una fuerza más potente, la de sus músculos y huesos. En este caso, los defensores de la especulación deben reconocer a los proletarios el derecho de despojar a su vez a los especuladores, o bien la teoría con que procuran legitimar la especulación es una mentira.

La tercera fuente de grandes riquezas es la gran industria. En ésta el poseedor o usufructuario de un capital explota a los jornaleros que le alquilan su fuerza de trabajo. La diferencia entre el valor real de esta fuerza, tal como está expresada por el precio de los productos y el salario con que se paga, forma la ganancia del fabricante o empresario, siendo, en la mayoría de los casos, esta ganancia desproporcionada y usuraria. Se define frecuentemente esta ganancia; el salario del trabajo intelectual del empresario. Véase la respuesta: el trabajo intelectual que exige la dirección técnica y comercial de una gran fábrica, no puede ser comparado con el que necesariamente hay que emplear en los estudios científicos o en la producción literaria; puede todo lo más compararse con el de un empleado superior del estado, o el de un intendente, por consiguiente con el trabajo de personas a quienes el orden económico existente está lejos de pagar sus servicios a un precio equivalente a la ganancia anual de un gran fabricante. No se puede considerar tampoco esta ganancia como un simple interés del capital, pues ningún fabricante evalúa el precio de sus productos de tal modo que después de separar los gastos de fabricación, en los que ya se encuentra el salario de su propio trabajo intelectual, le quede la renta de 4 a 5 por ciento que el capital proporciona hoy dia colocado sin riesgos; por el contrario, este precio se determina de una parte por la concurrencia de los otros fabricantes, y de otra por la oferta más o menos grande de la fuerza de trabajo. El fabricante aspira ante todo a pagar al obrero lo menos posible y después a sacarle al comprador todo el dinero que este pueda dar. Si la afluencia de obreros le permite encontrarlos a precios irrisorios, o si la ausencia de competidores u otras circunstancias le permiten vender muy caros sus productos, no dudará ni un momento en ganar, no 4 o 5, sino 100 o más por ciento. Los defensores de la explotación del obrero por el capitalista, dicen que al repartir la ganancia del fabricante o empresario entre los obreros,se arruinaría aquel sin enriquecerse éstos; el aumento del salariosería insignificante, en muchos casos de algunos céntimos por día. ¡Bello argumento en verdad! No es el importe de la suma que al obrero se le quita lo que a éste le hace irritarse, sino el hecho de ser despojado en provecho de un capitalista. Es posible que el obrero no ganárá diariamente sino algunos céntimos de más si pudiera conservar íntegro todo el valor de su trabajo; pero ¿con qué derecho se le obliga a regalar ni aún la más pequeña parte de lo que debiera percibir a un empresario que ya tiene recibido el interés de su capital y el salario excesivo de su problemático trabajo intelectual? Imaginemos que una ley ordena a cada habitante del Imperio alemán a entregar cada uno un céntimo a no importa cuál personaje, y esto no como recompensa de servicios prestados a la comunidad, ni como salario merecido, sino como simple regalo. El personaje así favorecido recibiría una renta anual de cerca de medio millón de francos, sin que cada contribuyente casi notara el desenbolso que había hecho. ¡Un céntimo! Es muy poca cosa, no vale la pena de hablar de ello. Y sin embargo, la nación entera acogería una ley tan arbitraria, tan injusta, con un grito de indignación. Pues la ley economica impone a una parte de la nación, a la más pobre, a los proletarios, una contribución, no de un céntimo, sino de 30 o 40, frecuentemente de 200 o 300 pesetas al año en provecho del mismo favorecido personaje. La injusticia en ambos casos es exactamente igual, pero la que se ejerce contra los propietarios se siente poco o nada, porque existe desde hace siglos, porque estamos acpstumbrados a ella, y tal vez también porque no ofrece la forma paradójica que debe revestir una verdad para penetrar en las inteligencias vulgares.

