Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro cuarto - Capítulo terceroLibro quinto. Capítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO QUINTO
La mentira económica
Capítulo primero



Los males de la civilización que alcanzan a mayor número de hombres y de manera más profunda y duradera, son los males económicos. Existen infinitos individuos que no se ocupan jamás de cuestiones metafísicas: Dios les es tan indiferente como la materia; una encíclica del Papa les interesa tan poco como la teoría de la selección natural; su fe y su ciencia son igualmente superficiales. La política también produce escasa impresión en muchas personas. La multitud de aquellos que se cuidan muy poco de ser gobernados en nombre de un monarca o de una República impersonal, es mayor de lo que se cree, y lo continuará siendo en tanto que el Estado no se les aparezca sino bajo la forma del agente de policía, del recaudador de contribuciones o del sargento instructor de quintos. Por el contrario, no hay un solo hombrre civilizado que no se halle todos los días enfrente de las cuestiones que atañen a la producción y al consumo. Los fenómenos de la vida económica se imponen hasta al observador menos inteligente.

Todo hombre que tiene conciencia de sí mismo, experimenta necesidades y murmura o se revuelve contra la dificultad o la imposibilidad de satisfacerla; ve con amargura la desproporción entre su gasto de fuerzas y trabajo y los placeres que en cambio se puede procurar; y establece una comparación entre su parte personal de beneficios debidos a la Naturaleza y adquiridos por su trabajo humano, y la parte que poseen los demás hombres. Sentimos hambre en cuanto han transcurrido algunas horas de nuestra última comida; experimentamos fatiga al llegar la noche de un día empleado en el trabajo; cada vez que vemos un objeto agradable a los ojos por su brillo, o por su forma, anhelamos su posesión, como consecuencia del instinto natural que aspira a realizar la propia individualidad con ayuda de accesorios que la pongan en relieve, la adornen y atraigan a ella las miradas de los demás. De esta manera las condiciones corporales nos llevan constantemente a reflexionar respecto a nuestra situación y a relacionarla con el movimiento económico general, con la producción y el empleo de las riquezas.

Ninguna otra cuestión apasiona en tan alto grado a las masas. En la Edad Media se conmovían millones de personas si se las hablaba de religión. A fines del último siglo y hasta la mitad del nuestro, los pueblos se apasionaban por el progreso y la libertad política. En los últimos años del siglo XIX se considera como asunto más importante, encontrar alimento para la gran mayoría de las gentes. Este es el único fondo de la política, que algunas veces intenta desviar a los pueblos del pensamiento que los absorve, empleando para ello todo género de argucias y malas artes, como la excitación de la sociedad, las guerras, la colonización, las exposiciones, las comedias dinásticas, las frívolas discusiones parlamentarias o las tituladas reformas. Pero siempre la política se ve obligada por la fuerza de la opinión pública a volver a la única idea que preocupa al mundo, a la cuestión de subsistencias. Nadie piensa hoy día en emprender nuevas cruzadas para rescatar el Santo Sepulcro, pero todos sueñan en la conquista de ese vellocino de oro llamado bienestar, no se hacen ya revoluciones para traer una Constitución en el papel y palabras democráticas retumbantes, pero sí se hacen para sacudir un tanto el duro y gratuito vasallaje y para comer lo necesario.

En ningún tiempo han sido tan profundos, tan violentos como en nuestros días los contrastes entre el rico y el pobre. Los economistas que encabezan sus obras científicas afirmando que el pauperismo es tan antiguo como la humanidad, juegan con el significado de las palabras. Hay una pobreza absoluta y otra relativa. La pobreza absoluta es aquella en la cual un hombre no puede satisfacer de ninguna manera, o solamente de un modo muy insuficiente, sus necesidades reales, es decir, las que nacen de actos de la vida orgánica, pobreza en la qne, por consiguiente, no encuentra alimento bastante o lo obtiene sólo a expensas del descanso, y del sueño indispensables a su organismo para no destruirse prematuramente; la pobreza relativa, por el contrario, consiste en la imposibilidad de satisfacer necesidades creadas artificialmente. y cuyo cumplimiento no es imprescindible para la conservación de la vida o de la salud, y que el individuo no experimenta ni comprende sino comparando su género de vida con el de las personas que conoce. Cada cual se encuentra pobre a su manera: el obrero, si no puede fumar ni beber aguardiente. si no le es dado usar vestidos de seda y amueblar su casa con lujo superfuo: el hombre dedicado a profesiones liberales se considera en la pobreza si la adquisición de un capital no le pone a cubierto de cuidados roedores y le asegura el porvenir de sus hijos y la tranquilidad en los últimos días de su vida. Esta pobreza es evidentemente relativa, puesto que, por ejemplo, parecerá riqueza al obrero, y el profesor encontrará soberbio un género de vida que le parecería inaguantable al aristócrata educado en medio de la mayor abundancia y del refinamiento del lujo y las comodidades; pero esta pobreza es además subjetiva en cuanto no reside sino en la imaginación del individuo, y no acarrea de ningún modo, según esto, una disminución real de las condiciones necesarias de existencia, y por esto un agotamiento de las fuerzas del organismo. En una palabra, esta no es una pobreza fisiológica. Además, el viejo Diógenes ya demostró que se puede vivir muy bien cuando se satisfacen facilmente las necesidades del cuerpo.

