Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro tercero - Capítulo segundoLibro tercero. Capítulo cuartoBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO TERCERO
La mentira monárquica y aristocrática
Capítulo tercero



La correspondencia entre monarquía y aristocracia es la misma que entre religión y monarquía. La religión puede existir con cualquier forma de gobierno, pero no los reyes sin la religión; de igual manera una aristocracia tendrá condiciones de existencia durable sin monarquía, pero ésta no sin aristocracia. Hay algunos reinos -Grecia, Rumania, Servia- que no poseen nobleza hereditaria; otros, como la Noruega y el Brasil, la han abolido ; pero estos son artificios sin resultado práctico. O bien estas naciones monárquicas arrojarán pronto la monarquía como han arrojado una nobleza, y se transformarán en Repúblicas, o verán en la próxima generación, y lo más tarde en la siguiente, surgir una nobleza hereditaria que quizá no tenga existencia legal ni títulos, pero cuyos privilegios no serán por eso menos reales.

Una monarquía hereditaria se inclina lógicamente a rodearse de adhesiones también hereditarias. Es sabido que a muchas familias de insectos les obliga la conveniencia de su progenie hasta el punto de depositar sus huevos al lado o en medio de la comida necesaria, como puesta en parte de animales vivos, a fin de que las larvas en el momento mismo de su nacimiento encuentren la mesa puesta. De igual manera cada rey desea que desde la cuna halle su heredero una fidelidad y un cariño que no pudo él adquirir para sí. Espera el rey tales sentimientos de la gratitud de cierto número de familias a las que él o sus antepasados colmaron de bienes y honores; mas esta esperanza se ve defraudada con harta frecuencia. La generación aristocrática de hoy olvida, en cuanto vislumbra un peligro, la deuda de agradecimiento que sus abuelos le han legado, a la par que sus prjvilegjos, y abandona deliberadamente a su destino al infortunado príncipe que contaba con su ayuda. La historia ofrece numerosos ejemplos de esta clase. Recordemos tan sólo la conducta de los nobles ingleses hacia Guillermo de Orange y Jorge I; la que observó la nobleza legitimista francesa con Napoleón I, Napoleón III y Luis Felipe; y en opuesto sentido, el proceder de la nobleza napoleónica con la restauración de los Borbones. Pero el rey confía en tan frágil apoyo, y cree alcanzar, conservando la aristocracia, una protección engañosa, de ignal modo que a veces un soldado en campaña se tranquiliza a la vista de un refugio que, sin embargo, sabe no ha de ofrecer la menor resistencia a los proyectiles enemigos.

¡Es un extraño espectáculo, digno a la vez de admiración y cólera, este cómico sainete de la edad media en el centro de la cultura moderna! Una clase de hombres imita hoy en nuestro mundo la casta privilegiada de la India o del viejo Egipto; se adjudica títulos que en otro tiempo significaban funciones, pero que hoy no tienen sentido alguno; pinta, esculpe y graba sobre sus carruajes, casas y sellos, horribles figuras representando escudos fuera de uso después de los siglos. Esto nos causa, poco mas o menos, el efecto que produciría un hombre que se pintase la cara como los celtas prehistóricos, o llevara encima un afilado pedernal a guisa de cortaplumas, e intentara cazar con flechas de espina de pescado. ¿Cómo no reirse de un hombre que se titula duque, denominación propia del general que manda un ejército, siendo así que este pretendido duque no es más que un chisgravis que nunca dirigió sino cotillones? Otro alaba la nobleza de su nacimiento y se tiene por un hombre de mérito siendo jorobado, escrofuloso y menos inteligente que un barrendero. Nuestra cultura conserva poquísimos restos del pasado que sean tan absurdos como una nobleza que no se distingue por otra cosa que por sus títulos y sus escudos de armas.