Hemos visto, pues, que én todos los casos se adquieren las grandes fortunas apropiándose el fruto del trabajo de otros, jamás por el trabajo propio. Este permite, en general, solamente subsistir; a veces, hacer algunas economías para la vejez o para atender a las enfermedades que puedan sobrevenir, siendo muy raro que se llegue a un modesto bienestar. Los médicos, abogados, escribanos, pintores y artistas dramáticos, pueden, en verdad, vender tan caro el producto de su trabajo que se formen una renta anual quizá de un millón, y al fin de su vida, sin ayuda de especulaciones; sin ganancias ilegítimas, haber reunido una fortuna de 20 millones. Pero en el mundo entero se encuentra cuando mas un par de cientos de afortunados de esta especie y puede ser que ni aún lleguen a ciento. Y esta misma riqueza, si de cerca la miramos, tiene ya un carácter parasitario, a excepción de la riqueza del escribano. Cuando un autor gana un millón de pesetas por haber escrito un libro que se vende por millones de ejemplares, el millón de pesetas representa un salario de su trabajo intelectual que la humanidad entera paga voluntariamente. Pero si un pintor vende algún cuadro en 500.000 pesetas cuando un cirujano recibe 50.000 por una operación, o un abogado por un discurso, o bien cuando una cantante cobra 20.000 pesetas por una representación, estas cantidades no expresan el consentimiento voluntario de la masa; pruban, únicamente, que hay en el mundo una minoría de millonarios, que no habiendo adquirido sus riquezas por medio del trabajo, carecen de medida para apreciar el valor de una producción, satisfacen sus caprichos sin regatear el precio, tratan de procurarse, a despecho de sus rivales y cuesten lo que cuesten producciones raras, como un cuadro notable, el canto de tal artista, la asistencia de tal médico o abogado.

Pero hecha abstracción del pequeño número de aquellos que en las profesiones liberales y de un modo por completo excepcional logran reunir grandes fortunas, no hay una sola infracción a la regla que marca a éstas por origen y medio la explotación de los demáss. Si los bienes que el propietario rural heredó han tenido un gran aumento de valor, es porque el número de obreros arrancados a la tierra aumenta de día en día, porque la industria se extiende más y más, porque las grandes ciudades se desboran por el constante aumento de población y porque el trabajo de la sociedad civilizada, dirigiéndose principalmente por las vías industriales, hace subir el precio de los víveres en la misma medida que hace bajar el de los productos manufacturados; en una palabra, porque trabajan otros individuos y de ningún modo el propietario rural por sí mismo. El especulador que amontona millones, los adquiere por el abuso de una fuerza superior, astucia, medios de información e influencias y relaciones. Valiéndose de éstas, despoja a los que trabajan y economizan, como el bandido, armado de su trabuco, despoja al indefenso viajero. El empresario industrial que se convierte en un Creso, lo debe a la explotación metódica de los trabajadores, que, cual si fueran animales domésticos, reciben por sus trabajos comida y abrigo en una cuadra, y esto lo más escatimado posible, mientras tanto el fruto total de su trabajo ingresa en la bolsa del propietario de la fábrica. En este sentido llega a comprenderse la frase exagerada y por consiguiente falsa, de Proudhon: La propiedad es un robo. No se podría considrar esta frase como justa sino partiendo del sofisma de que todo cuanto existe, existe por sí mismo y encuentra en el hecho de su existencia el derecho de poder disponer de sí. Con tal criterio se roba al arrancar una paja del campo, al respirar el aire, al pescar un pececillo; pero entonces la golondrina también es ladrona al tragarse una mosca, como lo es el gusano al agujerear, para alimentarse, las raíces de un árbol. En este supuesto, la naturaleza no esta poblada sino de archiladrones. Todo lo que vive, es decir, todo lo que toma de fuera y transforma orgánicamente materias que no le pertenecen, comete un robo. Un pedazo de platino que, inalterable al aire, no toma de éste ni un poco de oxígeno para oxigenarse, será el punico ejemplo de honradez sobre nuestro globo.

No: la propiedad que resulta de la industria, es decir, del cambio de una suma determinada de trabajo contra una suma proporcional de bienes, esta propiedad no es un robo. Pero el gran capital, es decir, el amontonamiento en una sola mano de bienes que un individuo no puede jamás adquirir por su propio trabajo, por bien remunerado que éste se vea, constituye siempre un robo en perjuicio de los trabajadores.

