Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro tercero - Capítulo cuartoLibro cuarto. Capítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO CUARTO
La mentira política
Capítulo primero



Fijemos la vista en un hombre del pueblo que viva en medio de la civilización moderna sin lazos de familia, sin relaciones que le procuren el favor de los poderosos, y por él toda clase de privilegios, y veamos cuál será su situación dentro del Estado. Advierto a mis lectores que hablo del ciudadano de un Estado ideal en la Europa.

El hombre que presento como ejemplo se halla en la niñez, y sus parientes comprenden que es necesario formar su espíritu. Lo envían a la escuela. Antes de admitirlo, el maestro exige a los padres la partida de nacimiento del niño. Parece que para disfrutar de los beneficios de la instrucción pública debería ser bastante a un hombre existir y haber alcanzado un cierto grado de desarollo físico y moral. Mas no; le es preciso también un certificado en que conste que ha nacido. Este documento es la clave indispensable de la lectura y la escritura. Si no lo posee, necesita recurrir a una operación oficial muy complicada, cuyos detalles nos llevarían demasiado lejos, para establecer la prueba numerada, timbrada y signada, de que ha nacido. El niño entra, por consiguiente, en la escuela, y de ella se ve libre algunos años después, y a disposición de empezar a ganar su vida. Siéntese apto para ofrecer a sus ciudadanos el auxilio de sus consejos y diligencias en los trabajos del Derecho. Mas esto no le será permitido si no posce un permiso especial del Estado bajo la forma de un diploma. Por el contrario es libre para prestar utilidad haciendo zapatos, aunque un zapato mal hecho ocasiona, con frecuencia, más dolores que un consejero poco inteligente en un asunto jurídico. Llega nuestro hombre a la edad de veinte años, y desea emprender un viaje para completar su educación; esto no le será permitido. Ha de cumplir con sus deberes militares, renunciar por algunos años a su individualidad, a ese bien del que tan doloroso es perder siquiera la sombra, según dice Schlemil, en breve debe renunciar a su voluntad y convertirse en autómata. esto me parece muy bien. Se debe tal sacrificio al Estado, cuya seguridad, podría verse amenazada uno u otro día por algún enemigo poderoso.

Durante su permanencia en las filas, mi buen Juan -le nombraré Juan para mayor comodidad- halla ocasión de enamorarse de una María; pero es hombre honrado y desdeña ser dichoso en la cocina con aquella que él ama, a pesar de ser éste el método cómodo usado en las guarniciones. Juan desea casarse; mas no lo puede hacer. Todo el tiempo que sea soldado ha de permanecer soltero. Sin embargo, al contraer matrimonio un soldado, no lesionaría ningún derecho, no disminuiría el poder defensivo del Estado, ni a este le interesa, en una palabra, su persona ni de cerca ni de lejos; no importa, Juan debe aguardar, para ser felíz, a que llegue el momento de abandonar sus pintarrajeados vestidos. Mas he aquí que el momento ha llegado; Juan ¿podrá casarse con María? Ciertamente, si poseen los dos cuantos papeles, en verdad bien numerosos, son necesarios; si les falta uno solo, ¡adiós, boda! Pero Juan ha vencido este obstáculo afortunadamente, y desea establecer una taberna. Mas no puede si la policía no le autoriza, y ésta puede autorizarle o no, según le plazca.

Necesita del mismo permiso para dedicarse a otras muchas profesiones cuyo ejercicio, sin embargo, no daña los derechos de las personas, ni es ruidoso, ni inmoral, ni peligroso. Juan quiere reedificar su casa; mas no la puede ni aún tocar si antes no se procura una licencia, por escrito, de la policía. Esta licencia se le concede; pero la calle pertenece a todo el mundo; la casa de Juan tiene su fachada a la calle y debe, por consecuencia, someterse a las prescripciones generales. Posee también un vasto jardín situado lejos de todas las vías públicas, en un paraje que jamás ojos extraños tuvieron necesidad de ver, ni otros pies que los suyos llegaron a pillar. Juan quiere elevar en dicho jardín una construcción. Esto no le es permitido sin licencia de la policía, de ese inevitable entorpecedor público. Juan tiene un almacén, y no ha menester de un día de reposo en la semana; desearía vender en los domingos como en los otros días. No puede hacerlo sin exponerse a que la policía lo agarre por la garganta y lo meta en prisión. Si su establecimiento es un restaurant, sufre con gusto el insomnio, y no se dolería de tener abierta su casa toda la noche; mas la policía le prescribe una hora fija para cerrarla, bajo la pena de recibir un castigo. Su María le da un hijo; ha de hacerle inscribir en el Registro Civil, o si no algún día el pequeño sufrirá fatales consecuencias. Debe también sujetarlo a la vacunación, aunque Juan ha visto a muchas personas no vacunadas, tener viruela benigna y curarse de ella, y otras vacunadas morir de aquella enfermedad.

