Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro cuarto - Capítulo primeroLibro cuarto. Capítulo terceroBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO CUARTO
La mentira política
Capítulo segundo



¿Qué hace al presente el sistema parlamentario? ¿No desenvuelve al individuo la libertad de acción que le tienen arrebatada el fisco, y los caciques, y la legislación, que trabaja en interés de estos dos? ¿No hace del siervo feudal el ciudadano moderno? ¿No concede a cada particular el derecho de gobernarse por sí y de determinar su suerte en el Estado? ¿El elector no es, desde el instante en que se le nombra diputado, un soberano real que ejerce, siquiera sea indirectamente, los antiguos derechos reales de hacer y derribar ministros, de destruir y nombrar empleados, de legislar, de establecer impuestos, de imprimir su dirección a la política exterior? ¿La papeleta del voto no es, en una palabra, el arma todopoderosa, con ayuda de la cual nuestro pobre Juan puede desviar de sí la presión de la arrogancia burocrática, ya denunciada por Shakespeare, y combatir con éxito todas las instituciones que le oprimen?

Sin duda. El sistema parlamentario produce todos estos efectos; pero, desgraciadamente, sólo en teoría. En la práctica es una enorme mentira, como todas las otras formas de nuestra vida política y social. Debo hacer notar aquí que las mentiras, que de todas partes nos saltan a lá vista, son de dos especies diferentes. Las unas llevan la máscara del pasado, las otras del porvenir; las unas presentan formas que no tiene ya razón de ser, las otras formas que no la tienen aún. La religión y el trono son mentiras, porque nosotros dejamos subsistir sus exterioridades, aunque estamos penetrados de lo absurdo de la base sobre que descansan. El parlamento, al contrario, bien que emanado lógicamente de nuestra concepción del mundo, es una mentira, porque, hasta el presente, no existe sino como forma exterior, y no ha efectuado el menor cambio en la organizaciÓn interna del Estado. En el primer caso es vino nuevo encerrado en odres viejas; en el segundo son antiguos descréditos en recipientes nuevos.

El sistema parlamentario pretende ser la sanción del principio fundamental de la soberanía popular. Con arreglo a la teoría, el pueblo todo, en asambleas generales, debería hacer sus leyes y nombrar sus empleados, por consecuencia manifestar directamente su voluntad y transformarla desde luego, en actos, sin exponerla a la pérdida de fuerzas y a las deformaciones que son una consecuencia necesaria de las transmisiones repetidas. Pero como el desenvolvimiento histórico tiende a agrupar los individuos en masas políticas, cada vez mayores, a reunir a cuantos hablan el mismo idioma, y puede ser que hasta razas enteras, en naciones únicas, y a extender indefinidamente las fronteras de los Estados, el ejercicio directo del self-government por la totalidad del pueblo, ha llegado a ser, en la inmensa mayoría de los países, de una imposibilidad material; allí donde existe todavía, alcanzará sin duda alguna la misma suerte en un porvenir próximo.

El pueblo debe, por consecuencia, delegar su soberanía en un pequeño número de elegidos y abandonarse a ellos para el ejercicio de sus propios derechos. Los elegidos no pueden gobernar directamente por sí mismos, pero delegan a su vez los poderes recibidos en un número aún mucho menor de hombres de confianza, los ministros, que, en fin, preparan y aplican las leyes, establecen y recaudan los impuestos, nombran los empleados y deciden de la guerra y de la paz. Para que en medio de todos estos arreglos aparezca que el pueblo continúa siendo soberano, y que a despecho de la doble delegación, siempre su voluntad y no cualquiera otra, es la que decide de sus destinos, se han ideado diferentes sofismas que dejan adivinar la realidad.