La minoría, compuesta de bandidos, para la cual trabaja la comunidad entera, se halla poderosamente organizada; ha puesto completamente al servicio de sus intereses la legislación, que desde hace siglos está en sus manos. Ante cada ley existente en los Estados civiles se podrá escribir con Moliére: Vos sois platero, señor José. Vos sois hombre rico, señor legislador, o esperáis llegar a serlo, y declaráis crimen todo lo que os pudiera impedir gozar o abusar de vuestra fortuna. Todo aquello que un hombre puede apropiarse sin emplear la violencia claramente, es suyo y queda suyo. Aunque la genealogía de una fortuna reconozca por origen el bandolerismo o el robo, sea por conquista, sea por haberse apoderado de bienes eclesiásticos, sea, en fin, por confiscación política de fortunas o por cualquier otro medio, el crimen se convierte en título de inatacable posesión luego que se ha conservado la propiedad durante cierto número de años. La ley que pone en movimiento la policía se estrella ante la influencia de un millonario. este toma por aliadas a las supersticiones, y reclama de la religión una cerradura para su arca de caudales, introduciendo en el catecismo una frase que declara la propiedad sagrada, y la codicia de los bienes ajenos pecado que ha de castigarse con el fuego del infierno. Tuerce la moral a fin de hacerla servir a sus miras egoístas, queriendo persuadir seriamente a la mayoría expiotada por él de que el trabajo es una virtud y de que el único destino del hombre es trabajar lo más posible. ¿Cómo es que los más honrados y privilegiados espíritus han aceptado durante siglos tan gran absurdo? ¿El trabajo es una virtud? ¿Por consecuencia da qué ley natural? Ningún organismo en todo el mundo viviente trabaja por el gusto de trabajar, sino solamente por el fin de la conservación personal y de su especie y únicamente en tanto que este doble objeto lo exige. Se dice con verdad que los órganos no permanecen sanos ni se desarrollan sin el trabajo, y que perecen por la inacción. Los defensores de la moral al uso de los grandes capitalistas, convierten en arma propia este argumento de la fisiología; pero no dicen que un trabajo excesivo destruye los órganos mucho más rápidamente que la carencia de trabajo. El descanso, una dulce ociosidad, son infinitamente más naturales, más agradables y se desean más por el hombre como por todos los animales, que el trabajo y la fatiga, pues éstos no son sino una dolorosa necesidad para la conservación de la vida. El inventor del sencillo cuento del paraíso bíblico, ha comprendido la dicha muy claramente; hace vivir a los primeros hombres en el estado de felicidad primitiva, sin fatiga alguna, y presenta el trabajo que hace correr el sudor por la frente como el duro castigo de la falta motivada por la culpa del hombre. La moral natural o zoológica declararía que el descanso es el mérito supremo, y no daría al hombre el trabajo como deseable y glorioso, sino en tanto que este trabajo es indispensable a su existencia material. Pero eso no tendría cuenta a los explotadores. Su interés, en efecto, reclama que la masa trabaje más que lo que pnra sí necesita y produzca más de lo que ella ha de aprovechar. Su objeto es apoderarse del exceso de producción; con este fin han suprimido la moral natural e inventado otra establecida por sus filósofos, ensalzada por sus predicadorea y cantada por sus poetas; moral según la cual la ociosidad es la fuente de todos los vicios, y el trabajo una virtud, la más bella entre todas las virtudes.

Sin duda los explotadores se contradicen con gran irreflexión. Procuran cuidadosamente no quedar sometidos a su propio código moral, probando de este modo cuán poco en serio lo toman. La ociosidad no' es un vicio sino entre los pobres; entre los ricos, entre los explotadores, es el atributo de una naturaleza superior y el signo distintivo de su elevado rango. El trabajo, declarado en virtud por esta moral de dos caras, es al mismo tiempo una vergüenza e implica inferioridad social. El millonario da golpecitos en la espalda al obrero, pero lo excluye de su comercio. La sociedad, que acepta la moral y el modo de pensar de los capitalistas, ensalza el trabajo con brillantes frases, pero señala al trabajador el lugar más ínfimo. Besa la mano enguantada y escupe sobre la mano callosa. Considera al millonario como un semidiós, al jornalero como un paria. Y ¿por qué? Por dos razones: como lógica consecuencia de las ideas de la Edad' Media, y pprque el trabajo manual entre nosotros es sinónimo de falta de instrucción.

En la Edad Media, la ociosidad era privilegio de la nobleza, es decir, de la raza snperior o conquisradora; el trabajo era la obligación necesaria del pueblo, o lo que es igual, de la raza inferior o vencida y esclavizada. El obrero, sólo por el hecho de trabajar, se declaraba hijo de gentes, que en el campo de batalla habían demostrado virilidad y fuerzas inferiores. El señor, que vivía a expensas de su fortuna feudal o de su espada, trataba al trabajador productor con el mismo desprecio que el blanco siente por el bojesman o el paupa, y que está fundado en la conciencia de una superioridad de raza. Hoy dia la ociosidad y el trabajo han dejado de ser dignos distintivos de este género. Los millonarios no son los descendientes de la tribu conquistadora, ni los proletarios los hijos de un pueblo sometido. Pero en este caso como en bastantes otros, la preocupación histórica ha sucedido a las circunstancias de donde nació, y el rico, que se hace mantener por el pobre y le obliga a trabajar para él, ve en éste, en nuestros dias como en la Edad Media, una especie de animal doméstico, de ningún modo un verdadero mhombre semejante suyo.