Omito cien experiencias dolorosas sufridas por Juan en el curso del año. Pensó explotar un ómnibus haciéndole recorrer las calles de su pueblo, mas no pudo sin permiso de la policía. Deseaba penetrar en una parte encantadora de un jardín público de la villa, siempre fresco y agradable, situado en las afueras de aquélla, pero no logró obtener el derecho de entrar. Quiso un día emprender a pie una larga excursión a través de su provincia; pasadas algunas horas de marcha, encontró un gendarme que le dirigió toda clase de preguntas indiscretas respecto a su nombre, estado, origen y punto a que se encaminaba, y como Juan se resistía a enterar a un hombre que le era absolutamente desconocido, y que se había él mismo presentado sin dar su nombre y sin saludar, según es costumbre, el gendarme le causó todo género de molestias que le hicieron desistir de su proyectado viaje. Cierto día un vecino le arrebata, por la fuerza, un trozo de jardín para unirlo a su propio dominio; el caso es por demás simple, el agravio es evidente, Juan presenta querella; el pleito dura algunos meses; Juan lo gana, mas su adversario es insolvente; aquél recobra, sin duda, su trozo de jardín, sólo que había perdido en tiempo y dinero, casi veinte veces el valor del terreno recuperado, sin hablar de los disgustos, que no contaba por hallarse habituado a ellos desde la infancia. Juan había visto en el Museo un buen cuadro de la época del Renacimiento, y el traje de los personajes le gustó de tal modo, que se encargó uno idéntico y con él fue a pasear cierto domingo por las calles; en seguida la policfa le obligó, con la amenaza de ser preso, a renunciar a lo que llamaban los polizontes una mascarada.

Encuentra algunos amigos que piensan como él, y resuelve con ellos formar una sociedad en la cual cada uno pudiera manifestar su descontento respecto a las leyes existentes. Al punto la policía le reclama la lista de los socios, y no tarda en prohibir la sociedad a causa de su carácter político. Como Juan se halla obstinado, funda una segunda que no se ocupa sino de cuestiones económicas. Esta es una sociedad de ahorro y de consumo. La policía le hace disolver, porque Juan ha descuidado el pedir anticipadamente permiso. En medlo de muchas vicisitudes, Juan llega a viejo. Cuando está contento, se consuela diciéndose que los rusos, después de todo, tienen aún menos comodidad en su pais de la que él posee en el suyo; por el contrario, hallase de mal humor, y se irrita pensando cuánto más libres son que él los ingleses y los americanos; así lo cree, a lo menos. por haberlo leído en los periódicos. Un día muere su María. Ni aún en la muerte quiere separarse de ella, y toma su partido para que esto no suceda; la entierra en su jardín bajo el árbol por ella preferido. Esta vez sí que una verdadera tempestad policiaca se desencadenó sobre su cabeza. De ningún modo le estaba permitido enterrar a su esposa en su propio suelo. Juan fue severamente castigado. María, exhumada sin ceremonias y llevada al cementerio.

Se encuentra Juan solo en el mundo. Lleno de tristeza; pierde el valor, abandona los negocios y llega bien pronto a una pobreza extremada. Un día, en su desesperación, se arrima a la esquina de una calle y pide limosna. Al punto un agente de policía le impide que implore la caridad, y lo conduce al despacho del inspector, donde tiene lugar una conferencia instructiva. Sabéis que la mendicidad está prohibida, le pregunta el inspector en tono severo. Lo sé, mas no me explico la causa, contesta Juan dulcemente, puesto que no importunaba a persona alguna, y no hacía sino tender la mano en silencio.

- Esto es perder nuestro tiempo en charlanería inútil; sufriréis ocho días de prisión.

- ¿Y qué haré cuando quede libre?

- No me corresponde a mí pensarlo; ese será negocio vuestro.

- Soy viejo y ya no puedo trabajar; nada poseo, y además me encuentro algo enfermo.

- ¡Si estais enfermo, marchad al hospital!, grita el funcionario impaciente; mas añade al momento: Pero no podéis ir al hospital si sólo estáis un poco enfermo; habéis de estarlo por completo.

- Comprendo, dice Juan, se ha de tener una enfermedad que cause la muerte bien pronto si no se cura con rapidez.

- ¡Justamente!, afirma el inspector; y pasa a otro punto.

Juan termina su prisión, después de la cual, tiene la suerte de ser admitido en un establecimiento de caridad. Está alimentado, aunque mal, y vive como un malhechor o prisionero. Se halla forzado a vestir una especie de uniforme, que en las calles le atrae miradas de menosprecio. Cierto día Juan encuentra en la calle a un sujeto que había conocido en sus tiempos más felices; le saluda, pero sin obtener contestación; Juan marcha derecho a él y le dice:

- ¿Por qué ese desdén?

- Poroue no habéis seguido el ejemplo de las gentes sensatas que se han hecho ricas. responde aquel hombre, con aire de repulsión y prosigue su camino.

Juan se torna melancólico. Toda clase de ideas negras se apoderan de su espíritu. Durante un paseo que dió una hermosa mañana de sol, repasa en el pensamiento toda su vida y se habla desde luego en voz baja, después con voz de más en más irritada.