Los hombres de confianza del pueblo deberán despojarse de su personalidad. Sobre los bancos del parlamento no son hombres los que ha de haber, sino órdenes que hablan y votan. La voluntad del pueblo al pasar por sus representantes, no debe sufrir en ellos ninguna colocación ni refracción, ninguna influencia individual. Los ministros, por su parte, deberán ser una especie de canales receptores, de conductos igualmente impersonales, igualmente mecánicos de las opiniones y de la voluntad de la mayoría del parlamento. Toda desobediencia del mandato que los ministros tienen recibido de los diputados y éstos del pueblo, habrá de tener como consecuencia inmediata para aquéllos la caída, para éstos el término de sus poderes. Pero se necesita para esto, ante todo, que el mandato sea claro y sin rodeos, debiendo los electores obrar siempre de concierto, respecto a los trabajos legislatiYos y económicos qne crean necesarios al interés del Estado, y exigir a sus representantes la ejecución de estos trabajos, sujetándolos severamente a las prescripciones dadas. No se elegirán para representantes sino aquellos hombres de los cuales conozcan los electores el carácter y el mérito intelectual, y de quienes ellos sepan ser capaces de comprender y de ejecutar el programa señalado; hombres que no se separen de la línea que se les trace y que se hallen bien desprovistos de egoismo para sacrificar al bien común su tiempo, su trabajo, y principalmente su propio interés, cada vez que éste se encuentre en oposición con el bien común. Así es el sistema parlamentario ideal; en tal forma la legislación emanará verdaderamente del pueblo y la administración de! parlamento; encontrándoBe el centro de gravedad del edificio público en las asambleas electorales, y participando cada ciudadano de una manera visible y palpable de la gestión de los negocios.

Pasemos ahora de la teoría a la práctíca. ¡Qué desilusión! Los parlamentos tal como funcionan en los paiseS clásicos, Inglaterra y Bélgica, no responden a üna sola de nuestras hipétesis. La elección no representa en manera alguna la voluntad de los ciudadanos. Los diputados se mueven en todas circunstancias, según su conveniencia individual, y se sienten ligados Únicamente por el temor de rivales y no por las consideraciones debidas a sus electores. Los ministros no gobiernan sólo el país, sino también el parlamento; en lugar de marcárseles el rumbo, ellos lo marcan a las Cámaras y a la nación. Suben al Gobierno y lo abandonan, no porque su patria lo quiera así, sino porque una poderosa voluntad individual los alienta. Juegan como bien les parece con las fuerzas y los recursos de la patria, distribuyen favores y dones, y dejan que numerosos parásitos engorden a costa del pueblo. No deben temer jamás una palabra de censura con tal de que distribuyan a la mayoría del parlamento algunas sobras de la espléndida mesa que el Estado les tiene servida. En la práctica, los ministros son tan irresponsables como los diputados. Los numerosos abusos, las injusticias y los actos arbitrarios que cometen diariamente, quedan impunes.

Si una vez en un siglo, un ministro ha llegado a ser perseguido, bien porque su cunducta fuera realmente infame, bien por haber excitado contra sí odios apasionados, la persecución se terminó siempre con una comedia judicial ruidosa y aparente, y por un castigo de ridícula nulidad. El parlamento es una institución destinada a satisfacer la vanidad y la ambición de los diputados y a servir sus intereses personales. Los pueblos están acostumbrados desde hace millares de años a ser dirigidos por una voluntad soberana, y a tener encima de ellos, concediéndosele toda clase de honores y privilegios, a la aristocracia, en cuyas manos abandonan cuantas riquezas posee el Estado.