Además, el trabajo manual es, dentro de nuestra sociedad civilizada, sinónimo de falta de instrucción. La organización de la sociedad hace la cultura superior inaccesible para los que nada poseen. El hijo del pobre puede, a duras penas, frecuentar una escuela de primeras letras, pues ha de sujetarse al trabajo tan pronto como encuentre un amo que lo alquile. He aquí un ejemplo de la particularidad de las instituciones existentes. Los costosos establecimientos de instrucción son mantenidos por el estado, es decir, por los contribuyentes, y, por tanto, por los obreros y proletarios al mismo tiempo que por los millonarios, pero sirven únicamente a los que, por lo menos, son bastante ricos para poder vivir hasta los dieciocho o veintitrés años sin ejercer un oficio. El proletario no puede hacer que su hijo alcance los beneficios de la cultura superior, porque es bastante pobre para adquirirla; pero debe, no obstante, costear a sus expensas los estudios de los hijos de los ricos, puesto que paga los impuestos que sirven para mantener las escuelas superiores. Los ingleses y los americanos son lógicos, hasta cierto punto. Sus establecimientos superiores de instrucción no son accesibles a todo el mundo; son empresas particulares o voiven de donaciones; pero en los Estados del continente, con arreglo a un sistema de explotación del pueblo por una pequeña minoría, la enseñanza superior es alimentada por el presupuesto, es decir, por las contribuicones de todos, sin que sus beneficios se extiendan sino a un pequeño número de privilegiados, que no llegan a ser ni uno por ciento de la población. Y ¿cuáles son los privilegiados para quienes mantiene el Estado colegios y universidades que le cuestan numerosos millones? ¿Son los más capaces de una generación? ¿El estado cuida de que no tengan acceso en los establecimientos escolares regidos por maestros largamente retribuidos, sino aquellos que puedan aprovechar sus lecciones? ¿Se asegura de que los imbéciles no ocuparan puestos que deberán ser reservados a hombres inteligentes? No. Para la enseñanza superior, el Estado hace su elección sin atender al derecho que a recibir mejor educación tienen los escolares inteligentes, y se preocupa sólo de la situación de su fortuna. El más zopenco y estúpido puede pavonearse en los colegios y en las facultades, absorviendo, sin provecho para el bien general, el alimento intelectual que se le ofrece, siempre que sea bastante rico para pagar los derechos de matrícula. El adolecente de mejores dotes queda por el contrario, excluído de la enseñanza superior si no posee los recursos necesarios, resultando de esto un gran perjuicio a la nación, que pierde quiza un Goethe, un Kant u otro gran hombre.

Los males sociales y económicos se encadenan en un círculo vicioso sin salida; se desprecia al obrero porque carece de instrucción, pero no puede instruirse porque la instrucción cuesta dinero. Los ricos se han reservado, no sólo todos los goces materiales, sino también todos los intelectuales, con exclusión de los pobres; de hecho, los bienes más sublimes de la civilización, la cultura intelectual, la poesía, el arte, existen sólo para ellos; la instrucción es uno de sus privilegios más importantes y abrumadores. Si a pesar de esto un niño de las clases populares adquiere la instrucción superior a precio de privaciones o humillaciones, pidiendo limosna, o entregándose a esfuerzos sobrehumanos, si obtiene títulos universitarios, no se aviene al trabajo de sus padres. no se dedica a romper el prejuicio que asigna al trabajo manual el último puesto en la sociedad; podría hacerlo, ofreciendo así el ejemplo de un hombre que, realizando un trabajo manual, no por eso deja de estar al mismo nivel intelectual que un empleado que emborrona papel o un profesor pedantesco; pero no; se apresura a consolidar el prejuicio, despreciando a su vez el trabajo manual, buscándose un puesto en las filas de los privilegiados y, tratando de hacerse alimentar por el pueblo trabajador, como los demás miembros de las altas clases.