Heme aquí de sesenta años de edad, ¿y cuál ha sido mi suerte en todo ese tiempo? Yo no he sido jamás dueño de mi persona; yo no he tenido jamás el permiso de querer. Apenas pensaba ejecutar un proyecto, cuando la autoridad se mezclaba con él y lo sembraba de obstáculos. En mis negocios, aún en los más personales, los extraños tuvieron siempre puesta su nariz burocrática. He debido tener para todo el mundo cuidados que persona alguna reclamaba en particular, y nadie ha tenido esos cuidados para mí. Bajo el pretexto de proteger los derechos de los otros, me han arrebatado los míos, y si reflexiono bien, a los otros también les han arrebatado los suyos con la misma excusa, En lo único que se me ha tolerado conducirme a mi gusto, ha sido, a lo más, con mi perro, y ni siquiera con él, pues si llego a golpearle, la sociedad protectora de los animales, ayudada de la policía, hubiera invadido mi tienda. Que yo haya debido sufrir las vejaciones del servicio militar, lo Comprendo todavía, aunque si el enemigo lograba, sin resistencia, invadir el país, me habría causado difícilmente mayores miserias de las que me causó mi amado gobierno; comprendo también que he debido pagar los impuestos, pues justo es retribuir a la policía que siempre ha velado por mí paternalmente, aunque no hubiera sido muy necesario hacerme pagar una industria que no me alimentaba, y apoderase de mis bienes si yo no podía pagar. Mas, ¿por qué las otras vejaciones? ¿Qué vehtajas me ofreció la autoridad, en cambio de todos los sacrificios que ha reclamado de mí? Ella ha protegido mi propiedad, sin duda, y esto fácilmente, pues no tengo ninguna, y cuando se me arrebató la poca que tenía, un pedazo de mi jardín, aun me atormentó y me hizo pagar por aquello. Al no existir autoridades, cada cual obraría a su manera. ¿Y después? En este caso yo habría molido a palos a mi vecino, o él lo habría hecho conmigo, y he aquí terminada la diferencia. La policía vela poque estén las calles bien enlosadas. ¡Por Dios! ya no sé si deseo mejor andar con fuertes botas entre el cieno, que sufrir estas eternas incomodidades. ¡Que el diablo los lleve a todos!.

Llegado a este punto de su monólogo, Juan se precipita en el río, por cuya orilla marchaba desde un momento antes. Mas la policía se encontraba también allí; lo saca del agua, y conducido ante el juez, éste lo condena, por tentativa de homicidio, a un largo aprisionamiento. Por fortuna o por desgracia, no sé por cuál de las dos, Juan cogió un enfriamiento mientras estuvo en el río; esto le trajo una fluxión de pecho, y murió en la prisión. La policía formalizó un proceso verbal; éste fue el último.

El pobre Juan ha razonado como un hombre irritado y sin ilustración. No habló jamás sino de la policía por no ver mas que a ésta, que representaba para él el Estado y las leyes; también exageró evidentemente los defectos de la civilización, desconociendo los beneficios. Mas en suma tenía razón. Las violencias que el Estado impone a los individuos, están por completo fuera de proporción con las facilidades que le ofrece un cambio. El ciudadano, es claro que no renuncia a su independencia sino con un fin determinado, y atendiendo a ciertas ventajas. Supone que el Estado, a quien él sacrifica una parte de su derecho de soberanía, le promete en revancha velar por su vida y por su propiedad; piensa que el Estado se servirá de las fuerzas reunidas de todos los cindadanos para realizar aquellas acciones ventajosas para el individuo, que éste no podría emprender ni llevar a cabo por sí solo. ¡Y bien! Tiene que confesarse que el Estado no responde a estas suposiciones, sino muy imperfectamente; apenas lo hace mejor que los grupos bárbaros primitivos, y éstos, en cambio, concedían a sus miembros una libertad individual incomparablemente más grande que la que le concede el Estado culto.

El Estado debe asegurar nuestra vida y nuestra propiedad. No lo hace, pues no le es dado impedir las guerras que producen la muerte violenta de un muy grande número de ciudadanos. Las guerras entre pueblos civilizados no son mucho más raras ni menos sangrientas que las surgidas entre pueblos salvajes; con todas las leyes y restricciones de la libertad, el hijo de la civilización está poco más protegido contra el arma homicida de un enemigo, que el bárbaro que no conoce los beneficios de la tutela policíaca. A menos que sea de parecer que morir dentro de un uniforme por la mano de un matador igualmente uniformado y obediente a un mandato, sea cosa más consoladora que ser aplastado por un guerrero pintado de rojo, y que se sirve de un hacha de piedra. Ciertos espíritus sueñan con la supresión de la guerra y su reemplazamiento por el arbitraje. Esto, que debe ser, será. Yo no hablo de un porvenir lejano, sino del presente. En la actualidad, la coacción de todas las libertades en tiempo de paz no dispensa al individuo de defender él mismo su piel en los momentos críticos, otro tanto que lo debe hacer el salvaje errante a través de los bosques primitivos.