De ningún modo quiere decir esto que la igualdad traería una organización más razonable a los Estados. La igualdad es una quimera de sabios de gabinete o de soñadores que nunca han observado con sus propios ojos al hombre y a la naturaleza. La revolución de Francia creyó resumir las ideas de los enciclopedistas cuando condensó sus reivindicaciones en estas tres palabras: Libertad, Igualdad, Fraternidad. ¿Libertad? Muy bien. Si esta palabra significa algo, no puede ser más que lo siguiente: la supresión de aquellos obstáculos en cuya virtud las leyes nacidas de la de la arbitrariedad y de la ignorancia impiden o suprimen el juego fecundo de las fuerzas naturales del individuo y de los grupos sociales. ¿Fraternidad? He aquí una palabra magnífica; idealiza el fin del progreso y desarrollo de la humanidad; es como un presentimiento de su más alta perfección. Pero ¿la igualdad absoluta? Esta es una fábula que no se puede explicar racionalmente. Los precursores de la Gran Revolución no hablaron jamás -preciso es hacerles justicia- de la igualdad social, sino solamente de la igualdad ante la ley. Los oradores y publicistas de la revolución descuidaron explicar el alcance de esta palabra; se trataba de hablar en lenguaje de gran efecto y sacrificaron la claridad a la concisión. Por tal causa entra la igualdad como una de las bases en el programa de la Revolución y es mal interpretada por la multitud, que repite sin reflexionar las palabras de mayor efecto, siendo colocada desde entonces como piedra angular de toda democracia de cervecerías.

La igualdad ante la ley sólo es posible en teoría. Si la aplicación de las leyes se hiciera por medio de una máquina, tendríase la certeza de aplicarlas siempre de igual manera, obedeciendo a los principios mecánicos. Pero como son los hombres quienes las interpretan en cada caso, la desigualdad es inevitable. El juez más concienzudo, el más impasible, se deja influir, sin conocerlo, por los medios físicos en que vive, la voz, el espíritu, la educación y el lugar qué ocupa en el mundo cada una de las partes sujetas a su fallo. La ley está dirigida en su mano por el favor y el disfavor, como la aguja magnética se halla influída por las corrientes eléctricas. Hay en esto, para los efectos de la ley, un gérmen de faltas que puede reducirse a su mínimum, pero sin agotarlo por completo.

Si es difícil conseguir la igualdad ante la ley, la igualdad social es en absoluto imaginaria y opuesta a todas las leyes vitales del mundo orgánico. Los que estamos sobre el terreno de la concepción científica del mundo, vemos precisamente en la desigualdad de los seres vivos el origen de su desarrollo y de todo cuanto tiende a perfeccionarlos. ¿Qué es la lucha por la existencia, esa fuente de la hermosa variedad y de la riqueza de formas de la Naturaleza, sino una constante afirmación de la desigualdad? Un ser mejor organizado hace sentir sus fuerzas superiores a los de su especie; disminuye la parte que al nacer se les concede, y pone obstáculos al completo desenvolvimiento individual, a fin de dar más valor al suyo propio, Los oprimidos resisten, el opresor los violenta. En esta lucha las fuerzas del más débil se acrecientan, y las del más fuerte despliéganse hasta su mas alto poder. Tan pronto como aparece un individuo favorecido, causa excitación en la especie entera, que se ve obligada a elevarse un grado. En la lucha por el primer puesto, los más imperfectos son humillados y desaparecen, y el tipo medio es cada vez mejor y más noble.

La generación actual se eleva en su conjunto a la altura de los seres excepcionales de la generación de ayer, y la de mañana tiene el deseo de igualar a los jefes de la de hoy. Es una carrera rival sin fin, pero en la que todos adelantan. La multitud aspira a nivelarse con los favorecidos; éstos anhelan mantener y aún aumentar entre la multitud y ellos la desigualdad que los distingue. Tensión continua de facultades y esfuerzos infatigables, así en los unos como en los otros, y cuyo resultado es el progreso constante hacia el ideal. Los mejores dan el nombre de envidia al esfuerzo que para colocarse al nivel de ellos hacen los inferiores, y éstos llaman orgullo al cuidado que ponen aquéllos en conservar su distancia. Pero tales esfuerzos no son otra cosa que formas del fenómeno de inercia natural en la materia; cada uno de ellos, aun los naturales y benéficos, nos afecta momentáneamente de Un modo desagradable; mas el ligero descontento causado por la opresión que resulta del esfuerzo, no puede en manera alguna servir de prueba contra la utilidad que éste proporciona.