Hay oficios manuales que con alguna habilinad pueden reportar al que los ejerza hasta 4.000 francos anuales; por otra parte, las nueve décimas partes de las posiciones al servicio del Estado, de la Corona, en los caminos de hierro y el comercio, no dan, con una independencia personal infinitamente nueva, un haber anual de más de 3.000 francos con la esclavitud de la oficina a los 4.000 con la libertad. Es que como empleado, pertenece a los privilegiados, a la cofradia de los filisteos de la instrucción, mientras que, como obrero, está fuera de las altas castas sociales, ¡Se le mira como a un bárbaro que no respira la misma atmósfera intelectual que el hombre culto! Otra cosa pasaría el día en que un literato que entrase en un taller se encontrase a un hombre de delantal de cuero con un Horacio en la mano; en que el alumno que terminase sus estudios se hiciera herrero o zapatero, y acabado el día, pudiera charlar en un círculo estético, ni más ni menos que un refrendarío o un supernumerario de cancillería. El trabajo honrado lleva a sí mismo su dignidad, ya tenga por objeto la confección de levitas o la creación de vias férreas; a igual cultura intelectual, el ingeniero que ha hecho su tarea no lleva ventaja ninguna al sastre. Pero el literato no hace nada por provocar este buen estado de cosas; deja que la blusa sea el uniforme de la rusticidad, y antes de vestirla y comer a sus anchas, prefiere morirse de hambre bajo un gaban raído.

De aquí resulta uno de los peores males de la cuestión social: la aglomeración en todas las profesiones liberales.

A consecuencia de las ideas reinantes, el literato se estima en mucho para entrar en la capa más profunda de la sociedad, la clase obrera, la del trabajo manual; pide a la sociedad que le alimente como a un señor. Pero la sociedad sólo tiene una necesidad muy limitada de la clase de trabajo que lleva a cabo el literato, y así es como en los viejos países civilizados, la mitad lo menos de los literatos se ve condenada a esperar y codiciar toda su vida sin obtener nada, a luchar por un mísero bocado de pan a riesgo de morirse de hambre, a ver mesa de los privilegiados qne comen y hacerse una cruz en la barriga. Algunos filántropos han mirado la guerra y la peste como beneficios porque abren huesos y permiten a los que quedan mejores condiciones de existencia; estos mismos filántropos han mirado la instrucción como un mal y la multiplicación de las escuelas de segunda enseñanza y superiores como un atentado a la felicidad del pueblo, porque de aquí resulta un aumento en el número de parias, de descontentos, de petroleros y revolucionarios.

En el actual estado de cosas, esos filántropos hacen bien. Mientras el literato se sienta humillado por el trabajo manual, porque al obrero se le desprecia; mientras vea en su diploma una letra de cambio girada contra la sociedad para que ésta asegure su existencia, y crea que su instrucción le autoriza a vivir como un plagiario de los ricos; mientras todo esto sucede su instrucción le hará, cinco veces de cada diez, mucho más desgraciado que lo hubiera sido sin ella, viviendo como trabajador o jornalero. Esto no tiene más que un remedio: dar a la instrucción lo que es suyo y nada más.

La instrucción debe ser su propio fin. Debemos llegar a comprender que es en sí suficiente recompensa del esfuerzo que se hace para obtenerla;: que no hay derecho a esperar otra mayor ventaja, y que la instrucción no nos dispensa del trabajo productivo. El hombre instruido tiene conciencia más rica y completa de su personalidad; comprende mejor los fenómenos del mundo y de la vida; le son accesibles las bellezas artísticas y los goces intelectuales; en una palabra, su existencia es incomparablemente más amplia y más intensa que ladel ignorante. Es una ingratitud pedir a la instrucción, a más del inapreciable enriquecimiento de la vida interior, el pan material, que debe obtenerse por el trabajo manual. Pero si, por un lado, el literato no debiera despreciar la producción directa de los bienes, la sociedad, por otra parte, debería hacer accesible a todos la instrucción en la medida de sus capacidades. La escuela obligatoria no es más que un débil principio. ¿Cómo se quiere obligar a unos padres pobres a que envíen a sus hijos a la escuela hasta la edad de diez o doce años si no se hallan en estado de alimentarlos y vestirlos, y se ven obligados a hacerles trabajar para que contribuyan a su sostenimiento? ¿Es justo, es lógico que el Estado diga: aprenderás a leer y escribir, pero nada más? ¿Por qué se limita a la primera enseñanza la obligación de frecuentar la escuela? ¿Por qué no se extiende también a la enseñanza superior? O la ignorancia es una enfermedad peligrosa, no sólo para el individuo, sino también para el conjunto de los ciudadanos, o no lo es. Si no lo es, ¿para qué hacer obligatoria a los niños la primera enseñanza? Y si lo es, ¿por qué no remediarla en cuanto sea posible por una instrucción más extensa? ¿No tiene tanta importancia el conocimiento de las leyes de la Naturaleza como el conocimiento de la tabla de Pitágoras? El futuro lector, que tendrá su parte en los destinos de su patria, ¿no necesita estar versado en la historia, la política, la ciencia económica? ¿Puede sacar toda su utilidad del arte que le han enseñado de leer si no se le lleva hasta la comprensión de las grandes obras en prosa y verso de su literatura? Porque esto supone a lo menos una mediana instrucción escolástica. Pues entonces, ¿por qué no se extiende la obligación a la segunda enseñanza? El obstáculo es puramente material. El hombre pobre a quien ha costado tanto trabajo mantener a su hijo hasta que abandona la escuela, no podrá sufrir la carga de su sostenimiento hasta una edad más avanzada aún, hasta los dieciocho o veinte años. Esta, pues, obligado a utilizar cuanto antes el trabajo de su hijo. Para que la segunda enseñanza se hiciese tan general como la primera, seria preciso que el trabajo de la juventud escolar se organizase como en algunos establecimientos de los Estados Unidos, donde los discípulos practican, a la vez que el estudio, la agricultura y los oficios manuales, con un éxito suficiente a alimentarse con el producto de su trabajo (a más de que están sostenidos por fundaciones filantrópicas); o bien, y ésto sería lo más lógico y mejor, la comunidad habia de encargarse, no sólo de la instrucción, sino también del mantenimiento material de la juventud estudiosa.