Independientemente también de la guerra, los reglamentos no protegen más la vida del individuo, que lo hace el estado de barbarie. En el seno de las tribus salvajes, el homicidio, entre miembros de una tribu, no es más frecuente que en los países civilizados. Los actos de violencia son casi siempre efectos de la pasión, y esta escapa por completo a la acción de nuestras leyes prohibitivas. La pasión es una recaida en el estado primitivo. Es la misma en el hombre de la más elevada clase de nuestros salones que en el negro de la Australia. Sejuetos a ella, se mata y se hiere sin ningún miramiento a la ley y a la autoridad. Para el asesinado a quien, quizá un rival amoroso, partió el corazón de una puñalada, importa poco que la policía arreste al asesino y lo mismo que lo castigue. Y todavía el castigo no es del todo cierto, pues se ve frecuentemente a un jurado ablandarse y absolver a los autores de actos cometidos bajo el imperio de la pasión. El salvaje, asimismo, tiene el débil consuelo de que el asesinato será castigado en su autor, y de un modo mucho más seguro que entre los hombres civilizados; pues el criminal escapa con mayor dificultad de la venganza o de la proscripción en ei estado de barbarie, que de los lazos de la policía.

Al lado del crimen por pasión hay el premeditado y cometido a sangre fría. este último se repite infinitamente más en los países cultos que en los salvajes. Es, ante todo, la obra de una cierta clase de hombres que no existe sino por la civilización. Está probado que los criminales por hábito son organismos degradados, retoños de borrachos o de libertinos y que se hallan invadidos dela epilepsia o de otras enfermedades causadas por la degeneración de los centros nerviosos. La miseria especialmente condena a los pobres en las grandes ciudades a debilitarse física y moralmente, hasta el punto que se ve estallar entre ellos la criminalidad como un estado patológico. Todas las leyes del mundo son impotentes para impedir los crímenes que resultan como una consecuencia de la civilización, y los asesinos, los bandidos, aparecen en medio de nuestra sociedad reglamentada, en forma aún más amenazadora que en la smalah del beduino, que no tiene ni oficinas de estado civil, ni fisco ni catastro.

La propiedad no se halla mucho más segura que la vida. A despecho de todas las leyes y de todos los reglamentos, se roba y se saquea, ya directamente, como un pick-pocket, ya de un modo indirecto, explotando, según las ocasiones, a los individuos o a las masas. ¿Qué protección se hallará contra el intrigante que se lleva los millones que administra del pueblo, o contra el bolsista que juega a la baja y disminuye o destruye por un golpe de mano numerosas fortunas? el hombre civilizado que pierde su dinero invertido en papel, ¿perdió menos su fortuna que el salvaje a quien se arrebata su rebaño? Se me dará, tal vez, una respuesta que se presenta fácilmente: cada uno puede ponerse en guardia contra el intrigante y el agiotista; nadie os fuerza a entregar vuestro dinero al primero, ni a poseer los papeles que el otro quizá haga despreciar por una jugada de Bolsa. Yo respondería: ¡Sí, sin duda; se puede estar en guardia! El hombre inteligente, el hombre razonable, desde luego; pero al vulgo no le es posible. Y además, si el vulgo cuida de la protección de sus intereses, ¿para qué sirve entonces y a quién proteje la ley? ¿Para qué se hacen los sacrificios de la libertad y de los impuestos? El bárbaro, dotado como está de excelentes perros, de buenas armas y de no pocos servidores, provisto de bastante fuerza y astucia. defiende suficientemente cuanto posee sin el socorro de ninguna policía. Mas en la sociedad civilizada, quien no tenga habilidad y con ella vigilancia, ese es robado por todos lados, a despecho de las inumerables plumas que todos los días en las oficinas garrapatean sobre papel timbrado.

Véase otra consideración. No solamente debe el hombre civilizado defenderse él mismo tanto como el bárbaro; debe, además, para la protección que el Estado juzga oportuno concederle, y que no es suficiente sino en teoría, hacer continuos sacrificios de dinero, con frecuencia más considerables que la suma misma que se trata de proteger. El rico, naturalmente, da al Estado mucho menos de lo que él conserva; pero los millonarios son en todas partes una excepción. La regia en que una gran mayoría en todos los países, hasta en los más opulentos, sea indigente o posea no más que lo necesario. Sin embargo, cada cual, hasta el pobre, paga tanto de impuestos que en los últimos años de su existencia viviría con holgura, si hubiera guardado para sí los frutos de su trabajo, en lugar de entregarlos al Estado. Que al salvaje le arrebatasen sus bienes, es cosa posible; que al hombre civilizado se le prive de ellos por el Estado, bajo la forma de impuestos o indirectos, es cosa cierta. Y si después de haber satisfecho todas las cargas, el hombre civilizado posee todavía alguna cosa, la puede perder por robo o por estafa tanto como el bárbaro, que al menos no ha de pagar por aquello.

La situación del hombre civilizado es, por consecuencia, la de quien preguntando a un batelero el precio de la conducción de Strasburgo a Bale, recibió esta respuesta: Cuatro florines en el bote; mas solamente dos florines si tu ayudas a tirar de la cuerda sobre el camino de halage. El caso del hombre culto es todavía peor, pues no se le deja la misma alternativa; debe, de bien o mal grado, ayudar a tirar del barco, y pagar, además de esto, los dos florines.

