Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro cuarto - Capítulo segundoLibro quinto. Capítulo primeroBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO CUARTO
La mentira política
Capítulo tercero



Basta considerar e1 mecanismo político de cerca y en sus detalles para comprender que en la práctica el parlamento miente sin pudor a su teoría.

¿Cómo se alcanza la investidura de diputado? Que los electores vayan en busca de un ciudadano sabio y virtuoso y le supliquen los represente en el parlamento, esto ocurre apenas una sola vez cada diez años. y únicamente bajo la influencia de circunstancias que quitan en absoluto a este hecho su importancia aparente. Un distrito puede estar interesado en confiar sus poderes a un hombre de reconocido valer, y esto pUede ocurrir porque encuentre útil ampararse de su nombre, o bien porque su circunspección electoral no sea representada por un peligroso adversario. En tal caso, se hace sin duda, sirviéndome de una expresión moderna, reclamo con un hombre, sin que aquel que lo lleva haya contribuido a ello; los electores entregan por su propia voluntad su confianza a un hombre de mérito que no la había demandado, y el mandato recae verdaderamente, como la teoría lo supone, en el mejor entre los ciudadanos.

Pero de ordinario las cosas no ocurren de esta manera. Un ambicioso se presenta a sus ciudadanos y procura convencerlos de que él más que ningún otro merece su confianza. ¿Qué razón tiene para conducirse de esta manera? ¿Es el vivo deseo de ser útil al bien público? ¿Quién lo creerá? Hay sin duda hombres que tienen un muy vivo sentimiento de su unión solidaria con el pueblo y con la humanidad, sentimiento que ellos quieren satisfacer trabajando y sacrificándose por la patria; pero estos hombres son excesivamente raros en nuestro tiempo; además, esas naturalezas ideales están dotadas de sentidos delicados y son refractarias a los contactos groseros y vulgares. ¿Los hombres de un carácter tan elevado querrían exponerse voluntariamente a las múltiples contrariedades de una campaña electoral? ¡Jamás! Pueden sufrir y morir por la humanidad, mas no dirigir a una estúpida multitud de electores, vulgares cumplimientos. Pueden, sin buscar recompensas ni gratitud, hacer aquello que consideran su deber, pero no cantar ante una reunión popular su propia apología con frases pomposas. De ordinario, con un pudor que la necesidad llama con frecuencia orgullo, y que es simplemente el temor de ver mancillado su ideal, permanecen obscurecidos en su cuarto de trabajo o entre un pequeño círculo de espíritus semejantes al suyo. Los reformadores y los mártires se muestran a veces al vulgo, pero solamente para convertirlo, para señalar sus defectos, para separarle de sus malas costumbres, nunca para adularlo, para afirmarlo en sus errores con suaves y melifluas palabras que al pueblo le guste escuchar. Por esta causa son ellos apedreados antes que cubiertos de flores. Wielef y Knox, Huss y Lutero, Arnoldo de Brescia y Savonarola, han ejercido seguramente una acción profunda en grandes masas de hombres; han excitado un odio violento al mismo tiempo que un amor apasionado. No obstante, creo que ni ellos ni Rousseau, Goethe, Kant o Carlyle hubiesen jamás obtenido por sus propios recursos, sin apoyo de una comisión electoral, la investidura de diputado, bien en un distrito rural, bien en una ciudad. Estos hombres no se rebajan hasta el punto de adular a sus electores para obtener sus votos, ni a combatir a un adversario que procure alcanzar el mismo objeto por todos los medios. La forma que es necesario emplear para obtener un mandato popular, asusta y hace retroceder a las naturalezas escogidas; los egoístas son los únicos que se deciden a adquirir la consideración y la influencia apelando a todos los recursos que se les presenten.