¡Eso sería puro comunismo!, gritarán aterrados los partidarios de este egoísmo organizado que se llama el actual orden económico. Yo podría tranquilizarles diciendo: no, ni sería comunismo; sería, solidaridad. Pero, no me fijo en palabras. Pues bien, sí, sería algo de comunismo. Pero ¿no estamos ya en pleno comunismo? ¿No es comunismo que el Estado se ocupe en la instrucción gratuita de todos los niños de seis a doce años? ¿No es alimento el alimento intelectual? ¿No cuesta dinero? ¿Y no es la colectividad de los ciudadanos quien da ese dinero?

Y el ejército, ¿no descansa sobre el puro comunismo? ¿No mantiene la colectividad a toda una generación de jóvenes de veinte a veintitrés años, dándole, no sólo el alimento intelectual, sino también el material, la habitación y el vestido? ¿Por qué había de ser menos razonable sostener a expensas de todos un millón mientras durasen las clases hasta la universidad, que obtener medio millón de jóvenes durante el servicio militar? No serían los gastos mayores que los que cuesta el ejército, que no es más importante para la seguridad y prosperidad de la nación que la educación superior de la generación que crece. Además, ¿por qué no habían de perseguirse a la vez ambos objetos? ¿Por qué no vestir y alimentar a expensas del Estado. a toda la juventud masculina hasta los diecisiete o dieciocho años, y darle al propio tiempo la instrucción primaria y secundaria y la instrucción militar? El trabajo nacional tendría los brazos más preciosos de obreros de veinte a veintitrés años, en vez de los brazos menos costosos de los niños; el beneficio que de esto se obtuviera bastaría a cubrir el gasto supletorio que necesitaría un ejército de estudiantes en lugar del ejército actual, cuyas fuerzas están condenadas en pleno desarrollo a permanecer improductivas durante cierto número de años.

Para ser completo, tal sistema implica además otra institución. No todas las inteligencias son aptas para recibir una instrucción superior o científica. Si el Estado sostiene a toda la juventud escolar y hace accesible la instrucción aun a los más pobres, debe vigilar que este beneficio no se extienda más que a aquellos que sean dignos de ella y la aprovechen. A fin de cada año escolar habría concursos más y más severos para cada grado; solo los discípulos que salieran vencedores en ellos tendrían derecho a entrar en los establecimientos de enseñanza superior. De este modo, el que no fuese apto, dejaría la escuela con un bagaje ligero de conocimientos, pero suficiente a su capacidad; el medianamente dotado dé aptitud tendría una parte del saber o todo el saber de la segunda enseñanza; y aquel que fuese en realidad sobresaliente, sería el único admitido en las facultades o escuelas especiales técnicas, artísticas o científicas. De esta manera, la enseñanza superior vendría a ser patrimonio común de todo el pueblo, en vez de ser privilegio del rico; la blusa del artesano no sería entonces sinónimo de grosería, y el literato no se comprometería a nada si pidiese medios de existencia a la producción inmediata. Así se impediría que las medianías arrogantes invadiesen las profesiones liberales; el verdadero talento, obligado a dar en una docena de concursos pruebas más y más difíciles de sus aptitudes, hallaría en su diploma una absoluta garantía de honrosa ganancia; los parias desaparecerían, la miseria de levita cesaría; en una palabra, se habría curado una de las llagas más peligrosas del.cuerpo social.