La desigualdad es, por consiguiente, una ley de la Naturaleza, y en ella funda su justificación la aristocracia, Constituir ésta una clase hereditaria, en nada puede ofender a la razón. Tiénese por cosa cierta que las cualidades del individuo se transmiten a su posteridad: siendo el padre hermoso, fuerte, valiente, de noble aspecto, es muy verosímil que sus hijos gocen de las mismas ventajas; y si gracias a éstas el padre se ha conqustado un puesto distinguido en la sociedad, no hay razón alguna para que los herederoo de su sangre no lo conserven. Sería más conveniente, de seguro, para ellos y para la colectividad, que se vieran obligados a conquistar de nuevo el primer rango por sus propias fuerzas, poniéndolos esto quizá al abrigo del relajamiento y de la decadencia, por ser bastante probable que en una lucha abierta, los hijos de los mejores formaran casi siempre la mayoría de los vencedores.

Una aristocracia hereditaria es no sólo natural, sino también útil para el Estado. En las democracias cuyo ideal es la igualdad mal entendida, son generalmente los hombres viejos o en el pleno goce de la edad madura los que llegan a ocupar las posiciones influyentes. Es caso muy excepcional que un joven derrote a sus competidores y se vea diputado, jefe de partido, ministro, jefe de la nación; los ejemplos de los generales de la primera República francesa, y los de Bonaparte, Gambetta y Washington, nada prueban contra esta tesis. Fueron colocados a la cabeza de su patria por repentinas revoluciones. A esto los condujo, no su talento, sino la casualidad que les dió los puestos vacantes, gracias a abstenerse numerosos competidores que desdeñaron aprovecharse de un momento de confUsión para lograr el poder.

Las revoluciones pueden llevar, en efecto, hombres jóvenes a los primeros mandos. Pero siendo aquellos movimientos excepcionales y transitorios de la sociedad, no se repiten fácilmente ni constituyen el estado normal de la democracia; mientras esta goce de calma y de una vida regular, no ofrecerá, seguro es, ancho campo a las vertiginosas carreras de los Washington, Bonaparte y Gambetta. Importa mucho, por consiguiente, al progreso humano, que de tiempo en tiempo, los jóvenes tengan una influencia decisiva en el Estado. Los viejos no son accesibles a las ideas nuevas y no tienen fuerza ni habilidad para obrar según los modernos principios. Con arreglo a una ley fisiológica, la corriente nerviosa circula con más facilidad por las vías acostumbradas y no emprende sino con gran trabajo las rutas nuevas; esta ley tiene consecuencias funestas, haciendo del hombre anciano una especie de autómata en el cual todas las funciones orgánicas se hallan sometidas a la costumbre, estándolo igualmente el pensamiento y el dictamen. Exponed un organismo envejecido a impulsiones desconocidas hasta entonces, obligadle a dejar los caminos trillados y cómodos, para emprender la marcha por un terreno recién abierto, y he aquí lo que acontecerá.

Allí donde un espíritu joven no necesita sino tomar un pensamiento nuevo, el viejo ha de tomarlo también, pero viéndose forzado a resistir a la inclinación tenaz de formular dicho pensamiento según la antigua manera cien veces practicada. Tiene por consecuencia que hacer un doble esfuerzo, y su energía, bien lejos de aventajar a la del espíritu joven, es al contrario mucho menor. Así se explica fisiológicamente lo que llaman osificación de los viejos. Encuentran muy penoso apartarse de sus costumbres; sus nervios están con frecuencia en la imposibilidad absoluta de producir impulsiones bastante fuertes para vencer la resistencias. Por esta causa la nación dirigida por ancianos está condenada a la rutina y se convierte en un museo de tradiciones. En cambio, allí donde la juventud gobierna, hace las leyes, y las aplica, todas las ideas nuevas se acogen prontamente, y la tradición, que no tiene la costumbre por guardia de honor, debe, si quiere que se la conserve, dar continuas pruebas de su excelencia.