Grandes espíritus dieron a los pueblos en el sistema parlamentario, una forma gubernamental que le permite sustituir con su voluntad la voluntad soberana, y quitar a la aristocracia la entera disposición de la fortuna de Estado. ¿Qué han hecho los pueblos? Apresurarse a acomodar el parlamento a sus antiguos hábitos, de manera que, ahora como antes, una voluntad individual los gobierna y una clase privilegiada los explota; voluntad individual no se nombra forzosamente aristocracia de nacimiento, sino mayoría dominante en la Cámara. La antigua situación del ciudadano vulgar frente a frante del Estado no está modificada por el parlamento; mi Juan, al cual yo vuelvo siempre, tiene en todas partes que pagar los impuestos que él no establece, y cuyo empleo él no determina; a obedecer leyes que él no se fija, y de las cuales no ve la utilidad, a quitarse el sombrero delante de empleados que una voluntad extraña le impone. Juan se nombra John Bull en Inglaterra o Ivan en Rusia.

El sistema parlamentario ofrece una ventaja; permite a los ambiciosos subir sobre las espaldas de sus conciudadanos. Mostrará que esto constituye una ventaja. Todo pueblo, y particularmente si se encuentra aún en la fase de desarrollo ascendente y lleno de poder vital inagotable, produce en cada generación individuos a quienes una fuerza personal desarrollada de manera particularmente poderosa impulsa con impetuosidad a la libre dilatación del ánimo. Estas son naturalezas dominadoras que no soportan ningún' yugo, ninguna sujeción. Quieren tener la cabeza y los codos libres. No pueden someterse sino a su propia voluntad y a su propia manera de ver, jamás a las de otros. Obedecen porque quieren obedecer, nunca porque a ello sean forzados. Estas individualidades no pueden encontrar un obstáculo sin vencerlo o estrellarse contra él. La vida no les parece digna de ser conservada si no les aporta la satisfacción, que consiste en el libre desarrollo de todas las facultades y de todos los instintos. Tales individuos tienen necesidad de espacio. En la soledad lo encuentran sin luchar y sin dificultades. Si se convierten en anacoretas de los desiertos cirenaicos, estilitas o faquires, trapences del Canadá o roturadores de los bosques vírgenes de la America, pueden pasar su vida sin conflictos. Pero si han de permanecer en países civilizados, sólo hay para ellos, una plaza: la de jefe.

La situación de nuestro Juan no les convendría de ninguna manera. No son una blanda arcilla, sino un cristal duro como el diamante. No pueden habitar cómodamente en el compartimiento que la construcción del Estado les asigna y que de ningún modo es pruporcionada a sus formas y a su medida. Hay que darles un sitio ajustado a su talla y a sus necesidades. Se revuelven completamente contra la ley, para lo cual no se ha reclamado su asentimiento; se sacuden rudamente del empleo que pretende ordenarles en lugar de recibir sus órdenes. En los Estados absolutos no hay puesto para tales naturalezas. Esta forma política es por regla general más fuerte que la fuerza de expansión de dichos hombres, y sucumben en su esfuerzo para vencerla. Pero eso sí, antes de sucumbir, conmueven el Estado de modo tal, que tiemblan el rey sobre su trono y el campesino en su derruída cabaña. Aquéllos se tornan regicidas y rebeldes, o por lo menos bandidos o filibusteros.

En la Edad Media vagaban a lo Robín Hood a través de las selvas, o bien se convertían en condottieri y a la cabeza de un grupo de mercenarios causaban el terror de príncipes y pueblos; más tarde, conquistan y asolan como Cortés, como Pizarro, el Nuevo Mundo. se baten en calidad de capitanes de lansquenetes en Pavía, hacen fortuna como soldados de todos los belige.rantes en la guerra de Treinta Años, o menos honrados se convierten en ladrones como Schlndershannes o Cartouche. Hoy día se nombran en RUsia nihilistas, como ayer, en el imperio Otomano, se nombrababan 'Mehemet-Ali. Ahora bien, el sistema parlamentario permite a estos hombres de poderosa organización conservar su individualidad sin destruir la forma política y hasta sin amenazarla. Se necesita mucho menos trabajo para llegar a diputado que para alcanzar la situación de Wallestein. y es más fácil subir a ministro presidente de un Estado parlamentario que derribar un viejo trono. Como diputado se puede quedar derecho en la mayoría de las circunstancias en que Juan debería inclinarse, y como ministro presidente, sin duda hay que luchar, pero no que obedecer a una voluntad extraña. Así el parlamento es la válvula de seguridad que impide a los individuos expansivos de la nación producir explosiones devastadoras.