He ahí los hombres que quieren seguir la carrera política. No están guiados más que por el egoísmo; sin embargo, necesitan una cierta popularidad y ésta no se adquiere de ordinario sino secundando el bien de los pueblos, o aparentando secundarlo; nuestros ambiciosos se ocuparán por consiguiente de los intereses públicos, o a lo menos simularán que se ocupan de ellos. Deben, para alcanzar éxito, poseer diversas cualidades, poco simpáticas. De ningún modo pueden ser modestos, pues si lo fueran, no se colocarían en primera fila, como han de hacerlo si quieren ser notados. Han de saber fingir y mentir, pues se ven forzados a ser amables con hombres que les repugnan o les son indiferentes, so pena de atraerse innumerables enemigos; deben de hacer promesas que de antemano saben no han de poder cumplir. Necesitan adular las inclinaciones y las pasiones vulgares de la multitud, aparentando compartir sus preocupaciones, sus ideas tradicionales. Reunidos todos estos rasgos, forman un carácter siempre repugnante para cualquier hombre de corazón. En una novela, un personaje parecido no atraería jamás la simpatía del lector; en la vida, el mismo lector le da su voto en todas las elecciones.

La campaña electoral tiene, tanto como la guerra, su estrategia y su táctica. El candidato no se encuentra jamás en presencia del elector; entre los dos hay una comisión que no debe sus poderes sino a su propia audacia. Supongamos que alguno experimenta la necesidad de hacerse valer, convoca sin ambages, y por su particular autoridad, a sus conciudadanos a una reunión. Si comprende que no posee todavía bastante influencia por sí sólo para confiar en el éxito, se asocia a varios amigos o busca algunos imbéciles ricos y vanidosos, a los que dice que tiene el derecho y el deber de colocarse a la cabeza de sus conciudadanos, de dirigir la opinión pública, etc. Estos imbéciles se sienten muy halagados por tal invitación; se apresuran a colocar su firma debajo del cartel de una esquina o del anuncio de un diario, causando efecto en los tontos que juzgan de un hombre por su fortuna o por sus títulos.He aquí ya, por consiguiente, una comisión fundada, y la junta electoral es convocada bajo la dirección de aquélla. Toda comisión de este género se compone de dos elementos; de ambiciosos enérgicos y sin escrúpulos y de fatuos pretenciosos con aire importante y convencido, pero en extremo idiotas, y que son llevados por los primeros como figuras puramente decorativas. Su puede pertenecer a una comisión sin haber sido uno de sus fundadores y sin que los miembros de ella hayan solicitado vuestra colaboración. Para ello sólo hay necesidad de hablar alto y con frecuencia en una reunión, y de atraer osadamente sobre sí las miradas de la multitud. Un hombre que posea voz retumbante y que pueda charlatanear con facilidad sobre no importa qué asunto, obtendrá infalible y fácilmente ante el vulgo una cierta autoridad, debiendo aparecer a los ojos de lOS que desean erigirse en jefes como un aliado importante o como un molesto adversario. Por esta causa se apresurarán a admitirlo en su comisión.

La formación de estas comisiones puede efectuarse por iniciativa de aquel qne desea ser elegido diputado, o bien puede hacerse independiente de su influencia. En el primer caso, el candidato dirige todo el movimiento; organiza su estado mayor, convoca los electores, elige los oradores que deben hablar, y toma parte personalmente en la lucha. En el segundo caso, por el contrario, la comisión se compone de una tropa de mercenarios reclutados por no importa qué capitán osado, y alquilados a un candidato para librar batalla en su provecho. Muchos hombres políticos han trabajado de esta manera por otros, antes de ser ellos mismos diputados; han hecho y deshecho representantes del pueblo; han prestado, o más bien vendido, las actas de diputados, sea por dinero al contado para ellos o sus compañeros de armas, sea por empleos y ventajas de otra especie, y en un pequeño número de casos solamente por vanidad, por ser considerados como los hombres de mayor influencia en un distrito.