La impetuosidad e inexperiencia de la juventud, que forman el reverso de la medalla, no pueden causar grandes perjuicios. En el complejo mecanismo del Estado hay, en efecto, mucha distancia de la iniciativa del espíritu a la ejecución; los numerosos rodajes que es preciso poner en movimiento agotan de tal suerte el principal impulso, que no resta más que una pequeña fuerza para el efecto final útil. La existencia de una aristocracia hereditaria permite, en época normal, a bastante número de personas privilegiadas, llegar en la flor de su vida a ocupar las altas posiciones. La aristocracia tiene sobre la obscura masa del pueblo la ventaja de la notoriedad que posee desde la cuna, en tanto que un hijo del pueblo debe por regla general emplear sus mejores años en adquirirla, y al precio de un lastimoso despilfarro de fuerzas y de la alteración de su carácter. En el curso habitual de las cosas, el puesto en que se puede trabajar por el bien común es para un plebeyo el fin, para un aristócrata el comienzo de su carrera; éste conserva al servicio de su nación toda la energía que aquel gastó en el titánico esfuerzo que le fue necesario para llegar arriba.

La existencia de una aristocracia hereditaria tiene aún otra utilidad para el Estado. Recibir de sus padres un apellido ilustre, garantiza excepcionalmente que quien lo lleve tendrá un concepto más seguro del deber e ideas más elevada de la humanidad, que cualquier individuo de baja extracción. Por su propia naturaleza sufre esta regla numerosas excepciones. Un príncipe o un duque del más noble abolengo puede ser un bribón, y el hijo de un jornalero, o el niño abandonado á quien se encontró en el arroyo de una gran ciudad tal veZ llegue a ser el más brillante modelo de nobleza de carácter y de abnegación heroica. Pero de estos dos casos es la excepción el primero, y el segundo no lo tengo en cuenta en tanto que no me sea probado.

Supongamos un puesto vacante que reclama en quien lo haya de ocupar fidelidad, valor y honradez. Se me nombra en unión con mis conciudadanos para escoger al futuro propietario de aquel cargo. Tengo ante mí varios competidores, mas no conozco a ninguno personalmente; hay uno que procede de familia distinguida y antigua; otro lleva un nombre que oigo por vez primera. Ahora bien; siguiendo yo las sugestiones de la democracia superficial, votaría por el plebeyo desconocido, únicamente para hacer una demostración en favor del quimérico principio igualitario; pero si tengo en cuenta el interés del Estado, si pretendo con mi esfuerzo aumentar, al menos, la probabilidad de que el servicio público sea confiado a manos puras y fuertes, daré mi voto al aristócrata. Es cierto que también desconozco a éste, pero entre los dos candidatos es el que ofrece mayor presunción de solidez moral. ¿Por qué? No es por la fútil razón de que está mejor educado y las ideas caballerescas le habrán sido inculcadas desde muy niño; tal argumento es con mucha frecuencia engañoso. La cuna aristocrática no puede ser garantía de buena educación moral, y todo el mundo conoce múltiples ejemplos de príncipes que habiendo crecido en el medio más deplorable, llegan a ser embusteros, cobardes, libertinos, hasta vulgares ladrones, o nobles ladrones, suponiendo que sea más noble el que roba aderezos de brillantes que el ratero de pañuelos de algodón.