Al lado de la minoría de ricos ociosos que viven del trabajo de los demás, y del grupo de los inÚtiles que creen poder sacar de un título cualquiera el derecho de vivir como parásitos, hemos visto al obrero industrial arrancado al suelo que le alimenta naturalmente. ¡Qué figura más lastimosa en medio de nuestra tan decantada civilización la de ese pobre proletario! ¡Qué crítica tan terrible de nuestro estado social! Cítanse a menudo las frases con que La Bruyére describía al aldeano francés de su época:

Vemos de cuando en cuando algunos animales feroces, hembras y machos, esparcidos por el campo, negros, lívidos, tostados por el sol, apegados a la tierra que cavan y remueven con invensible terquedad; tienen algo así como voz articulada, y caundo se ponen de pie, enseñan un rostro humano y efectivamente son hombres. Por la noche se retiran a cubiles, donde viven de pan negro, agua y raíces; ahorran a los demás hombres la fatiga de sembrar, labrar y cosechar para vivir, y merecen también no carecer de ese pan que ellos han sembrado.

La descripción se ajusta al trabajador contemporáneo nuestro. Miserablemente alimentado, reducido a patatas y despojos de carne en forma de embutidos, envenenado por el mal aguardiente al que pide la ilusión de un sentimiento de fuerza y hartura, mal vestido con un desheradado, como un pobre; condenado a la suciedad por falta de tiempo y dinero, se confina en los rincones más sucios y sombríos de las grandes ciudades. No sólo no tiene participación en los alimentos superiores que produce la tierra, sino que la luz y el aire que, sin embargo, existen en apariencia para todos los seres vivos, se le limitan a él, o se le niegan por completo. Su alimentación insuficiente y el gasto inmoderado que hace de sus fuerzas le agotan de tal modo, que sus hijos nacen raquíticos, y él mismo sucumbe a una muerte prematura, precedida con harta frecuencia por una larga enfermedad. La vivienda malsana les hace a él y a su familia víctimas de la escrófula y la tuberculosis. Se parece al prisionero perdido en pantanos pestilentes, y a quien el contagio hiere al primer golpe. Su situación es peor que la del esclavo en la antigüedad; está más abrumado que él, depende lo mismo de sus amos; pero a cambio de su libertad no puede contar con la cuadra y el alimento que el animal casero tiene seguros mientras vive; además tiene sobre su antiguo compañero de infortunio la desventaja de conocer su dignidad de hombre y sus derechos naturales. Su situación es peor también que la del salvaje que vaga en los bosques vírgenes de América, en las pastorias australianas. Como el salvaje está reducido a sus únicas fuerzas; vive como él, al día, es presa del hambre si durante algunas horas no ha cogido nada; pero además está privado del vivo goce que procura el pleno ejercicio de todas las fuerzas físicas e intelectuales en la lucha contra los obstáculos naturales, los animales y los hombres; por último, debe ceder al Estado, que sólo tiene para él cadenas y golpes, una parte importante de su trabajo, insuficiente ya, y con mucho, para él solo. Es el único a quien la civilización, que le prometió la libertad y el bienestar, no le ha cumplido su palabra. esta excluido de sus bienes más preciosos. La higiene moderna, que tan agradable hace la vivienda del rico, no ha penetrado en su cubil; viaja más incomodamente en la tercera clase de los vagones de ferrocarril que antiguamente cuando viajaba a pie o en un carro cubierto con un toldo y enganchado a un matalón; a su inteligencia no llegan los descubrimientos científicos; las manifestaciones de las bellas artes, las obras maestras poéticas de su idioma no le proporcionan placer ninguno, porque no está educado para comprenderlas; hasta la máquina, que debiera ser para él un beneficio, ha agravado más que aligerado su esclavitud.