Nos queda por examinar el último fin del Estado: la reunión de las fuerzas de todos en vista de los efectos útiles que producen al individuo, y que no podrían ser obtenidcs por él sólo. Este es el trabajo que llena el Estado; no se puede desconocer, pero lo cumple mal o imperfectamente. En su organización actual, el Estado es una máquina que trabaja con enorme despilfarro de fuerzas; para el efecto útil no subsiste sino una muy pequeña parte de las producidas con los más grandes gastos posibles; el resto se emplea en vencer los obstáculos interiores; se pierde entre el humo, o en hacer sonar el silbato. La forma en que todos los Estados europeos están gobernados hoy día, permite disipar en empresas locas, peligrosas o criminales, los sacrificios exigidos al ciudadano. El capricho de algunos hombres o el egoísmo de muy pequeñas minorías, determinan muy frecuentemente el fin hacia el cual son dirigidos los esfuerzos de la sociedad. El ciudadano trabaja y sufre para que se sostengan guerras que aniquilan su vida o su bienestar; para que se construyan fortalezas, palacios, caminos de hierro, puertos o canales, de los que ni él ni las nueve décimas partes de la Nación obtendrán jamás el menor provecho; para que nazcan nuevos gobiernos que hagan la máquina del Estado todavía más pesada, el frotamiento de sus ruedas aún más duro; para que se pague largamente a empleados que no tienen otro objeto que el de pasar a su costa una existencia magnífica y volverle penosa la vida; en una palabra, el ciudadano trabaja y sufre para hacer él mismo su yugo más pesado y sus cadenas más sólidas, y para autorizar que se le saque más trabajo y más sangre.

Únicamente los Estados muy pequeños o aquellos otros que poseen gran descentralización y gran autonomía, son los que no despilfarran tan vergonzosamente el trabajo del ciudadano; por su naturaleza y sus condiciones de existencia, dichos Estados se aproximan a las sociedades cooperativas, en las cuales cada miembro puede darse fácilmente cuenta del empleo de las cuotas que satisface, impedir o dificultar los gastos inútiles, combatir desde el principio las empresas sin porvenir, o renunciar a tiempo; en ellos se conoce inmediatamente cada ganancia y cada pérdida: la una os indemniza de vuestros sacrificios; la otra os impide continuar por mal camino. Sin duda en tales Estados es dificil fijarse en elevados ideales o en puntos ljanos que no proporcionen a cada individuo una ventaja inmediata; pero es más dificil aún satisfacer las fantasías individuales con ayuda de la colectividad, u obtener de ésta el dinero necesario para comprar el bastón que después haya de servir para maltratarla.

Resumamos: el exceso moderno de gobierno, las escrituras, los protocolos, el funcionarismo, las prohibiciones y los permisos sin fin, no protejen más la vida y la prosperidad del individuo, de lo que pudiera hacerlo la ausencia de todo este aparato complicado. En cambio, de cuantos sacrificios en sangre, dinero y libertad el ciudadano hace al Estado, aquél apenas recibe de éste otros elementos que la justicia, en todas partes desmesuradamente lenta y costosa, y la instrucción, que se halla lejos de ser a todos accesible en el mismo grado. Si ha de obtener estas mismas ventajas, tendrá necesidad de trabajar para librarse de alguna de las numerosras restricciones que coartan la independencia del ciudadano. Decir que la libertad del individuo no es atenuada sino atendiendo a los decretos de los otros, es simplemente una majadería; esta falsa consideración hace que se nos oprima, y priva a todo el mundo de la mayor parte de su libertad natural; la ley ejerce de golpe y seguramente sobre cada ciudadano la violencia que, sin ella, tal vez emplearan algunas naturalezas dominadoras en casos excepcionales sobre algunos.

Es verdad que, en nuestra cultura actual, la duración media de la vida del individuo es más larga, su salud está mejor protegida, el nivel de la moralidad general es más elevado, la vida social más tranquila, la violencia más rara que en el estado de barbarie, en tanto que no proviene de criminales incorregibles; solamente que el mérito de esto no lo tienen la burocracia y los reglamentos, sino que es la consecuencia natural de un grado superior y de la mayor moderación de los hombres.

El ciudadano. en medio de las esclavitudes que por las instituciones del Estado le son impuestas, debe protegerse a sí mismo tanto como necesita hacerlo el libre salvaje; mas aquél es menos hábil que éste, pues aprendió mal u olvidó el cuidado que debe tomarse por su propia conversación, y no comprende la medida justa de sus intereses. Está habituado desde la infancia a sufrir la opresión y la contrariedad, contra las cuales el salvaje se revolveríá aún con peligro de su vida. El Estado le inculca la idea de que las administraciones y las autoridades se han de ocupar de él en todos los casos; la ley ha quebrantado la elasticidad de su carácter, ha destruído bajo su presión continua toda la fuerza de resistencia, y le ha conducido a no ver tampoco en la tiranía una injusticia. Es falso que el Estado tenga necesidad de todas las prescripciones de policía para proteger nuestra vida y nuestros bienes; en los campamentos de buscadores de oro en el Oeste de América y en la Australia, los individuos se encargan ellos mismos de su defensa, formando comisiones de vigilancia; sin ningún aparato burocrático, el orden más ejemplar no tarda en reinar. No es verdad que debamos someternos a todos los enredos legales para que la justicia reine entre nosotros; en aquellas mismas sociedades primitivas de las cuales vengo hablando, nace sin oficinas, sin instancias y sin protocolos, por el sólo sentimiento de equidad, un derecho público y privado que asegura al primer ocupante su propiedad y todos los frutos de su trabajo.