En las reuniones electorales domina siempre la fraseología. La multitud sólo escucha a aquel que habla alto, hace promesas seductoras y se mete en trivialidades fácilmente comprensibles. El día del voto algunos electores, los de más influencia, que se toman la molestia de trabajar individualmente, votan según las sugestiones de su vanidad o de su interés; en cuanto a la mayoría, que es la que inclina la balanza, da sus votos a uno de los candidatos por quienes ha trabajado la comisión. Se arroja en la urna el nombre con que han estado durante una semana destrozando los oídos. No se conoce al hombre, nada se sabe de su carácter, de sus aptitudes, de sus inclinaciones; se ha elegido éste y no otro, porque su apellido es familiar; si hubiera de prestársele un viejo cacharoo, se informarian ciertamente de las ventajas que reunía respecto a los demás; en cambio se le confían los más altos intereses del Estado, los propios del elector, por consecuencia, sin que éste sepa nada de aquel, sino que le ha sido recomendado por una comisión, cuyos miembros son frecuentemente también desconocidos del elector tanto como el mismo candidato. Y aquel no protestará contra la opresión, pues el candidato es sólo uno.

Un ciudadano que toma en serio sus derechos constitucionales y quiere examinar de cerca al hombre a quien debe entregar sus plenos y más importantes poderes, bien puede resistir a la tiranía de una comisión que le imponga un representante insuficientemente conocido. Sus escrúpulos serían infaliblemente ahogados entre las oleadas de la multitud rutinaria. Y él, ¿qué podrá hacer? Puede, el día del voto, quedarse en casa, abstenerse de votar, o bien hacerlo por el candidato de su propia elección. Que haga lo uno o lo otro, esto no le ha de ser de la menor utilidad. Llegará siempre a diputado aquel por quien vote la gran masa de gentes irreflexivas, indiferentes o atemorizadas, y esta masa proclama siempre el nombre por el que se ha trabajado con más violencia, ruido y perseverancia. Sin duda en teoría, cada ciudadano es libre para recomendar su propio candidato, moverse por él y crearle un partido; pero en la práctica, aquel que se limita a publicar las excelentes cualidades de un pretendiente, encuentra con más dificultad aliados que el que promete ventajas de todo género; además, el ciudadano que ejerciendo sus derechos políticos busca concienzudamente el bien del Estado, tendrá siempre desventaja respecto a un grupo de políticos de profesión que hacen de la vida pública un campo de explotación en regla.

He ahí la fisiología de las elecciones de todos los cuerpos representativos. El elegido debía ser el hombre de confianza de la mayoría; mas no es sino el hombre de confianza de una minoría frecuentemente muy débil, pero que está organizada, en tanto que la mayoría de los electores pierden por su falta de cohesión la fuerza que da el número. Además, la primera puede imponer su voluntad a la segunda. El acta debe recaer en el más prudente y sabio entre los ciudadanos; sin embargo, recae en aquel que demuestra mayor atrevimiento y osadia. Para un candidato, la educación, la experiencia, el carácter, la conciencia, la superioridad intelectual, son cualidades poco esenciales, no le perjudican, pero tampoco le sirven de manera alguna en la lucha política. Lo que le hace alcanzar constantemente el triunfo, es tener una buena opinión de sí mismo, audacia, fácil palabra y trivialidad en sus discursos. En el caso más afortunado, el candidato puede ser un hombre honrado y hábil, pero no podrá jamás ser de una naturaleza elevada, delicado y modesto. Esto explica por qué en los cuerpos representativos los talentos no son raros, en tanto que los caracteres son sumamente escasos.

Gracias a promesas mentirosas, a bajezas sin cuento, a una jactancia impudente, a declamaciones triviales, y al apoyo de compadres, el político de profesión ha obtenido el acta ambicionada. ¿Cómo cumple su misión? Es una potente individualidad o un hombre ordinario. En el primer caso, formará un partido; en el segundo, se unirá a un partido existente.

La cualidad que hace al jefe de partido, es la voluntad. Este es un don que nada tiene de común con la inteligencia, la fantasía, la previsión, la grandeza de alma. Una voluntad poderosa puede muy bien estar unida con la poquedad de espíritu, la bajeza de sentimientos, la deslealtad, el egoísmo y la ruindad; es una fuerza orgánica qne puede poseer un malvado, como el hombre más insignificante o el mas corrompido puede tener una gran estatura y una gran fuerza muscular. El que pueda contar aquéllas entre sus cualidades, el hombre qne posea la voluntad más poderosa, será necesariamente el primero en una asamblea, el jefe y el amo. Aplastará simpre la voluntad más débil que se oponga a la suya; esta será constantemente la lucha entre la vasija de barro y la de hierro. Una gran inteligencia puede dominar a una fuerte voluntad. ¿Mas cómo? No en lucha abierta, sino colocándose en apariencia bajo su mando y sugiriéndole diestramente sus propias inspiraciones.