No, no es en la educación del aristócrata donde vemos la garantía de su moralidad, sino en su orgullo de familia, o si queréis mejor, en lo vanidoso que se muestra por el buen nombre que recibió de sus antepasados. El sentimiento de la solidaridad con toda su raza se halla extraordinariamente vivo en él; desaparece el individuo ante la muy alta unión de la casa. El plebeyo es el mismó y ningún otro, por consecuencia único; el aristócrata representa una colectividad y sabe que sus actos recaen sobre todos los que lleven su apellido, como los honores alcanzados por los otros miembros de su familia le aprovechan a él. Un aristócrata es, por consiguiente, una individualidad colectiva, compuesta de antepasados, contemporáneos y dcscendientes de su raza; las garantías que ofrece son en teoría y aún en la práctica, con relación a las que representa el plebeyo, como las garantías de una sociedad son a las de un simple iudividuo. Aun sintiéndose personalmente cobarde y vulgar, veríase obligado, como representante de un nombre histórico, a ejecutar un heroico esfuerzo, porque se diría: Si perezco, mi acción no habrá sido inútil; irá unida a mi raza y a los hombres de mi sangre; acreciento con esto el brillo de mi nombre y, por consecuencia, la fortuna de mis herederos.

El hombre vulgar no tiene tal estimulo para el heroísmo; el sacrificio que hace de sí no lo aprovecha persona alguna determinada, y el bien de la colectividad es una idea muy vaga, sobre todo en los momentos de peligro, para un cerebro ordinario, Sin duda el vulgo también obédece al imperativo categórico; allí está la historia para probarlo. Sobre los campos de batalla Pedro y Pablo cumplen su deber de igual modo que los Dalberg y los Montmorency; pero en el estado actual de la humanidad, el imperativo categórico de Kant me inspira menos confianza que el interés palpable de una familia. Precisamen1e cuando se trata de que un hombre sacrifique su vida en beneficio del Estado, dicho interés ha de tenerse muy en cuenta. El poderoso deseo de la conservación individual, sobre el que mucho me extendí en el capítulo anterior, facilita, más que al plebeyo al aristócrata, el sacrificio de sí mismo. Este se halla seguro de la inmortalidad; aquél sabe, por regla general, que nadie ha de poner atención en su muerte, en su nombre y en su acto heroico. El héroe obscuro tiene además una segunda causa de satisfacción personal: ser arrojado a la fosa común. El héroe del gran mundo puede entusiasmarse con la seguridad de recibir una sepultura perpetua y un monumento bien aparente en el panteón de la historia.

Tengo la firme esperanza de que el sentimiento íntimo de la solidaridad humana se fortificará poco a poco. Hombres de mérito lo han tenido en toda época extremadamente pronunciado, y han sacrificado sin vacilar su sangre por el bien de la raza humana. Pero, en términos generales, estamos sumergidos aún hoy en el individualismo y somos egoístas. No de otro modo sino con gran lentitud, el estrecho sendero del interés personal inmediato se ensanchará hasta la comprensión de la unidad de intereses de las sociedades, del pueblo, de la especie. El hombre debe caminar mucho tiempo todavía antes de que el individuo salido del vulgo cumpla su alto fin, exigiéndose el sacrificio de sí mismo únicamente porque la utilidad que resultará para el conjunto se le aparezca como una ventaja personal; el aristócrata, en cambio, siente que obra en bien propio legando a su raza el recuerdo de una acción heroica. Es muy importante para el Estado saber que posee una clase que tiene poderosas razones para colocar el cumplimiento del deber sobre el amor a la vida. No le precisa entonces, al llegar los momentos de peligro, ir en busca de voluntarios dé alto rango; tiene siempre a su alcance los Winkelried que, abiertos los ojos, se sacrifican voluntariamente por el bien de su patria.

Sin duda estas ventajas de una ar:stocracia hereditaría tienen por contrapeso algunas desventajas; no podía suceder de otro modo en la humanidad. Desde luego se advierte que sobre el carácter, y no sobre el espíritu de un pueblo, es donde la aristocracia ejerce su influencia ventajosa; no se le puede exigir que eleve el nivel intelectual. La clase privilegiada excederá en vigor físico a la plebe, porque vive de mejores alimentos y en condiciones higiénicas más favorables, y engrandece la superioridad corporal que posee, basta el valor de los atributos de raza que se transmiten a los descendientes. Pero no dominará jamás por su espíritu; y la razón es que los méritos intelectuales no se transfieren por herencia, y que en materia de talento cada uno debe ser igual a su propio antecesor, el fundador primero de su casa. Es un hecho curioso que todavía no se ha puesto en claro. El genio, y lo mismo el talento poco ordinario, escapan por completo a la genealogía. No tienen antepasados; son y permanecen estrictamente individuales; vienen de súbito, desapareciendo de igual modo en una familia. No conozco el menor ejemplo de que pasen a los descendientes aumentadas, como las ventajas corporales, ni siquiera con una fuerza parecida. Más aún: los hombres de gran talento no suelen tener posterioridad, y cuando la tienen, los hijos resultan débiles, mezquinos y de vida más efímera que el término medio de los hombres.

Siéntese la acción de una ley misteriosa, que parece querer impedir que se produzcan en una sola raza muy grandes diferencias de nivel en cuanto a los dones del espiritu. Consideremos lo que ocurriría si el genio se transmitiera por herencia como una talla elevada, la fuerza muscular o la belleza física. De ser así, habría en un puebló una clase formada por Shakespeares, Goethes, Schillers, Heines, Humboldts, etc. Entre esta clase y la gran masa, la distancia sería enorme. No pudiendo la primera, por ser extraña a la segunda, soportar las condiciones generales de existencia, procuraría formar en provecho suyo leyes particularísimas, a fin de crear dentro de un Estado otro incomprensible a la multitud, y de acomodar a sus propias necesidades la legislación general, lo que sería naturalmente tan peligroso para el vulgo como si se le condenara a respirar constantemente oxígeno puro. Una inteligencia superior triunfa siempre de otra inferior, aunque tenga ésta a su servicio fuerza corporal mucho más considerable. Cuando las razas desarrolladas intelectualmente chocan con otras que lo están menos, las segundas sucumben sin remedio. Quizá una aristocracia de genios, poco numerosa, imperara sobre su propio pueblo como los blancos imperan sobre los pieles rojas o sobre los negros de la Australia. Pero nunca llegará a formarse tal aristocracia. El genio consume tal cantidad de fuerza orgánica para manifestarse, que no le queda ninguna para la reproducción.

Extraña división del trabajo en la raza humana. Los hombres vulgares han de ocuparse de conservar materialmente la especie; los grandes espíritus tienen que velar por el progreso del desarrollo intelectual. No es posible producir a la vez ideas y criaturas. El genio es una rosa de cien hojas, bella y magnífica, pero estéril; es el tipo más perfecto de la espécie, que llegó a un desarrollo exagerado e impropio para la reproducción directa.

Se pueden dar títulos de nobleza a Goethe, Schiller, Walter Scott y Macaulay: sus descendientes, si los tienen, no representarán, por cierto, en la aristocracia hereditaria el más alto mérito intelectual de su pueblo. Cuando un aristócrata por herencia, como Byron, por ejemplo, está excepcionalmente dotado de genio, no por eso hace a su clase fértil en talentos. Las más hermosas inteligencias de un país no se encuentran en la aristocracia hereditaria, que se eleva sobre el rasto de su nación sólo por sss cualidades físicas, su carácter y su agradable conjunto. Estimará, por consiguiente, mucho más los méritos que posee que los que le faltan; formará del hombre y del ciudadano un ideal que no ha de brillar por los dones del espíritu; y allí donde su influjo sea preponderante, la inteligencia no podrá obtener el rango a que se considere con derecho. Otra de las desventajas de la aristocracia hereditaria es la de obtener inevitablemente a cometer injusticias con los particulares. No suele privarse de su parte natural de aire y de sol; tiene sobre los plebeyos una ventaja que les hace muy difícil, si no imposible, la victoria eh la lucha por la vida. Todas las leyes que afirman la igualdad de derechos de los ciudadanos, sin que sea preferido el de mejor nacimiento, no sirven aquí de nada: a igual inteligencia entre dos rivales, el noble triunfará, aunque muy frecuentemente esté menos bien dotado. No se puede aún cambiar nada. La justicia a que podemos atender, es, de cualquier manerá, la diagonal de un paralelógramo de fuerzas, cuyos lados son el poder y la justicia ideal. La constitución de la sociedad, impone a cada individuo ciertos sacrificios; el punto más ventajoso de la aristocracia sobre el campo de batalla de la lucha por la existencia se deriva de uno de éstos sacrificios. Es necesario sobrellevar los otros; cada uno puede por lo demás, procurar colocarse en el primer puesto. Si tiene brazos y espaldas muy fuertes, lo conseguirá; si no posee estas armas naturales, le queda el derecho de lamentarse de los privilegios aristocráticos, así como pudiera el antílope hacerlo acusando de impudencia al león que lo devora.

Colocándonos bajo el punto de vista científico, y reconociendo que las leyes generales de la vida del mundo orgánico determinan también la contitución y la acción de la sociedad humana, no podemos menos de encontrar natural, y a veces útil, la existencia de una aristocracia hereditaria. No obstante lo que pudiera objetar la especulación filosófica, que no cuenta con los hechos, contra la existencia de una casta privilegiada, esta casta se formaría infaliblemente desde el momento en que más de dos hombres establecieran relaciones de intereses durables. Tenemos como prueba todos los Estados que en su origen se colocaron sobre la base de la igualdad absoluta. La gran República de la América del Norte es, en teoría, una completa democracia; pero en la práctica, en los Estados del Sur, los propietarios de esclavos forman una raza aristocrática hereditaria con todos sus atributos e instintos; en los Estados del Este, los nietos de los primeros inmigrantes puritanos y los colonos holandeses, procuran, aislarse de la masa invasora de advenedizos y ejercer al menos privilegios sociales. Los piratas de la Bolsa, enriquecidos por el empleo más desvergonzado de la astucia y la violencia, fundan verdaderas dinastías, cuyos miembros no solamente son los tipos propuestos a la imitación de la multitud, sino que juegan un papel muy importante en los destinos de la comunidad y del Estado.

Se pretende que en los franceses el instinto de la igualdad es muy particularmente poderoso. Esto no les ha impedido, sin embargo, elevar sobre las ruinas de su antigua nobleza otra nueva, que a la verdad no tiene títulos ni escudos, pero que posee todos los atributos esenciales de una aristocracia, y cuyos abuelos, por terrible ironía de la historia, fueron precisamente los más despiadados fanáticos igualitarios de la Gran Revolución.

No quiero hablar, porque salta a la vista, de los regicidas de la Convención, de aquellos con los cuales Bonaparte formó, sobre el modelo de la nobleza histórica, su aristocracia imperial. Me refiero a las familias en las que son hereditarias la influencia política y la riqueza, a partir de la Gran Revolución, únicamente porque sus abuelos jugaron en ella un papel más o menos importante. Buscad los nombres de los que desde hace cuatro generaciones han gobernado la Francia como senadores, ministros, diputados o altos funcionarios, y os admiraréis de encontrar en ellos muchos apellidos que datan de 1789. Así, los Carnot, los Cambon, los Andrieux, los Brisson, los Beason, los Perier, los Arago, etc., han fundado dinastías políticas de gran importancia; más los que conocen a los propietarios actuales de estos nombres, saben que a ellos solamente deben la posición que ocupan en el Estado.

El imperio turco posee también una constitución estrictamente democrática y no conoce más nobleza hereditaria que la dinastía de los Osmanes y los descendientes del Profeta, a los que ya no concede la menor atención. Todos los días se ven esportilleros y barberos convertirse en pachás, y el capricho del Padischah, único que distribuye rangos y honores no se informa jamás del origen de un favorito. Por lo tanto, el país está gobernado, en realidad, por hijos de advenedizos, los effendis; y si el pachá no puede legar el título que posee a sus descendientes, les deja no obstante, por lo general, parte de su influencia. El nepotismo es, en una clase privilegiada, la única raíz que subsiste viva cuando la niebla democrática ha gastado todas las demás. ¡Es cosa tan natural en el hombre preferir su propio hijo y el hijo de su amigo a los extrañós y desconocidos, por muy grandes que sean los méritos de éstos!
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