Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro tercero - Capítulo primeroLibro tercero. Capítulo terceroBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO TERCERO
La mentira monárquica y aristocrática
Capítulo segundo



Si hago el proceso de la monarquía, no es para condenarla en beneficio de la República. Estoy muy lejos de sentir por ésta el entusiasmo sencillo de ese liberalismo tan común que se enamora del sonido de una palabra sin comprender su significación. Para muchos liberales la República es el primer fin que debe conseguirse; para mí es lo último. La República, si ha de ser un progreso, y una verdad, implica necesariamente toda una serie de instituciones sociales, económicas y políticas, en absoluto distintas de las que hoy están en vigor. Mientras persista la vieja Europa en conservar sus formas actuales de civilización, la República será un contrasentido y una palabra vana. La revolución puramente política que transformase cualquiera de las monarquías europeas en República, haría, ni más ni menos, lo que hicieron en los primeros tiempos de la edad media los apóstoles del cristianismo cuando a los pueblos paganos les dejaban sus dioses, sus fiestas y sus costumbres, contentándose con darles nombres cristianos. El único efecto de semejantes revoluciones se reduce a pegar etiquetas nuevas en viejas mercancías, y presentarlas al pueblo crédulo como un producto mejor. La República es el último eslabón de una larga cadena de progresos: es la forma política en la cual se encarna la idea del derecho ilimitado de las naciones a gobernarse por si mismas. Cuando esta forma tiene una base orgánica y no es puramente la etiqueta de un revocador, hace imposible los privilegios y las distinciones hereditarias, la influencia preponderante de las riquezas, el poder de la burocracia, y en una palabra, toda tutela ejercida sobre el pueblo. Mas dejar subsistir el Estado tal cual es y contentarse con el cambio del nombre de monarquía por el de República, es hacer en política lo que hacen los libreros cuando introducen fraudulentamente libros prohibidos en los países donde existe la censura, despues de haber tenido la precaución de arrancar el título sustituyéndole por el de una inocente historia para los niños o por el de un libro de oraciones.

¿Que han sido las Repúblicas italianas de 1848, la de España de 1868, y qué es, en fin, la República francesa de 1870, sino monarquías en las cuales el trono está vacante y que se entregan al pasatiempo de una mascarada Republicana? Imaginemos en tiempo de Carnaval una reunión de gentiles-hombres representando la boda de dos aldeanos o un campamento de bohemios. Sus trajes, sus modales y sus palabras serán las del pueblo bajo. cuyas apariencias imitan; mas no por eso dejan de ser la señora princesa y el señor conde; si el verdadero pueblo viniera a contemplarlos desde las galerías de la sala de baile, no vería ciertamente en esta mascarada la desaparición de las diferencias de clase. Pero ese mismo pueblo cree que alguna cosa real se desarrolla ante sus ojos cuando en un Carnaval político la monarquía se disfraza de República y ejecuta con paso distinguido danzas democráticas.

Una sola revolución ha comprendido que no es suficiente expulsar al rey del edificio del Estado y cambiar el nombre del palacio, para hacer una República: fue la Gran Revolución Francesa. Destruyo al mismo tiempo que al monarca todas las instituciones de la vieja monarquía. No se contenta con desembarazarse del cadáver, y, lo mismo que después de la muerte de un pestífero, arroja también a las llamas los vestidos y los muebles del difunto. La revolución francesa arrancó la monarquía con todas sus raíces y desmenuzo los terrores del campo histórico en el cual se había ésta engrandecido. Aniquiló a la nobleza tanto cuanto le fue posible, reduciendo a la nada las cartas de donde aquella sacaba sus privilegios, arrasando sus castillos y persiguiéndola sin descanso hasta en los últimos vestigios que las diferencias de clases habían dejado en la lengua, suprimiendo la palabra señor, empleada en la conversación, y que recordaba tiempos y hábitos de dominio y de obediencia. Aun hizo más: se consagró a cambiar por completo la manera de ver del pueblo. No debía subsistir ni una línea, ni un solo contorno de su horizonte intelectual, tratando así mismo de impedir que las viejas ideas expulsadas por la gran puerta de la ley política, se introdujeran de nuevo por el póstigo de la indolencia.

Creo, pues, una religión nueva e inventó un nuevo calendario, en el cual, todo, el principio de año, el sistema cronológico, los nombres de los meses y de los días, se separaban de las antiguas divisiones; organizó fiestas diversas, proscribiendo costumbres distintas; en una palabra, construyó un mundo novísimo en el que no había ni el más leve recuerdo para el desarrollo histórico anterior. Y bien: ¿sirvió todo esto para el fin que se proponían? Puédense cambiar las vestiduras y el lenguaje, pero no rehacer el cerebro humano. Era incapaz de colonizar a canán la raza nacida en Egipto. La costumbre de muchos siglos tuvo más fuerza sobre los franceses que la ley misma con la guillotina por apoyo. La condesa de Barry subiendo al cadalso dijo al ciudadano Sansón: Perdón, señor verdugo. Inmediatamente después del terror, los bandidos repletos de millones, adquiridos por las rapiñas al Estado y por el tráfico de los bienes pertenecientes a los emigrados, tomaron la preeminencia que en la antigua sociedad había pertenecído a la nobleza de nacimiento, y Napoleón más tarde, sólo tuvo que dar títulos a estos advenedizos para de ellos hacer una aristocracia en todo semejante a la destruída. Cesó apenas la tempestad revolucionaria, cuando ya la construcción social de la edad media mostróse de nuevo; los materiales eran otros en parte, mas el plan y las formas continuaban los mismos.

Es inútil destruir una parte de la vieja organización social si el resto permanece subsistente. Cortar la cabeza a Luis XVI fue un acto criminal sin objeto, desde el instante mismo en que pensó el pueblo francés debía continuar en su antigua manera de ver, seguir creyendo en un Ser Supremo, en una Providencia sobrenatural venerando la Biblia y practicando el culto de los muertos, etc. Una revolución exclusivamente política, que sólo cambia la forma gubernamental, sin tocar a las cuestiones sociales. económicas y filosóficas, de donde sale lógicamente la monarquía. no tiene fin alguno que la justifique. Es una perturbación brutal de pura exterioridad, como lo serían, poco más o menos, las decisiones de un tirano demente, de la índole de Iván el Terrible, si en nuestra época se pudiera consentir en el trono un monstruo semejante. Los hechos con su lógica protestan contra una perturbación tal, y no le dejan más que una corta y efímera vida. En el organismo popular reproducese el fenómeno que se observa con tanta frecuencia en los mutilados. De idéntica manera que un individuo al cual han cortado una pierna experimenta dolor en el miembro que le falta, asimismo una sociedad en su estado presente, si le quitan la monarquía para darle muletas republicanas, continúa sintiendo estremecimientos y convulsiones monárquicas. Digámoslo de una vez: desde este punto de vista la sociedad no se asemeja siquiera a un hombre, y sí a esos seres inferiores cuyas partes amputadas repugnan. Se halla impulsada por un deseo irresistible de reproducir el órgano, sin el cual no se considera completa y que es indispensable a su conjunto regular.