El más poderoso aliado de la voluntad en el parlamento es la elocuencia. Esta es también una aptitud natural absolutamente distinta del desarrollo del espíritu y del carácter. Suele ocurrir que un gran hombre como pensador, poeta, general o legislador, no separ por esto pronunciar un discurso de efecto; por otra parte, se puede poseer el don de la palabra y tener una inteligencia completamente vulgar. La historia de los parlamentos habla poco de grandes oradores que hayan escuchado el horizonte intelectual de la humanidad. Las más célebres improvisaciones que en los debates históricos han motivado grandes conflictos, procurando a su autor gloria y poder, causaron, al leerlas, una deplorable impresión, extrañando cómo aquel discurso pudo ejercer acción tan incomprensible. La palabra razonada no es la que se escucha más favorablemente en las grandes asambleas, es la pronunciada con mayor énfasis. El argumento más luminoso y el más evidente presentado sin una larga preparación y sin frecuentes repeticiones ante un gran número de auditores, tiene muy poco probabilidad de arrebatarles. Sucede muy frecuentemente, porm el contrario, que estos mismos auditores obedezcan ciegamente a declamaciones insensatas y tomen con una precipitación casi irresponsable, resoluciones que más tarde ellos no se pueden explicar al reflexionarlo a sangre fría.

Si el jefe de partido reune a una fuerte voluntad el talento oratorio, juega el primer papel dobre la escena pública. Si, por el contrario, no posee el don de la elocuencia se coloca como un director de escena en el teatro y dirige, invisible al público, pero lleno de autoridad respecto a los actores toda la marcha de la comedia parlamentaria. Tiene oradores que hablen por él, asi como en muchos casos posee inteligencias elevadas, pero tímidas e irresolutas, que piensen por él.

El instrumento con ayuda del cual ejerce su poder el jefe, es naturalmente su partido. ¿Qué es este, que es un partido parlamentario? En teoría denbería ser una asociación de hombres que unieran sus fuerzas para traducir puntos de vista comunes en leyes que regularan la vida pública. En la práctica no hay ni un sólo gran partido, especialmente un partido dominante, apto para gobernar, que subsista por tener un programa como lazo único. Se llegan a formar pequeños grupos de de diez personas, de veinte a lo más, que estén unidos por la igualdad de su manera de ver la vida pública, pero los grandes partidos no se forman jamás sino bajo la influencia de la ambición, del egoísmo y de la fuerza de atracción de una personalidad superior.

Los hombres se dividen lógicamente en dos clases: la una está organizada en tal forma, que no puede sufrir ninguna dominación, o lo que es igual, que en el orden actual de cosas, como ya he dicho más arriba, ella debe por sí misma dominar; la otra clase, por el contrario, ha nacido para la obediencia, porque se encuentra en la imposibilidad de tomar constantemente resoluciones, de ejercer actos de voluntad, así como de aceptar la responsabilidad que es el complemento indispensable de la libertad y de la independencia.

La primera clase forma naturalmente una pequeña minoría respecto a la otra. Tan pronto como un hombre que no aspira sino a obedecer, se encuentra en presencia de otro dotado de voluntad y de autoridad, se inclina ante él y entrega con placer y solamente entre sus manos la dirección de sus actos y la responsabilidad consiguiente. Estos hombre obedientes se hallan con frecuencia en estado de ejecutar con gran fuerza, con habilidad y perseverancia, y hasta haciendo verdaderos sacrificios, la tarea que una voluntad extraña les impone. Pero el impulso ha de venirles enteramente de esta voluntad. Ellos tienen todos los dones; no les falta sino el de la iniciativa, palabra que no es otra en el fondo que un sinónimo de voluntad. Estos hombres se apresuran a entrar al servicio de un jefe en cuanto lo encuentran. Reconocen que él es un poder y colocan voluntariamente las fuerzas propias aisladas a su disposición, porque sienten que aquel los conducirá a la vitoria y al botín.