Es, indudablemente, un gran paso hacia la dicha de la humanidad poder obligar a las fuerzas naturales a que cumplan todo el trabajo grosero; la parte esencial y elevada del hombre no son sus músculos, sino su cerebro. El hombre es inferior, por su fuerza, al buey y al mulo, y al pedirle un trabajo mecánico se le rebaja a la condición de bestia de carga, Pero hasta hoy, la máquina no es el salvadór, el redentor, el libertador del obrero; por el contrario, ha ayudado a esclavizarle. En efecto, no poseyendo parte ninguna del suelo, y estando, por lo tanto, en la imposibilidad de arrancar directamente a la Naturaleza la parte de productos qne necesita, se ve obligado hoy como ayer a poner su fuerza muscular al servicio exclusivo de la industria, y cae en la categoría de concurrente humilde, imperfecto y débil de la máquina.

Sólo siente la solidaridad de la especie humana por los muchos deberes que le impone, mientras que apenas le concede algún derecho. Si no encuentra dónde emplear su fuerza, o si la enfermedad o la edad le tienen inactivo, la sociedad, es verdad, se encarga de él, le da limosna si mendiga, le acuesta en una cama de hospital si tiene fiebre; a veces le hace entrar en un refugio cuando la vejez le abruma; pero ¡con qué cara más tosca y más desagradable cumple estos deberes! Ofrece a su pensionista, en mal hora encontrado. más humillaciones que bocados de pan; mientras por un lado sacia su hambre y cubre su desnudez, declara por otra que es una gran vergüenza aceptar beneficios de su mano, y hace gala del mayor desprecio por el desgraciado que recurre a su bondad. El ahorro para los dias sin trabajo, para la vejez o para una enfermedad es cosa imposible al proletario. No gana lo preciso, ¿cómo ha de separar de ello nada? No puede pensar en pedir por su día de trabajo un precio que le asegurase algo más que la satisfacción de sus más precisas necesidades, porque el número de desheredados es muy grande, y como aumenta siempre, el proletario encontrará con toda seguridad concurrentes que se contenten con un salario suficiente para no morirse de hambre. El proletario no puede cambiar nada de lo establecido. De poco le sirve ser tan activo como pueda ser, desplegar todas sus fuerzas; nunca logrará más que satisfacer estrictamente sus necesidades más urgentes, sin contar con que el mínimum del salario descansara en la explotación extrema de la capacidad de trabajo del obrero. Por el contrario, cuanto más trabaja el proletario, más empeora su situación, Esto parece una paradoja, pero es absolutamente verdadero. Si el trabajo produce más, el precio de su producto baja y su salario sigue siendo el mismo, cuando no disminuye; apurando sus fuerzas, pues, él mismo rebaja la mercancía y quita precio a su trabajo. Este hecho no se produciría si la producción de la gran industria se determinase por la demanda. Entonces no podría haber nunca exceso de producción, la abundancia de los bienes no disminuiría su valor; por más trabajo recibiría el obrero más salario. Pero los capitalistas falsean el juego natural de las fuerzas económicas. Un emprendedor crea una fábrica y hace confeccionar mercancías, no porque tenga la convicción de que responden a una nécesidad, sino porque posee un capital, busca el modo de sacarle intereses y conoce a un vecino que tiene una fábrica y se ha enriquecido con ella. El capricho individual o la falta de inteligencia se sustituyen a las leyes económicas, y el mercado se ve obstruido por la superabundancia de productos, porque en la caza a los millones un individuo ha seguido una falsa pista. Sin duda el error sufre su castigo, el emprendedor rebaja sus precios hasta que sucumbe. Los demás fabricantes del mismo artículo caen con él, y una crisis local o general se desencadena sobre todo un ramo de la producción. Pero la verdadera victima es el proletario, que hasta tanto que el emprendedor ha agotado su capital y no ha podido ir más allá, ha tenido que trabajar más y más a cambio de un salario más y más corto, y que cuando se verifica el descenlace de la lucha desigual entre la oferta y la demanda, se encuentra privada de an por más o menos tiempo.

Tal es, pues, en resumen, el papel del proletario y el emprendedor en la gran industria; el primero hace posible al segundo la acumulación de fuertes capitales; los capitales buscan empleo y creen hallarle en la creación de nuevas fábricas; de aquí resulta un exceso de producción y una áspera concurrencia, cuya consecuencia natural es la rebaja en el precio y el salario; por fin, estalla la crisis que priva a los obreros del trabajo. Así, el esclavo industrial hace rico a su señor, a cambio de esto, el señor le escatima primero su pan, y por último se lo quita. ¿No tenemos aquí una hermosa demostración de la justicia de la actual situación económica?
Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro quinto - Capítulo primeroLibro quinto. Capítulo terceroBiblioteca Virtual Antorcha