Así es como pasan las cosas en un grupo formado de individuos los más rudos, los más apasionados y los más brutales de todas las naciones. ¡Y la gran mayoría de los seres dulces, pacíficos. amigos del reposo, tendrá necesidad de andadores indispensables! Si hoy día se aboliesen las nuene décimas partes de !as leyes y de los reglamentos existentes, de los empleos, de las autoridades, de los documentos y de los procesos verbales, la seguridad de cada persona y de cada fortuna sería la misma que actualmente; cada uno continuaría disfrutando de sus derechos sin restricción; el individuo no perdería ninguna de las ventajas efectivas de la cultura moderna, y obtendría así la libertad de movimiento, experimentando una viva satifacción, de la cual no se puede formar ninguna idea en el estado hereditario actual de aprisionamiento universal. Puede ser que en el primer instante, tal libertad fuera para él una causa de inquietud y de temor, como le ocurre a un pájaro criado en jaula si se le abre la puerta de ésta; en alcanzando el completo desenvolvimiento de sus alas, deberá aprender a no sentir en adelante miedo del espacio. De otra parte, es muy cierto que un bárbaro, habituado a disponer de sí a a gobernarse solo, no podría, sin experimentar vivo y continuo dolor, hallanse en un medio en el que sintiera constantemente una mano que pesara sobre él y un ojo que le vigilara, donde oyera a toda hora resonar órdenes en su oído, donde fuera siempre guiado por voluntades extrañas. Probablemente los reglamentos y el papel timbrado lo matarían en poco tiempo.

El estado que yo represento como deseable, ¿es la anarquía? Sólo un lector superficial o distraído podrá sacar esta conclusión de aquello que precede. La anarquía, la ausencia de gobierno, es un invento de espíritus inquietos y ciegos. Desde que dos hombres entran en relaciones durables de vida común, se establece entre ellos un gobierno, es decir. formas de tratos, reglas de conducta. respetos y subordinaciones claramente establecidos. El estado natural de la humanidad no es sino el de una aglomeración sin forma; mejor, si se me permite decirlo así, el de una cristalización por consecuencia de una disposición determinada y regular de moléculas. Entre aquel caos social se forma inmediatamente, por sí mismo, un organismo político. La crítica razonable no reclama, por consiguiente, la anarquía, que es en absoluto imaginaria, pero sí la oligarquía, estado en donde se gobierna cada uno por sí mismo y donde se gobierna poco. Esta es una gran simplificación de la máquina gubernamental, al ahorro de todos los rodajes inútiles, la liberación de una violencia sin objeto, la reducción de las exigencias del Estado enfrente de los ciudadanos, a aquello que es claramente indispensable para el buen cumplimiento de sus funciones.

En el estado ideal que supongo, el individuo trabaja para la comunidad; en otros términos debe pagar los impuestos, pero sin llegar a ver en las cargas públicas los caracteres de exacción que hoy día las hacen odiosas. Cada uno compra sin dificultad su pan, paga su entrada en el teatro, satiface su escote en las asociaciones y en los circulos, y deplora, a los más, no encontrar fácilmente las sumas necesarias. ¿Por qué? Porque recibe inmediatamente un valor en cambio de su dinero, y nunca puede tener la idea de que se le robe. Allí donde el gobierno es de tal modo sencillo que cada individuo puede reconocer el fin que se persigue vigilar el trabajo y auxiliarlo, el ciudano ve en los impuestos un gasto del cual percibe el equivalente; sabe, por decirlo así, lo que obtiene por cada céntimo de impuesto y la equidad evidente de una tal transacción, impide todo mal humor.

En el estado actual, por el contrario, el impuesto se hace necesariamente odioso; no solamente ve el contribuyente los grandes gastos que se necesitan por la mala construcción del aparato gubernamental, sino que el impuesto es en todas partes mucho más elevado y su repartición injusta, resultando de la organización histórica de la sociedad y de las leyes injustas; además, el impuesto es sobre todo odioso, porque se halla determinado por el fisco, y no con arreglo a un fin político razonable. El fisco es la explotación del pueblo, erigida en sistema para sacarle las mayores sumas posibles, sin tener en cuenta el objeto racional del Estado y las consecuencias económicas para el individuo. El fisco no pregunta: ¿Qué sacrificios son necesarios para el cumplimiento de los deberes reales y legítimos del Eetado? Pero si: ¿Cómo se podrá conseguir arrancar al pueblo las más fuertes contribuciones imaginables? No pregunta: ¿Cuál es el mejor medio de economizar los intereses del individuo, sin desatender por eso los del Estado? Pero sí: ¿Por cuáles medios, nuestros recaudadores de contribuciones nos acapararán el dinero de los pueblos lo más fácilmente y con el menor gasto de trabajo intelectual y de cuidados? Con arreglo a las ideas modernas, el Estado es una institución destinada a favorecer el bien individual; con arreglo a las ideas feudales, al contrario, el individuo es un forzado que ha de contribuir al esplendor y a la fuerza del Estado; el fisco descansa sobre la misma idea. Por ella el Estado preexiste naturalmente y domina; el ciudadano ha venido más tarde, y él es naturalmente el elemento dominado: el impuesto no es un gasto que se impone a sí mismo. que se paga a sí mismo y por el cual se procura ventajas; es un tributo que paga a un tercero, y por el cual este tercero, el Estado-ogro, no debe sino un recibo de finiquito. Nosotros nos sentimos miembros de una libre asociación en vista de fines comunes; el fisco ve en nosotros prisioneros del Estado que no tienen ningún derecho. Nosotros nos llamamos ciudadanos, el fisco nos apellida contribuyentes.