No me asocio, pues, de ninguna manera a las prácticas religiosas, cándidas o hipócritas, de esos extraños liberales que a la sola palabra de República doblan las rodillas y entonan un hosanna. Esta religión en la que Dios no es más que un nombre, no es la mía. Para que la República sea la forma necesaria de las instituciones orgánicas del Estado, es preciso que el pueblo se apoye sobre terreno firme de los conocimientos científicos y arroje todos los escombros de la edad media, las falsas ideas religiosas, el abuso del capital, las diferencias hereditarias de clases. Una República con religiones reconocidas por el Estado, con fórmulas de juramentos religiosos, con leyes que castiguen al sacrílego, con nobleza hereditaria y privilegios de nacimiento con la influencia preponderante de la fortuna heredada, no es un progreso para la humanidad, ni tiene ventaja esencial sobre la monarquia; es hasta inferior en el sentido de que no satisface la lógica y la estética como puede hacerlo el edificio histórico de la monarquía absoluta.

Sí, comprendo y admito la razón de ser histórica y lógica de la monarquía. Un pueblo que posee la creencia de que está el mundo regido por un Dios personal, que la Biblia es la expresión auténtica de su pensamiento, que los sacerdotes son los intérpretes autorizados de su palabra, este pueblo tiene razón para unirse a la monarquía. El rey está sobre las leyes, gobierna según sus propias decisiones y no es responsable de ellas, y su poder no admite resistencia; es una fiel imagen de Dios y de su acción sobre el universo.

La Biblia declara al rey establecido por Dios, y los sacerdotes afirman la legitimidad de su poder sobrehumano y de la ciega obediencia que sus vasallos le deben. Cuando un pueblo encuentra natural que algunos hombres nazcan poseyendo millones y títulos de nobleza, que disfruten con amplitud desde su nacimiento, de poder, honores y placeres absolutamente lo mismo que los individuos de ese pueblo nacen con su piel y sus cabellos, ese pueblo es consecuente si es monárquico. En efecto, es de igual modo razonable admitir que un hijo de les hombres nace con derecho a reinar sobre todo un país, que conceder a varios centenares de individuos el primordial a la riqueza y a la preeminencia sobre los millones de hombres que no hallan en tal caso. En su concepto abstacto y bajo el punto de vista teologico, la monarquJa puede ser fácilmente defendida con éxito; mas degenera en una mentira para los que conciben el mundo científicamente, y degenera también, si no en principio, al menos en su manifestación y su mecanismo práctico, para los creyentes que le asignan convencidos un origen divino.

Es una consecuencia fatal de nuestra civilización contemporánea, que las viejas instituciones no tengan el valor de presentarse claramente con su sola forma lógica, la historia, y de repetir la frase de los jesuítas: Ser como somos. o no ser. Aspiran a una imposible alianza con las ideas de los tiempos modernos, hacen concesiones, se dejan penetrar por elementos intelectuales extraños y funenstos a su naturaleza: las reformas a que se prestan, implican una negación directa de sus antiguas partes constitutivas; llegan a parecerse a un libro que reuniera en la misma página una antigua fábula, y al margen, o debajo de ella, la crítica y burla de esa misma fábula.

El desenvolvimiento histórico de la monarquía tiene diversos orígenes. Es muy verosimil que desde su aparición sobre la tierra los hombres formaron ya sociedades y vivieron por grupos como actualmente los monos y muchos otros animales. Cada agrupación tendría evidentemente un jefe que la guiara y defendiera, y que debió, sin duda, ser el más fuerte de todos ellos.

En la aurora de la civilización, cuyos esplendores alumbran los más antiguos escritos de la Biblia, de los Vedas y de los libros sagrados de los chinos, la familia es el fundamento de la sociedad: el padre es el señor, el juez y el consejero natural. Los hombres se multiplican, las familias se acrecientan considerablemente y se dividen en tribus. El padre de familia es el jefe de la tribu; su autoridad descansa, en parte, sobre la ficción de que todos los miembros de la tribu han salido de su sangre; creencia que hasta en los tiempos modernos ha permanecido como base del clan escocés; pero por otro lado se apoya en las razones más persuasivas y seguras que forman los cimientos de la autoridad de un jefe de grupo; sobre su fuerza superior, que puede resultar del mayor vigor físico, de la más clara inteligencia, riqueza de ganados, de pastos, de instrumentos y de criados. En este periodo la distancia entre el dominador a su vasallo es débil aún, y los orígenes del poder del primero aparecen de una manera comprensible. El hijo obedece al padre por amor y por respeto, el débil obedece al fuerte por temor, el pobre obedece al rico por interés. Apenas si se conoce el derecho hereditario al mando. El hecho de poseer la fuerza basta para justificar teórica y moralmente las pretensiones al poder. Ningún elemento sobrenatural complica todavía esta situación tan sencilla, en la que ordena el jefe porque puede hacerlo, y la tribu obedece porque quiere o debe. Más a medida que adelanta la cultura, el jefe siente la necesidad de asociar al prestigio de su persona los terrores de lo sobrenatural. Su inteligencia superior, su riqueza, su vigor físico no le parecen ya suficiente para asegurarle la posesión del mando y para protegerle contra las ambiciones y envidias de sus rivales; toma entonces a los dioses por aliados misteriosos, y a causa del mistério, doblemente dignos de ser temidos. Erigese en sacerdote supremo de la tribu, pone a su servicio fantasmas invisibles que producen espanto, y busca en la superstición el principal apoyo de su poder.

Tal es el estado de cosas en todos los pueblos hasta su aparición en el gran día de la historia. La raza real se alaba de descender en línea recta de los dioses. Los Faraones, los Incas, son hijos del sol; los reyes guerreros de la Germania salen de las ancars de Tor; los Maharajás del Indo son el producto de un avatar de Vichnú. El pueblo ve en el soberano un ser del todo sagrado, y le atribuye propiedades sobrenaturales. En Oriente no se les puede mirar el rostro so pena de ser castigado al instante con la pérdida de la vista; los reyes de Inglaterra y Francia poseen el don de curar la epilepsia y los tumores por el solo hecho de imponer las manos.

El que ofende a la persona del rey, atrae sobre sí, sobre su familia, sobre su pueblo, la cólera eterna de los diooes. Al par de sus servidores retribuídos, el rey tiene por guardianes de su trono todos los dioses y santos del cielo, seis mil a la derecha y seis mil a la izquierda, como decía Enrique Heine. Llega a ser enorme la distancia que separa del pueblo al rey. Este no es únicamente el primero entre sus iguales, el padre de su tribu, sino un ser de otra esencia que sus vasallos, de índole sobrenatural, y al que no se aplican las leyes generales de la vida. No existe relación humana de ninguna clase que una con su pueblo al monarca. El rey es inaccesible; cierto que camina entre los mortales, pero como un dios disfrazado y que no tiene nada de comÚn con la multitud de hombres que le rodean. El cielo puede consentir, en sus decretos impenetrables, que pierda su corona y que se apodere de ella un hombre de obscuro nacimiento. Mas aun siendo arrojado del trono, el rey legítimo no cae jamás en la vulgaridad humana, y el usurpador, aunque lleve la corona, no tiene la consagración divina. Aquél continúa siendo la majestad arrebatada a la tierra; éste, el plebeyo en carne y hueso que más o menos tarde se fundirá de nuevo en la masa como en el agua se funde un trozo de hielo, en tanto que el diamante queda siempre puro en cualquier líquido.