Desde el punto de vista de un hombre del siglo XIX, esclavo de todos los hábitos y de todas las necesidades de la vida civilizada, la gran mayoría de los seres humanos parece haber sido siempre relativamente pobre, aunque se mire al pasado más lejano, y tanto más pobre cuanto más lejos del presente se fije la mirada. Los vestidos de los hombres eran más groseros y se renovaban con menos frecuencia, su vivienda era menos confortable, sus alimentos más sencillos, su ajuar más escaso; tenían menos dinero contante y menos objetos superfluos. Pero esta pobreza relativa es poco sensible. Sólo un necio podría creer terrible que la mujer de un esquimal tenga que protegerse del frío por medio de vestidos de piel de foca en forma de saco, en lugar de recurrir a los complicados trajes de seda, tan costosos como desprovistos de gusto. Dado que el voto sentimental del buen rey Enrique IV, deseando a todo campesino el que pueda tener cada domingo una gallina en el puchero, haya jamás conmovido ni entusiasmado a los verdaderos campesinos, tanto como el poder saciarse de carne de vaca. Pero la pobreza absoluta o fisiológica no aparece como fenómeno constante, sino como consecuencia de una civilización opuesta y malsana. En el estado primitivo y grado inferior de civilización, esta pobreza es inconcebible. El primero y principal acto vital de cada ser orgánico, mónada o elefante, bacteria o encina, es el de buscar una alimentación suficiente. Si no la encuentra, muere, pero no se acomoda voluntariamente a la insuficiencia continuada en su alímentación. Esta ley vital gobierna al hombre como a todas las demás criaturas que viven bajo el sol.

El hombre primitivo no se somete humildemente a la miseria; lucha contra ella y triunfa o no tarda en sucumbir. Si es cazador y ve que la caza desaparece del terreno en que él se encuentra, emigra y la busca en otra parte. Si es agricultor y labra un suelo improductivo, la noticia de llanuras más fértiles es suficiente para hacerle ir a tomar posesión de ellas.

Si otros hombres sirven de obstáculo a su alimentación, toma sus armas y mata o es matado. La abundancia es entonces el premio de la fuerza y del valor. Así se ve que el torrente de la emigración se desborda, pasando de comarcas ingratas a países benditos por el sol; el heroísmo de un Genserico, de un Atila, de un Gengiskan y de un Guillermo de Normandía, tiene su origen en el estómago; sobre los campos de batalla más sangrientos y más gloriosos que cantan los poetas y de que habla la historia, las armas no deciden más que cuestiones de dinero.

En resumen: el hombre primitivo no sufre la verdadera pobreza, es decir, el hambre. Se subleva inmediatamente contra ella y conquista la abundancia o muere bajo el hacha de un enemigo antes de que las privaciones le hayan consumido lentamente.

La pobreza absoluta es igualmente inconciliable con una civilización que no há rebasado el punto de vista de las necesidades físicas. Mientras un pueblo no conoce sino la agricultura, la cría de ganados y la industria doméstica, puede ser pobre en metal precioso, pero ninguno de sus miembros carecerá de medios de existencia. Cuando el hombre pierde su afecto por la tierra que le alimenta, cuando se separa del fiel surco y no puede ser seguido por la Naturaleza, que le ofrece pan, frutos, leche, ganados, caza y pesca, entonces se oculta detrás de los muros de una ciudad, renuncia a su parte de monte y de río; no puede ya tomar con sus propias manos en los abundantes graneros del reino animal y vegetal lo que necesita para su sustento; se ve forzado a cambiar los productos de su industria por los naturales sujetos al monopolio de otros. Entonces solamente comienza, para una pequeña minoría, la posibilidad de acumular grandes riquezas, y para una clase numerosa, la posibilidad de la pobreza absoluta, de la miseria fisiológica. Una nación compuesta de campesinos libres nunca es pobre. Y no puede llegar a serlo mas que cuando el campesino es reducido a la servidumbre y un amo le arrebata el producto de sus campos o le emplea en asuntos que le impiden cultivar sus tierras; puede suceder además que las ciudades se multipliquen y atraigan a sí una gran parte de la nación. La alta civilización en fin, condena a la pobreza absoluta a una multitud cada día más numerosa favoreciendo el ensanche de las ciudades a expensas de la población rural, el desarrollo de grandes industrias en perjuicio de la producción animal y vegetal, creando un proletariado que no posee ni una sola pulgada de tierra, que está fuera de las condiciones de existencia naturales en el hombre y que está condenado a morirse de hambre el día en qUe encuentre cerrados los talleres, lo almacenes o las fábricas.