Estudiando la psicología de los políticos de profesión en todos los países parlamentarios, se halla que aquello que los impulsa a la vida pública, es la necesiiad de sentir fuertemente su personalidad, y de manifestarla en todos conceptos. Se llama esta necesidad, ambición o sed de mando. No haré objeción a tales designadones siempre que se les defina. ¿Qué es la ambición? ¿Es verdaderamente el deseo ardiente, desenfrenado de honores, es decir, de satisfacciones exteriores de la vanidad? Este móvil puede inspirar a drogueros enriquecidos el deseo de entrar en la Cámara de comercio o en el Municipio; en la carrera de un Disraeli, de un Kossuth, de un Lassalle, de un Gambetta, no juegan ningún papel. Sólo se agitan tales hombres por recibir en la calle el saludo de los imbéciles presumidos o importunos, por vestir un traje chillón y ridículo, y llevar constantemente a sus alcances, periodistas, biógrafos, fotógrafos, y por recibir peticiones de jovenzuelos de buenas familias en demanda de autógrafos. No es por satisfacciones de ese género por las que se expondrían los hombres políticos que antes he citado a las crueles miserias de la vida pública, de esta vida que renueva en medio de nuestra civilización pacífica todas las condiciones de la existencia de los primeros hombres; donde no hay ni reposo ni tregua, donde se debe continuamente combatir, observar, acechar, espiar, dormir con las armas a la mano y los ojos semiabiertos, donde cada hombre es un enemigo, donde se tiene la mano contra todos y las manos de todos contra la suya, donde se es incesantemente vilipendiado, maltratado, calumniado, herido en todos sus afectos, y donde se vive, en una palabra, como los pieles rojas sobre la pista de guerra en sus antiguos bosques. La titulada ambición que determina a los políticos de verdad a escoger una vida tan miserable y peligrosa, es no más que el impulso irresistible de sentir plenamente su propia personalidad; este sentimiento sublime y origen de placeres inexplicables, no es conocido del filisteo extenuado, el cual nunca será discípulo de aquéllos, pues al serlo no hubiera jamás encontrado obstáculos, y caso de encontrarlos, los hubiera vencido.

Lo mismo podemos decir de la sed de mando. El verdadero jefe de partido, nace tal; se cuida bastante menos de dominar a los otros, que de no dejarse dominar por persona alguna. Cuando él hace que las voluntades ajenas se inclinen ante la suya, es para adquirir el sentimiento delicioso de la fuerza y de la extensión de su propia voluntad. Para el que se encuentra colocado en medio del actual orden político y social y no quiere vivir como ermitaño voluntario en las soledades, no hay sino mandar o ser mandado. Las naturalezas vigorosas no podrán sufrir la última parte de esta alternativa, han de conseguir la primera; no porque ésta les cause particularmente piacer, sino porque hoy dia aún es la única forma bajo la cual el individuo puede sentirse libre e independiente. Si la sed de poder fuera realmente esto que el sentido literal de la palabra parece indicar, miraría siempre por debajo de sí y no por encima; contaría las cabezas que están colocadas más bajas que la suya, no aquellas que la rebasan.