¡Extraña paradoja de la civilización humana! La monarquía, que desde la barbarie primitiva se ha conservado hasta nuestro días, abandonó como superfluos entre sus diferentes titulos aquellos que pueden subsistir ante la razón, y ha conservado solamente los que se desvanecen, sin dejar rastro ninguno de ellos, al primer soplo de la crítica racional. La monarquía de hoy no busca ya la justificación de su libertad de obrar, sino la de su origen divino. No manda ya en nombre de sus ejércitos, sino por la gracia de Dios. Un ejército dispuesto a ejecutar las órdenes de un rey es, aún en nuestros días argumento irresistible. La monarquía desprecia tal argumento. Afirmar que Dios ha otorgado al rey su patente, es fábula digna de risa, que la monarquía divulga con seriedad cómica, y a la que dan fuerza los polizontes.

En las edades antigua y media, cuando era desconocida la ciencia histórica y se ignoraba la crítica de las tradiciones y de los orígenes, la aureola divina sobre la cabeza de un monarca tenía, en el crepúsculo intelectual reinante, una fuerza luminosa fácil de ser apreciada por lo menos, a los ojos del pueblo. Los recuerdos nacionales traspasaban apenas una generación. Las tinieblas del pasado eran impenetrables, y borrábanse rápidamente; los orígenes de todas las cosas. ¿Quién hacía memoria de los comienzos de una dinastía? Nadie halló, pues, dificultad en creer las rapsodias que presentaban a los señores ccmo descendientes de una divinidad tanto máa alta cuanto más liberales eran regalando hechos fabulosos a su parte en el árbol genealógico. Pero en nuestra época de crítica histórica, las baladas y las fábulas no tienen autoridad alguna. Conocemos con exactitud muy precisa los distinos primeros y ulteriores de las casas reinantes en Europa, que son hoy día las que representan la legitimidad por la gracia de Dios. Por eso no queremos creer, de acuerdo con una historia harto dudosa, que la casa real de Borbón, la más antigüa y sagrada de Europa, haya tenido por fundador un gran propietario rural, conocido con el nombre de Hugo Capeto, y suponemos mejor, según la tradición popular muy admisible, que debió su origen a Roberto el Fuerte, que desempeñaba el oficio de cortador en una carnicería parisién. Les Hapsburgos, de los cuales ni una sola gota de sangre corre ya por las venas de la familia que con tal apellido gobierna actualmente en Austria, son los descendientes de un pobre hidalgo franco, especie de espadachín pagado o de teniente de policía al servicio de diferentes señores, tan pronto de un Obispo como de una ciudad. En cuanto a los Romanoff, mejor será no hablar de ellos. Hay textos ilegibles que el historiador puede algunas veces descifrar, pero decir quien fue el padre de un hijo de la emperatriz Catalina II es un problema cuya solución no ha de ser hallada ni aún por el historiador más perspicaz. Los Hohenzollern tienen al menos un acta de nacimiento que se puede ver: descienden de padres, aunque pobres, honrados. Los burgraves de Nurenmberg fueron sin duda alguna, excelentes empleadillos del Sacro Imperio Romano y su promoción como grandes maestres de la Orden Teutónica, margraves de Brendeburgo, electores, reyes y emperadores, ha sido perfectamente normal. Se conoce la historia de cada paso que han dado hacia adelante, y se sabe que han procedido como simples mortales y sin ninguna intervención sobrenatural.

La dinastía inglesa ofrece un ejemplo sorprendente de las peregrinaciones aventureras que puede realizar la sangre que se supone legítima, a través de una docena de familias distintas, sin perder nada de su derecho a la soberanía. Los zis-zén caprichosos que, del duque de Normandía al duque de saxe-Coburgo-Gotha, describe la línea legítima, y que son tan difíciles de seguir, parecen probar, cuando más, que un buen príncipe como un hombre honrado, sabría siempre en una vida obscura seguir el camino recto, cual ha dicho Goethe.

Dónde se halla, pues, en la historia de todas estas familias el lugar para la intervención de Dios, por cuya gracia tienen derecho a la soberanía? En qué tiempo han obtenido esta gracia? ¿Fue cuando Guillermo el conquistador venció cerca de Hastings al rey sajón Haroldo? ¿O cuando Hugo Capeto se sublevó contra su señor legítimo de raza carlovingia, como Pinino lo había hecho en otra ocasión contra su señor merovingio? ¿Seria tal vez al batir Rodolfo de Hapsburgo a su competidor Ottocar de Bohemia? ¿Y si los tres fundadores de dinastías legítimas no hubieran tenido éxito en sus empresas?

Obligado Guillermo a repasar el canal de la Mancha, HUgo ahorcado como rebelde, y Rodolfo muerto en el Marchfeld, ¿qué habría venido a ser entonces la gracia de Dios? ¿Los temerarios aventureros, en lugar de ser antecesores de casas soberanas y sagradas, hubiéranse convertido en salteadores de camino y revoltosos vulgares?

¿Es el éxito quien decide la cuestión? ¿Se reconocera la gracia de Dios en que un hombre consiga apoderarse del mando? ¿El dominio se legitima en el momento en que se toma posesión del poder supremo? Tal vez; el pueblo sencillo supone que quien recibe de Dios una dignidad recibe al mismo tiempo la sabiduría. No es más ilógico que Dios conceda legitimidad al mismo a quien ha dado un trono. Pero entonces todo revolucionario tambien es legítimo cuando logra su objeto: Cromwell fue un jefe de Estado tan legítimo como Carlos I, a quien hizo cortar la cabeza; Barras y Bonaparte eran tan legítimos como Luis XVI que murió en la guíllotina; Luis Felipe tan legítimo como Carlos X, y Napoleón III tanto como Luis Felipe. Desde el punto en que un jefe del Estado lo es de hecho, los monárquicos no pueden discutir su autoridad ni oponerse a ella; deben, segÚn su especial manera de ver, encontrar justo qUe Rienzi, Masaniello. Mazzini, Kossuth, Hecker hubieran sido jefes de Estado por la gracia de Dios en el caso de prosperar sus empresas. Hay más: el leñador Lincoln, el sastre Johnson, el abogado Grévy, han de ser para ellos tan sagrados como un Guillermo de Normandía, un Hugo Capeto, un Rodolfo de Hapsburgo. puesto que aquéllos tienen para sí el éxito y el poder lo mismo que lo tuvieron estos últimos. El punto de vista de los monárquicos es, pues, absolutamente igual al de las ranas de la fábula, que deben obedecer humildes y sumisas al rey que Júpiter les imponga, ya sea éste un culebrón o ya una grulla. Si la fortuna es buena prueba qe la gracia de Dios, también ha de ser el Único origen de la legitimidad, y los monárquicos deberían razonablemente reconocer como legítimo a todo jefe de la Nación: al conquistador extranjero. al presidente de la República, al autor de un golpe de Estado; en una palabra, a todo el que viera su obra coronada por la fortuna.