Todas las funciones esenciales del sistema parlamentario son ejercidas únicamente por los jefes de los partidos. Ellos son los que deciden, los que luchan y los que triunfan. Las sesiones públicas son representaciones sin importancia; se pronuncian discursos a fin de que no desaparezca por completo la ficción del parlamento. Pero muy raramente es un discurso el que motiva una importante resolución política. Los discursos sirven para dar al orador notoriedad e importancia, pero, en regla general, aquellos no tienen la menor influencia sobre las acciones, es decir, sobre los votos de los diputados. estos votos son determinados fuera del salón de sesiones, y están regulados por la voluntad del jefe, los intereses y la vanidad de cada diputado, y muy rara vez, y sólo en las cuestiones importantes pura y simplemente circunscriptas, por la présión de la opinión pública. Cuanto se diga del curso de los debates es por completo indiferente para su término; se podían suprimir en absoluto las discusiones, y limitarse a someter a la prueba decisiva de una votación las resoluciones tomadas por los partidos, conforme a la voluntad de sus jefes.

La caída desde las esferas del poder, de un jefe de partido, nno es causada por las faltas que haya podido cometer en el ejercicio del Gobierno, y que no sirven jamás sino de pretextos a los ataques dirigidos contra él; su desgracia es debida, o a un adversario más poderoso que él o a la deserción de mercenarios, a los cuales el vencedor no ha querido o no ha podido satisfacer su voracidad. o bien todavía, a estas dos causas reunidas. Un cambio de Ministerio, aunque haga pasar el poder de manos de un partido a las de otro radicalmente opuesto. no varía absolutamente en nada los procedimientos interiores de la vida política. Las relaciones del individuo con el Estado, continúan siendo las mismas; el ciudadano no tiene necesidad de saber, si no lee algún diario, que un nuevo Gabinete y un nuevo partido se han encargado del gobierno de la nación; las palabras liberal y conservador son simples caretas para la ambición y el egoísmo, verdaderos móviles' de todas las luchas, de todas las alteraciones parlamentarias,

He aquí cuanta es la potencia y multiplicidad de la mentira política en nuestra época. En muchos países el parlamento no es sino la mampara, detrás de la cual cómodamente goza del poder el absolutismo de la monarquia por la gracia de Dios. Allí donde el parlamento es una realidad, donde reina y gobierna de hecho, no significa otra cosa que la dictadura de algunas personalidades que alternativamente se apoderan del gobierno de la nación. Teóricamente el parlamento debía asegurar a la mayoría una influencia preponderante; en realidad, el poder descansa en manos de media docena de jefes de partidos, de su consejeros y compadres. En teoría, las convicciones deben formarse por los argumentos que los debates parlamentarios producen en los días de las grandes discusiones; en la práctica, aquéllas no son influidas de manera alguna por los debates; son determinadas por la voluntad de los jefes y por consideraciones de intereses privados. En teoría los diputados deben no tener delante de sus ojos, sino el bien de la nación; lejos de ser así aquéllos cuidan ante todo de sus propios intereses y de los de sus amigos. En teoría los diputados deben ser los mejores y los más sabios y prudentes entre los ciudadanos; en realidad, son los más ambiciosos, los más osados, los más violentos. En teoria votar por un candidato indica que el elector lo conoce y tiene confianza en él; en la práctica el elector vota por un hombre, del cual muy frecuentemente, no sabe sino que un grupo de alborotadores le ha repetido su nombre durante dos semanas. Las fuerzas que en teoría deben mover la máquina parlamentaria son la experiencia, la previsión, el desinterés; en los hechos, aquéllas se reducen a una enérgica voluntad; al egoísmo y a la elocuencia. Un gran talento y un noble carácter sucumben bajo una diestra charlatanería y una constante audacia; la dirección de los parlamentos corresponde, no a la sabiduría y prudencia, sino a una individualidad obstinada y tenaz, y a una palabra altisonante. El simple ciudadano no alcanza ni una migaja del derecho de soberanía de los pueblos, de cuyo derecho el parlamento es la sanción.
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