Mas por regla general hace lo contrario. César prefiere ser el primero en una aldea que el segundo en Roma; en este último caso, mandaría en un millón de hombres y no tendría más que un solo señor, en una aldea no podría mandar sino algunos centenares de personas. La dominación en Roma, ¿no representaba para él una satisfacción mil veces mayor que en una aldea? Sí. el César hubiera querido solamente dominar. Mas él no quería sentir otra personalidad que la propia, y ésta se encontraba limitada si César en Roma era el segundo, en tanto que ella se desplegaba libremente en la aldea donde ninguna voluntad era más fuerte ni oprimía la suya. En esta sola palabra de César está encerrada toda la teoría de la ambición que lleva a los hombres políticos a la vida pública. Los diputados de última fila que no juegan su parte en los parlamentos sino como coristas o figurantes, pueden tener otros móviles; se agitan a fin de atrapar empleos para sí o para los suyos, de taladrar a escondidas el tonel del Estado e introducir una paja en el agujero y deleitarse bebiendo de balde; estos politiquillos y sacos de noche (carpet baggers), como se les nombra en la América del Norte; estos cazadores de puestos, mendigos de condecoraciones y parásitos del presupuesto, son simplemente los obreros pagados por los jefes, seres inútiles, y de ninguna manera partes esenciales en la máquina parlamentaria. En cuanto a los jefes, la principal ventaja es el libre despliegue de una personalidad que experimenta calambres dolorosos si tiene que permanecer encogida.

Ninguna palabra aparece tan frecuentemente en este orden de cosas como la palabra yo -Yo y nada más que yo- Esto es precisamente porque el parlamento es el triunfo, la apoteósis del egoísmo. En teoría, debe ser la solidaridad organizada; de hecho, es el egoísmo erigido en sistema. Con arreglo a la ficción, el diputado se despoja de su individualidad para sumarse con un ser colectivo impersonal por quien los electores piensan y hablan, quieren y obran; en la realidad, los electores se despojan por el acta electoral de todos sus derechos en favor del diputado, y éste adquiere todo el poder que aquéllos pierden. En su programa, en los discursos donde solicita los votos de sus electores, el diputado entra naturalmente en aquella ficción; no ha de trabajar más que por el bien general; desea olvidarse de sí mismo en provecho del pueblo. Pero estas son fórmulas que hasta el elector más sencillo, más condescendiente, no cree nunca a la letra. ¿Qué es para el diputado el interés general y el bien público? Puro negocio de comedia; el diputado quiere subir y el elector debe ser su escalera. ¿Trabajar para el pueblo? ¡Ni pensar en ello! Es el pueblo quien debe trabajar para él. Se ha llamado a los electores un ganado de votos; está metáfora es de una rara exactitud. El parlamento ha creado condiciones enteramente análogas a las del tiempo patriarcal. Los diputados ocupan la situación de patriarcas; su poder descansa sobre su riqneza, que consiste en la posesión de grandes rebaños. Sólo que hoy día no se componen estos rebaños de vacas ni carnéros, sino de aquel ganado metafórico que el día del voto deposita su papeleta en la urna electora!. Rabagás debía ser una caricatura y una sátira; me parece más bien un tipo real. Nada hay sorprendente ni risible en que Rabagás, el gran revolucionario, una vez llegado al poder con el concurso del pueblo, emplee contra este absolutamente los mismos medios de gobierno y de opresión que en sus discursos incendiarios había dicho ser crímenes de los ministros que los empleaban. Este cambio me parece natural y lógico. El político no lleva otro objeto en sus acciones que la satisfacción de su egoísmo. Para subir necesita obtener el apoyo de las masas. Pero no se obtiene tal apoyo sino a fuerza de promesas y de tradicionales frases de afecto que se pronuncian maquinalmente como un mendigo pndiera rezar un Padre Nuestro, El político se somete a este uso sin titubear. Cuando ya está nombrado por los electores, su amor propio se halla satisfecho y las masas dispersas completamente a sus ojos para no surgir de nuevo hasta que aquéllos le amenacen con quitarle su poder. Entonces, hará por conservarlo lo mismo que hizo para adquirirlo. Según las exigencias de la situación, apelará de nuevo al repertorio de promesas y frases de efecto, o amenazará con el puño a aquéllos que murmuren. Este es el encadenamiento de premisas y de consecuencia lógícas que reciben el nombre de sistema parlamentario.
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