¿Este manantial de legitimidad no ha brotado más que en las pasadas épocas y se halla exhausto y agotado al presente? ¿La violencia, la revuelta, el perjurio de un vasallo y la intriga electoral, eran antiguamente la única forma con que la gracia de Dios descendía sobre una cabeza humana y las relaciones entre el cielo y los palacios de los soberanos han cambiado después? Sera de la mayor importancia saber en qué momento se verificó ese cambio. Los monárquicos nos deben la fecha exacta de año, mes y día de un acontecimiento de tan suma trascendencia. Muy recientemente se han fundado dinastías en Suecia, Noruega, Bélgica, SerVia, Rumania, Grecia y Bulgaria. Esas dinastías se apoyan por igual en la gracia de Dios, sus pueblos les reconocen derechos soberanos, y aquellas otras que cuentan muchos siglos de antigüedad las tratan como a sus iguales. No es, pues, indiferente ilustrarnos respecto a este punto especial; ¿los nuevos monarcas reinan también por la gracia de Dios, o no hacen más que posesionarse indebidamente de ella? Si los Bernadotte. los Coburgo y los Obrenowitch son reyes por la gracIa de Dios, está probado que dicha gracia, hoy, como en los tiempos de usurpaciones de la edad media, apresúrase a unir el derecho a la fuerza; y siendo esto así. los monárquicos deben conceder que un demócrata socialista cualquiera, si lograra colocarse por medio de una revolución a la cabeza del Imperio alemán. seria jefe del Estado por la gracia de Díos, gozando de tantos derechos y siendo su persona tan sagrada como la del actual Emperador de Alemania. O si no, es necesario admitir que desde la edad media la gracia de Dios que fabricaba monarcas legitimos, se ha esquilmado como un campo que se explota en demasía. De ser esto cierto, los reyes de las nuevas casas soberanas no son más que charlatanes que por medio de falsas promesas se proporcionan ventajas sobre sus conciudadanos -manera de proceder sobre la cuál un artículo del Código da las más amplias explicaciones- y es una audacia incomprensible de su parte reclamar la sumisión y respeto de sus pueblos, cometiendo una imprudencia difícil de explicar los monarcas de las antiguas dinastías, cuando admiten la validez del título de estos advenedizos y les reconocen derechos iguales a sus propios derechos sagrados.

Los monárquicos podrán hacernos una última objeción; sin embargo, tampoco encontraremos en ella un espíritu de verdadera lógica. Nos dirán que las nuevas dinastias sacan sus derechos de la voluntad del pueblo que se los ha conferido libremente. No puede de ningún modo ser reputada ésta voluntad como la fuente de los derechos dinásticos; pues si le fuera dable hacer un rey, podría también derribarlo y proclamar la República. He aquí lo que un monárquico nunca aceptará. Mas la objeción de que yo quiero ocuparme es otra. Los hombres que en nuestro tiempo han fundado nuevas dinastías, son vástagos de antiguas casas soberanas, a las cuales perteneció el gobierno desde hace muchos siglos; han nacido con una legitimidad hereditaria latente, que no esperaba más que la ocasión favorable para manifestarse bajo la forma de una corona visible. Esta pretensión, en verdad, no puede ser sostenida en buen derecho respecto a los Bernadotte o a los Obrekowitch; pero se puede muy bien aplicar a los Coburgo de Bélgica. No calificará, pues, tal pretensión de mentira; más aun, me agrada. La cosa está, por consiguiente, bien entendida, la legitimidad es una especie de finca hereditaria propia de familías determinadas. Los príncipes nacen con el derecho de reinar, y no sobre un pueblo marcado, sino con el derecho de reinar en general, in partibus, donde encuentran sitio a propósito. El descendiente de las Hohenzollern o de los Coburgo trae consigo al mundo la gracia de Dios; si los belgas o los rumanos lo eligen por rey, no hacen otra cosa que dar a su legitimidad un valor práctico. La gracia de Dios se concede, poco más o menos, como el diploma de una facultad. Llevándolo en el bolsillo un joven doctor, tiene derecho a formarse una clientela, pero la facultad no se la asegura. La gracia de Dios también da al príncipe de una casa soberana legitima el derecho de gobernar, no importa dónde, pero no le garantiza ningún país en que pueda ejercer su derecho.

Ese argumento merece atención. Explica mnchas cosas que de otro modo serian inexplicables. Con su ayuda se puede comprender cómo un rey legítimo por la gracia de Dios arrebata a otro rey, igualmente legítimo por la misma gracia, su trono y su país. La anexión del Hannover, de la Ilesce electoral y de Nassau por la Prusia, y la de Nápoles, Toscana. Médena y Parma por la Cerdeña. no llegan a negar el principio sobre que dcscansan tanto el trono de los Hohenzollern como el de la casa de Saboya. El conquistador no arrebata su legitimidad, iba a decir su diploma de soberanía, al despojado por él, no le quita más que su país. El hombre destronado queda después como antes, rey por la gracia de Dios. siéndole permitido buscar otra nación sobre la cual reinar con una legitimidad nunca debilitada y con la gracia, muy paricularmente visible, de Dios. La diferencia entre el derecho soberano de las dinastías legítimas y la manera de aplicar este derecho a un país o pueblo determinado, es un elemento indispensable de la teoría monárquica. Sin tal diferencia, los reyes conquistadores o anexionistas serían los peores revolucionarios, probando del modo más evidente, lo inútil que es la gracia de Dios, y mostrarían con toda claridad a los pueblos lo que valen los derechos de un monarca legítimo y cómo se debe obrar para arrojarlo del trono. Ayudados por el distinto concepto entre la legitimidad teórica y la soberanía de hecho, se puede comprender sin sublevar la razón, que la Casa de Hannover haya podido gobernar legítimamente en Inglaterra por espacio de todo un siglo por la gracia de Dios en tanto que los herederos de la casa de Stuard morían, llenos de legítimos derechos, en San Germán o en Roma, también por la gracia de Dios. De igual modo se comprende que, después de Víctor Manuel, el rey Humberto gobierne en Italia por la gracia de Dios, mientras el rey Francisco II de Nápoles hace casi un cuarto de siglo, pasa agradablemente su tiempo en París, por la gracia de Dios.