El desarrollo histórico del impuesto ha debido necesariamente conducir al fisco. En los Estados primitivos no había contribuciones. El jefe de la tribu subvenia a su lujo con su fortuna personal; en la guerra, cada hombre, capaz de llevar armas, atendía a sus propias necesidades, siendo la principal de éstas el sacerdote, a quien se pagaba con todo rigor un diezmo. El Estado nada necesitaba, por consecuencia nada tenía que exigir de sus miembros. Más aquello cambia tan luego como la ficción el origen divino de la persona y del poder del rey da lugar al despotismo oriental, o bien cuando una raza de conquistadores extranjeros domina cualquier nacion subyugada. En los dos casos, la masa del pueblo es un tropel de esclavos, una propiedad personal del rey o de los invasores; el pueblo habrá de pagar las contribuciones, no por el bien del Estado, sino para el tesoro de sus dueños; los impuestos del pueblo formarán la renta natural de aquellos, como si fueran el producto de sus bienes raíces o de sus rebaños.

Los pueblos libres consideraban las contribuciones como una afrenta, como una prueba de servidumbre; se han necesitado siglos de opresión para conducir a las tribus germánicas, por ejemplo, a pagar los impuestos que ellas estaban habituadas a arrancar a las naciones vecinas con la punta de la espada. La ficción, que veía en los ciudadanos siervos obligados ante todo a trabajar para su propietario, el rey, cambió, al morir la Edad Media, el fundamento del derecho político y de las relaciones entre el súbdito y el señor, que representaba él solo todo el Estado. Esta ficción domina todavía, bajo la forma del fisco, en nuestro Estado moderno, fundado, según se pretende, sobre la soberanía popular, con sus constituciones y sus parlamentos.

Sobre una ficción absolutamente igual, descansa el organismo de nuestras oficinas, y se informa la conducta del empleado enfrente del ciudadano. Conforme a la idea moderna del Estado, el que obtiene un empleo debe ser mandatario del pueblo, de quien recibe sueldo, poderes y consideración, su empleo, en una palabra. El emplado debería, en virtud de esta idea, considerarse constantemente servidor de la nación y rroponsable para con ella, no olvidando jamás que fue nombrado para cuidar a toda hora de los intereses de los particulares, que éstos no pueden vigilar por sí mismos tan segura y fácilmente; recordando también, que en teoría. la nación tiene tan poco necesidad de él como una casa puede tenerla de cualquier servidor, puesto que siempre habrá quien lo sustituira; que si a la nación se le asignan empleados, es únicamente para dividir el trabajo y por las ventajas que de ello han de resultar. En realidad, sin embargo, el empleado no se considera el servidor, sino el amo del pueblo. Cree deber su autoridad, no al pueblo, sino al jefe del Gobierno, ya este se nombre rey o presidente de la República. Se cree depositario de una parte trascendental del poder soberano. Exige, por consecuencia, que los ciudadanos le manifiesten el respeto y la sumisión que ellos deben al principio de la soberanía.

Históricamente, la burocracia es la continuación del bailaje. El escribiente que en su despacho trata con groseria al ciudadano llamado ante él, es el heredero del preboste o del celador que un déspota, en los siglos de tinieblas, colocaba encima de su pueblo de esclavos para mantenerlos en la obediencia con ayuda del látigo y de las lanzas de los caballeros de su guardia. El empleado cree tener una partícula de la gracia de Dios, y reivindica para sí la infalibilidad divina. se halla por debajo del jefe supremo del estado, pero encima de los gobernados. Estos forman el rebaño; el jefe de la nación es el pastor, y el empleado el mastin que guarda las ovejas, y tiene por lo tanto el derecho de ladrar y de morder, debiendo sufrirle los corderos. ¡Y éstos aún lo sufren resignados!

El ciudadano vulgar, aquel de la especie de nuestro Juan, entre plenamente en las ideas del empleado. Le reconoce el derecho de mandar, y acepta para sí el deber de la obediencia. Si se acerca a la autoridad, no es para reclamar aquello que a él le es debido, sino como para implorar sus favores; sería, por lo demás, insensato al encolerizarse contra esta situación patológica, pues en una lucha con el empleado, éste quedará probablemente vencedor, y, aún en el caso más favorable, los intereses del ciudadano sufrirían demoras y graves ataques de todo género.