Esta es la razón de por qué los países de la Europa occidental están considerados como los más ricos y civilizados. Su población comprende una pequeña minoría qne vive en medio de un lujo escandaloso y, brillante, y parece atacada, en parte, de una verdadera locura de prodigalidal, y de una gran masa que no vive sino a costa de grandes trabajos, o que, a despecho de todos sus esfuerzos, no puede alcanzar una existencia digna del hombre. A cada instante la minoría acumula mayores riquezas, la distancia entre su género de vida y el del résto del pueblo se hace mayor, su situación y su influencia dentro del Estado son más fuertes. Cuando se habla de la loca prodigalidad de millonarios y contemporáneos, algunos historiadores de la civilización toman aire de suficiencia, y citan, con sonrisa de lástima hacia tal ignorancia, algún libraco latino destinado a probar que las cosas, hoy día, están lejos de hallarse a la misma altura que en la Roma Imperial y en la Edad Media; la desproporción, dicen ellos, entre los millonarios y los mendigos era en aquellos tiempos mucho más considerable que al presente. Pero esto no es más que una mentira harto necia. Fortunas como las de Vanderbilt, el barón Hirsch, Rothschild, Krupp. etc., fortunas de 500 millones de francos o aún de más, eran desconocidas en la Edad Media. En la antigüedad, el favorito de un déspóta. un sátrapa o un procónsul, después de haber saqueado una provincia o un país, tal vez pudieron acopiar un caudal tan enorme; pero esta riqueza no era duradera; se parecía a los tesoros de que hablan los cuentos de hadas, que un día se poseen y al siguiente han desaparecido ya. Su propietarío se formaba la ilusión de poseer tal fortuna, pero el hierro de un asesino o una brutal confiscación en provecho de su soberano, le despertaban de su sueño. En toda la historia del Imperio Romano y de los Imperios de Oriente, no hay un solo ejemplo de que fortuna tan enorme se haya transmitido de padres a hijos siquiera durante tres generaciones que gozasen en paz de su posesión. En todo caso, los millonarios eran incomparablemente más raros en aquellos tiempos que hoy día; en Inglaterra, el número de los particulares que poseen cada uno más de seis millones de francos, está avaluado en 8OO a 1.000; el número de aquellos cuyo capital pasa de un millón, alcanza sólo en Europa, por no contar las otras partes del mundo, aproximadamente la cifra de 100.000, y verosímilmente también pasará con mucho de esta cifra. Por otra parte, no hubo en ningún tiempo una masa tan grande de individuos absolutamente privados de todo, de pobres, en el sentido de la definición que he dado más arriba, de hombres que no saben por la mañana lo que comerán durante el día o dónde dormirán aquella noche. Sin duda, el esclavo en la antigüedad, el siervo en la Edad Media, no poseían absolutamente nada, puesto que ellos mismos eran una propiedad, una cosa; pero siquiera se proveía a sus necesidades más perentorias, recibían de su amo alimento y abrigo. En la Edad Media, las gentes de mala fama, los vagabundos, los charlatanes, los bohemios, los vagos de toda especie, estaban completamente desheredados. No había cosa alguna que pudieran llamar propia; para ellos no se ponía la mesa en ninguna parte; se les rehusaba hasta el derecho de mirar los dones de la Naturaleza como existentes también para ellos. Pues por la mendicidad, el robo y el pillaje se libraban de la miseria en que la sociedad los aprisionaba sistemáticamente; la horca y el tormento eran causa de su muerte con más frecuencia que la debilidad senil; ellos, satisfechos y alegres, avanzaban ordinariamente hasta el pie del patíbulo.

El proletariado actual de las grandes ciudades no tiene antecedentes en la historia; es un producto de nuestro tiempo. El proletario moderno es más miserable que el esclavo lo era en la antigüedad, pues no está alimentado por su amo, y sí tiene sobre aquel la ventaja de la libertad, debemos confesar que tiene sobre todo la libertad de morirse de hambre. Su situación tampoco es tan buena como la del hombre errante en la Edad Media, pues no posee su alegre independencia, no se subleva sino rara vez contra la sociedad, y no tiene el recurso de apropiarse por el robo o el pillaje, lo que le rehusan las leyes que regulan la propiedad. El rico es, por consiguiente, más rico; el pobre, más pobre que lo ha sido jamás en los tiempos antiguos.

Lo mismo ocurre con la extravagancia de los ricos, perpetuamente se nos atormentan los oídos hablándonos de los festines de Lúculo, cuyas sobras alimentan aún hoy día a los historiadores amantes del bric-a-brac anécdotico. Pero queda siempre por probar que la antigua Roma haya jamás visto una fiesta que costase 500 000 pesetas, como ha costado el baile dado por un Creso en Nueva York, y de que han hablado recientemente los periódicos. Un particular que servía a sus huéspedes pasteles de lenguas de ruiseñores, o que regalaba a una hetaira griega algunos cientos de miles de sestercios, causaba en Roma tal impresión, que todos los satíricos y cronistas de su tiempo y de la posteridad repiten su nombre. Hoy nadie habla de millares de personas que pagan 250 000 pesetas por un servicio de mesa de Sévres antiguo, 750 000 por un caballo de carrera, o que permiten a una cortesana disipar un millón en un año. El lujo de las orgias de la antigüedad y de la Edad Media era un hecho aislado y excesivamente raro. Producía impresión precisamente a causa de su rareza. Este lujo tenía además la precaución de encerrarse en el interior de un círculo social estrecho; la gran masa de los desheredados nada veía. A] presente, la extravagancia de los ricos no se encierra en los salones y comedóres de las casas particularés; se muestra con predilección en las calles. Los parajes donde se ostenta su insultante magnificencia son los paseos de las grandes ciudades, los teatros, las salas de conciertos, las carreras de caballos, los balnearios. Sus carruajes cruzan por todás partes salpicando de lodo a los descamisados muertos de hambre; sus diamantes parece que no brillan con todos sus fulgores sino allí donde pueden deslumbrar los ojos de los proletarios. Su prodigalidad toma voluntariamente a la prensa como testigo de sus despilfarros, y se procura en el periódico un medio para imponerse a las clases de la sociedad que no tienen ocasión de observar por sus propios ojos el eterno banquete, el continuo carnaval de los ricos. El proletario moderno posee así un elemento de comparación que faltaba al pobre de la antigüedad. Las prodigalidades de los millonarios, de las cuales es testigo, le proporcionan la medida exacta de su propia miseria, que de este modo se le revela, matemáticamente en toda su extensión y profundidad. Además, la pobreza no es un mal sino cuando se le considera como tal, y los millonarios aumentan, por consiguiente, los sufrimientos de los proletarios con la necia y provocativa ostentación de sus orgías. El público espectáculo de su vida ociosa y llena de goces despierta necesariamente el descontento y la envidia de los proletarios, y este veneno moral destroza su ánimo más fuertemente que las mismas privaciones materiales.

Estas privaciones no deben ser estimadas en menos de su verdadero valor. La gran masa de los proletarios en los países civilizados para su miserable vida en condiciones tales que a ellas no se halla sometido ninguno de los animales libres del desierto. La habitación del proletario en las grandes ciudades es incomparablemente más sucia y malsana que la guarida de los grandes mamíferos, que la madriguera de un tejón, y está menos protegida que éstas contra el frío; el alimento del proletario no es más que el preciso para que no muera de hambre inmediatamente, aunque la muerte por hambre sea en las capitales un hecho diario. Para calmar la conciencia inquieta de los que poseen bienes, los economistas han imaginado, una frase que ellos pronuncian pomposamente: La férrea ley del salario. Conforme a esta ley, el salario cotidiano no se ha de elevar mucho ni ser tampoco menor de la suma necesaria, según los países, para la conservación de la vida. Esto quiere decir que el trabajador puede estar seguro de adquirir, si no la abundancia, a lo menos lo bastante para satisfacer sus necesidades. Esto sería muy bueno si en realidad ocurriera así. En tal supuestó, el rico podría decirse continuamente que todo marchaba por lo mejor en el mejor de los mundos, y que nadie tenía el derecho de turbar con gemidos y maldiciones su digestión y su sueño. Mas por desgracia, la célebre ley de hierro del salario no es sino una jesuítica logomaquia. Desde luego, no se aplica en forma alguna a aquellos que no pueden de ningún modo procurarse trabajo. Dúrante el tiempo en que realmente trabajaba, el obrero no puede en ninguno de los países de Europa occidental ahorrar algo con que vivir el tiempo en que carezca de trabajo. Se encuentra, por consecuencia, obligado durante una parte del año a la mendicidad o a un lento agotamiento de fuerzas causadó por las privaciones.

La férrea ley del salario no es admisible sino como medida del jornal que disfrutan aquellos que realmente están ocupados. ¿Qué cantidad mínima necesita un individuo pua la conservación de su existencia? Evidentemente, la que baste para que pueda mantener su organismo en buen estado y alcanzar los límites naturales de su vida. Si se fatiga más de lo que puede rsistir su organismo sin alteración de su salud, o no recibe la cantidad de alimento, calor y sueño que su naturaleza le exige para conservarse en buen estado, el individuo es víctima de la pobreza fisiológica. El exceso de trabajo, siempre que es causa de debilidad orgánica, equivale, por consiguiente, a la insuficiencia de alimento y es sinónimo de lenta inanición. Si la férrea ley del salario fuera realmente lo que pretende ser, el jornalero debería, por lo menos, mediante su trabajo, poder conservar su organismo en el buen estado que sus disposiciones naturales le permitan obtener. Pero la experiencia demuestra que el trabajador no puede llegar a conseguirlo en ninguna parte de Europa. El economista optimista repite en son de triunfo su ley de hierro de los salarios cada vez que ve que el jornalero, al fin de un dia de trabajo, no cae muerto de hambre y puede llenarse el estómago de patatas, fumar su pipa, beber su copa de aguardiente, y se persuade de que está satisfecho y a gusto. Después llega la estadística y demuestra que la duración media de la vida del trabajador es un tercio y en muchos casos hasta la mitad más corta que la de aquellos individuos afortunados de la misma nación que viven en el mismo clima y sobre el mismo suelo. ¿Quién roba a los proletarios los años de vida a que ellos tienen un derecho perfecto y natural como hijos de una raza y habitantes de una región? ¿Quién sino el hambre, la miseria y las privaciones de todo género que lentamente minan su salud y debilitan su organismo? El salario, por consiguiente, es bastante, a lo más para salvar al proletario de una muerte inmediata por el frío o por el hambre, no para defenderle contra un fallecimiento prematuro causado por la insuficiencia de la alimentación, del abrigo o del descanso. Las estadísticas de morbología y de mortalidad en la población obrera estigmatizan la ley de hierro de los salarios como una impúdica mentira. El cuadro que hago de la organización económica de lá sociedad no sería completo si al lado del arrogante millonario y del proletario condenado a los padecimientos y a una mnerte prematura, no colocase otra clase de hombres necesitados que en el orden económico actual están solamente un poco menos mal dotados que el esclavo industrial de las grandes ciudades, Estos son los que cultivan las letras, que sin fortuna personal tienen que ganar su existencia por medio de su trabajo intelectual. En este terreno la oferta es siempre considerablemente superior a la demanda. Las llamadas carreras liberales se hallan en todas partes de tal suerte cuajadas de obstáculos, que aquellos que las siguen se combaten y destruyen mutuamente, y la lucha por la existencia toma entre ellos las formas más crueles y terribles. Estos infortunados, que persiguen una colocación pública o privada, un empleo de profesor, un éxito como artistas, escritores, abogados, médicos, ingenieros, etc., son, a consecuencia de su mayor desarrollo intelectual, susceptibles de experimentar con intensidad mucho más fuerte el sentimoiento de su propia miseria; su trato más íntimo con las personas acomodadas opone continuamente el cuadro de la pobreza propia con la riqueza ajena; las preocupaciones sociales les imponen un género de vida que, sin valer más desde el punto de vista higiénico, exige de ellos, no obstante, sacrificios incomparablemente mayores que los exigidos al proletariado; y después de esto, el bienestar en su carrera es recompensa de humillaciones, de disgustos sin número y de una servidumbre que para las naturalezas bien dotadas es todavía más dolorosa que las mismas privaciones materiales. Como estos hombres súfren con más fuerza, soportan con mayor impaciencia que los proletarios las leyes actuales del orden económico. Los ricos llaman a los que lucharon sin éxito desordenados, y les manifiestan desprecio. Pero los desordenados son la intrépida vanguardia del ejército que asedia el arrogante edificio social, y que le echará por tierra más o menos pronto.
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