No debemos ocuparnos más de un absurdo demasiado manifiesto. Ni aun vale la pena de aplicar una crítica seria al único título de la monarquía, su origen divino. Esta crítica es tan fácil, que nos preguntamos algunas veces con asombro si serían necesarios esfuerzos hercúleos para forzar una puerta abierta. Conocemos los principios históricos de todas las monarquías, algunas de las cuales han nacido ayer ante los ojos de prosaicos noticieros; vemos el espectáculo, cada vez más frecuente, de soberanos legítimos arrojados por los pueblos cuya guarda, según su pretensión, les había sido confiada por el cielo mismo; sabemos la poca estima que los reyes cuya frente fue ungida por el óleo santo, sienten por los derechos de sus iguales. Todo esto permite, menos todavía que el ateo, al creyente, admitir que es la gracia de Dios la que ha colocado la corona sobre la cabeza de los reyes. La gracia de Dios no puede ser intermitente, ni es posible que dependa de un tratado de paz o de una batalla perdida. El hombre ilustrado podrá, en todo caso, considerarla como uno de esos antiguos juegos de manos que cualquier charlatán ejecuta haciendo a su compinche signos de inteligencia y conservando una seriedad imperturbable. Al creyente la gracia de Dios debe parecerle una blasfemia. Aquél tiene derecho a sonreír; éste no puede menos de indignarse.

Pero dejemos los orígenes y los títulos de las dinastías. Hagamos como si creyéramos todo lo que la monarquía nos cuenta. Todo es, pues, cierto y demostrado, el rey nace con el derecho de mandar; yo, su vasallo, vengo al mundo con el deber de obedecerle; Dios arregla así las cosas, y si yo me opongo, cometo el crimen de atacar la organización del mundo establecida por Dios. Demos un paso más en este camino, y entraremos en el imperio de la mentira. En Europa, Rusia y Turquía son las únicas que están gobernadas aun por monarcas absolutos; es la sola forma lógica de la monarquía. Todos los demás países, cuando no son Repúblicas, tienen en sus Constituciones puesta, más o menos, la forma gubernamental monárquica en flagrante contradicción consigo misma, hallándose obligados a mentira e hipocresía eternas cuantos desempeñan un papel en esa comedia.

Allí donde el parlamentarismo es una verdad y la monarquía una simple decoración, en Inglaterra, Bélgica e Italia, las leyes mienten al tomar la forma de manifestaciones de la voluntad real, pues emanan del Parlamento y serán promulgadas quiera o no el rey. Los ministros mienten cuando se valen de la fórmula usada: Por orden de S. M. hacemos esto. - Según orden de S. M. nos abstenemos de aquello. - Tenemos el honor de aconsejar a S. M. tal o cual cosa. Saben, y todo el mundo lo sabe como ellos, que el rey no ordena, que no tienen nada que aconsejarle, sino que son los ministros quienes deciden, que se presentan en palacio con los asuntos despachados independientemente de la voluntad del rey; obedeciendo éste sin resistencia las miras y resoluciones del Parlamento y del Gobierno. El rey, en fin, miente cuando, al dirigirse a los representantes de la nación, emplea la primera persona, porque su discurso del trono expresa, no sus propias ideas, sino las de aquellos que lo han escrito y puesto en sus manos ya terminado, pronunciándolo él del mismo modo que un fonógrafo repite las palabras que se dijeron en su embudo. Miente cuando dice que el jefe del gobierno es el hombre de su elección, puesto que de ningún modo tiene libertad para escogerlo a su agrado, y debe aceptar aquel que le designe la mayoría, aún cuando él lo deteste cordialmente y desee otro; miente, por último, en cada nombramiento, en cada decreto, en cada acto de gobierno que autorice, al hacerlo pasar como su propia resolución, pues todos los actos que realiza le son prescritos por los ministros y los firma repugnándole no pocas veces.

Más en los países donde la Constitución ha respetado el caracter de la monarquía por la gracia de Dios, donde el parlamentarismo no es otra cosa que un simpre ornamento del viejo absolutismo, como sucede en Alemania y Austria, la forma gubernamental monárquica miente, no ya al rey sino al pueblo. La monarquía exige que se reconozca como representante autorizada de la voluntad divina; por consecuencia reivindica para sí la infabilidad, que es uno de los atributos de Dios. En teoría concede, sin embargo, al pueblo alguna influencia sobre sus resoluciones; consienten, pues, que la nación juzgue, apruebe, condene o modifique la medida de un poder establecido o inspirado por Dios, y a éste le somete, en cierto modo, a una crítica humana cometiendo un sacrilegio que entre los súbditos se castigaría con la prisión más dura. Pero lo hemos dicho ya: esto no es más que en teoría. En la práctica la voluntad del rey decide y todos los procedimientos constitucionales son mentiras simples del absolutismo. Se miente al pueblo invitándole a escoger sus representantes; se miente al parlamento presentando proyectos de gobierno y haciendo que los vote, porque el sufragio popular es impotente para dar a sus diputados la fuerza de voluntad que las ficciones constitucionales le atribuyen, y los votos del parlamento no pueden cambiar en nada las resoluciones dle gobierno.

En los países verdaderamente constitucionales la situación del monarca es humillante; mas el aparato de su poder se halla por todas partes tan cuidadosamente manejado, se evita con tanta destreza que aparezca en absoluta insignificancia en la nación, los honores exteriores, las utilidades personales y los placeres unidos a sus funciones, coadyuvan a hacerlos tan grandes, que no es posible comprender cómo hombres que se respetan y poseen la conciencia de su honor y delicadeza, consienten figurar entre los polichinelos, cuya lengua y miembros son movidos por hilos que tienen en su mano los ministros. Ocurre lo contrario en los países falsamente llamados constitucionales: en ellos corresponde la necesidad a los representantes del pueblo y cuesta mucho más trabajo comprender que hombres dignos de llamarse así, acepten semejante cargo. Las satisfacciones que puede tener su vanidad, no les indemnizan, seguramente, de las bajezas de todos los instantes. En su palacio suntuoso, con su brillante uniforme, recibiendo su larga lista civil, sin ver en derredor suyo más que espaldas encorvadas, y sin llegar a su oido sino alabanzas en su honor y rebuscadas fórmulas cortesanas, tales como: Majestad, Muy gracioso soberano, y Dignaos, el rey constitucional puede olvidar que juega una broma carnavalesca que tendría un desenlace terrible si quisiera tomarla en serio. Y ¿cuál es la causa que determina a los diputados, en un país falsamente constitucional, a convertirse en ridículos, con discursos sin resultado, gestos sin fin y votos sin efecto? ¡No será el desprecio de los ministros, las burlas y calumnias de la prensa asalariada por el Gobierno! ¿Será entonces la esperanza de trocar las apariencias del parlamentarismo en una realidad? Esta esperanza no puede ni debe ser alimentada por los representantes del pueblo que acepta la ficción del origen de los derechos reales.

Para el enemigo de las mentiras convencionales, nada más divertido que el dilema en que ese despiadado lógico, el príncipe de Bismark, encierra a los llamados liberales del Reichstag alemán. Hace que oradores autorizados y periodistas bien instruídos les repitan: O vosotros sois republicanos y mentís cuando proclamáis a porfía vuestros sentimientos monárquicos, o vuestra fidelidad al rey es sincera, y entonces debéis probarla con la obediencia a la voluntad Real. Esta alternativa es el yunque y el martillo entre los cuales se ve pulverizado el liberalilsmo de los monárquicos. Causa un placer indecible ver cómo los tímidos e impotentes partidos de la oposición se retuercen bajo la garra de hierro de esta lógica implacable. Querrían desprenderse y escapar afirmando: Somos adictos al rey hasta la muerte; la dinastía no tiene servidores más fieles; la República es para nosotros abominable. Pero, no obstante, la Constitución exige de algún modo, y el mismo rey se ha dignado prestarle juramento; autorizados por él nos permitimos, con gran humildad y profundamente sumisos, hacer uso de los derechos y libertades que han sido acordados a los representantes del pueblo por gracia real especialísima. Y así consecutivamente. Pero todo esto no les sirve de nada. La mano que los oprime estréchalos contra la pared hasta el punto de hacerles perder el aliento, y el amo despiadado los atormenta, sin rodeos, preguntándoles: ¿Admitís que el rey ha sido impuesto por Dios para gobernaros? ¿Sí? ¿Cómo osáis entonces resistirle, apelando a una Constitución que os fue regalada por su mano? En virtud de su autoridad divina os la puede retirar, como en virtud de la misma autoridad os la concedió. ¿O no admitís que el rey obtuvo sus derechos de Dios mismo? Entonces sois republicanos. Este es el dilema.

Sí, este es el dilema: o republicanos o absolutistas; todo lo demás es mentira o hipocresía. Un Gobierno que establece esta alternativa es merecedor del reconocimiento más vivo de todas las personas sensatas. Sin duda comete al hacerlo una temeridad extraordinaria, pues corre el peligro de que un político audaz y hábil le devuelva el argumento con estas palabras: Si la lógica es un arma, vosotros sois los mayores hipócritas y embusteros. Si en efecto la voluntad del rey es la voluntad de Dios, ¿cómo podéis cometer contra Dios y contra el monarca el crimen de permitir que subsista una Constitución fundada sobre la posibilidad de limitar los deseos del rey por el veto del pueblo. Y Vuestro deber primero sería en este caso abolir la Constitución. O tomáis a ésta en serio, admitiendo de tal modo que en el Estado la voz del pueblo vale tanto como la del rey por la gracia de Dios, y entonces sois republicanos, o la Constitución no es para vosotros sino una palabra vana, convocáis el Parlamento por fórmula no más y estáis resueltos a obrar según vuestro capricho, sin cuidaros de las Cámaras, en cuyo caso vuestros actos constitucionales, como reuniones electorales, convocatoria de Cortes, presentación de proyectos de gobierno, etc., todo ello es una mentira voluntaria. Por consiguiente, sois embusteros o republicanos. No hay término medio.

La gran mentira de la teoría constitucional moderna consiste precisamente en partir de una negación de la autoridad divina del rey; dicha autoridad, así desprovista de base y suspendida en el aire, continúa sin embargo subsistiendo. La edad media conoció también la constitución de los Estados que limitaba el poder del rey; conoció asimismo las sublevaciones de la nobleza contra el monarca, y la lucha tenaz entre las clases privilegiadas y la corona para conservar el poder. Más las restricciones reales, las revueltas de los nobles contra el rey, no tenían lugar en nombre de un principio que excluyese su razón primera de ser, es decir, en nombre de la soberanía del pueblo. Los altos varones que sitiaban al rey en sus castillos, reconocían, no obstante, que el rey estaba impuesto por Dios; pero sosteniendo al mismo tiempo que la gracia de Dios no era favorable sólo al rey, procuraban recabar su parte correspondiente. Esto no era negación de la autoridad sobrenatural de los gobernantes, sino más bien ingeniosa extensión de la misma doctrina. De igual manera que el monarca reinaba por la gracia de Dios, ellos declaraban ser nobles poderosos por idéntica gracia. Es la historia de un loco que tenía la idea fija de ser Dios; otro enfermo aquejado de igual manía fue llevado al establecimiento donde el primero estaba en curación. Este se puso en el acto a reir con todas sus fuerzas del error de su compañero, y decir: ¿Cómo este hombre puede ser Dios? Le interrogó el guardían por creerlo ya curado, recibiendo en contestación: Porque no hay dos dioses, y siendo yo Dios, él no puede serlo. A ejemplo de este loco, la nobleza de la edad media estaba convencida de su propia divinidad y combatía el absolutismo del monarca, no en nombre de la razón, sino en el de su propia locura. Por tal causa, púdose durante dicho periodo histórico estar unido a la vez, con el mayor honor, a los privilegios de la nobleza y al rey; en tanto que la soberanía real emanada de Dios y la del pueblo se excluyeren en absoluto la una a la otra.

Al lado de su papel constitucional, la mentira monárquica tiene también otro puramente humano contra el que se rebela no menos la razón que la honradez. Todos los que se hallan en contacto personal con el rey se rebelan y envilecen ante la ficción del carácter sobrehumano de la monarquía, aunque de ella se burlan en su fuero interno. El espectáculo de la monarquía fue constantemente y en todas las naciones una comedia para los precisados a tomar en ella alguna parte. Pero desempeñándolo cada uno con aire formal y convencido mientras estaba en escena; esforzándose a cual más en producir y mantener la ilusión poética en los espectadores, de los que se veía separado por la línea de fuego del escenario. Sólo aquellos amigos a quienes se permitía entrar por la puertecilla de los artistas, podían ver que los suntuosos palacios de la decoración no eran sino tela pintada y rosada, y no más que oropel la púrpura y oro de las vestiduras oficiales, y que entre dos movimientos heróicos, los héroes se apresuraban a pedir un bock entre bastidores. Al contrario, los comediantes actuales de la monarquía salen constantemente de su papel y se burlan con descaro de él, de ellos mismos y del respetable público. Parecen a los honrados comediantes del Sueño de una noche de estío, a quienes Botton el tejedor hizo esta prudente advertencia: Es preciso que digáis el nombre del que representa el león, y que se vea la mitad de su cara a través del morro de la fiera; él mismo puede hablar desde adentro y decir, con la entonación adecuada, algo que se parezca a esto: Graciosas damas, o bellas damas, yo os aconsejo, o yo os suplico, o yo os conjuro a no tener miedo, a no temblar; mi vida responde de la vuestra. Si habéis creído que soy un verdadero león, esto será un gran perjuicio para mi juventud. No, yo no me parezco a él en nada; soy un hijo de los hombres, como los demás hijos de los hombres; y que a partir de esto, les declare su nombre y les diga con toda claridad que él es Snug el carpintero.

En el tiempo clásico de la monarquía, el palacio del rey era un santuario que ningún simple mortal franqueaba sin respetuoso temor; hoy el palacio está de par en par abierto a los noticieros. Tódos los escándalos, todos los crímenes, todas las ridiculeces que se encuentran en él salen fuera. El último de los vasallos conoce los vicios secretos del rey, sus vergonzosas enfermedades, el nombre de sus mancebas, los amores de alguna princesa; sábese que el emperador o el rey. juega a la Bolsa, que es un idiota o un ignorante; circulan de mano en mano sus cartas sin ortografía, se recuerdan sus palabras necias y sin embargo los cortesanos se inclinan ante él; tocando en el polvo con su frente a la faz de todo el pueblo; hablan en público del monarca empleando los términos más humillantes y sumisos, y consideran título de gloria besar con la mayor solicitud sus pies. ¡Qué tristísimo espectáculo para el hombre de espíritu libre e ilustrado! ¡Qué fuente constante de perpetuo disgusto contra e] servilismo hereditario de los hombres cultos! El noble artista que acababa de exhibir una obra maestra e inmortal, desea como la más alta recompensa merecer la visita del rey; terminada la excitación sublime que le inspiró, para bruscamente a la vanidad vulgar e infantil que le produce la desdeñosa mirada que arroja el rey sobre el artístico fruto de su genio. Podrá ser un Beethoven, un Rembrandt, un Miguel Angel; seguirá siendo conocido y admirado cuando ya no subsista del rey otra cosa que una línea en el diccionario de los cien mil nombres de soberanos que forman el inútil apéndice de la historia universal; poseerá la conciencia plena de su propio valer, sabiendb además que el monarca no entiende de música, estatuas ni cuadros; que en él los oídos, están cerrados, los ojos turbios, el alma insensible a todas las bellezas; que los juicios del rey son grotescos y que respecto a educación estética se halla a la altura del mercader más vulgar, sin embargo, el corazón del artista latirá con más violencia cuando el rey deje caer su mirada tonta y distraída sobre la gran obra del maestro y escuche dormitando su música. El sabio cuyo penoso trabajo intelectual conquista a la humanidad nuevas verdades y ensancha su horizonte, ambiciona ser presentado ante el rey, envuelto en un traje ridículo, pero de corte oficial, y decir!e algunas palabras de sus inventos y científicos adelantos. de los cuales todo el mundo habla, y que son quizá la unidad de fuerzas, el análisis espectral o el teléfono; sabe que el rey es incapaz de interesarse por una cuestión absolutamente incomprensible para él; además, que este rey, verdadero bárbaro, le desprecia a él y a toda su ciencia, y prefiere un arrogante jefe de la guardia Real a todos los sabios del mundo; sabe también que no se le conceden sino algunos minutos para decirle precipitadamente y balbuceando lo que quiera, en tanto que piensa el rey en otras mil cosas y demuestra bien a las claras el fastidio que siente al llenar los deberes de su cargo: mientras el sabio se inclina bajo el yugo de todas las exigencias de la etiqueta palaciega y ocupa con satisfacción su puesto entre un gentilhombre y un oficial cualquiera, ¡Cuántos poetas y escritores mendigan el permiso de ofrecer al rey sus obras, únicamente porque éstas sean, no ya leídas, sino colocadas en el último lugar de una biblioteca en la que los almanaques genealógicos y anuarios militares ocupan el puesto de honor!

La aristocracia hereditaria profesa, respecto al rey, sentimientos más bajos y serviles todavía, si esto es posible, que los experimentados por la aristocracia de la inteligencia. Está directa y constantemente a su alrededor; bajo la corona ve el gorro de dormir, y bajo el manto de púrpura el chaleco de franela; de ella parten todas las caricaturas, burlas y calumnias dirigidas contra el soberanó; se mofa de sus debilidades y divulga sus crímenes; sin embargo, la mayor ambición de la aristocracia hereditaria es obtener a fuerza de bajezas y adulaciones el favor del rey, llámese éste Luis XV o Felipe IV, y comete las mayores indignidades por alcanzar una mirada suya; le vende sus mujeres y sus hijas, y afirma que la sangre del rey no mancha. El aristócrata, demasiado orgulloso para dirigir una mirada o hablar directamente con su propio servidor, aspira con afán a ser en persona criado del rey, y en las circunstancias solemnes, a lavarle las manos, llevarle los platos, llenarle el vaso y hacer los recados. En una palabra, a desempeñar el papel de mozo de fonda, lacayo o mandadero.

Una conocida anécdota, de cuya verdad no respondo, cuenta que visitando a Copenhague, Pedro el grande quiso probar al rey de Dinamarca todo el amor que le tenían sus vasallos. Ordenó a un cosaco que se arrojara de lo alto de una torre; al punto el desgraciado hizo el signo de la cruz y se lanzó al espacio sin vacilar. No debe dudarse de que aún hoy la mayor parte de los cortesanos aceptarían semejante prueba. Mas, ¿haríanlo por heroísmo? No; pues estos héroes nunca se expondrían a constiparse por salvar a cualquier persona que se esté ahogando. ¿Sería entonces por la esperanza de una recompensa en la otra vida? Esta esperanza puede obligar a un cosaco de Pedro el Grande a hacer el sacrificio de su existencia; pero nuestros aristócratas contemporáneos son frecuentemente los hijos de Voltaire, y tienen para ellos mucho menos valor los goces del paraíso que las satisfacciones que les ofrece este valle terrestre de miseria. No puedo comprender el extraño fenómeno de respeto llevado hasta el suicidio en favor de personas que quizá no se distingan por ninguna ventaja intelectual, moral ni física, y que pueden muy bien ser antipáticas y aborrecibles.

El excelente Münchhausen refiere otra maravillosa aventura de caza, perseguía con una perra preñada a una liebre preñada también; durante un momento perdió de vista a los dos animales; al apercebirlos de nuevo, vió con asombro siete perritos que corrían detrás de otros tantos lebratillos. Durante su carrera la do madres habían parido y los pequeñuelos se entregaron al punto a la caza.

Puede muy bien ocurrir alguna cosa análoga entre los reyes y sus vasallos. El vasallo es por nacimiento absolutamente adicto al rey, como en la fábula de Münchhausen, el perro lo es por nacimiento a la caza de la liebre. Hablo muy en serio bajo la forma de una chanza. El atavismo es el único capaz de explicar una fidelidad que se sobrepone a la dignidad humana, al sentimiento que cada uno tiene de su propio valer, y algunas veces hasta cobre el instinto de conservación personal. Es evidente que sólo un retroceso a las ideas primitivas del hombre, sólo una vaga repercusión de costumbres transmitidas sin interrumpirse a través de millares de generaciones es la causa de que veamos a ciertas personas experimentar o fingir por un individuo que no conocen, a quien tal vez no hayan visto nunca, y que en todo caso no responde a sus sentimientos, una ternura que no sienten por sus parientes, y quizás ni aun por sí mismos.

Sin duda es un sentimiento profundamente arraigado en la naturaleza humana el prosternarse con humildad ante toda persona que la multitud mira como superior. Entiéndase que yo digo: que la multitud mira como superior; y que no es superior. El hombre es un animal que vive en rebaño y que tiene todos los instintos de los que viven de tal modo. De estos instintos es el más saliente la sumisión a un jefe; pero al jefe que el rebaño acepta gustoso. Un pequeño número de espíritus escogidos juzga al hombre por sus cualidades; la generalidad considera únicamente su acción sobre los demás. El méritó examina al individuo en sí, con independencia de sus relaciones con los otros hombres; el vulgo sólo se informa del rango que ocupa. Explicase de este modo que todo hombre célebre o siquiera conocido, y algunas veces rodeado de mala fama, encuentre amor y adhesión que se rehusan al mérito que se esconde y desdeña el mundo y la popularidad. No es preciso ser rey para estar rodeado de cortesanos; basta para ello una pequeña notoriedad. Los cómicos, los prestigitadores, los clowns, tienen quien les adule. Hay gentes que desean relacionarse con los criminales conocidos y se vanaglorian de ello. ¿Qué fuerza impulsa a los hombres a ser tan necios? ¿Cuál es la causa que proporciona a Brummel y Cartouche una corte, lo mismo que a un gran artista o a un gran sabio? Suele decirse que la vanidad; pero tal respuesta es superficial no más. ¿Por qué, pues, se cifra dicha vanidad en formar parte del sequito de personas célebres? ¿Por qué se experimenta satisfacción, en pavonearse dando la mano de amigo a cualquier hombre ilustre? Porque se obedece así al instinto que lleva al animal que vive en el rebaño a someterse a un jefe. El snobismo tiene un fundamento antropológico; he aquí lo que olvidó Thackeray al combatirlo con su odio implacable. La adhesión a una dinastía, en el sentido que los monárquicos dan a esta palabra, es la más alta y completa expresión del snobismo.

Se ve que me esfuerzo en encontrar al bizantinismo circunstancias atenuantes. Mi deseo más ardiente es convencerme de la sinceridad de los sentimientos que muchas gentes muestran hacia los príncipes y reyes. Estoy dispuesto a reconocer que el aldeano ruso no finge nada cuando besa la orla del traje de su emperador, y que el soldado alemán no miente cuando declara que su mayor dicha es sacrificar la vida por el soberano. Pero atavismo, antropología, herencia, todas las grandes palabras que invoco para explicar la adhesión del pueblo ignorante a una dinastía, me parecen defectuosas cuando veo en las gentes distinguidas y cultas el bizantinismo, que, a no dudar, es el residuo de una mentira voluntaria, cuyo origen no está en el corazón: es una comedia en la cual toma parte cada individuo para obtener algún beneficio: uno, empleos y dignidades; otro, títulos y distinciones honoríficas; el tercero, por razones políticas, pues cree ser aún necesaria la monarquía, bien a los intereses del pueblo, bien a los suyos propios. Todos obran con el afán de alguna ventaja directa o indirecta. Por esta razón la mentira monárquica es mucho más repugnante que la mentira religiosa. El hombre ilustrado que en la iglesia dobla las rodillas y murmura oraciones, lo hace por pereza de espíritu, por indiferencia, o por ser condescendiente con la costumbre; hasta el momento en que por medio de una falsa piedad aspira a ganar el favor de los sacerdotes y a convertirlos en sus poderosos aliados, no se humilla sino ante un símbolo, y no besa directamente la mano de que espera una recompensa. Pero el cortesano que se arrastra, el burgués que ilumina su casa y adorna la fachada con espesas guirnaldas de flores, el poeta que compone himnos para la boda del rey y el nacimiento de los principes, no se entregan a todas estas demostraciones sino por una recompensa que desean recibir al contado; en nada se distinguen de la prostituta que prodiga frases de amor y sueña no más que en alcanzar una moneda de plata.

Muchas gentes consideran al rey como un hombre parecido a todos les demás, y con frecuencia más insignificante o menos bien dotado que los otros; sonríen de la pretendida misión divina de las dinastías, y sin embargo, cuando hablan en términos obsequiosos del monarca y de su familia tratan de justificar ante quien los escucha, y algunas veces ante ellos mismos, su falta de sinceridad con esta razón que resume todas las otras: la mentira monárquica es una mentira inofensiva. La monarquía, dicen, es, al menos en los países francamente constitucionales, un simple adorno. El monarca tiene en ellos menos poder que el presidente de los Estados Unidos de América. Inglaterra, Bélgica e Italia son en realidad Repúblicas con reyes a su cabeza; y las formas tradicionales de respeto con que rodean al trono, de ninguna manera impiden se manifieste libremente la voluntad popular.

Este es un grosero error que traerá más de una vez consecuencias fatales a los pueblos. El poder de los reyes continúa siendo enorme, y su influencia, aún en los países constitucionales como Bélgica, Rumania, lnglaterra y Noruega, es poderosísima, aunque sea ejercida no por la Constitución, sino al lado de ella o sin ella. Poseemos testimonios que no pueden recusarse. El honorable Gladstone, tan competente en la materia, se ha expresado de una manera muy significativa respecto al influjo de los reyes en el Nineteenth Century. Ciertas publicaciones de nuestro tiempo arrojan mucha luz sobre este punto; particularmente la biografía del príncipe Alberto, por Martín, que encierra la correspondencia entre los príncipes Alberto y Guillermo de Prusia, el futuro emperador y rey; el relato de las relaciones de Napoleón III con la corte de Inglaterra; las Memorias del barón Stockmar; las partes más verídicas de las Memorias del consejero áulico Schneider, de Meling, etc. Vemos cómo en los gabinetes de los reyes, por encima del pueblo, del Parlamento y de los ministro, se tejen los hilos de relaciones íntimas; cómo los monarcas conferencian directamente entre sí; cómo juzgan cada suceso político, ante todo, bajo el punto de vista de sus intereses dinásticos; cómo se hacen solidarios unos de otros enfrente del movimiento que lleva a los pueblos a reconocer sus fuerzas y sus derechos; como en las más graves resoluciones, que ejercen una acción fatal sobre millones de individuos, se dejan influir por caprichos, amistades y antipatías personales. Los oradores del pueblo pronuncian grandes frases en las asambleas, los diputados declaman en el Parlamento, los ministros hacen con aire importante sus revelaciones; todos parecen estar convencidos de que ellos solos dirigen los destinos de su país; pero entretanto, el rey sonríe con menosprecio y escribe cartas confidenciales a sus amigos coronados del otro lado de la frontera, y resuelve con ellos toda suerte de cosas, alianzas y exclusiones, la guerra y la paz, conquistas y cesión de territorios; conceden o restringen; y cuando el plan está combinado, se ejecuta sin cuidarse de la charlatanería de los Parlamentos.

Los reyes encuentran asimismo en abundancia medios para ver realizada su voluntad bajo una forma correctamente constitucional; desde luego no es difícil crear para sus necesidades, corrientes de opinión pÚblica, y sucede por último que aún los reyes que se ven obligados a no ejercer más que un papel puramente decorativo en el Estado, no por eso dejan de ser los que pronuncian la palabra decisiva en la vida de los pueblos, hoy lo mismo que en la edad media, quizá más que entonces, porque en aquel tiempo la alianza de los reyes entre sí era más débil, el sentimiento de su mutua solidaridad aún no existía, y sus aliados naturales, la aristocracia y el alto clero, estaban mucho menos a su devoción. La cobardía de los hombres que contrariando a su inteligencia y a sus convicciones practican la mentira monárquica, se venga sobre ellos mismos, o más bien, sobre el progreso humano. Los pseudo-liberales que se figuran engañar a los reyes concediéndoles privilegios y honores ilusorios, según ellos, son de seguro engañados por los soberanos; éstos saben unir muy hábilmente a la apariencia de poder que se les deja, la realidad del poder mismo. No es la monarquía en los países constitucionales tan ilusoria como suponen los que practican la mentira dinástica; en cambio es completamente nula la soberanía nacional.
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