El fisco tiene por compañero el caciquismo: ambos son deducciones lógicas que provienen del conrepto de un amo por la gracia de Dios y de la sumisión a él por la cólera de Dios. Hoy día, como hace siglos, las leyes están completamente bajo la influencia del fisco y del caciquismo. De cada cien leyes hechas, bien con el concurso del pueblo, bien sin él, existen seguramente, noventa y nueve que no tienen por objeto acrecentar la libertad de acción y las satisfacciones en la existencia del ciudadano, sino el facilitar a los jueces y a los agentes de toda clase de autoridades, el ejercicio de los derechos soberanos que ellos se arrogan. Sométesenos a mil disgustos, con el fin de que el empleado pueda gobernar y percibir las contribuciones más cómodamente. Se nos marca, como a los animales de un rebaño, con números y letras, para que se pueda más fácilmente acorralarnos y explotarnos. Todos sufrimos castigos a priori, y experimentamos restricciones vejatorias, porque alguno de nosotros, excepcionalmente, podría alguna vez traspasar los límites de la ley. ¿Debo probarlo con ejemplos? Todos los comerciantes son forzados a tener sus libros de una manera determinada exactamente prescrita por la ley. ¿Por qué? Porque alguno de ellos puede sea culpable un día de quiebra fraudulenta, y el juez de instrucción no se dará muy fácilmente cuenta del estado de las cosas, si todos los negocios no son llevados muy cuidadosamente a los libros, y anotados en la forma establecida. Si el comerciante no tuviera libros, habría de ser el magistrado bien experto si quería ver claro en el dédalo de operaciones comerciales. Para evitarle este trabajo, que pudiera causarle un banquero, la ley coarta la libertad de acción de cien comerciantes que no piensan de ningún modo en lesionar los intereses de sus clientes. Cada uno de nosotros, con especialidad en las grandes ciudades, debe informar respetuosamente a la policía de sus idas y venidas. ¿Por qué? Porque alguno entre muchos millares, podrá cometer cualquier día un delito que le traiga el ser buscado por la policía; se le encontrará más fácilmente si todo el mundo está obligado a indicar a aquella morada de cada cual. Para evitarse, en el caso indicado, la molestia de buscar a aquéllos, la policía, no obstante ser pagada para eso, nos impone de continuo la necesidad de hacer declaraciones. Podría centuplicar estos ejemplos si todos no fueran semejantes.

Todo esto no impide que las limitaciones impuestas por el Estado a los ciudadanos falten completamente a su objeto. Las leyes oprimen sólo a aquellos que no intentan quebrantarlas; en cambio, no constituyen jamás un obstáculo serio para los que se hallan decididos a no sufrir ninguna contrariedad. El bígamo comete su crimen a despecho de las formalidades que sujetan al hombre honrado, al matrimonio costoso y lleno de trabas. El bandido lleva sobre sí cuchillo y revólver, despreciando las prescripciones que impiden al ciudadano pacífico usar armas sin autorización. Lo mismo sucede en todo lo demás. Este es siempre el sistema de Herodes haciendo degollar todos los niños varones, porque uno de ellos podía convertirse en pretendiente al trono y dejando escapar del degüello a aquél precisamente que podía ser peligroso.

El concepto filosófico del Estado es hoy día distinto que en lo antiguo. La situación de los ciudadanos respecto a él ha venido teóricamente a ser la de una sociedad o compañía. Todas las constituciones, a partir de 1789, hablan del principio de la soberanía popular; pero en la práctica, la máquina del Estado subsiste idéntica; trabaja actualmente lo mismo que en la más sombria época de la Edad Media, y si su presión sobre el individuo ha llegado a ser menos fuerte, esto no es otra cosa que un resultado del desgaste de la máquina. La premisa tácita en todas las leyes y en todos los reglamentos, es, ahora como antes, que el ciudadano es la propiedad personal del jefe de la nación, o al menos de este fantasma impersonal llamado Estado, que heredó todos los privilegios de los antiguos déspotas, y que tiene por encarnación visible las autoridades. El que obtiene un empleo no se considera simple encargado de los negocios del pueblo, sino e] representante del dominio del Estado, puesto por encima de él; es el enemigo, el vigilante, el carcelero del pueblo. Las leyes son hechas para facilitar al empleado la defensa de los intereses de su señor, real o abstracto, el monarca o el Estado, contra el pueblo, que se supone a priori quiere desembarazarse de su amo.

Esta idea explica por sí sola la consideración que el caciquismo continúa disfrutando en nuestros días y el gran puesto que ocupa en el Estado. El oficinista no puede imponerse al vulgo por ricos sueldos ni por su lujo; no le es dado pretender colocarse al nivel de los grandes espíritus por su cultura superior y grandes facilidades, los utilitarios no pueden ciertamente mirar el trabajo de las oficinas como más útil que aquel de las clases directamente productoras; los agricultores, los obreos, los artistas y los sabios. Si, por consecuencia, la calidad de empleado no es sinónima ni de fuertes rentas, ni de cultura intelectual y de facilidades especiales, ¿como se rodea a esta clase de una consideración que no obtiene ninguna otra? ¿Por qué? Porque el empleado tiene una parte de la autoridad soberana, que el pueblo mira inconscientemente por hábito hereditario, como alguna cosa misteriosa, sobrenatural, que le incita al respeto y al temor. La gracia de Dios que ilumina al rey, radia también sobre el empleado. Una gota del santo óleo que santifica al monarca en el momento de su coronación, cae también sobre la frente del funcionario. Esta idea continúa reinando aún en los países que no tienen rey, coronación ni gracia de Dios.
Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro tercero - Capítulo cuartoLibro cuarto. Capítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha